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Entre clases y sábanas por Aludra

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Notas del capitulo:

Hola, pequeños y hermosos lectores. 
Disculpen, de nuevo, por haberme demorado tanto. El capítulo esta vez salió más largo, así que por lo menos algo bueno. 

Espero les guste (en lo personal, me gustó el cap hah, me sentí realizada con la última parte). 

¡Y gracias por los reviews! 

Eida

«—¿Te gustan estas flores?
—Sí —declaró con amplia sonrisa y mejillas como manzanas —son muy bonitas. 
—Entonces, iré a sacar más para ti. Espérame acá, no te muevas.

Recuerdo cuando lo vi correr entre las hierbas y flores que crecían a destajo. Se veían hermosas bajo el manto naranjo que parecía suscitarlas con sus brazos de viento. Él corría entre ellas, todo lleno de barro, con su cara sucia y sus uñas negras luego de escarbar durante tantas horas en busca de lombrices. Sólo las quiero mirar, decía, me gusta como se mueven. También le gustaba el olor de la tierra, y gracias a sus extraños hábitos, acabé por acostumbrarme también.

—Acá están —y le enseñó un racimo que contenía una de cada tipo que había encontrado. Había una grande y morada con el centro blanco, otra del naranjo más intenso que habían visto, algunas rosadas muy similares entre sí, pero que diferían en la coloración de los pistilos. Todas ellas apretadas en la pequeña mano de quien las regalaba.
—Muchas gracias —dijo al mismo tiempo de recibirlas en ambas manos, sin dejar de apreciar una por una, pétalo por pétalo.

Todas esas tardes las pasábamos así. Él corría persiguiendo mariposas, aterrándose si ésta llegaba a quedarse quieta. No las quiero tocar, me decía, se van a deshacer en mis manos. 
En una ocasión, vio morir a un escarabajo. Mi mamá me había mandado a regar el jardín, por lo que me había escondido en mi habitación. Mientras estaba bajo la cama, urdido entre cojines y polvo, escuché su llanto. Siempre podía oír su llanto, por más débil que fuese éste, por más lejos que estuviera. Corrí a la entrada, y lo vi. Todo su rostro empapado en lágrimas, con sus manitos envolviendo algo. Se murió, me dijo entre llantos y gritos, lo vi morir y no pude hacer nada por él. Me acerqué y lo abracé tan fuerte como pude, acariciando a la vez su cabello tan claro y sedoso como jamás he vuelto a ver. Su respiración estaba agitada, y su llanto no cesaba. Gritaba cosas que no entendía, y lloraba como si ya no hubiera más por hacer en toda su vida. Como si todo hubiese acabado ahí mismo. 
Cuando se calmó, abrió sus manos. Era un escarabajo negro, tan quieto que también me llenó de dolor. Le hicimos el funeral que merecía, con pequeñas ramas y hojas, rodeándolo por un círculo de las piedras más ínfimas que encontramos.

—Ven, ven a jugar conmigo —y le tendió su mano, la cual era tan pequeña como la suya —siempre estás leyendo, y no quiero que estés triste.
—No estoy triste —rió tan alegre como se sentía —me gusta leer. 
—Entonces léeme también —dijo con los ojos arrugados a causa de esa sonrisa con tanto ímpetu, y se sentó a su lado. 
—Tú sabes leer.
—Pero me dijiste que a ti te gustaba hacerlo, y a mí me gusta escucharte.

Leímos muchos cuentos en ese sitio. Él me escuchaba con atención, y a veces lo veía cerrar los ojos cuando la historia se volvía más ágil, abriéndolos al acabarse. ¿No hay más?, preguntaba, mañana leeremos otra, le decía, entonces ahora durmamos mirando el cielo, decía él, quizás nos despertemos llenos de hormigas, y él reía y se acostaba a mi lado.

Ahora, ya no puedo dormir bien. Él aparece por las noches, y corre como siempre, pero con la diferencia de que ya no vuelve, y yo no lo puedo alcanzar. Al despertar, me pregunto por qué nunca corrí a su lado, por qué no recogimos flores e insectos juntos.

Quizás había un tal vez, pero ya no hay más que hacer.»

 

 

 

 

—Es todo por hoy, chicos. ¿Alguien tiene una última pregunta?

Ya se había resignado ante la desagradable presencia de esa tosca y entrometida mujer. En realidad, ya se había resignado ante la presencia de todos.
Detestarlos cada segundo durante ocho horas al día requería de un esfuerzo que no estaba dispuesto a malgastar en ellos.

