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Seducido por un idiota por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 8


Sensaciones agrias


Alphonse se hizo cargo de Berthold a partir de que Edward comenzó a estornudar compulsivamente y tuvo que subir a su habitación a buscar cosas con las que abrigarse. Se puso sus zapatillas de dormir y bajó a la sala con montones de cobijas para la supuesta pijamada que le habían prometido a Berthold y por la que el niño no había dejado de preguntar.


Se cubrieron con las cobijas y, en medio de los dos hermanos, el pequeño pareció un enanito entre dos robles, altos y gruesos. Edward se sentía secretamente feliz al ser, por primera vez, más alto que alguien, aunque era cierto que el tamaño del niño no hacia más que acongojarlo, porque su diminuta estatura iba de la mano de una fragilidad inquietante.


Cuando terminaron con Peter Pan, eran apenas las nueve y media y los tres tenían hambre, por lo que mientras Alphonse y Berthold elegían una nueva película del montón que los muchachos tenían acomodadas alrededor del televisor, Edward fue a buscar un poco pan y jalea, que en casa de un par de adolescentes viciosos, abundaba para las épocas en las que se antojaba un bocadillo nocturno.


Mientras se sentaba a ver una película sobre un perro y masticaban ruidosamente los emparedados de jalea de fresa, Edward se puso a pensar en Roy, en la expresión mediocre que había mostrado cuando no había sabido qué hacer ante la despedida sentimental de su hijo y se preguntó si algo similar podría haber pasado entre él y Hohenheim.


Nunca se le habían dado demasiado los sentimentalismos, pero esa escena le había tocado una parte del corazón que no solía trabajarle mucho, por lo que se sentía un poco impresionado en esos momentos.


—¿A dónde fue tu papá, Berthold? —se sorprendió preguntando, aunque sus ojos seguían fijos en la pantalla del televisor, siguiendo los movimientos de los colores opacos de la película. Berthold dejó de masticar para poder contestarle. Parecía confiado, pero a la vez un poco reticente, como si en verdad temiera ser abandonado.


—A una fiesta con el tío Maes —respondió, con su vocecilla aguda. Edward movió la cabeza de arriba abajo, en señal de que lo había escuchado. Alphonse, que sentía que se estaba perdiendo de algo, quiso intercambiar una mirada con su hermano, pero éste no le hizo caso. Le molestaba el hecho de que Mustang hubiera intentado golpearlo por un simple comentario con el que no había pretendido ofenderlo y que por otro lado buscara y encontrara el tiempo para ir a fiestas. Y él, por otro lado, comportándose como el estúpido que se hacia cargo del niño cuando Mustang quería pasarla bien.


Se enojó. No le parecía justo, mucho menos después de ver el rostro apurado de Berthold mientras Mustang pretendía marcharse, pero después de todo, Mustang seguía siendo el mismo idiota que se había burlado de él cuando se habían conocido por primera vez, durante esa llamada telefónica.


Estornudó de nuevo, sintiendo que la fiebre comenzaba a regresar a su cuerpo. Un poco mareado y sudorosos, se recargó en un cojín. Sintió la cabeza de Berthold apoyada sobre su brazo y le echó un vistazo al niño, que comenzaba a quedarse dormido.


—¿Lo dejas dormir en tu habitación? —le preguntó con un susurro a Alphonse, que también comenzaba a adormilarse—, si se queda en la mía, me temo que va a contagiarse también.


—Ah, está bien —dijo Alphonse, levantándose del sillón para estirarse, recalcándole a Edward una vez más que había crecido de una manera impresionante en menos tiempo del que él había estado esforzándose por… no valía la pena deprimirse por algo como eso… Alphonse tomó al pequeño Berthold, mostrando una sutil disposición a que el niño se amoldara perfectamente en sus brazos, que le recordaban a los de su padre y se marchó hacia su habitación—, buenas noches, hermano —se despidió.


Edward, dándole un último mordisco a su pan, se levantó y fue a apagar el televisor y el reproductor de DVD. La sala lucia un poco sola y abandonada ahora que se encontraba a solas, a media luz. Levantó los platos sucios y los llevó a la cocina, caminando pausadamente mientras contenía un bostezo. Ahora la posibilidad de meterse en su cama y dormir largo y tendido hasta que Mustang llegara le parecía algo demasiado tentador, por lo que se olvidó de lavar los despojos de la noche y, estirando los brazos hacia arriba, sin tanto alcance como el que había tenido Alphonse, fue apagando las luces hasta llegar a la escalera.


