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Entre clases y sábanas por Aludra

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Amida

—¿Te gusto, Amida?

Amo todo, absolutamente todo de ti.

 

Eida

Amida llegó al segundo módulo.

La clase se detuvo algunos segundos por alguien que golpeaba la puerta, y cuando la profesora abrió, Amida apareció en la entrada del salón. Le sonrió a la profesora, y caminó hasta su asiento sin hacer ruido.
Por alguna razón, miré a Lara. Ella no estaba mirándolo.

Al terminar la clase, Amida se quedó en su asiento. 

—Amida —espeté desde su costado. Amida levantó la mirada, y sin cambiar su expresión, me miró.
—Eida —dijo él, suavemente.
—¿Podemos hablar? Me refiero, obviamente, a hablar sobre algo en específico. 

Amida sonrió.

Se puso de pie, y me preguntó a dónde quería ir a conversar. Si da para largo, sabes a dónde podemos ir, dijo él.
Sacó la pequeña llavecita de un bolsillo oculto en su mochila, y nos dirigimos a las escaleras. Esperamos a que el receso terminara para poder entrar sin testigos.
Nos acomodamos de frente en el pequeño y oscuro espacio, y, a pesar de la oscuridad, podía distinguir las facciones de Amida, y sus ojos mirando hacia un costado.

 

Amida

En otra dimensión, Eida me está colocando sus audífonos y yo estoy absorto por los sonidos que se asoman de ellos. En esa dimensión no besé a Sorano, y lo único que está en mi cabeza es la música, los audífonos, y Eida. 

El Amida de esa dimensión es un bastardo suertudo, y no tiene ni idea de que es así ya que, como en todas las dimensiones existentes, es un imbécil que no se percata de lo maravilloso que le acontece.

—¿Quieres hablar tú? —preguntó en voz baja, dudando de sus palabras—. No me importa si no quieres, solamente quiero otorgarte el espacio.
—Ayer fui a casa de Lara —solté, sin saber bien por qué—. Accedí a ir a su casa, a entrar en ella, a entrar en su habitación, a quedarme un rato, a comer pastel, y a hablar con ella, y dejé de acceder a estar ahí y a hablar con ella cuando me percaté de que, en realidad, no quería acceder a nada de eso. 

Eida me observaba en silencio. Lo miré para ver si había algún gesto que lo delatara, pero el único delatado de sus malas intenciones fui yo al esperar una mala reacción de su parte. 

—Yo… —susurré—. No te he hablado mucho sobre mí. Sí —rectifiqué—, te he compartido sobre mí, pero nunca… —dudé. Suspiré—. Hay aspectos de mi vida sobre los que jamás te he hablado.

Eida soltó una leve risita, pero su rostro no parecía contento.

—No creo poder soltarlo todo en este momento, pero sí una parte.

Miré a los ojos de Eida. Sus ojos color miel.

—Nunca entendí muy bien lo que ocurrió con Sorano. El devenir de nuestra relación fue… Diré extraño, para catalogarlo de alguna manera. Pero sí sé que hubo un momento, un corto período después del cual supe que ya todo estaba podrido, nosotros detestándonos, y yo arruinado —suspiré, y miré mis manos. No temblaban—. Durante aquel tiempo, cuando recién comenzó esta relación fría de ahora, hubo alguien que me sostuvo. Fuimos… algo así como pareja. Ella…
—¿Ella? —inquirió con apremio y sin la calma que su voz había conservado hasta el momento.
—Sí. Ella —respondí, mirando ahora a sus manos, sus pequeñas manos—. Ella conocía a Sorano, y supongo que a través de él me conocía a mí. Sabía cuáles eran mis gustos en libros, en películas, qué temas me interesaban y cuáles me disgustaban. Sabía qué me hacía sentir cómodo, y también sabía de qué manera deseaba ser tratado.
—Y tú, hundido por lo de Sorano, te enamoraste.
—Sí —afirmé—, pero no por lo mucho que me conocía.
—¿Entonces?
—Fue la primera persona con la que tuve sexo.

Creí que Eida se burlaría de alguna manera, pero permaneció en silencio y con el semblante serio.

—Esa relación acabó pronto. Ella ya no quiso seguir viéndome, y se deshizo de mí a través de Sorano. Luego de eso, viví un período bastante… intenso, y desagradable.
—Ahí entra Lara.
—Sí. Lara, y más chicas. 

Lara, y más chicas. En mi cabeza resonó aquella frase, resonó mi voz, y por unos segundos sentí como si no fuera realmente mi voz, sino que sencillamente alguna voz, de alguna película, de la radio, una voz de pasillo. Durante esos segundos, me sentí aliviado, y también me sentí seguro. Cobardemente seguro. 

Me descuidé, y dejé caer mi mirada en los ojos de Eida. Me dolió el estómago al ver sus ojos: creí me encontraría con una mirada seria, tal vez dura, probablemente inexpresiva, pero no era el caso.

 

Eida

Todo se sentía extraño y, de alguna manera, lejano, como si aquél no fuera Amida, y este no fuera yo. 

¿Acaso tan aterrado estaba? Y, de ser así, ¿aterrado de qué? ¿De saber la verdad?

 

Amida

—Oye —soltó Eida, con una voz que parecía salida de sus entrañas—. Antes de que continúes, necesito que me respondas algo.

Permanecí en silencio, mirando sus manos hechas puño.

Eida miró mi rostro, hasta que correspondí a su mirada. Mordió su labio inferior, y respiró profundo.

—¿Te gusto, Amida?

 


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