Una chica levantó la mano y preguntó algo. Alguien rió, y luego más risas se sumaron.

¿Cuál es la gracia de extender esta basura?

—Tengan un buen fin de semana, niños.

Y el timbre sonó. Al fin.

 

 

 

—¿Estás bien? Estos días te he notado más cansado.
—Estoy bien —respondió apremiando el paso. Amida lo observó en silencio.
—Mira —dijo al momento de alargar el brazo y tomar la mano de su amigo para detenerlo. Éste lo miró molesto, pero el cansancio en sus ojos impidió exteriorizar su enojo.

Su mano apuntó al cielo. Estaba repleto de nubes negras que de tanto en tanto formaban paréntesis lumínicos.

—¿Qué quieres que vea?

El muy imbécil sonrió sin responderme. Pensé que lo mejor sería seguir caminando para llegar lo antes posible a mi hogar, pero cuando quise soltar su mano, mi cerebro decidió no enviar la señal. Me quedé ahí, mirando junto a él.

—Va a llover —susurró casi sin mover los labios, y luego sonrió cerrando los ojos, apretando más la mano ajena. 
Al cabo de un par de minutos, comenzaron a caer pequeñas, efímeras gotas de agua. Eida se sorprendió cuando una le cayó entre los ojos, pero no dejó traspasar aquella emoción por su piel. 
—Vamos —dijo, y tiró de la mano a su amigo para continuar con su ruta.

Sólo unas cuadras más allá, las nubes ya parecían destrozarse sobre ellos. En la mañana no habían oído anuncio alguno referente a esa lluvia torrencial, así que, a falta de paraguas, ambos cubrían sus cabezas con sus manos y aceleraban cada vez más el paso. 
Aun con toda esa agua navegando sus cuerpos, Eida no mencionó palabra alguna respecto a dejar a Amida en su casa, como ya se había vuelto costumbre.
Amida sólo tomó en cuenta esa situación cuando se encontraron frente a su reja y vio a su amigo con la ropa completamente empapada y el cabello aplastado sobre su cabeza.

—Mierda —dijo al verlo —discúlpame, Eida, no lo pensé.
—No importa —respondió de una forma que parecía ser completamente sincera —, nos vemos el lunes. 
Eida levantó la mano para despedirse, pero Amida la tomó y lo condujo hasta el zaguán de su casa, donde un pequeño techo los cubría de la lluvia. 
—No puedes irte así —y tomó entre sus dedos el cabello mojado de su amigo, apuntando luego su ropa que estilaba.
—Sí puedo, y está bien —dijo mirándolo hacia arriba, posando su mano sobre la que el otro tenía enredada en su cabeza —Estaré bien.
Amida lo observó dubitativo durante un par de segundos, pero en seguida buscó entre sus bolsillos y sacó un juego de llaves.
—Ven —y cruzaron el umbral.

 

 

 

 

Amida

—Ten —dijo aún con la ropa empapada, extendiendo con ambos brazos un par de toallas y ropa cuidadosamente doblada —puedes darte un baño, así entrarás en calor.
Eida observó serio a su amigo, y recibió lo que le entregaba. Antes de responder, revisó las prendas que estaban entre las toallas. 
—¿Es tu ropa? —preguntó enojado, aunque con la mirada baja y sin modular demasiado. 
—Sí —dijo el otro, un tanto apenado —está limpia —se apresuró en decir.
—No es eso —respondió un tanto nervioso —pero gracias —acabó por decir, y abrió la puerta del baño. Antes de cerrarla miró a su amigo, quien le sonreía bañado por la luz amarilla que se escapaba por la puerta. 

 

Subió a su habitación, y procedió a cambiarse de ropa.
Su madre o su hermano había encendido la chimenea, así que el aire residente dentro de aquellas paredes se sentía cálido y abrigador. 
Aún sin colocarse la camiseta, Amida se recostó sobre su cama. Le gustaba sentir las sábanas tibias contra su cuerpo helado mientras éste se templaba lentamente.

