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Seducido por un idiota por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 9


Corazón intemperante


Edward volvió a llenar las tazas de ambos después de largos diez minutos en silencio, aunque ninguno de los dos estaba particularmente molesto por la calma ofrecida por su mutismo. Roy se lo agradeció con un gesto de la cabeza y dio un nuevo sorbo a su taza blanca, paladeando el sabor dulzón del café casero, ese que tenía un sabor muy distinto al de las cafeteras de la oficina y al de las tiendas en las que lo solía comprar.


Realmente, toda la casa de los Elric tenía cierto ambiente familiar que él había sentido muy pocas veces a lo largo de su vida. Tal vez era por la forma en la que se había criado, la manera en la que había crecido y lo habían educado, pero siempre que se encontraba en un lugar como ese se sentía como un intruso. Tal vez las cosas hubieran ido mejor si Edward no se estuviera torciendo el cuello, observando su costado derecho, para no tener que mirarlo.


Él, por otro lado, no podía quitarle los ojos de encima, pues se había prendado de las hebras de su cabello, que resplandecían con la luz como si se tratara de oro puro. Lo llevaba suelto sobre los hombros, enmarañado como si no lo hubiera cepillado desde el día anterior, permitiendo que le enmarcara el rostro como si se tratara de una cortina de seda brillante y dorada.


Se preguntó si sería tan suave como lo imaginaba. Le hubiera gustado enredar sus dedos en él y tirar con violencia, sentir la textura de un cabello nuevo que nunca se había moldeado a sus manos como todos aquellos que había conocido en el pasado y se habían desparramado como una cascada sobre la funda de su almohada. Le hubiera gustado apartar esos dos flequillos que insistían en caer sobre los ojos del muchacho para despejar su frente y observar su cara con mayor claridad. Convencerse. Convencerse.


—Me estás poniendo nervioso —advirtió Edward, evitando mirarlo de todas formas. Parpadeó y el manto de pestañas largas que poseía cayó sobre sus ojos como un velo dispuesto a cubrir aquello que Roy deseaba tanto admirar. Los ojos de Edward eran como dos pequeñas cuentas de ámbar.


—Lo siento —dijo Roy, percatándose de que debía ser un poco pesado que alguien te observara con tanta decisión y sin decir nada, aunque desde el principio no había sido su intención causarle incomodidad. Sentía los dedos que sujetaban su taza un poco entumidos a pesar del calor que emanaba la porcelana—, es sólo que… —¿Sólo que… qué?— desde hace unos días quería preguntártelo, pero no había tenido la oportunidad de hacerlo. Mejor dicho, no me había decidido por completo, ya que pienso que es un asunto demasiado personal…


Edward se acomodó sobre el asiento para observarlo de frente. No se le había pasado de largo el hecho de que se suponía que habían invitado a Mustang a desayunar y éste sólo estaba bebiendo café. Posiblemente sería bueno ofrecerle algo más, pero dudó: lo único que quería era que Mustang de una vez se fuera. Había tenido que lidiar con la presencia de Hohenheim durante una semana entera y había sido tedioso, ahora, tener a Mustang sentado enfrente de él era simplemente… agobiante. Perturbador.


—Sólo pregunta —pidió, dándose cuenta de que Roy se portaba remilgoso por respeto y no por indecisión. Mustang asintió con la cabeza y su semblante se ensombreció un poco, por lo que Edward supuso que no sería algo bueno.


—Tu madre… ¿cómo fue? —preguntó por fin el oficial, observando los ojos de Edward directamente, dándose cuenta de cómo se agrandaban y se opacaban a pesar de que la habitación era luminosa. No esperó que Edward respondiera de inmediato. De hecho, se plantó también la posibilidad de que no quisiera hablar con él de eso y no dijera absolutamente nada.


