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Seducido por un idiota por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 2


Un llamado de auxilio


Edward le metió la cuchara en la boca a Alphonse con un movimiento brusco y rápido luego de dejar la botella con jarabe sobre la mesita de noche al lado de la cama. Winry se había quedado dormida en el sillón y Pinako, que había estado ocupando la habitación de Edward mientras éste pasaba la noche fuera, descansaba también. El reloj no marcaba más de las ocho cuarenta.


—No esperaba que regresaras tan rápido —comentó Alphonse, después de tragarse la mueca de asco que tenia pensado hacer por el agrio sabor del medicamento, de un fuerte color rosado que recordaba a las gomas de mascar—, Winry prometió prepararte el desayuno y convidarme.


—Qué amable de su parte —sonrió Edward, sintiendo que la cara se le ponía caliente. Había tenido suerte de llegar a casa antes de que se desatara la tormenta, cuyos rayos y truenos se mezclaban en perfecta sintonía con el viento frío como si se tratara de un espectáculo de luces de colores y sonidos—. Me alegra no haberme quedado atrapado por ahí, con semejante lluvia. Tú, tapate bien.


—Sí, mamá —se burló Alphonse, cuyo cabello rubio le caía sobre el rostro con mechones pegajosos debido al sudor provocado por la fiebre. Edward le dio un golpe en la coronilla para desquitarse por el vocativo y después le sirvió un vaso con agua para que pudiera eliminar el mal sabor del medicamento—, pero, cuéntame, ¿qué fue lo que hiciste? ¿El niño te dio muchos problemas? ¿Y sus padres? Creo que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hicimos una fiesta de pijamas, ¿no crees?


Edward rió, sentándose en el borde de la cama. La luz baja de la lámpara de la mesilla de noche le iluminaba la cara, en donde resaltaban grandes y gruesas ojeras provocadas por su mala noche en casa de Mustang, aunque, si se ponía a verlo todo de la manera más amable posible, se daba cuenta de que las cosas no habían sido tan malas como podrían haberse dado.


Mustang era un idiota, aparentemente, que prefería irse de parranda con sus amigos antes que cuidar a su hijo, aunque posiblemente se tratara de un asunto de trabajo. Parecía tener serios problemas emocionales que lo orillaban a la bebida, pero en épocas tan duras como esas, ¿quién demonios no terminaba sosteniendo algún vicio? Era comprensible, de cierta manera.


Y jamás volverían a verse o dirigirse la palabra, pues Edward había tomado una decisión mientras caminaba de vuelta a casa.


—Tramitaré una beca —dijo de pronto, sin prestar atención a las preguntas que había hecho Alphonse. Sus palabras se vieron un poco apagadas por un trueno que sacudió las paredes. Los dos hermanos se sobresaltaron—, si la tengo, ahorraré lo que me den y no volveremos a tener problemas de éstos —aseguró, sonriendo ante su propia inventiva.


Alphonse se cubrió los hombros con una manta café que reposaba a los pies de la cama. Su edredón amarillo era cálido, pero no lo suficiente. Edward estaba pálido y tenía el cabello mojado, pero no parecía padecer, pues llevaba puesta su mejor chamarra de alpinismo, regalo de Winry por su último cumpleaños.


—Yo también tramitaré una —aseguró Alphonse, sonriente y fiel. Tenía las mejillas sonrojadas y la nariz lastimada por todas las veces que se había limpiado el flujo nasal con los pañuelos de papel rugoso. Ofrecía el típico estado decrepito del enfermo.


—No te preocupes por eso. Ahora sólo piensa en recuperarte, ¿de acuerdo?  —preguntó, levantando ambas manos en son de paz. Desde que eran pequeños, lo habían compartido absolutamente todo y lo habían hecho todo juntos. Las cosas que Edward había logrado, Alphonse las había hecho también, y los éxitos de Alphonse, Edward los apoyaba y crecía con ellos como si los hubiera cometido él.


Eran buenos hermanos. Buenos y tontos hermanos capaces de darlo todo y hacerlo todo por conseguir el bienestar del otro. Edward le dio unas palmaditas en la mano a Alphonse, quien le sonrió. Ahora, lo único importante era que el menor de los Elric se recuperara de su resfriado, después habría tiempo para pensar en el colegio, en el dinero y cualquier cosa más.