Cerró los ojos, y escuchó el agua caer. Las gotas resonaban en la casa al chocar contra las tejas. 
Aquel sonido, mezclado con la sensación de compañía, lo hacían ser verdaderamente feliz. Sólo tener la certeza de que por algunos minutos más no estaría solo nuevamente, sumido en esa eterna oscuridad; que a su lado podría sentir la presencia de alguien más —la compañía, rectificó para sí —, lo llenaban de algo a lo que no estaba acostumbrado. Sentía miedo por ello, pero sólo al imaginar el rostro de quien pronto volvería a ver hacía que éste se desvaneciera. 
Por fin tenía a un verdadero amigo. 

Oyó una puerta abrirse, así que se levantó rápidamente con la camiseta en mano y bajó, no sin un ligero entusiasmo en cada paso. 
Al llegar al primer piso, se encontró con Sorano, quien lo miró con su frialdad de siempre.

—¿No deberías vestirte? —dijo mientras continuaba leyendo, sentado cómodamente sobre el sillón. Al cabo de oírlo, Amida se colocó veloz y torpemente la camiseta.
—¿Hay alguien en el baño? —preguntó desinteresado con los ojos en esas páginas amarillentas, antes de que el otro pudiera irse de ahí. 
—Sí —respondió con voz clara, y se fue caminando por el pasillo para esperar a su amigo. Habría sido mejor subir, pero no tenía ganas de cruzar su camino nuevamente con el de su hermano si existía posibilidad de evitarlo, así que se quedó unos minutos a la espera, hasta que Eida salió. 

Al abrirse la puerta, una corriente de vapor y olor a champú con jabón llegó hacia Amida mientras éste posaba sus ojos sobre el chico que salía del baño. Su cabello estaba mojado, pero nuevamente revuelto y desordenado. Todo su rostro parecía un cúmulo de pintura carmesí, lo que Amida atribuyó instantáneamente como efecto del calor que debía hacer en aquel pequeño y sofocante espacio. Llevaba puesta una camiseta negra y unos jeans que en algún momento también lo fueron, pero que ahora ya sólo conservaban aquel color como un recuerdo en ese gris desteñido. 
No supo si era por el contraste de las ropas, pero la piel de Eida se veía más suave y blanca que de costumbre. El adjetivo “lechoso” vino a su mente tras ver aquellas menudas manos en conjunto de sus párpados. 

—Gracias —dijo el recién aparecido con la mirada esquiva y las mejillas como tomate. —Toma, y lo lamento. No sé qué hacer con esto —y le extendió sus ropas mojadas junto a las toallas. Amida cubrió su boca con su mano para ahogar la risa, y luego las tomó. 
—No te preocupes por eso, las iré a colgar frente a la chimenea para que se alcancen a secar. Por mientras, ¿te parece si subimos a mi habitación? 
Eida asintió con la cabeza, y caminaron hacia la sala, donde Amida obvió la presencia de su hermano y le pidió un momento a su amigo para ir a colgar las ropas. 

Sorano continuó con su lectura, sin siquiera inmutarse por la presencia del chico que estaba de pie tan solo a un metro de él. Eida tampoco se molestó en hacerle notar su presencia. Algo de ese tipo no le gustaba. 

—Listo, ¿vamos? —dijo Amida al aparecer.
Eida asintió nuevamente y ambos subieron a la habitación. 

 

 

Amida no podía dejar de mirarlo. Se veía tan raro sin sus colores apagados, sin sus azules marino, sin sus chaquetas sobre polerones sobre más camisetas, que verlo así, sólo usando una delgada camiseta negra con unos pantalones más bien ajustados en la parte inferior, le parecía sumamente extraño.

—¿Tienes frío? —preguntó.
—No —respondió Eida, tocándose los brazos. 

Amida se levantó y buscó entre sus cajones hasta sacar una camisa manga larga a cuadrillé. 

—Con una chaqueta te dará calor, así que ten. —dijo, entregándosela —De todas maneras, si te da frío me avisas y te paso algo más. 
Eida, sin cuestionarlo, se la colocó. A los segundos, miró a su amigo y sonrió tímidamente. Al hacerlo, Amida se sonrojó y miró hacia otro sitio. No entendió por qué, pero al regresar la mirada hacia el chico que ahora mostraba su perfil tan delicado y fino con ese cabello dorado —que, para qué ocultarlo. Le fascinaba tanto el color como las ondas indefinidas —desvió nuevamente la vista. 

El techo seguía sonando como si se desmoronara el universo. Por la amplia ventana no se lograba distinguir la lluvia, pero eso sólo les hacía pensar que la lluvia caía como una gran cortina de agua. Ambos observaban el escenario, hasta que una luz parpadeó en el exterior, seguido del sonido de un gran trueno. 