Edward, por otro lado, se aclaró la garganta y observó la superficie de la mesa como si el mantel blanco le estuviera hablando. Levantó una mano y comenzó a seguir los bordados sobre la tela compulsivamente, formando cuadros y rombos. Cerró los ojos una milésima de segundo y respiró profundo, llenándose los pulmones para que la voz le volviera a salir entre los labios.


—¿Es importante? —preguntó, como si estuviera hablando de un tema de examen y no de una situación. De pronto, parecía haber envejecido unos cuantos años, lo que confirmó la suposición de Roy sobre su responsabilidad como «jefe de familia» al vivir sólo con su hermano menor.


—¿A qué te refieres con eso? —preguntó Roy, buscando en sus suministros medio vacios de tacto para no sonar irreverente. Edward levantó su taza y le dio un trago ruidoso a su café.


—Acabas de perder a tu esposa, ¿no es así? Es lógico que quieras enterarte de otros casos para comparar —explicó, intentando parecer desinteresado, aunque sus ojos tenían cierto destello de indiferencia que quería decir que no estaba dispuesto a ceder demasiado sobre el tema. Roy se molestó al escuchar de nuevo la palabra «comparar», como si Hughes no se hubiera pasado la noche entera diciéndole esa clase de cosas estúpidas sobre el deseo, la atracción y la «comparación».


—¿Tienes qué ver las cosas de una manera tan científicamente pesimista cada vez que alguien te hace una pregunta? ¿No puede ser simple interés por conocer más del hombre que cuida de mi hijo? Es importante, sí —dijo, recargando la espalda contra el respaldo de su silla y cruzando una pierna con aire arrogante. Edward entornó los ojos—, aunque tal vez tengas razón y quiera familiarizarme con esa clase de cosas. No es como si siendo policía no me encontrara con casos similares muy seguido.


Edward ladeó la cabeza hacia la derecha, como si quisiera contemplar las cosas desde un nuevo ángulo.


—Las ciencias son gran parte de la persona que soy, Mustang, hacer hipótesis, comprobarlas, utilizar el método científico a mi manera es parte de la forma en la que he crecido. Y durante un tiempo, mi escape personal fue preguntar a las personas cosas como esas, pensar «no soy el único que está sufriendo algo como esto» para sentirme un poco mejor conmigo mismo. Estaba muy confundido. Por eso quiero saber si la pregunta que me has hecho es importante. Para ti —explicó, con las palmas de las manos sobre la mesa, a ambos lados de su taza.


Roy lo observó con ojos vacios durante largo rato. La cocina se había ensombrecido un poco con el paso de las gruesas nubes por el cielo. El silencio, ésta vez, fue irritante, incómodo y cansino, por lo que buscó algo qué decir con desesperación, sólo que su cabeza no parecía querer proporcionarle esa información.


—¿Cómo te sientes ahora? —fue lo único que pudo preguntar. De todas formas, no sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces, por lo que no podía basar una escala a raíz de eso. Edward pareció quedarse pensando de nuevo, pero cualquiera que fuera la respuesta que tenia pensado dar, tuvo que guardarla, porque Berthold apareció en la cocina de pronto, tomado de la mano de Alphonse. Roy y Edward se sobresaltaron, como si el conjuro se hubiera roto y la Bella Durmiente estuviera a punto de despertar.


—Nosotros sólo venimos por algo de jugo —explicó Alphonse, emocionado, yendo al aparador por un par de vasos y luego al refrigerador para sacar la caja de jugo de naranja. Edward siguió los movimientos de su hermano con la mirada, tan atentamente, que parecía querer ocupar su lugar para poder abandonar la habitación una vez el jugo estuviera servido.


—Papi, ¿cuánto tiempo nos vamos a quedar? —preguntó Berthold, acercándose a Roy con más confianza de la que le había mostrado hasta el momento. Le puso una mano sobre la pierna, provocando que a su padre le diera cierta ansiedad debido a su tacto frágil y diminuto. Lo levantó y lo sentó sobre sus piernas. Intercambió una mirada con Edward, que ahora le prestaba atención al niño.