Las cosas siempre habían sido de esa manera: primero los hermanos, primero la familia, antes que ninguna otra cosa y eso incluía a Winry y Pinako, que para ellos se habían convertido prontamente en una hermana y una segunda madre (aunque los ojos de Edward mostraban otro tipo de luz al mirar a Winry, quien le correspondía, según Alphonse).


—En cuanto me ponga bien —dijo Alphonse—, te ayudaré con las cosas de la casa de nuevo, ¿de acuerdo? Y estoy seguro de que papá se aparecerá pronto por aquí y se quedará un tiempo con nosotros —rió—, ¡no pongas esa cara! —exclamó, desanimado por la repentina mueca de frustración de Edward, que se levantó de la cama y estiró los brazos. La manta con la que Winry se cubría se le resbaló un poco sobre el pecho cuando la muchacha se removió entre sueños. La luz blancuzca que entraba por las cortinas de encaje a sus espaldas iluminaba su largo cabello rubio.


—No lo quiero por aquí. Hemos vivido muy bien sin él durante todos estos años y que venga a aparecerse aquí ahora, justo ahora, sería sólo una perdida de tiempo, Alphonse. Compréndelo.


—Pues no quiero —protestó Alphonse, frunciendo el entrecejo. Su voz sonaba gangosa debido a su nariz congestionada, por lo que Edward decidió no obligarlo a hacer esfuerzos innecesarios. Se encogió de hombros y se marchó de la habitación, ahora que le había dado su medicina.


Pinako seguía en su recámara, por lo que no quiso incomodarla. Bajó al salón y buscó algo de comida entre las bolsas desperdigadas que seguramente Winry había dejado sobre la mesa. Encontró unas galletas y se las metió a la boca sin acordarse mucho de masticar. El dulce sobre su lengua le ayudó a encontrar un poco de calor mientras se sentaba en uno de los sillones y tomaba el mando a distancia para encender el televisor.


Aunque la situación se parecía un poco a la que había vivido en casa de Mustang, en su propio hogar se sentía muy a gusto, tranquilo, sin preocupaciones. Aunque generalmente eran sólo Alphonse y él, había un cálido resplandor por todas partes, una hermandad que podía respirarse en el aire, que no había sentido en casa de Mustang. Ese sujeto no era ni por asomo un padre. Posiblemente ni siquiera de nombre, algo que aumentaba su repulsión hacia él, casi como si se tratara del mismo Hohenheim, del que recordaba más su espalda, durante el momento en el que se fue de casa cuando eran unos niños, que su cara.


Y le dolía pensar que sentía un poco de pena por el pequeño Berthold, pues no estaba preparado para asimilar ese sentimiento pesimista. No le gustaban los niños. Le daban pena. Le recordaban su propia etapa de inocencia e ignorancia.


Se repantigo en el sillón y cerró los ojos. El sillón de Mustang era demasiado cómodo, pero frío, en cambio ese, que Alphonse y él se habían encargado de suavizar con el paso de los años, por medio de saltos, peleas y luchas de almohadas, era acogedor debido a la familiaridad que Edward sentía por él.


 


Roy se despertó con un mareo de los mil demonios, tirado boca arriba en el sillón de su casa, con una de las piernas mal acomodada sobre el brazo y la otra colgando a su costado. Le dolía la cabeza y todo el gozo que le había otorgado el alcohol le estaba pasando factura en esos momentos.


Sentía el cuerpo tan pesado, que apenas logró mover los brazos. Aunque era un bebedor experimentado, la resaca nunca había sido lo suyo. Su respiración era entrecortada y zumbaba como una aspiradora trabajando.


¿Qué demonios…? ¿Por qué había bebido tanto?


Y entonces lo sintió: una mirada penetrante desde algún lado de la habitación, clavada en su rostro. Se estremeció. Estaba seguro de que había tenido una conversación con «la niñera» y «ésta» se había marchado. No había nadie más en la casa, aparte de él. Se preguntó si ignorarlo le dañaría el autoestima o algo así, en esos momentos no tenia ganas de intentar comportarse como el remedo de un buen padre y le rezó al cielo por que Hughes no cumpliera su amenaza de llevar a Gracia a pasear: con ella dejaba al niño cada vez que no se sentía con ánimos de comportarse como un papá. Y eso pasaba muy seguido. Casi siempre. Sí, siempre.