Eida se levantó de la cama, y para cuando Amida lo notó, éste ya estaba con su mochila puesta. 

—Me iré —dijo, tan carente de emociones como un día cualquiera. 
—¿Lo dices en serio? —respondió como si el otro hubiera dicho un chiste. 
—Sí —dijo, y con su habitual seriedad lo miró hasta que el otro se contagió de ella —más tarde se pondrá peor. Pero... —y bajó la vista avergonzado—¿podrías prestarme un paraguas?
Amida lo miró incrédulo y divertido. 
—No te lo prestaré.
Eida subió la mirada, extrañado. Antes de responder, el otro continuó.
—Aun con un paraguas, terminarás completamente mojado, y no habrá tenido utilidad alguna que te hayas secado y abrigado. Así que —concluyó— no dejaré que te vayas con el clima así. 
Eida lo miró molesto, pero algo en él le hizo pensar que su amigo tenía razón, así que cedió. Se sacó la mochila, buscó en uno de los bolsillos su teléfono, la lanzó al suelo, se sentó sobre la cama y marcó.

—¿Aló, mamá? —dijo despacio. Entretanto, Amida observaba al que jugueteaba con la orilla de la camisa, enredándola entre sus dedos, devolviéndola a su posición original, tocando las costuras, mientras con su otra mano sostenía el celular.
—Sí, estoy bien —dijo unos segundos después— Estoy en la casa de Amida, y... —al parecer, su madre lo interrumpió— Sí, me quedaré acá hasta que pase la lluvia.
Su madre debió de decir unas palabras más, un “cuídate”, “vuelve temprano”, o esas cosas que dicen las madres antes de despedirse, a lo que Eida respondió con un seco “adiós”. 

Al acabar, dejó el celular sobre el velador, y miró a Amida, quien estaba sentado a su lado. Éste, a su vez, también lo miró, y sin saber por qué, le sonrió y acarició su cabello. 

 

 

Pasaron la tarde conversando en la habitación de Amida. La lluvia no tenía la intención de cesar. 

—Ya es de noche —dijo Amida, un tanto sorprendido al ver por el exterior de la ventana que ya estaba sumamente empañada. Miró a Eida, quien tenía en sus manos un libro que no había soltado desde que lo encontró tras la cama. 
—Ah —respondió, sin interés. 
Amida lo miró, recostado sobre su cama, con la cabeza colgando y los brazos levantados sosteniendo el libro. 
El cabello que siempre cubría el rostro de su amigo, ahora caía completamente atraído por la gravedad. Sin entenderlo, se sintió nervioso de seguir mirándolo. 

 

 

 

Eida

Sus cosas olían a él. Le pareció increíble que algo tan simple como una camiseta o una toalla pudiera conservar tan bien la esencia de una persona. 

Luego de desnudarse y entrar a la ducha, se quedó de pie bajo el agua caliente durante algunos minutos, totalmente inmóvil. Tras sus párpados aparecía la imagen de su amigo, sonriendo, esperándolo en algún sitio de aquel mismo lugar. Le gustaba la sonrisa que se formaba con esos labios rojizos y oscuros. O, más bien, le gustaba cuando era para él. Cuando era él quien había provocado que se formaran esas comillas en las esquinas de los labios. 
El agua caía, resbalando sobre su cuerpo, emanando vapor. 
¿Por qué se sentía así cuando estaba con él?¿Por qué sólo sentir su mirada hacía que su cuerpo se sintiera tan confundido y extraño? 
Pasó las manos sobre sus sienes, y echó el cabello hacia atrás. 

 

Luego de secarse, tomó la camiseta que le había entregado Amida. Antes de colocársela, la acercó a su rostro y sintió su fragancia. Algo recorrió todo su cuerpo, algo que le hizo cosquillas y estremeció cada centímetro de su piel.
Hundió la nariz, el rostro completo en la prenda, y respiró. Luego de que aquel aroma rellenara sus pulmones, la alejó inmediatamente y evitó cualquier pensamiento al respecto mientras continuaba vistiéndose.

Al salir, lo vio esperando. Se sintió absurdamente alegre. 

 

 

Ahora ya era de noche, pero la lluvia sólo se había pronunciado con más ímpetu. 

Repentinamente, algo cayó sobre su cara, lo que le hizo saltar del susto. 