—Creo que nos iremos en un rato más, pequeño —aclaró, dándole palmaditas amables en la espalda—, prepara tus cosas.


—Pero todavía no terminamos el videojuego. Yo estaba ganando —explicó el niño, ligeramente desesperado. Edward le sonrió con cierta compasión. Cuando él tenía su edad, difícilmente abandonaba la casa de Pinako en Rizenbul, pues le gustaba pasar tiempo con Winry, su única amiga.


—Cierto —dijo Alphonse, con ambos vasos llenos de juego sujetos en las manos. Sólo quince minutos más, estábamos por terminar —pidió, suplicante, a Roy. Éste terminó asintiendo con la cabeza, más por desgana de atender un berrinche en caso de negarse que por verdaderas ganas de quedarse.


El niño soltó una exclamación que sonó como un «¡Yey!», se bajó de las piernas de su padre con un salto y, al hacerlo, dio un manotazo a la taza de café de Roy, que había permanecido en el borde de la mesa todo ese tiempo. El café caliente salpicó el mantel blanco conforme la taza rodaba sobre la mesa, pero la mayor parte del contenido cayó sobre la chaqueta negra de Roy y su camisa azul, además de mojar parte de su pantalón.


Alphonse comenzó una perorata de disculpas mientras corría por todos lados, buscando el rollo de toallas de papel para limpiar la mesa, Roy se levantó de un salto, provocando que su silla cayera al suelo, y comenzó a abanicarse con las manos, pues el café estaba ardiendo, y Edward se levantó también, intentando contener la risa, encontrando más prontamente el rollo de papel para arrancar unos cuantos pliegos y adelantarse a limpiar el mantel. Berthold, que no estaba muy seguro de qué estaba pasando, retrocedió hasta la puerta, con las manos aferradas sobre el pecho, angustiado.


—No te preocupes, yo me encargo —le dijo Edward al ver que estaba a punto de ponerse a llorar—, Al, ¿por qué no te lo llevas arriba? Mustang, puedo hacerme cargo de esto si me lo das. Vamos arriba para lavarlo —dijo, burlándose abiertamente, mientras Alphonse se apresuraba a tomar a Berthold en brazos y a subir por las escaleras, llevando los dos vasos precariamente sujetos en una de sus manos como si se tratara de una bandeja.


—No es necesario —dijo Roy, quitándose la chaqueta y comenzando a sacudirla. Las gotas de café rebotaron por el piso. La camisa se le había pegado a la piel y lo quemaba. Esa era la situación más incomoda en la que podría haberse metido—, supongo que ésta clase de cosas pasan cuando se tiene niños pequeños, ¿no crees?


—Definitivamente —respondió Edward, con una sonrisa impecable en la cara. Arrancó un puñado más de toallas y las restregó por encima de la camisa de Roy, empapándolas casi de inmediato. Roy, que era considerablemente más alto, lo observaba desde arriba con una expresión extraña mientras que Edward no se percataba de nada—, es enserio. La camisa se estropeará si no lavamos eso de inmediato, así que ven a mi habitación. Te prestaré algo mientras la meto a la lavadora.


—No creo que sea correcto, yo…


—No soy ninguna señorita que deba salvaguardar su honor, pero si quieres quedarte aquí, esperando a que se seque y se eche a perder, de acuerdo —aceptó Edward, proponiéndose rodear la mesa para sentarse de nuevo en el lado «seco» de la mesa. Roy tenía las mejillas calientes.


—Está bien, acepto —dijo, agachando la cara para que Edward no se percatara de cómo las orejas se le ponían rojas al igual que el rostro entero. Edward se levantó de nuevo y salió de la cocina, con Roy pisándole los talones, y subió las escaleras. Roy, que no se había imaginado pasar de la sala en esa casa, observó los detalles de las paredes que rodeaban la escalera, que también estaban cubiertas de retratos, intentando no parecer demasiado obvio.