Supuso que en esos momentos Mustang estaría muy divertido en su fiesta, conviviendo con montones de personas mientras ellos lidiaban con su pequeño hijo desatendido de cuatro años. De nuevo, la sensación de injusticia lo invadió y se molestó al pensar en que, en verdad, Mustang podría estar rodeando de muchas personas, entre ellas montones de mujeres, en vez de poder pasar un poco de tiempo de calidad con su hijo.


 


Maes le sonrió mientras le presentaba a una de las hermanas de la chica del cumpleaños. Discretamente, le dio un par de codazos en las costillas para que se fijara mejor en el gesto descarado que hacia con sus manos sobre el aire, como si estuviera acariciando los hombros desnudos de la joven, enfundada en un hermoso vestido verde. Ella, que no parecía darse cuenta de nada, intercambiaba risitas con Mustang, que no encontraba ninguna puerta de escape por la que fuera factible marcharse.


No le gustaban las insinuaciones que Hughes hacia primero sobre Edward Elric y después sobre mujercitas. Sus propuestas de tener algo con alguien sólo le daban a entender que su amigo quería que se diera pronto una encamada con alguna persona, conocida o desconocida, para ver si eso lo sacaba del mal bache. Ni qué decir que pensaba que esa no era la manera correcta de hacer las cosas.


Aunque la muchacha era hermosa, elegante y fina y tenía todas las características que él había apreciado en una mujer a su debido tiempo, no conseguía llamarle verdaderamente la atención. Tal vez si su cabello no hubiera sido tan largo y castaño, si sus ojos hubieran tenido el destello de la miel y no el de los zafiros, entonces, posiblemente, le hubiera dado una oportunidad… pero seguía alucinando. Ninguna persona sería capaz de llegarle nunca a los talones a Riza.


Hizo caso omiso de la conversación durante un minuto y se giró hacia la mesa de bocadillos y bebidas. Tomó una copa de vino y se la empinó contra la boca, sintiendo el suave y esponjoso líquido mojándole la lengua y la garganta, que había tenido secas. Escuchó de forma muy breve cómo Hughes le hablaba a la muchacha sobre los logros de Roy en la policía y como ella parecía realmente interesada. La escuchó comentar algo de su padre, el jefe de Maes, y Roy le perdió completamente el interés. Tal vez si hubiera sido alguien más sencillo…


Tanteó con los dedos su móvil dentro del bolsillo de su pantalón y la posibilidad de llamar a Edward hizo mella en su cordura apenas aparecer en su cabeza. Observó a Maes y a la muchacha, tan hermosa como una cajita de rapé forrada de terciopelo blanco,  y alegó que necesitaba hacer una llamada urgente a la niñera de su hijo para ver si estaban llevando las cosas bien.


A Maes no se le escapó el destello en los ojos de Roy al mencionar la palabra «niñera» antes de marcharse a la terraza para buscar un poco de soledad. Sonrió por lo bajo y siguió hablando con la joven dama mientras esperaba por el regreso de su amigo, aunque ya sin insinuarle la posibilidad de que pusiera sus ojos en Roy, que parecía estar más pendiente de otra persona.


Mientras tanto, en la terraza, Roy sintió que le temblaban los dedos mientras marcaba el número de Edward, que se estaba aprendiendo de memoria a pesar de que comúnmente lo manejaba dentro del listado de Favoritos de su móvil para el marcado rápido. Se apoyó el aparato contra el oído y esperó a que respondieran, sintiendo que la mano con la que sujetaba la copa de vino se le agitaba con más fuerza de la que podía controlar. Estaba haciendo frío y su traje de gala no era cálido en lo más mínimo.


Le hubiera gustado marcharse y dormir en su cama, tan bien amoldada a su cuerpo… Edward respondió con la voz seca a su llamada. Roy sintió que el corazón le daba un vuelco antes de encontrar las palabras correctas qué decir. Ni siquiera cuando había sido un adolescente enamoradizo de cuanta falda se le pasaba por delante se había sentido así.