—Tengo hambre —dijo la vocecilla aguda que apenas se estaba acostumbrando a escuchar. Roy sintió que algo se le estrujaba en el pecho. ¿Por qué demonios el niñero había tenido que marcharse tan temprano? De haber seguido en casa, podría haberlo enviado a comprar algo…


—No tengo nada que darte —advirtió, fastidiado, evitando observar al niño. Deseó volver a dormirse y dejar de pensar. Riza lo había criado: debió haberle enseñado qué hacer en caso de encontrarse con él, porque Roy Mustang no era una persona demasiado dispuesta a atender los problemas de los demás, si mal no recordaba, a menos que lo beneficiaran directamente.


Además, estaba lloviendo: ¿pretendía el hijo que el padre saliera a mitad de la tormenta a conseguirle algo para comer?


Sí, bueno, es tu obligación de todas formas, ¿no? Dijo una voz ladilla dentro de su cabeza con resaca.


—Pero…


—Basta —suplicó, cubriéndose el rostro con una mano temblorosa para protegerse los ojos de la luz. Los truenos, el sonido de la lluvia golpeando los cristales, los suspiros del fuerte viento revoltoso y los sollozos del niño lo estaban sacando de quicio—, espera a que pase la lluvia, entonces, saldré y te conseguiré algo. Soy un mal padre, posiblemente sea también una mala persona, y aunque esté seguro de que no comprendes ni una sola palabra de lo que estoy diciendo, te lo explicaré para entenderlo yo mismo: mi forma de vida hasta este momento no era tan complicada, de hecho, nunca en mi vida me había visto en un problema tan grande como este. Estoy solo. Contigo. Y no puedo hacer nada por volver las cosas diferentes, ¿de acuerdo?


—Quiero a mamá.


Roy se levantó del sillón con una velocidad tan increíble, que el niño se encogió contra el rincón en el que estaba apostado. El sonido del televisor quedaba amortiguado por el de la tormenta. El rostro de Roy se ensombreció mientras se tambaleaba fuera de la habitación, descalzo, mareado y derrotado por su propio cuerpo.


—Yo también —se sorprendió diciendo mientras subía las escaleras, procurando no caerse.


 


Edward atacó los huevos revueltos y el tocino que Winry le sirvió. El sonido de los cubiertos chocando contra el plato de porcelana y el de los vasos siendo levantados y vueltos a dejar sobre la mesa llenó la cocina durante un rato.


Pinako se había despertado y estaba desayunando con Alphonse en la habitación de éste, por lo que Winry era su única compañía en esos momentos. Y el tocino, con los huevos, las salchichas y el pan tostado, el jugo de naranja y el humeante olor del café se convirtieron en el mejor ambiente que Edward jamás podría haber pedido.


—No me has contado cómo te fue en tu trabajo —comentó Winry, sentándose enfrente de Edward, al otro lado de la mesa redonda de madera. Estaba contenta de verlo comer con tanto deleite los platillos que le había preparado. Momentos antes les había subido sus platos a su abuela y Alphonse—, ¿fue divertido?


—¿Por qué a todo el mundo parece interesarle eso? Cuidar a un niño no es nada del otro mundo y no lo volveré a hacer —se encogió de hombros, resignado y con las mejillas calientes. No le agradaba la idea de pensar que Winry podría reírse de él por haber sido la niñera de un crío de cuatro años durante una noche, pero sabia que ella no lo iba a hacer—. Además, no me gustó nada.


—¿Por qué? Los niños suelen ser muy lindos, ¿sabes?


—Para las chicas, tal vez. Aunque este niño no fue demasiado reto: se pasó la noche entera durmiendo y creo que eso estuvo bien —dijo, mientras se metía el tenedor a la boca con una generosa cantidad de tocino caliente que le quemó la lengua. Bufó con la boca abierta para mitigar un poco el dolor de su garganta al pasar semejante quemazón. Los ojos comenzaron a lloriquearle, pero se calmó con un sorbo de jugo de naranja—, su padre es un irresponsable, incluso más que Hohenheim. Y un idiota, por cierto —dijo, tosiendo.


Winry rió, sin saber si Edward estaba bromeando o hablando enserio.


—¿Y su madre? —preguntó con verdadera curiosidad. Edward se encogió de hombros de nuevo, mordiendo una tostada—, ¿no la conociste?