Edward, por todo lado, se movía con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, como si hiciera eso todos los días. Roy esperó, honestamente, que no fuera así. Al final, el muchacho abrió la primera puerta del rellano y entró, dejándola abierta para que Roy pasara. Éste se sintió de nuevo como un adolescente haciendo algo indebido, algo que generalmente no le pasaba más que con él.


Mientras Edward iba hacia el baño para buscar unas toallas limpias y esponjosas, Roy se permitió observarlo todo a su alrededor. Habían pasado muchos años desde que había estado en una habitación tan juvenil, por lo que se sorprendió un poco al verde inmerso de nuevo en ese mundo, aunque Edward tenia gustos un poco… extraños en comparación a lo que se había imaginado, como las lámparas de lava a ambos lados de su escritorio, en donde cinco burbujas se mecían de arriba hacia abajo con sorprendente lentitud en un liquido rojo.


La cama era grande, cubierta con cobijas azules y almohadas enfundadas en un blanco opalino que contrastaba con la madera oscura de la cabecera de la cama. Pensó en sentarse, pero no quiso tener más contacto con la viscosidad de su camisa, que se pegaba a su piel, por lo que decidió permanecer de pie.


—¿Te gusta la tecnología? —preguntó, observando las fotografías de brazos y piernas mecánicos que había pegadas a un tablero de madera colgado en la pared frente a la cama. Edward, que salía del baño con un montón de toallas blancas en los brazos, observó las imágenes que Roy estaba señalando.


—Ah, no, son de mi amiga Winry —explicó—, hace unos meses hizo un proyecto escolar basado en implantes tecnológicos a los que les dice «Automail». Prótesis hechas de acero. Dame la camisa. La meteré a lavar junto con tu chaqueta y te la doy en un rato.


—Vaya —dijo Roy, dándose cuenta de que Edward le pedía que se desnudara delante de él con demasiada simpleza. No quería que las cosas se prestaran a malentendidos, por lo que pensó en cerrar la puerta, aunque eso, por supuesto, hubiera ido en contra de sus propósitos  de no querer hacer pensar a nadie lo que no era—, en verdad que esto no es necesario —intentó decir, pero Edward lo observaba con cara de no querer perder más tiempo.


—Entonces desde un principio no debiste decir que sí —lo reprendió, frunciendo el entrecejo. Roy sintió que se sonrojaba de nuevo. En ciertos aspectos, era más pudoroso de lo que su libertinaje verbal permitía ver—, pero si te da pena puedes desvestirte en el baño —siguió Edward, encogiéndose de hombros. Roy aceptó la propuesta sólo para que no viera lo coloradas que estaban sus mejillas. Detestaba, todavía, la idea de que un mocoso le estuviera diciendo qué hacer.


Caminó hasta el cuarto de baño, entró y cerró la puerta. Todo estaba pintado de color blanco, por lo que de inmediato sintió que las luces le dañaban los ojos. Se hizo pantalla con una de las manos para ubicarse mejor y, en cuanto logró recomponerse, comenzó a desabotonar su camisa con rapidez. Nunca, ni en sus peores momentos, se había sentido tan expuesto delante de alguien, ni siquiera de una mujer. Le hubiera gustado que las cosas se dieran de otra manera y no tener que sentirse tan acorralado delante de un simple muchacho. Si al menos pudiera hacer que las cosas fueran de otra manera… si al menos no fuera él el único que tuviera que quedarse desnudo… si al menos Edward también se quitara algo de ropa de encima…


Se preguntaba si algo como eso se aplicaría al supuesto «Intercambio Equivalente». Se puso una de las toallas blancas que Edward le había entregado sobre los hombros y abrió la puerta del baño, con el torso desnudo y todavía húmedo de café. Edward se había sentado en la cama, tenía una pierna cruzada y veía el continuo paso de las manecillas del reloj colocado en su mesita de noche. No tenía el aspecto de alguien que se avergüenza porque un hombre semidesnudo permanece a sus espaldas, algo que contribuyó a que Roy se calmara un poco, aunque su cara seguía roja.