—¿Cómo van las cosas, niñera, bien? ¿El niño no ha dado problemas? —preguntó, luchando por sonar seguro a pesar de que sentía que la voz se le atoraba entre los dientes antes de salir por sus labios. Edward soltó un bufido cansado.


—Van bien —respondió, exasperado. Roy lamentó que se mostrara tan enojado cuando, podía decirse, él llamaba por cortesía—, se fue a dormir con mi hermano hace quince minutos. Yo estaba dormido también.


—Oh, ¿soñando conmigo, niñera?


—¿Por qué debería tener pesadillas como esa?


—Qué muchacho tan grosero. Hieres mis sentimientos.


—Me alegro.


Roy sonrió. Se sentía más tranquilo hablando con él y haciéndose bromas mutuas que rodeado de tanta gente superficial como la que Maes le había presentado. Nunca creyó que su mejor amigo se desenvolviera con tanta libertad en esas aguas turbulentas. Él, por el momento, prefería algo más tranquilo.


—¿Cenó? —preguntó, refiriéndose a Berthold.


—Sí —dijo Edward, con el mismo tono de voz molesto con el que le había respondido el teléfono. Roy se lo imaginó con el entrecejo fruncido, observando con saña algún punto vacio de su habitación. Se preguntaba cómo sería la habitación de un chico como ese.


—¿Se quedó más tranquilo cuando me fui?


—Sí.


—De acuerdo.


—Me sorprende, Mustang, que estés preguntando algo como eso cuando antes me dabas la impresión de que no querías ni mencionar su nombre. Creo que estás cambiando —comentó Edward, que sonaba un poco más espabilado ahora.


Roy sonrió con gratitud.


—Yo también lo creo, niñera —dijo, observando el oscuro jardín lleno de arboles frutales que se extendían a lo largo de un vasto terreno. Había banquetas de piedra y una fuente que goteaba agua desde la concha de un querubín. Demasiado románico para su gusto.


—Bueno, si eso era lo único que querías saber, me iré a dormir de nuevo. Suerte en tu fiesta —se despidió Edward, haciendo el esfuerzo de contener un bostezo. Roy se sorprendió, abriendo mucho los ojos.


—¿Cómo sabes que estoy en una fiesta? —preguntó, temiendo que las cosas fueran malinterpretadas. No le gustaba que la gente pensara mal de él sin antes haber dado motivos para eso.


—Berthold lo mencionó —aclaró Edward, omitiendo la parte en la que él había sido quien había preguntado al niño por el dichoso paradero de su padre. Roy no dijo nada durante largo rato, por lo que Edward pensó que se estaba inventando una mentira o que simplemente no quería decir nada al respecto. A fin de cuentas, ¿a él qué demonios le importaba lo que hiciera Mustang? Aunque le seguía pareciendo molesto.


—Buenas noches, niñera —comentó por fin Roy, quedándose de nuevo en blanco. Dejó su copa de vino sobre la balaustrada de piedra que rodeaba la terraza y se metió una mano en el bolsillo del pantalón, con aires meditabundos. Edward dijo «Uhum» y colgó el teléfono sin decir nada más, por lo que Roy suspiró. Era más complicado de lo que se había imaginado.


Se guardó el aparato de nuevo y se terminó el vino antes de sentarse un rato en donde antes había posado su copa para observar el manto de estrellas que navegaba con lentitud sobre su cabeza. Esa clase de belleza nunca le había gustado, le daba miedo, lo perturbaba al grado de la desesperación. Esa luz hermosa como diamantes le hacia pensar, como siempre, en lo pequeño que era como ser humano y en lo poco que podía hacer en las situaciones en las que desearía hacer mucho.


Había estado pensando más de la cuenta en esa clase de cosas desde la muerte de Riza y, aunque no le gustaban, era como si le hubieran impregnado el cerebro de esa clase de cosas. Siendo oficial de policía al igual que ella, debería estar acostumbrado a los duelos, al dolor, a la angustia, a la desesperación, pero, ciertamente, nunca se había esperado que las cosas se dieran de esa manera: perderla a ella, su fiel amiga, su amante, esa persona que siempre había estado ahí para tenderle una mano en los momentos de crisis. Era como si todo ese tiempo hubiera estado pensando que ella estaba protegida de todo simplemente por ser de él. Por ser la madre de su hijo y la mujer más maravillosamente sorprendente que nunca había conocido.


