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Entre clases y sábanas por Aludra

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Eida

—Te gané. De nuevo.

Aaron refunfuñó, dejando sus cartas bocabajo sobre la mesa.

—No es justo.
—Tienes cartas, sabes las reglas, y has practicado bastante. Me parece completamente justo.
—¡Otra! —gritó, mirándome con una sonrisa—. ¡Quien gana esta gana todo!
—Tramposo.
—¿Temes perder?

Me agradaba su sonrisa de gato malicioso.

—Jamás —respondí, mirando su sonrisa que no se desvanecía—, pero eso no quita que no seas tramposo.
—¿Las revuelves?
—¿No tienes manos?
—Tú lo haces como los sujetos de los casinos. Nunca he ido a un casino pero en la tele he visto como lo hacen y te sale idéntico —espetó, mirándome revolver las cartas—. Yo ni siquiera sé hacerlo de la manera normal. En casa jamás me dejan revolver las cartas porque se aburren de esperar que las desordene sobre la mesa y luego las vuelva a juntar.

Cuando la campana dio aviso de la hora de almuerzo, junto a Aaron nos dirigimos hacia el comedor. En el camino vimos a Javier a lo lejos, y antes de poder decidir si escabullirnos de él o no, se acercó hacia nosotros.

—¡Aaron! —espetó—. ¿Qué pasa contigo y con Amida que no han vuelto a ir a las prácticas? ¡Los hemos estado esperando!

Aaron me miró de reojo, aparentemente incómodo, y solo soltó un lo siento.

—Nada de disculpas —dijo él, con un tono que me pareció innecesariamente duro—. ¿Irán mañana?
—No —dijo Aaron, con voz apagada—. Yo no puedo, pero quizás Amida sí. Podrías preguntarle a él, creo que está en el salón.

Javier dirigió su mirada hacia mí, y me examinó por unos segundos. Luego se volvió hacia Aaron, y le sonrió.

—Eso haré —soltó él, y se despidió de nosotros.

Continuamos caminando, y observé a Aaron. Parecía inquieto.

—¿Es por ese sujeto? —inquirí, y Aaron me miró con extrañeza—. Digo, la razón de por qué estás así. 
—No, no es eso —dijo él. Se veía nervioso. 

Pasos más allá, Aaron se detuvo, y espetó mi nombre. Me detuve también, y lo observé.

—Es que… —susurró, mirando al suelo—. Es que llevas días sin hablar con Amida, y tampoco me has hablado de él, y me preocupas mucho pero no he sabido cómo preguntarte al respecto porque si no me has dicho algo sobre él es debido a que no has querido y creo que está mal invadir tu privacidad, pero…
—Aaron —susurré, y miré a sus ojos hasta que ellos también miraron los míos—. Agradezco que te preocupes por mí.
—¿Lo dices de verdad o porque eres amable?
—Lo digo de verdad —espeté, y Aaron sonrió con alivio—. Sin embargo, ¿puedo pedirte un favor?
—¡Me encantaría hacerte un favor!
—¿Podríamos olvidar a Amida por unos cuantos días más?

 

Aaron

—Te lo digo, Tomás, soy una persona terrible, ¡la peor!
—¿Qué hiciste, Aaron? —dijo él, mientras ojeaba mis croqueras—. ¿Pisaste una flor? ¿Asesinaste despiadadamente a un mosq... —dijo hasta ser interrumpido por una patada—. ¡Carajo! Me hiciste botar tus dibujos.
—No me tomas en serio.
—Lo siento, lo siento —dijo, dejando a un lado la croquera y poniendo sus ojos en mí—. Toda mi atención está ahora en ti, querido.
—Idiota —susurré, volviendo a patearlo—. Lo que ocurrió es que hoy Eida me pidió si podíamos olvidar a Amida por unos cuantos días más y, carajo, Tomás, ¡me sentí tan feliz de oírlo decir eso! Él está claramente triste por Amida y yo… Soy un pésimo amigo. 

Tomás se puso de pie, y se sentó a mi lado sobre la cama. 

—Aaron. Te preguntaré esto seriamente, y solo una vez.
—… ¿de acuerdo?
—¿Por qué no le dices cómo te sientes? —espetó, contemplando la expresión de desconcierto total que debí poner al oír sus palabras—. Es tu amigo, Aaron. Él te quiere, y si le dices como te sientes, de ninguna manera se molestará contigo, ni te dejará de hablar, ni se sentirá incómodo a tu lado, ni nada de lo que piensas que podría pasar en los peores escenarios. Lo peor que podría ocurrir es que te diga que él no siente lo mismo por ti, pero para eso estás preparado.
—Olvidas el peor escenario de todos.
—¿Cuál?
—Aquel en el que Eida no me rechaza, aun estando enamorado de Amida.
—¿Crees que él sería capaz de hacer eso? ¿De utilizarte? Porque yo lo dudo. Eida parece un buen y honesto sujeto.
—Y lo es, pero... —aduje, sonrojándome—. El problema no es si él es capaz de utilizarme, sino que yo, aun sabiendo que es así, lo aceptaría.