—Aquí está —dijo, entregándole la camisa manchada y mojada a Edward, quien se giró para tomarla. Por un segundo, Roy pensó que haría alguna clase de comentario déspota, pero fue todo lo contrario: los ojos de Edward se deslizaron con parsimonia desde su cuello hasta su pecho, contemplando la piel blanca que revestía sus pectorales, patinando sobre la satinada piel hasta llegar a su abdomen. Roy, más que sentirse alagado, pensó en sí mismo como un fenómeno de feria.


Edward estiró la mano para tomar la camisa, aun sin dejar de contemplar el perfecto abdomen de Roy Mustang y balbuceó que «iría a lavarla y secarla junto con la chaqueta, que no se tardaría y podía ponerse cómodo» aunque tuvo problemas para girarse y encontrar la puerta, pues no podía concentrarse en otra cosa que no fuera… encontró la perilla por fin y salió precipitadamente. Roy lo oyó trastabillar en la escalera.


Mientras esperaba, se sentó en la cama y, con libertad, se recargó en la cabecera, cerrando los ojos un segundo para descansar. ¿Quién diría que las cosas fueran a terminar de semejante manera tan tonta? Y, en verdad, supuso que esa clase de cosas eran comunes con los niños pequeños, pero le hubiera gustado que pasara en su casa, en donde pudiera disponer con libertad de un baño caliente y una habitación propia para sentirse bobo a gusto.


Por otro lado, le desagradaba mucho la forma en que se habían desarrollado las cosas, pues nunca había pensado en terminar metido en la habitación de Edward Elric estando empapado en café caliente.


Se alcanzó otra de las toallas blancas colocadas al pie de la cama y comenzó a limpiarse el pecho y el estómago, que todavía escurrían pequeñas gotas. Sentía la piel pegajosa y el tacto viscoso del liquido comenzaba a crear un pequeño rastro oscuro ahí donde había caído. Olía a café.


Edward volvió cinco minutos después, se había recogido el cabello en una coleta y ésta vez cerró la puerta de la recámara al entrar, por lo que Roy dio por sentado que no le pediría que bajaran a la sala, como había pensado. De pronto se dio cuenta de lo cálida que era la atmosfera en ese lugar, como si un dragón respirara contra las paredes.


Edward se sentó en la cama, adoptando la postura de la flor de loto, y lo observó con cierto interés. De nuevo hizo que Roy se sintiera como un espécimen de circo.


—¿Qué? —preguntó sin poder contenerse, pues Edward lo observaba con demasiada insistencia, pero sin ninguna clase de interés latente.


—Las cicatrices —dijo, señalándole el torso, el costado y el brazo izquierdo. Roy comprendió de qué iba la cosa—, ¿son de bala?


—La del brazo no —explicó, extendiéndolo para mostrárselo mejor. Edward echó un vistazo evaluativo más de cerca, ahora que tenía su permiso—, pero las del torso y el costado, sí. Son de hace años. No he tenido mucho trabajo externo desde que mi esposa se marchó de casa. Por su embarazo, es decir.


Edward asintió con la cabeza, sonriendo de forma curiosa, como si pudiera contemplar las cosas que Roy estaba mencionando, aunque en realidad estaba contemplando su propio pasado.


—¿Por qué dejaste que se marchara si de todas formas habías tomado la decisión de tener un trabajo de oficina? —preguntó con ligero interés, aunque sus ojos volvían a mostrar cierto destello peyorativo. Roy respiró profundo.


—No lo sé. Tal vez porque ese trabajo de oficina conllevaba una decisión todavía más grande: quiero llegar a la cima, niñera, y para eso, ella era mi mano derecha, hasta que supimos que Berthold venía en camino. Entonces, tuvo que hacerse a un lado para darme espacio —se encogió de hombros. A pesar de que su voz era monocorde, le dolía hablar sobre eso.