Y sí, Roy era pequeño. Un hombre que se recostaba en los picos de sus propias ensoñaciones, como todos los demás, y tenía un sueño de cristal que podría sobrevivir o no a los embates del tiempo, de las situaciones a las que estaba expuesto. Y le desagradaba sentirse vulnerable, como si permaneciera todo el tiempo a la intemperie, porque en sus manos estaba Berthold, que no podría emerger en soledad en caso de que él se diera completamente por vencido.


Sintió una brisa de viento fresco helándole la espalda y erizándole el vello de la nuca. A pesar del estremecimiento que sentía al contemplar el firmamento, no podía apartar los ojos de él. Prefería contemplar a las estrellas, con su brillo natural, y a la luna, con su luz prestada del sol, que a todas esas damas de rostros artificiales emperifolladas con joyas insignificantes que le sonreían en el interior del salón y escuchar las pláticas superfluas de los «hombres de mundo» que sólo le tomaban la medida, intentando saber si verdaderamente estaba a su altura o no.


Riza, Riza…


Maes apareció por la puerta de cristal, solo y sonriéndole a pesar de que sus ojos estaban ocultos detrás del destello de sus gafas. No estaba bebiendo como Roy, pero éste sabia que su ebriedad era de otro tipo y que no tenia nada qué ver con el alcohol. De nuevo, la ansiedad por preguntarle cómo se sentiría él en caso de ponerse en sus zapatos lo invadió, pero se quedó callado por respeto, uno que a él no se le estaba ofreciendo.


—¿Cómo está la niñera? —preguntó Maes con tono de burla, acercándose a él y recargándose en la balaustrada también. Le daban la espalda al jardín y el rostro a la concurrencia que se movía como peces en su contenedor dentro del salón de fiestas, aunque para ellos no eran interesantes en lo más mínimo.


Roy se sintió un poco ofendido: sería bonito que solamente él pudiera llamar a Edward Elric por ese apelativo, niñera, para camuflar el hecho de que, ciertamente, se le olvidaba su nombre de pila con demasiada frecuencia.


—Estaba dormido cuando le llame, así que se puso de malas cuando me respondió —explicó, sin apartar los ojos todavía del destello luminoso de las estrellas. Un cielo nocturno despejado por primera vez en semanas. Momentos antes había dejado de llover y las nubes se alejaban las unas de las otras con la fuerza brutal del viento. En la oscuridad, parecían los restos del humo seco provocados por un cigarrillo, aunque enormes e imponentes.


El piso estaba mojado y el jardín despedía un delicioso olor a pasto húmedo y tierra lodosa.


—No me equivoco al decir que es una pequeña fiera, ¿verdad? —siguió molestándolo Hughes mientras Roy comenzaba a sentirse impotente ante sus bromas. Le hubiera gustado permanecer un poco más solo, pero no creyó que Maes le fuera a cumplir ese capricho. Aunque, si intentaba ver las cosas por su ángulo más amable, era mejor estar acompañado por él: las mujeres no solían acercarse solas a un par de hombres, a menos que fueran acompañadas también (o Hughes abriera la boca).


—Tiene un carácter muy rudo, pero creo que es por la clase de vida que ha tenido —explicó. Esa era una visión que se había formado únicamente para sí mismo desde aquella vez en que se había encontrado con el padre de los hermanos Elric—, imagino que debió ser muy duro para ellos crecer en soledad, sin su madre, sin su padre. Y tiene un hermano menor, lo que no hace más fáciles las cosas en caso de que se criaran juntos: la responsabilidad recayó completamente sobre él.


—Sí, es verdad. ¿Lo estás defendiendo a él o te defiendes a ti mismo? —Preguntó Hughes, sin piedad—, me temo que te has estado planteando la posibilidad de permitir que Berthold crezca por sí mismo y sólo te vea a ti lo que sea necesario. Con niñeras por un lado y por otro, ahogándote en el vaso de tu propia desesperación como si fuera alcohol para mitigar tus penas. Por eso intentaste golpear a ese muchacho cuando te planteó la posibilidad de convertirte en un mejor padre —aventuró, haciendo que Roy comenzara a reírse por lo bajo. Hacia tanto tiempo que no escuchaba su propia risa, continua y sinceramente divertida, que incluso pensó que el sonido provenía de otra boca.