 

Eida

No me ha llamado. En todos estos días, no me ha llamado ni una sola vez. Tampoco me ha hablado en la escuela, ni hemos hecho contacto visual.
Miro mi teléfono: ningún mensaje. Ninguna llamada. Veo su contacto: no lo marco. ¿Estará del otro lado, mirando mi contacto también?

Solté una risotada. Una muda.

Claro. El gran y perfecto Amida gastando su tiempo en leer mi nombre en la pantalla de su teléfono.
Gastando su tiempo en pensar en mí.
Claro-que-sí. Qué idiota soy.

Lo lancé al rincón de mi habitación. 

—Imbécil, imbécil, imbécil —proferí, hundiendo mi rostro en el cubrecamas.

Tenía dos opciones: quedarme en la misma posición hasta que oscureciera y pudiera dormir para vivir otro día de mierda exactamente igual a los últimos, o levantarme y ponerme al día con los contenidos de mis clases. 

Lo sopesé por un par de segundos, y me puse de pie. Abrí mi mochila, y saqué los cuadernos. Para literatura debía terminar un libro que ni siquiera había empezado, en biología tenía prueba del sistema respiratorio en una semana, en física y en química estaba al día, en matemática debía terminar una tarea, y en historia debía transcribir la materia de clases. Comencé por matemática, ya que era lo más rápido y sencillo. En diez minutos ya había acabado. Seguí por historia, y vi las fotografías que había tomado del pizarrón para transcribir. Globalización. Definiciones. Hitos importantes. Efectos importantes. Luz salía en una de las fotografías, a pesar de mis intentos por evitarlo. Salía su cabello rojizo, y su rostro de perfil. Seguía sin entender del todo por qué me causaba tanto rechazo su mera apariencia. Seguí transcribiendo, y de repente advertí algo. 

Sentí escalofríos. 

Me devolví en las fotografías y revisé, de nuevo, cada una de ellas. Mi corazón latía con fuerza. 

Mierda. Mierda, mierda, cómo no lo vi antes.
Mierda.

 

Aaron

Estaba charlando con Tomás cuando sonó mi celular. Mi corazón se detuvo por un instante al leer el nombre de Eida. Le dije a Tomás que no hiciera ruido, y contesté.

—¿Eida? —inquirí, extrañado.
—Aaron, necesito hablar contigo. Es importante —adujo, y luego se corrigió—: no, no es importante. Solo es urgente, para mí. Pero definitivamente no es importante.
—¿Quieres que vaya a tu casa, o nos vemos en otro lugar?
—Puedo ir a la tuya —espetó, y agregó—: si gustas, por supuesto.
—Estoy donde Tomás —dije, sin saber cómo continuar—. Es cerca de tu casa, puedo ir para allá si no te causa molestias o te incomoda.
—Genial —dijo Eida—, ven, te espero.

Al cortar, miré a Tomás. El idiota me sonreía con maldad.

—¿Después me cuentas cómo funciona?
—¿Ah? ¿De qué hablas?
—Del sexo entre hombres —dijo, exagerando la malicia de su sonrisa—. Me causa mucha curiosidad.

 

Eida

Cuando la llamada de Aaron apareció en mi pantalla, salí a abrirle. Llevaba la misma ropa que había usado en la escuela, pero estaba extrañamente sonrojado. Todo su rostro lo estaba.

Entramos a mi casa, y lo primero que preguntó fue si estaba mi mamá o Elín. 

—No, ninguna está en casa —respondí—. Ambas están en casa de una amiga de mamá, y estarán ahí hasta la noche.

Aaron parecía nervioso, así que le ofrecí un té o un agüita de hierbas.

—Un té —espetó—. Por favor.
—¿De qué tipo?
—No tengo idea sobre tés, pero quiero uno rico. Elige por mí.
—De acuerdo. ¿Con azúcar?
—Sí. Con mucha azúcar.
—Perfecto —aduje, dejando mi mochila sobre el sillón—. Espérame acá.

Fui a la cocina, y preparé dos tés: uno de vainilla para Aaron, y uno con limón para mí. Si le gustaba más el aroma del mío, se lo intercambiaría.

Subimos a mi habitación, cada uno con su taza. Las dejamos sobre el suelo, al costado de la cama, y cerré la puerta.