—La vi en una fotografía. Es muy bonita —sonrió. Winry frunció el entrecejo, molesta. Las mejillas se le pusieron rojas.


—Oh, que suerte que está casada, ¿cierto? —siseó, enojada, cruzando los brazos sobre el pecho. Su cabello rubio le caía por la espalda, sujeto en una apretada coleta. Sus ojos brillaron con molestia y Edward rió, pero no por mucho tiempo, porque volvió a quemarse con el tocino caliente.


Tosiendo, recordó las palabras de Mustang cuando le había preguntado por su esposa. Se sintió un poco incomodo al pensar que ellos no estaban casados. Posiblemente, no habían tenido ninguna clase de problemas si ella permitía que el niño pasara una temporada en casa de Mustang, aunque sin saber a lo que se atendría porque a leguas se notaba que el hombre era un desastre.


—Creo que no lo están.


—En estos tiempos hay muchas personas iguales.


—Sí —respondió Edward, un poco cansado de la conversación. Mustang era un fastidio por teléfono y en persona también como para convertirlo en otro en sus charlas—, ¿cómo va el colegio? —preguntó para cambiar el tema de conversación.


Winry sonrió. Apoyó los codos en la superficie de la mesa y su mentón, en la palma de sus manos. Parecía saber que Edward solo quería cambiar el tema de su plática por fastidio.


—Bien, va todo muy bien. Pronto seré una gran profesional, eso te lo puedo asegurar. La mejor de todas —prometió, con los ojos brillantes, observando a Edward como si éste debiera hacer otra promesa a la par de ella, pero él no supo muy bien qué decir.


Solucionó las cosas metiéndose más tocino caliente en la boca y quemándose de nuevo con él.


 


Estaba estudiando en el viejo despacho de Hohenheim cuando su móvil comenzó a sonar, vibrando sobre un par de carpetas sobre la mesa e iluminándose la pantalla conforme sonaba el tono, elegido en un momento de fascinación tonta por los opening de programas televisivos.


Dejó el lápiz sobre la hoja en la que estaba dibujando la estructura química del ADN y estiró el brazo para sujetar el teléfono móvil, sorprendiéndose al ver en la pantalla el número de Roy Mustang. Estupefacto, oprimió la tecla para responder y, cuando se pegó el móvil a la oreja, tuvo que alejarlo un poco, pues la voz de Mustang era estridente y feroz.


—¡Te necesito aquí, niñera, rápido! —gritó a la desesperada. Edward sintió que se ruborizaba de coraje.


—¡¿De qué demonios está hablando?! ¡Mi trabajo con usted ya terminó, por si no lo recuerda! —chilló, exaltado, levantándose de la silla de un salto que terminó por derribarla hacia atrás. Cayó al suelo con un ruido seco y molesto, pero Edward no se molestó en levantarla. Escuchó, aparte de las protestas de Mustang, los berridos de un niño, por lo que pensó que el pequeño Berthold no había podido seguir dormido, después de todo.


Mustang hizo un ruido que sonó como el bufido de un toro enojado. Edward casi pudo sentir su aliento en el oído, pero sabía que eso era solo su imaginación.


—Escucha, no tengo tiempo para discutir, te necesito aquí, ahora, te pagaré el doble de lo que te di esta mañana. Pero ven pronto. Es una orden —exigió la voz del hombre. Fue el turno de Edward para bufar.


—Yo no recibo ordenes de alguien como usted, Mustang. Basta, no iré. Llámele a su esposa —dijo, en un arrebato, mientras se llevaba una mano a los ojos para sobarlos. Estaba cansado y Mustang sólo cooperaba a molestarlo todavía más.


—No puedo —explicó Mustang, repentinamente serio. Edward escuchó el sonido de una puerta abriéndose y cerrándose, y el llanto del niño calló. Supuso que Mustang se había marchado a otra habitación.


—¡¿Y por qué demonios no puede?! —exclamó, exasperado.


—Porque no.


—¿Por qué?


—Ya nadie puede pedirle ayuda a ella, Elric. Sólo estamos el niño y yo.


—¿Qué demonios…? Ninguna madre se desentiende de su hijo de semejante manera, mucho menos dejándolo al cuidado de un hombre como usted.


—Cierto. Complicado, ¿no?


—Extraño, mejor dicho.


—Sí.