—Lo dices como si desde un principio hubiera sido un estorbo.


—Nunca —aclaró, apretando los dientes, luchando por no exaltarse como había hecho cuando se habían encontrado frente a la escuela de Edward—, pero era complicado.


—Mi padre debió pensar algo parecido cuando tomó la decisión de marcharse —susurró Edward, encogiéndose de hombros como Mustang había hecho momentos antes. Tomó uno de los cojines de la cama y lo abrazó contra su pecho, a modo de barrera. Mustang no se lo reprochó. Le hubiera gustado hacer lo mismo—. Y es complicado también. Creo que él nunca se ha interesado verdaderamente en nosotros. Aunque diga que sí y Alphonse quiera pensar que es cierto.


Roy no dijo nada ni hizo ninguna clase de movimiento, por lo que Edward pensó que tenía la libertad de seguir hablando, aunque no lo hizo. De nuevo, el silencio, pero en ese ambiente caliente que parecía hacer que las cosas se expandieran de manera aparatosa, como un gas penetrando en lo más profundo de sus cuerpos.


»—Cuando preguntaste por mi madre —continuó Edward después de una pausa—, ¿qué era lo que realmente querías saber? ¿Si deja de doler con el paso del tiempo? ¿Si se vuelve a encontrar la verdadera tranquilidad y sosiego? ¿Qué harías si te dijera que no?


Roy no tuvo qué hacer demasiado esfuerzo por encontrar una respuesta a sus cuestionamientos. Además, Edward lo observaba de una manera tan pura, que mentirle o inventarse una respuesta hubiera sido como ofenderlo vulgarmente, por lo que no pudo resistirse a decir lo que le pasaba por la cabeza con toda la sinceridad de la que fue capaz. Además, no era como si no lo hubiera sabido desde el primer momento…


—Te creería. Y tendría que hacerme a la idea. Dejaría de fantasear con una realidad que hace mucho tiempo dejó de ser la mía y…


—Sufrirías.


—Sí.


—Y comenzarías a desear imposibles, ¿no crees? —susurró, sonriendo con cierta melancolía, mientras se estiraba por encima de la cama hasta alcanzar la mesita de noche para tomar un portarretratos que le tendió a Roy con manos temblorosas. El marco, hermoso, de color negro con incrustaciones de diamantes de fantasía, rodeaba la imagen de una familia de tres: ella, la más alta entre los dos niños de rostros soñadores y sonrisas ensanchadas, era bella. Con su larga melena castaña recogida en una coleta baja y suelta que caía por encima de su hombro derecho, resaltando la oscura luz achocolatada de sus ojos luminosos—. Yo continuamente pensaba que a ella la habían abandonado y ahora ella nos abandonaba a nosotros. Y fue difícil… perdonarla.


—¿Perdonarla? —preguntó Roy sin comprender, aunque algo en su pecho palpitaba con fuerza, como si su corazón entendiera mejor esa palabra que su cabeza. Sí, así era…


—Por irse —aclaró Edward, con los ojos fijos en la esquina superior derecha del marco. Roy sintió sus palabras como si lo hubieran abofeteado, por lo que tuvo que aclararse la garganta con un ruido seco al tiempo que le entregaba de nuevo la fotografía, lentamente, con respeto. Edward la tomó y la colocó boca abajo sobre la cama, casi como si no se diera cuenta de lo que estaba haciendo—. Creo que ella siempre fue mi tesoro más grande, hasta que tuve que hacerme cargo de Alphonse. Pero desde el comienzo enfocaba mal las cosas. Buscaba una forma de negar la situación para no tener que enfrentar la nueva realidad. Hasta que por fin lo entendí.