—¿Por qué la cierras?
—Lo siento —respondí, reparando en que debí haberle preguntado si le incomodaba que la cerrara—. Estoy acostumbrado a tener mi puerta cerrada.
—Está bien —dijo, inquieto—. Solamente quería saber.
—Aaron, ¿estás bien? —inquirí, sentándome sobre mi cama e invitándolo a hacer lo mismo—. Sé que eres un chico nervioso, pero te estás superando.

Aaron se rió, nerviosamente, con las mejillas sonrosadas.

—¿Soy un chico nervioso?
—Dieciséis de octubre: Aaron se da cuenta de que es un chico nervioso.
—¿De verdad tienes un diario?
—Estoy consciente de que estás ignorando mi pregunta.
—Es solo porque antes de salir Tomás me dijo algo relacionado a ti que me dio vergüenza y me enojé con él pero al recordarlo sigue dándome vergüenza. Era una tontería. Por favor no te preocupes.
—Está bien —espeté—. No tenías que contarme si no querías, Aaron. Solo quería saber si estabas bien.
—Lo estoy —adujo en voz baja, mirándome con una semi sonrisa—. Y también estoy listo para oír lo que me querías contar. ¿Me alcanzas el té?

Le entregué cuidadosamente la taza, y ambos nos apoyamos con la espalda en la pared, sentados sobre mi cama.

—¿Sabes que suelo tomar fotos del pizarrón en historia, no?
—Sí. Eres flojo.
—Sí, lo soy. Bueno, hoy estaba transcribiendo la materia, y me percaté de algo que me sorprendió —dije, y miré a Aaron a los ojos—. ¿Recuerdas el papel que encontré hace unas semanas bajo mi mesa?

Aaron contempló mis ojos por algunos segundos, y luego habló:

—¿El misterioso?
—Exactamente.
—¿Y qué fue lo que descubriste?.
—La caligrafía. Es la misma.

Me quedó mirando, y encontré gracioso que su expresión dijera de manera tan clara: estoy pensando.

—¿Estás seguro? —preguntó—. ¿Tienes el papel?
—No, lo perdí —dije—, pero recuerdo perfectamente como era, y estoy seguro de que es igual.
—Pero entonces… —Aaron se volteó por completo hacia mí—. ¿Eso significa que fue ella?
—Sí. Bueno, no. Es lo que supongo.
—¿Y por qué sería ella? ¿Para qué querría la profesora reunirse contigo? Y de un modo tan… extraño.
—No lo sé. He estado pensando en los posibles motivos, pero no tengo idea.
—¿Y qué harás?
—Mañana hablaré con ella. No me da buena espina, y prefiero aclarar el asunto lo antes posible.

Aaron bebió de su té, y cerró los ojos.

—¿Vainilla?
—¿Te gusta?

Acercó el borde de la taza a su nariz y respiró, aún con los ojos cerrados. Sonrió, y se hicieron unos pequeños hoyuelos en sus mejillas.

Abrió los ojos, y me miró.

—Me gusta mucho.

Por alguna razón, miré sus labios, y vi que estaban mojados por el té. Aaron se percató de mi mirada, y me preguntó qué tenía. Le iba a responder que nada, pero me quedé en silencio.

Le sonreí, y despegué mi mirada de él.

—Lo siento —espeté—. No quise hacerte sentir incómodo.

Aaron dejó cuidadosamente la taza sobre el velador, y se colocó frente a mí, hincado sobre la cama. Buscaba mi mirada, pero me sentía avergonzado y no podía mirarlo.

—Mírame, por favor —dijo Aaron en un susurro, con voz suave. 

Le hice caso, y lo miré.
Sus labios seguían mojados, y su expresión era seria y algo nerviosa.

Él también miraba mis labios. 

Coloqué mi mano en su cintura, y lo acerqué suavemente hacia mí. Aaron abrió sus piernas y se colocó de rodillas alrededor de las mías, y se sentó en ellas. Su rostro estaba levemente por encima del mío, y mi nariz a tan solo unos centímetros de su cuello.

Sentí mi corazón latir rápidamente. 
Me debatí algunos segundos, hasta que me decidí y olí su cuello. 

Maldita sea. ¿Qué debía hacer en un momento así? Ni siquiera sabía qué no debía hacer.

Levanté mi rostro, y vi el de Aaron. Estaba completamente enrojecido, y exageradamente nervioso. 

Carajo.

—Aaron —susurré, y él tocó mis labios con su pulgar. No sé con qué intención lo hizo, pero mi cuerpo reaccionó al instante—. No sé por qué quieres esto, pero… —aduje, y tragué saliva—. Me gustaría continuar, pero por razones incorrectas. Creo que es mejor si nos detenemos ahora.

—Eida —susurró, ignorándome por completo—. ¿Puedo besarte?