—No —respondió, con los labios curvados en una expresión distraída—, quise golpearlo porque me pareció muy injusto y estúpido que un muchacho de dieciocho años quisiera educarme. Yo soy un hombre hecho y derecho: tengo trabajo, tuve esposa y tengo un hijo. Desgraciadamente, tengo más experiencias que él, ¿cómo pudo pretender burlarse de mí de una manera tan tonta?


—Me temo que para la sabiduría no hay edad —corrigió Hughes, sonriendo con idiosincrasia—, ¿quién dice que él no es un viejo vestido de joven y que tú no eres un adolescente en un traje de adulto? Es cínico, casi descarado y cruel, ¿no lo ves así? Pero ese muchacho ya te ha dado muchas lecciones de vida en muy poco tiempo.


—Sí.


—Así que, perdóname si me veo molestoso, pero tengo que preguntarte esto: ¿te gusta? Responde después de pensar las cosas con claridad, Roy, como en los exámenes de la academia —dijo, sonriendo, aunque de antemano ya tenia la respuesta, pues su amigo se había ruborizado desde el cuello hasta las raíces del cabello.


¿Qué si le gustaba un hombre como Edward Elric, le estaba preguntando? ¿Qué si podría fijarse en él como algo más allá de un simple conocido o amigo? La respuesta era complicada, sobre todo por el tiempo tan corto que tenían de conocerse, pero si tuviera que fijarse sólo en parámetros físicos, entonces diría que…


—Sí. Me gusta.


Maes soltó una risotada y le dio una palmada fuerte y dolorosa en la espalda a modo de festejo. Una pareja de enamorados había salido a la terraza también y conversaban en la distancia con un susurro que se confundía con el soplo del viento, pero al escuchar el pequeño escándalo giraron las cabezas para observarlos, aunque los dos amigos no les prestaron atención.


Roy sintió que sus propias palabras eran una especie de revelación para sí mismo, aunque no confiaba demasiado en ellas. Pensaba que le gustaba el cabello rubio de Edward, al igual que sus ojos castaños, como oro derretido revolviéndose en un cuenco, le parecía curioso, incluso, su baja estatura y el timbre de su voz, grave, rebelde y quisquilloso hacia que se le erizara el vello del cuerpo entero, pero nada más. Y atracción había sentido por muchas personas a lo largo de sus veintinueve años.


Había sido un poco irresponsable de su parte aceptar algo como eso en voz alta, porque eso lo convertía en una realidad a oídos de Maes, que no dejaba de sonreír con triunfo. Era obvio que pensaba que Roy ya había superado su etapa más dolorosa de la viudez, aunque éste se preguntaba todavía si seria de esa manera.


—Pero —continuó Hughes, tornándose serio de nuevo. Roy se sentía como un niño a punto de ser interrogado para un examen oral—, seamos lo más específicos posible, ¿quieres? ¿Es atracción física, deseo sexual o comparación?


—¡Pe-pero qué dices! —exclamó Roy, con ganas de meterse en cualquier hoyo que tuviera a su disposición. Aunque él también tenía cierto hablar sucio, le incomodaba que Maes se refiriera con semejante vulgaridad a su sexualidad. No era como si pudiera decidir únicamente que las cosas le gustaban así y dejarlas de una manera conveniente. Tenia muchas cosas en qué pensar—, ¡no es tan fácil! —dijo con un murmullo ronco, pues la pareja de antes los volvía a observar.


—¿A no? —inquirió Maes, irrespetuoso de nuevo.


—No.


—Entonces sólo responde lo primero que pienses que te convenga y después lo analizamos entre los dos: ¿Atracción física, deseo sexual o comparación? ¿Tengo qué explicarte de lo que estoy hablando o ya lo sabes? —insistió. Roy no contestó, por lo que dio por sentado la respuesta—, si es atracción física, solamente te llama la atención por sus características, ¿de acuerdo?, algo que podrías encontrar en cualquier otro, si es deseo sexual, podrías satisfacerlo con alguien que tenga sus mismas características, ¿comprendes? Y si es comparación… bueno, estás jodido.


—Gracias por eso, Hughes —dijo Roy, exasperado y entristecido de nuevo. Sabía que era por comparación—. Atracción física.