Roy no quiso preguntar qué demonios había entendido. De hecho, le hubiera gustado mucho pedirle que se quedara callado, ahora que le estaba contestando todas esas preguntas que había tenido metidas en la cabeza como astillas desde hace un mes, pero no pudo. Con la garganta bien seca, no estaba seguro de poder mencionar siquiera un monosílabo sin que le falseara la voz.


Había estado pensando en todo eso durante la noche pasada, observando el manto de estrellas que se extendía por encima de su cabeza y la de Maes como si en éstas descubriera una verdad única que se abría para él como si se encontrara al otro lado de una Puerta, pero por alguna razón, prefería mantener la venda sobre sus ojos y seguir ilusionado, a pesar de todo.


Y no se estaba comportando como un tonto o un ingenuo, era sólo que… como ya se había dado cuenta y como había dicho Edward, las cosas eran más complicadas de lo que parecían y tal vez se estaba enfocando mal también.


Había perdido a sus padres siendo muy joven, casi un niño, y aunque Madame Christmas había mantenido vivos sus recuerdos en él, las cosas se habían aplicado completamente diferentes a su juicio cuando Riza se había ido, porque el amor que había compartido con ella había durado años, maravillosos años que él mismo se había encargado de apagar al distanciarse.


Y sí, también había estado enojado con ella por haberse metido en esa pelea que no le correspondía, por no utilizar toda su fuerza y sus medios para defenderse. Por dejarse vencer. Por dejar a Berthold en sus manos después de tanto tiempo lejos de él. Y luego se había deprimido como nunca lo había hecho y eso había sido el acabose.


—Mustang —lo llamó Edward al darse cuenta de que éste se había quedado en blanco durante largos segundos. Roy lo observó, acordándose de que estaba ahí con él—, esto no debe darte demasiadas cosas en qué pensar, ¿de acuerdo? —Dijo, levantando la manga de su pijama sobre el brazo derecho, mostrándole la profunda cicatriz que había dejado la mordida de zorro años atrás—, no necesitas más problemas, como lo quieras entender. Digamos que yo me volví propenso a los accidentes.


Roy se empinó sobre la cama, provocando que la toalla que le cubría los hombros y la espalda resbalara y cayera sobre la cama, pero no le importó. Sujetó la muñeca de Edward y tiró del brazo de éste para observar más de cerca la cicatriz del brazo. Edward no se quejó. Aunque estaba hablando sobre el abuso del alcohol que Roy tenia como un posible problema en caso de que perdiera el control, no estaba muy seguro de que el oficial lo hubiera escuchado.


Ahí en donde Roy tenia puesta la palma de su mano, aferrándolo con una fuerza sorpresiva, se generó cierto calor que les recorrió a ambos el cuerpo como si se tratara de un shock eléctrico. Intercambiaron una mirada. Por el movimiento, sus rostros estaban demasiado cerca. Si Roy levantaba la cara apenas unos centímetros, entonces…


—Creo que ya fue suficiente —dijo Edward de repente, poniéndose en pie y avanzando hacia la puerta—. Meteré tu camisa y la chaqueta a la secadora y las tendrás en un par de minutos, ¿de acuerdo?


—Ah, sí —dijo Roy, un poco tomado por sorpresa.  Lo vio salir y aprovechó ese pequeño momento para restregarse las manos por la cara. De nuevo, la sensación de querer estar en cualquier lugar menos en ese le ganó, por lo que estuvo a punto de levantarse y salir de la habitación, pero se contuvo. Sentía que debía respetar ese lugar debido a la confianza que le estaban brindando, por lo que se quedó quieto en donde estaban, sufriendo en silencio, sólo acompañado por el constante movimiento de las manecillas del reloj.