—Qué carajo —dijo al sentarse con apremio. Miró las prendas. Era una camiseta gris muy holgada, y un pantalón hasta la rodilla, también holgado, de color azul oscuro y tela muy suave.
Miró interrogante a quien las había lanzado. 
—No creo que quieras dormir con esa ropa —dijo riendo, y se sentó a su lado. 
—¿Dormiré acá? —preguntó desconcertado. 
Amida se levantó, y corrió las cortinas, dejando al descubierto el lluvioso paisaje.  
—Sí —respondió sin verlo —no dejaré que te vayas con este clima. Ya te lo dije. 

 

 

 

—¿Dónde dormiré? —preguntó al entrar a la habitación. En sus manos llevaba la ropa que había usado hace un momento. 

Amida se quedó sentado sobre su cama, con la mano sobre su barbilla. Un instante después, miró a Eida, con algo que podía ser tanto preocupación como timidez. 

—Duerme acá —y apoyó fuertemente la mano sobre su cama. —Yo iré al sillón. Y no te preocupes, allá está más templado que acá, así que con una manta estaré bien. 

Amida se levantó, levantó los cobertores de la cama, y avanzó hacia la entrada.

—Buenas noches —dijo muy cerca del más pequeño, parado frente a él. Pero antes de irse, pasó su mano por el rostro contrario. Sus dedos acariciaron suavemente esas mejillas que se coloraron en brevedad. 
—Disculpa —dijo avergonzado, y salió.

Eida posó sus ojos sobre la cama que ahora estaba vacía. Escuchó los pasos de Amida por las escaleras. 

Estaba en su cuarto. Pasaría ahí esa noche, en aquella cama que había visto tantas veces con Amida refugiado en algún extremo. Sin él, se veía como cualquier otro mueble necesitando de alguien más para cumplir su objetivo. Un efímero pensamiento, tan veloz como las alas de un colibrí, le dijo que él también era como esa cama. Sólo al notar lo ridículo del pensamiento se tapó el rostro con las manos y refregó fuertemente sus ojos, ahogando un quejido de rabia. 

Se acostó en la cama, y se tapó. Todo, todo olía a Amida. Era como nadar en él. Nadar en su vida, en sus días, en su rutina. ¿Por qué eso me hace tan feliz?, pensó enojado, escondiendo su cabeza bajo las sábanas. 

 

 

 

Amida

Al bajar, encontró a Sorano en la misma disposición de aquella tarde. Éste no se fijó en él, pero no tardó en preguntar. 

—¿Qué haces acá? —dijo con voz tan gélida como el clima tras las paredes. 
—Dormiré en el sillón. Pero si estás ocupado, puedo esperar —respondió esforzándose en parecer lo más neutro posible. 
Sorano se quedó algunos segundos sentado con el libro en mano, pero al cabo se puso de pie, acompañando la acción de un evidente suspiro. 
—Todo tuyo —dijo mientras caminaba hacia su habitación. 

Amida sacó una manta del baúl que estaba bajo el ventanal, apagó las luces, y se acostó sobre el sillón, doblando las piernas para no chocar. 
Cerró los ojos haciendo el intento de dormir, pero se sentía más despierto que nunca. 
Él ya debe estar dormido, pensó ofuscado por no poder conciliar el sueño. 
Imaginó escenarios relajantes, paisajes acompañados de sonidos que conducirían a cualquiera a la tierra onírica de las fantasías más deseadas. Pero no. Sólo recordaba diálogos que sostuvo con su amigo durante el día. Sólo pensaba en su rostro, en sus manos, en sus ojos, en su cabello, en ese olor a almendras que perduraba en él aún después de darse un baño y usar otras ropas. 

Por estar sumido en esos pensamientos, no escuchó el sonido de la escalera. 

Alguien tocó su pie. Abrió los ojos sobrecogido, y vio a Eida. 