—Comparación.


—¡Jódete! ¡¿Para qué demonios me pides que te responda esas preguntas estúpidas si tú lo haces por ti mismo?! —exclamó, sinceramente exasperado. Ésta vez, la pareja de enamorados que estaban a unos cuantos metros de distancia los observaron y decidieron que sería mejor dejarles su espacio, así que se fueron. Roy respiró el aire fresco de la noche y sintió que éste le llenaba dolorosamente las aletas de la nariz. Demasiada frescura.


—Bueno, los rasgos más distintivos de su físico son idénticos a los de Riza —explicó Hughes, encogiéndose de hombros. Sólo se estaba burlando de él—, cabello, ojos.


—¿Te estás burlando, verdad, Hughes?


—Un poco —admitió éste—, hubiera sido más fácil que respondieras «deseo».


—Puede que también haya un poco de eso —admitió, pero no estaba seguro. ¿Qué demonios era el deseo sino un concepto abstracto de lo más inexacto? La gente solía esconder el amor debajo del deseo y el deseo debajo del amor, ¿no?


Maes guardó silencio largo rato, mientras se llevaba una mano al mentón para comenzar a sobarse su barba irregular. Hizo ruidos extraños con la boca que le recordaron a Roy un panal de abejas. Mientras su amigo pensaba, él se dedicó de nuevo a observar las estrellas, deseando poder marcharse de ese lugar pronto para poder pensar a gusto en la soledad de su casa.


Atracción, deseo, ¿no era lo mismo? Si le preguntaban, el sex-appeal de Edward Elric no era nada del otro mundo, por lo que no podía explicarse sí… además, era un hombre, eso debía de resumir las cosas a un solo punto, ¿no? Pero esa clase de cosas no le importaban demasiado, contrario a su vieja actitud. Comenzó a pensar en las comparaciones que había hecho entre él y Riza y se sintió mal: ¿serían éstas en verdad fuertes como para hacerle cambiar su forma de ver las cosas? ¿Un hombre, era eso? ¿Un hombre? ¡Mierda!


—Creo que has estado pensando en lo que te dije antes, ¿no? Si te has imaginado la posibilidad de besar sus labios o tocarlo, estar con él —habló Maes por fin. A Roy no le gustaba su tono de voz, que rayaba en lo sabelotodo. No le quiso responder—. Creo que me sobrepasé un poco contigo aquella vez, Roy, es cierto, lo siento.


—Gracias.


—Pero quiero que comiences a pensar las cosas por ti mismo de nuevo —pidió Hughes.


—¿Estás llamándome tonto o algo por el estilo? —se defendió Mustang, molesto.


—No, pero pregúntate esto: si le pidieras un beso y él accede a dártelo, ¿qué harías después de eso? —preguntó, observando a su amigo directamente a los ojos. Roy estaba rojo de nuevo como una ciruela.


—No lo sé.


—¿Te conformarías con eso?


—No lo sé. Es posible que en vez de decir que sí me diera un puñetazo. Tiene mucha fuerza —explicó, recordando el tirón de manos que Edward le había dado cuando había evitado que golpeara a su padre.


—No pienses en eso. Mejor averígualo.


—¿Qué demonios estás…?


—Con un poco de suerte, le gustas también —animó Hughes, riéndose de lo lindo por la expresión incrédula en el rostro de Roy, que estaba más confundido que nunca.


—No lo creo.


—¡Compruébalo! —protestó Maes mientras caminaba de regreso al salón de fiestas, dejándolo solo como tanto había deseado en un principio, confundido como no hubiera querido terminar. ¿Por qué se sentía como un jodido muñeco de plastilina en manos de un hombre «malo e insensible» como Hughes?


 


Cuando Edward despertó, fue porque escuchó risas atronadoras en la sala. Aunque lo intentó, no pudo volver a dormir, por lo que pensó que era hora de levantarse. Su reloj despertador marcaba que eran más de las siete y media, por lo que se sintió un poco decepcionado: nunca se había despertado tan temprano en fines de semana.


Se levantó dando un largo bostezo y se calzó las zapatillas de dormir. Bajó a la sala y se encontró a Alphonse y Berthold viendo dibujos animados mientras desayunaban unas cuantas chucherías.