 


Roy se despidió de los hermanos Elric bajo el umbral de la puerta de la casa. Llevaba a Berthold en brazos y el niño agitaba la mano diciendo adiós mientras su padre le regalaba una mirada indiscreta a Edward, que estaba recargado con sencillez en una de las paredes del recibidor. No habían continuado su charla. Roy había recibido su ropa, impecable y seca, y se había vestido de nuevo, delante de él ésta vez, percatándose mientras lo hacia de la mirada potente y desvergonzada de Edward, que se deslizaba ésta vez por todos los músculos de sus brazos y hombros.


Por un segundo, se preguntó si sería verdad que únicamente estaba al pendiente de sus cicatrices. En el fondo, muy en el fondo, hubiera deseado que no.


—Por la conversación, niñera… gracias —dijo, antes de girar sobre los talones y emprender el camino hacia su auto bajo el tempestuoso tiempo, que parecía cambiar cada segundo según el flujo del viento.


Edward no dijo nada, simplemente entró a la casa y se preguntó si había sido la conversación correcta la que habían tenido en su habitación. De cierto modo, se alegró de que Alphonse no los hubiera oído.


 


Por la tarde, como de costumbre, Winry pasó a visitarlos y a comer con ellos. Llevaba al hombro su bolso del colegio y lucia radiante con su abrigo de terciopelo negro, aunque lucia un poco cansada. Se sentó a la mesa de la cocina con Alphonse, esperando a que el caldo de pollo por fin estuviera listo. Había dicho que seria buena fuente de energías para los hermanos convalecientes.


—¿Tuvieron visitas? —preguntó la muchacha, observando el montón de trastes en el fregadero y los vasos abandonados y medio llenos cerca del horno. Aunque había veces en las que Edward y Alphonse se tardaban un poco en hacer los correspondientes deberes del hogar, nunca habían sido tan descuidados.


—Sí, el niño al que mi hermano cuidó la otra vez y su padre —explicó Alphonse, a quien de inmediato se le pusieron coloradas las mejillas. Ni qué decir que todo ese tiempo había estado temiendo la posibilidad de que el oficial Mustang se hubiera molestado de verdad.


—Oh, ¿y qué vinieron a hacer aquí los dos? —preguntó Winry, verdaderamente interesada. Edward estaba estudiando en su habitación, por lo que aprovechó libremente la oportunidad para cotillear con el hermano menor. Los ojos le destellaban con cierta malicia—, me sorprende que Edward volviera a prestarse para cuidar de un niño pequeño, pensé que ya no quería hacerlo porque ese Mustang le había caído muy mal.


—Pues el niño es muy bueno, se llama Berthold. Parece sentirse un poco abandonado, ¿sabes?, así que me pasé el día entero jugando con él. Y su padre, bueno… parece severo, pero creo que de todas formas es alguien amable. Es oficial de policía… y estuvo un rato en la habitación de mi hermano y ya sabes que él no deja que casi nadie se meta ahí —explicó, encogiéndose de hombros. A sus espaldas, el caldo comenzó a hervir.


A Winry le dio un tic en la comisura de la boca y su sonrisa se convirtió lentamente en una mueca.


—¿Y… qué exactamente estaba haciendo ese hombre en la habitación de Edward, Alphonse? —preguntó como quien no quiere la cosa. La cara de Alphonse se puso todavía más roja.


—Oh, pues… estaba esperando a que su ropa se secara, estaba un poco mojada. Así que mi hermano le dejó estar un rato en su recámara mientras esperaban a que se secara —dijo, no sabiendo muy bien si Winry había comprendido. Iba a explicar el asunto de Berthold y la taza de café cuando ella se levantó con expresión ofendida y se llevó las manos a la cabeza, desesperada y confundida.


—¿Un hombre desnudo, en la habitación de Edward?


—Ah, sí… pero no es como si…


—¡No pensé que él fuera de esos!


—No, es que… ¿qué? —preguntó Alphonse, espantado.


—Dime, Alphonse… ellos se…


Cuando Winry dijo la palabra «gustan» Alphonse sintió como si alguien lo hubiera golpeado con una sartén en la cabeza. 


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