—¿Estás bien, Eida?¿pasó algo? —preguntó preocupado.
—No —respondió en seguida—, es...
—¿Qué? 
Eida lo miró tan avergonzado que sus ojos parecían al borde del llanto —claro, él no lloraría por algo así. Amida no podía distinguir bien su rostro entre la oscuridad. 
Se sentó, e hizo un lugar a su lado para acoger al otro. 
—Ven —y lo miró sonriente. Eida hizo caso. 
—¿Tenías frío?
—No —respondió inseguro, como quien esconde algo. Amida lo notó.
—¿Entonces, qué es? —preguntó con voz conciliadora y amable. 
Eida no respondió, pero sin embargo tomó la manta que cubría desordenada el sillón y la puso sobre sus piernas. Al otro le causó gracia aquel gesto.
—¿Tienes sueño? —preguntó Eida, aun esquivando su mirada.
Amida notó que efectivamente tenía sueño, así que respondió con una afirmación, seguida de palabras tranquilizadoras respecto a que no se preocupara de estar ahí. 
—¿Tú tienes sueño? —preguntó al no recibir respuesta alguna. 
—Un poco —murmuró el otro.
Eida seguía apretando la manta contra sus piernas. 

—Oye —susurró Amida.
—¿Qué?
—Ven.

Con un brazo llevó a Eida contra el sillón, y con la otra tomó la manta para tapar a ambos. Se acomodaron en el poco espacio que había, cuidando de no destapar al otro. 

—¿Estás cómodo? —preguntó Amida con una voz muy cálida. 
—Sí —musitó despacio.

Pasaron algunos minutos en que ambos intentaron dormir, pero ninguno lo conseguía. 

Estaban tan cerca el uno del otro que, en realidad, sólo sus piernas tenían un poco de distancia entre ellas. Amida apoyaba su mentón sobre el cabello de su amigo, y la mirada de ambos apuntaba hacia el mismo sentido. Olía a almendras. Olía dulce. Olía a él. Amida sentía el corazón de Eida latir intensamente, y creía que el suyo estaba así también, sólo que no lograba distinguirlo. ¿Pasaría lo mismo que cuando se camina junto a otra persona y los pasos se sincronizan? 

En un momento, Eida giró su cuerpo, quedando frente a Amida. Ambos tenían los ojos cerrados, con temor de que el otro supiera que seguía despierto. 
Amida, casi inconscientemente, dejó caer su brazo sobre el torso ajeno. Ahora sentía su respiración en el cuello, y confirmó que su corazón también parecía querer salir. 

Eida también apoyó su brazo sobre el cuerpo de su amigo. 

—Amida —dijo con un hilo de voz.
—Eida —respondió el otro, también muy despacio. 

Se acomodó en el sillón hasta quedar con el rostro frente al de Amida, y abrió los ojos lentamente. Amida los tenía a medio abrir, observándolo con una ligera sonrisa en sus labios. 

Estaban tan cerca como aquella vez bajo los faroles, con la diferencia de que ahora se sentía diferente, aunque no sabía exactamente en qué. 

 

 

 

Eida

Fijó la vista en los labios de su amigo. Esos labios oscuros que parecían tan blandos y suaves como siempre, pero acentuados por la noche, por el sonido de la lluvia, por el calor bajo aquella manta. 
No se detuvo a pensarlo más. Ya había sido suficiente con todos esos días en que la idea dio vueltas por su cabeza. 

Eran más suaves que en sus pensamientos.

Todo su cuerpo se estremecía al sentir la humedad sobre sus bocas, la respiración compartida, las lenguas envolviéndose entre sí. Caían hilos de saliva por las fisuras de sus labios, y el sonido de sus respiraciones agitadas lo hacía sentir más y más acalorado. Posó su mano sobre el rostro de Amida, acercándolo más a sí. Amida no tardó en apresarlo contra su pecho, rodeándolo con sus brazos, clavando sus dedos sobre esa espalda que, por primera vez, no se sentía delicada. La frecuencia de sus respiraciones aumentaba, y ambos comenzaron a sudar. 
Entretanto Eida abrió los ojos, y vio en Amida una expresión que jamás pensó podía tener. Sus rasgos parecían aún más finos, aún más bellos. 

Continuaron hasta que ambos despegaron sus labios entre sí. Se observaron con una sonrisa inscrita en esos rostros sudorosos y enrojecidos, aún jadeando y con el corazón latiendo más fuerte que nunca. 

Ninguno mencionó otra palabra. Eida se volteó, y Amida dejó su brazo sobre él. Ambos se arrimaron el uno al otro, dispuestos a dormir. 

 

Eida cayó en un profundo sueño al instante. 
Al fin durmió tranquilo.

 

Notas finales:

Espero actualizar pronto. Pero ya empecé el siguiente, así que más de una semana no creo. 

Gracias por leer, ciber-personitas. 

Dejen sus comentarios, críticas, y todo lo que quieran, si es que quieren. Jiji.


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