—Buenos días —saludó, tallándose un ojo con el puño mientras se sentaba al otro lado del niño, que respondió al unísono con Alphonse. Parecía mucho más animado que la noche anterior y, lo peor de todo, era que lucia como si con el sueño se hubiera sobrecargado de energía, algo que a Edward sólo le pasaba cuando alguien hacia comentarios estúpidos e hirientes sobre su baja estatura—. ¿Tú padre no te dijo a qué hora vendría por ti, Berthold?


—No —respondió el niño, escuetamente. Parecían gustarle los programas sobre robots, porque estaba muy atento a la pantalla del televisor, aunque no por eso dejaba de masticar ruidosamente sus tostadas. Alphonse le sonrió con indulgencia.


—Anoche me llamó por teléfono para preguntar cómo estabas, pero no me lo dijo —explicó, bostezando de nuevo mientras estiraba los brazos entumidos. Alphonse lo observó con cierta súplica.


—Hermano, cuando el padre del pequeño Berthold llegue, ¿podemos invitarlo a desayunar? Es sólo para que espere un rato —explicó ante la mirada inquisitiva de Edward, que de pronto pensó que había escuchado mal—, anoche Berthold y yo estuvimos jugando videojuegos un rato y prometimos que hoy terminaríamos.


—Sí, es verdad —confirmó el niño, emocionado.


Edward, que había pensado que Alphonse estaría contento cuando el niño se marchara, se sorprendió. Agarró una tostada del plato de Alphonse y le dio un mordisco.


—No creo que quiera. Parece un hombre muy ocupado —explicó.


—Mi papi no trabaja los fines de semana —corrigió Berthold, observando todavía su programa de televisión—, se queda en casa todo el día y ve deportes y se duerme y habla por teléfono. Pero no sale. ¿Puedo quedarme con ustedes otro rato? —preguntó a Alphonse mientras Edward se prometía mentalmente enseñarle a ese pobre crío el uso de la yuxtaposición.


El timbre comenzó a sonar y todos se sobresaltaron. Alphonse se apresuró a abrir la puerta y Edward escuchó la voz de Mustang dándole los buenos días. De pronto, el corazón le empezó a latir con fuerza: realmente, él no había cuidado del niño, sino Alphonse, posiblemente se molestara por eso… oh, bueno…


Mustang siguió a Alphonse hasta la sala, en donde Edward y el niño desayunaban (Edward acabando con el contenido del plato de Alphonse) e intercambió una mirada con él. Los dos se ruborizaron casi al mismo tiempo, como si supieran secretos vergonzosos mutuos y esa fuera una carga pesada para sus pobres mentes atribuladas.


—¡Papi! —saludó Berthold, emocionado. Roy se sorprendió al verlo: nunca lo había visto tan contento de verlo. Le sonrió y se acercó a él para darle una palmada en la cabeza.


—¿Listo para irnos? —le preguntó, bajando un poco la voz. Edward pudo sentir el aliento con olor a alcohol proveniente de su boca a pesar de que no estaba demasiado cerca del niño, a quien Mustang le estaba hablando. Frunció el entrecejo, molesto, e intervino.


—La verdad es que Berthold quiere pasar el día aquí, jugando con Alphonse, si no te molesta —dijo, observándolo con enojo. Roy no se explicó el porqué de su repentino trato violento. Se irguió cuan alto era y observó el rostro anhelante de Berthold, que ni siquiera en casa de Maes, con la pequeña Elisia, se mostraba tan entusiasmado, y eso que eran casi de la misma edad.


—Por favor, por favor, por favor, por favor…


—Mmm —dudó, levantando una mano para tocarse la cabeza. No tenía resaca, pero sí se sentía un poco mareado. Le hubiera venido bastante bien una ducha y dormir un poco más. La verdad era que se había ido de la fiesta cerca de las cuatro de la madrugada, dejando a Maes, que parecía demasiado entretenido charlando con la cumpleañera, y se había ido a su casa porque le había parecido inseguro y poco saludable ir a recoger al niño a semejantes horas de la noche—, ¿tienes problemas con eso? —le preguntó a Edward.


—De ser así no te lo estaría diciendo —dijo éste, con los brazos cruzados sobre el pecho.