Se hizo un largo silencio entre ellos, como esos que se habían estado dando desde que se habían conocido. Alphonse tosió en su recámara y tardó demasiado rato en dejar de hacerlo. Cada vez sonaba más crítico, pero esperaba que mejorara con la medicina. Mientras tanto, le prohibiría ir a la escuela, pues la temporada de lluvias apenas comenzaba y no le interesaba en lo más mínimo que se pusiera peor.


Él mismo había tenido la oportunidad de comprobar que el clima últimamente estaba hecho un asco, como la personalidad de Mustang. Se preguntaba si su esposa, mujer o amiga sin compromisos se imaginaría en manos de quién estaba dejando a su hijo. A veces, también culpaba a Trisha por haberlos dejado solos, en manos de un desastre encarnado como lo era Hohenheim.


Entonces, dio en la diana.


Algo se apretó en su pecho y fue inevitable que tragara saliva, pues se le secó la boca. Escuchaba la respiración de Mustang y los berridos amortiguados del pequeño Berthold…


—Mustang, no comprendo —susurró. Le sorprendió que su voz sonara tan apagada—, tu mujer está… —no dijo la palabra restante porque no se sintió capaz. Ya había tenido experiencias molestando a Mustang, que parecía tener una lengua bastante mordaz y un carácter terrible, y no soportaría que le colgara el teléfono después de haberse tomado la molestia de importunarlo, tan amablemente.


Edward aprovechó el silencio para inclinarse y recoger la silla que había derribado al ponerse en pie rápido. Se sentó y comenzó a guardar los lápices de colores que había estado utilizado para dibujar sus esquemas en la caja forrada de terciopelo rojo (regalo de Hohenheim, para variar). El sonido de la madera chocando con el plástico interior de la caja quebró un poco el silencio antes de que Roy le respondiera.


—Sí —fue lo único que dijo.


Edward tragó saliva de nuevo. Los dedos le temblaron sobre el dibujo que se disponía a guardar en la carpeta.


—Oh, vaya… lo sien…


—No tienes qué decir nada —se apresuró a decir Mustang, con la voz un poco seca, pero seria—, sólo te necesito aquí. Tienes que hacerte cargo del niño.


De nuevo, silencio. Winry se había marchado con Pinako dos horas antes, cuando la lluvia había menguado un poco y les había dado permiso de marcharse a su casa sin correr el riesgo de empaparse. No iba a dejar a Alphonse solo, no podía. Además, era obligación de Mustang hacerse cargo del niño, ¿o no?


—No puedo, mi hermano está enfermo, ya se lo había dicho. No puedo dejarlo solo. Además, estoy ocupado —dijo con serenidad, pero consciente de que estaba enumerando los pretextos que se le venían a la mente tan rápido como podía para no ceder. Sentía una enorme pena por Berthold.


—Te pagaré el triple, entonces.


—No es por el dinero, Mustang.


El policía soltó una palabrota. Edward cerró los ojos para no insultarlo también. Comenzó a jugar con una de sus plumas de gel.


—De acuerdo —terminó por aceptar el hombre, sonando derrotado por primera vez desde que se habían conocido.


—¿Por qué no llama a esa mujer… Gracia? —preguntó, intentando ofrecerle opciones. No le agradaba la idea de dejar a un niño desamparado llorando a merced de un desastre andante que, después de todo, sí que se parecía un poco a Hohenheim.


—¿Crees que no lo he intentado? Parecen haber salido de casa —se sinceró Mustang, sonando desesperado y enojado a la vez. Edward sintió pena por él, pero apagó sus sentimientos antes de que estos le ganaran la partida—, Maes tampoco responde el teléfono, así que…


—Ah, vaya —susurró Edward, sin saber a dónde demonios estaban yendo las cosas. No le parecía una plática amena ni sabía quién demonios era Maes. Silencio de nuevo. Sensación de vacio en el estómago. Soledad. Pena. Conmiseración. No, no.


—Bien, niñera, parece que no podré contar contigo, ¿cierto? —preguntó Roy, vencido. Su voz sonaba como el tañido de una campana en la distancia—, no, parece que no. Hasta la próxima, entonces.


—Sí, bien… uhm…


—¿Sí?