No pude pensarlo. Coloqué ambas manos en la cintura de Aaron, bajo su camiseta, y lo acerqué a mí, levantando mi rostro. Aaron acercó sus labios a los míos, lentamente, hasta que no aguanté más, y lamí su labio inferior. Aaron pegó bruscamente su rostro contra el mío, y sentí el calor de su respiración y la suavidad de sus labios mojados contra los míos, conociéndose, compartiendo lengua y saliva. Así permanecimos algunos segundos hasta que despegó su rostro del mío, y me miró. Su mirada era ahora tan lasciva como debió ser la mía. 

Repentinamente, llegó a mí el pensamiento, el jodido pensamiento, de que Aaron solamente quería tener sexo, y había visto en mí una sencilla oportunidad. La trivial oportunidad con un imbécil adolorido, triste e inseguro.
Era un pensamiento imbécil. Aaron no haría algo así.
Pero entonces, ¿por qué me siento tan mal?

—Eida —susurró Aaron, bajándose de mis piernas y colocándose a mi lado—, ¿te sientes mal? ¿te hice sentir mal?

Lo miré, y se veía preocupado. Le pregunté por qué lo decía, y sentí mis ojos húmedos y cosquillas en mis mejillas. Me toqué bajo los ojos, y tenía agua. Estaba llorando, pero no sabía por qué. Solo caían y caían lágrimas, y sentí mi pecho apretado.

Aaron me abrazó, y con mi rostro en su pecho, lloré.

 

Aaron

Sin pensarlo, mis pies me llevaron de vuelta a casa de Tomás. Él salió a recibirme, y contrario a lo que pensé, no hizo ningún comentario de burla.

—Ven, pigmeo —dijo él, pasando su brazo por mi espalda.

Me condujo hasta su habitación, y me preguntó qué pasaba. Me acosté de espalda sobre su alfombra, robé un cojín de su cama, y me lo coloqué sobre la cabeza.

—¿Por qué soy tan idiota? —el cojín ahogó mi voz, y ahora absorbía mis lágrimas.
—¿Le dijiste?
—No —dije—. ¡Obviamente no le dije, Tomás! Te estoy diciendo que soy un idiota.
—¿Y entonces, qué ocurrió? 

Saqué el cojín de mi rostro y respiré. Me sentí rojo y feo.

—No importa —respondí—. Ya lo arruiné.

 

Eida

—La profesora lo atenderá en menos de cinco minutos —dijo la secretaria, una viejecilla de trato amable y con arrugas de haber sonreído toda su vida. 

Agradecí, y me dejé caer pesadamente sobre una de las dos sillas de espera, mirando el foco de luz blanca y fluorescente parpadear, hasta que la secretaria me dijo que podía pasar a la oficina.

Subí las escaleras, y al girar el pomo de la puerta, reparé en que no sabía qué decir.

—Eida —espetó ella, volteándose hacia mí mientras seguía sentada en su silla—. ¿Qué te trae por aquí?

Miré su oficina. Por las persianas entraba luz brillante de mañana, y en la pantalla encendida de su computador apenas se podían distinguir algunos colores y formas.

Luz tenía el cabello suelto, y una camiseta ceñida y negra de cuello alto y mangas largas.

—Sé que fue usted —solté, algo ansioso por saber qué palabras saldrían luego de mi boca—. El papel. Es su caligrafía.

Luz me observó, al comienzo seria, y luego sonrió mostrando sus dientes y cerrando los ojos.

—Creí que tardarías menos en notarlo.
—Lo olvidé rápidamente —respondí—. ¿Por qué lo hizo, y por qué de esa manera? Digo, considerando que es algo… extraño, que una profesora le deje a un estudiante una nota bajo su puesto, en donde solo dice una fecha y un sitio. No luce muy bien.

Luz me miró a los ojos, y luego se peinó el cabello hacia atrás con la mano.

—Puedes sentarte —dijo, apuntando la única otra silla que había en ese estrecho cubículo. Así lo hice—. Quería reunirme contigo para poder charlar sobre un asunto en particular, pero ya que era algo extraoficial, me pareció que sería mejor hacerlo en una instancia ajena a la escuela.
—Claro —respondí—, y lo más evidente era dejarme un mensaje de un modo tan turbio en lugar de citarme como lo haría cualquier profesor.

Luz me miró, y me entregó una sonrisa algo pérfida.

—Quería que fuera un secreto —dijo ella, en voz baja, sin abandonar esa inquietante sonrisa.
—¿Por qué? —inquirí molesto por no saber cómo debía reaccionar.

Luz suspiró, y giró su rostro hacia la ventana. El sol se reflejaba en su rostro, y algunos de sus cabellos sueltos brillaban.

—Hay tanto que no sabes aún, Eida.

 


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