—Pues…


—Por favor, por favor, por favor… —insistió Berthold. Roy intercambió una mirada con Edward, que parecía sinceramente molesto, e iba a negarse cuando Alphonse alegó:


—Usted puede quedarse a desayunar también, señor Mustang, mi hermano prepara buenos panqueques para las mañanas, porque realmente es lo único que sabe cocinar, si quiere también hay café, leche —Edward dijo una palabrota por lo bajo que iba más dirigida hacia la palabra «leche» que a la queja de Alphonse sobre su único consumo de panqueques cuando a Edward le tocaba preparar el almuerzo—, déjenos jugar un rato más, ¿sí?


Roy se sintió un poco comprometido. Entonces, recordó las palabras que Hughes le había dicho la noche pasaba y fue como si alguien le hubiera arrojado un balde de agua helada encima. Palideció en menos de lo que canta un gallo y la garganta se le cerró. No era como si le hiciera caso a Maes en todo lo que le dijera, pero… sobre eso… la verdad era que…


—De acuerdo —dijo como quien no quiere la cosa al ver que el labio inferior de Berthold comenzaba a temblar como la noche pasada. Alphonse y el niño entonaron un grito de triunfo cuando Roy les dio permiso de jugar un rato más, sin embargo, Edward puso cara de pocos amigos, casi como si le hubieran puesto delante un vaso enorme de leche fresca.


Roy se sintió ofendido y le entraron unas ganas fenomenales de quedarse únicamente para molestar.


—Hermano, hazte cargo. Berthold, vamos a terminar con el juego de anoche, ¿de acuerdo? —dijo Alphonse, tomando al niño de la mano para arrastrarlo escaleras arriba. Roy, por otro lado, ahora que tenia permiso de quedarse a desayunar en casa de los Elric, se sentó al lado de Edward, quien cruzó los brazos sobre el pecho y, para poder ignorarlo con mayor eficacia, se puso a ver el programa que su hermano menor y el niño habían dejado pendiente.


—¿Soy yo o estás enojado conmigo? —le preguntó Roy, fingiendo inocencia. Edward bufó y puso los ojos en blanco, conteniéndose para soltar el motón de ofensas que tenía atoradas en la garganta. Estornudó.


—Seamos honestos, dejaste al niño con nosotros solamente para irte a emborrachar a gusto —replicó, con los ojos cerrados, pues sentía cierta ansiedad en el interior de la nariz que terminaría por hacerlo lloriquear—, cada quien tiene sus formas de ver las cosas y yo no soy quién para prohibirte nada o darte consejos, yo también me he embriagado hasta perder la razón, pero te diré esto: no es bueno para él tener a un padre que se refugie en el alcohol para esconder su verdadero dolor.


Roy se rió. Su intensión en ningún momento fue la de ofender a Edward, pero éste lo vio de esa manera, por lo que se levantó y fue hacia la cocina para servirse un poco de café. Roy lo siguió.


—No me refugio en el alcohol —aclaró el oficial, sintiendo que la risa le quebraba la voz. Desde la noche pasada se estaba riendo mucho.


—No es la primera vez, Mustang. Cuando nos conocimos, cuando hablamos por teléfono hace unos días y hoy has bebido. Demasiado constante, ¿no te parece? Lo digo por el niño, no porque me importe lo que pase contigo —se encogió de hombros al ver la reacción irónica de Mustang, quien sí se ofendió con sus nuevas palabras. Edward le dio la espalda para dar un sorbo a su taza y después servirle un poco de café a él también. Roy lo aceptó.


Los dos se quedaron en silencio, de esa manera tan particular en la que sólo ellos podían hacerlo, como si fueran confidentes dispuestos únicamente a escuchar penurias. A Roy le hubiera gustado decir muchas cosas, pero no podía. Prefirió perderse en el destello de la piel blanca de Edward mientras éste fingía no percatarse de su presencia, los dos sentados a la mesa de la cocina como una pareja que acaba de despertar y comparte un momento juntos.


En caso de haber tenido oportunidad, Roy le hubiera dicho lo mucho que le gustaba el color de su cabello o el destello claro y decidido de sus ojos. Le hubiera dicho que, a pesar de conocerse desde hace tan poco, lo consideraba una gran parte de su nueva realidad.


—¿Qué demonios me ves? —preguntó Edward cuando se hartó del mutismo de Roy, quien sonrió de nuevo.


—Nada en particular —mintió. 


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