—Es… no lo sé… en verdad quiero decir que lo siento, ¿de acuerdo? Tal vez en otro momento… —susurró, apoyando un codo sobre la mesa de madera y cubriéndose los ojos con una mano mientras escuchaba la propia vibración de su voz pasando como un eco por la bocina del teléfono. No sabia qué demonios estaba diciendo—, tal vez si me hubiera llamado en otro momento, le diría gustoso que sí, pero ahora no puedo.


—Eso suena alentador —comentó Mustang, cuya voz sonaba un poco divertida pero igual de apagada que antes—, te llamaré en otro momento entonces, niñera.


—¡No, yo no estoy diciendo que…!


—Hasta ese momento. Nos vemos —susurró Mustang como si se tratara de una cantinela. Edward sintió que se ruborizaba. Iba a pedirle que no le dijera niñera cuando Roy agregó una palabra más a la charla—: gracias —y colgó el teléfono, dejando el continuo repiqueteo del final de la llamada clavándose en el cerebro de Edward como si se tratara de agujas.


 


Roy le abotonó la chaqueta al pequeño Berthold con rapidez mientras el niño gimoteaba. Tenía las mejillas redondas surcadas de lágrimas y el labio inferior le temblaba. El cabello negro de ambos era un revoltijo.


—Ya no llores —le pidió, sintiendo que tendría pesadillas con su llanto debido a las largas horas que había durado. Acuclillado en el suelo del vestíbulo mientras vestía al niño, se sentía un poco mejor. Más valiente de lo que había sido desde el principio de toda esa situación. El móvil reposaba seguro en el bolsillo derecho de su pantalón.


Le colocó a Berthold una gorra de lana y lo levantó. Era tan ligero, que podía transportarlo fácilmente utilizando sólo uno de sus brazos. Tomó un paraguas del paragüero con forma de copa colocado al lado de la puerta y salió de la casa después de apagar las luces. Cerró la puerta con llave y echó a andar.


El ambiente era frío y había charcos en la calle y en el pasto del pequeño jardín descuidado. Los arbustos destellaban con la poca luz y el aire amenazaba con arrancarles las gorras de las cabezas si no se las aseguraban bien.


Roy dejó que el niño acomodara el rostro entre su cuello y hombro, cubriéndose del viento. De no haber estado haciendo tanto frio, estaba seguro de que se hubiera sonrojado. ¿Quién hubiera dicho que incluso él podía hacer esa clase de cosas? ¿Riza se sentiría feliz en caso de verlo así? ¿Conviviendo con el pequeño que era parte de ambos?


Tenia que agradecerle a la niñera Elric por responderle la llamada telefónica y ayudarlo a despejarse un poco con esa plática cualquiera, que le había hecho sentir acompañado en medio de un momento de asquerosa frustración.


Caminó por la calle cuesta abajo, buscando la dichosa abacería, en la que se paraba sólo de vez en cuando para comprar cerveza y cigarrillos. Supuso que esta vez tendría que gastarse todo su dinero en abastecer el frigorífico y las alacenas, en pos del bienestar de su hijo, y no el sus propias diversiones y vicios.


 


Edward subió a la habitación de Alphonse para comer con él. Pusieron una película en el reproductor de DVD y Alphonse le hizo espacio a su hermano para que se acostara al lado de él, pinchando con los afilados tenedores las chucherías para picar que Edward había llevado.


Alphonse hacia comentarios sobre la película y se reía de vez en cuando. Edward también reía, pero no sabía muy bien porqué. Aunque tenía la mirada puesta sobre la pantalla del televisor, su mente estaba en otro lado. En el momento en el que Hohenheim se marchó de casa, sin siquiera regalarles una palmada sobre la cabeza antes de darles la espalda, y el mundo personal de Trisha se rompió.


Estaba pensando en el rostro acongojado que mostraba su madre cuando por las tardes se sentaba al lado de la ventana y observaba el camino que conducía a la casa, con tanta atención que parecía no tener tiempo ni siquiera para parpadear. Aguardando, siempre esperando por él.


Recordó con melancolía sus ojos castaños ilusionados y las facciones, pálidas por la tristeza, que solía mostrar su rostro cuando creía que nadie observaba. Pensó en sus manos preocupadas colocadas sobre su regazo, ocupadas en hacer molinetes con los dedos debido a la frustración.


Edward se preguntó si hubiera sido posible que ella siguiera a su esposo en caso de no tener qué hacerse cargo de ellos. Se preguntó si hubiera sido posible que ella fuera más feliz si las cosas hubieran sido distintas y ellos hubieran sido mayores e independientes y no unos simples niños que dependían del brazo y calor de su madre para sobrevivir.


También pensó en Hohenheim. En el sonido de su voz rota por la desolación cuando le dieron la noticia de lo que le había pasado a Trisha, en las tonterías que había dicho y en las cosas que había hecho motivado por la desesperación. Aquella había sido la única vez en la que Edward había sentido todo el cariño que le tenia, bien escondido en lo más profundo de su pecho, salir a la superficie de su cuerpo para condolerse e intentar consolarlo.


Aferrando el brazo de Alphonse, los dos hermanos se habían convertido en uno con su padre y éste había hecho la promesa silenciosa de hacerse cargo de ellos, yendo en contra de su propia personalidad, en nombre de Trisha, su amor desaparecido. No había pasado con ellos ni dos meses después de que se prometiera eso.


Y de pronto se vio escuchando de nuevo el sonido de la voz de Roy Mustang dentro de su cabeza, aclamando el nombre de su esposa, «Riza», en su oído como si de pronto la hubiera visto en él. «Por un momento creí que eras alguien más» había explicado. Y ahora Edward comprendía, o eso creía, y sentía que el vacio se hacia todavía más grande en su estómago.


Bajó el tenedor con el que sujetaba una salchicha de coctel y observó la cobija con la que se había cubierto las piernas, por primera vez consciente del frio que estaba haciendo. Alphonse tenía los ojos fijos en él y no se había percatado a tiempo para poner una mejor cara.


—¿Qué te pasa, hermano? —le preguntó, tomando el mando a distancia para pausar la película.


Edward salió de su ensimismamiento e intentó sonreír, pero no lo consiguió. En su lugar, se encogió de hombros y respiró profundo para ganar un poco más de tiempo e inventarse una excusa solida. No la encontró.


—Estaba pensando en mamá y en Hohenheim —dijo, con una mirada vidriosa. Alphonse dibujó una O perfecta con la boca y su rostro se ensombreció.


—Vaya, sí. Pensé que se trataba de algo así.


—Pero no es nada grave. Estaba recordando. Recordar nunca es malo, ¿cierto? —sonrió, sintiendo que las manos le temblaban de nuevo, como cuando había estado hablando con Roy.


—No, pero sí duele, ¿no? Yo también pienso en ellos a veces y me pregunto cómo serian las cosas si papá viniera a vivir con nosotros. Creo que no tendríamos más problemas, ¿verdad? Seriamos un poco más independientes el uno del otro y lo tendríamos a él como un apoyo —aventuró Alphonse, con una mirada ilusionada que a Edward le recordó los ojos de su madre.


Se levantó de la cama y dio una palmada al aire, dispuesto a no perderse en su mente como solía pasarle.


—¡No te librarás así de fácil de mi, te lo advierto! —exclamó, apuntándolo con un dedo acusador. Alphonse rió—, siempre me tendrás a mí. Y yo a ti.


—Sí.


Se observaron con atención y, con un movimiento rápido, Edward se robó la última salchicha del plato y se la metió en la boca. Alphonse, que se había dispuesto a clavarle el tenedor antes que su hermano, se sintió decepcionado y decidió que él se quedaría con los restos del jugo de naranja que Winry había preparado esa mañana, por lo que se los bebió desde la jarra.


Edward no protestó. Volvía a pensar. Se dejó caer con pesadez sobre la cama y se colocó los brazos tras la nuca. Parecía que llovería de nuevo. Alphonse dejó correr la película y ésta vez sí le prestó atención. Era algo de acción mezclado con romance y la protagonista le recordaba a Winry, por lo que no tuvo problemas con flecharse.


De pronto, el teléfono de Edward comenzó a vibrar. Lo tomó y observó la pantalla. Un mensaje de texto de parte de Roy Mustang que decía: «Creo que me las he arreglado, niñera».


Observó la pantalla del móvil como si ésta le estuviera hablando y haciendo guiños. ¿Qué se suponía que debía hacer, felicitarlo, y a él qué demonios le importaba si se las había arreglado?


—¿De qué te estás riendo? —preguntó Alphonse.


—De nada.


Con velocidad, respondió lo primero que le vino a la cabeza: «Perfecto».


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