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Entre clases y sábanas por Aludra

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Notas del capitulo:

(rehecho)

 

Eida

Al día siguiente, Eida llegó temprano a la escuela. 
La noche anterior, su cabeza parecía una televisión encendida al máximo volumen, la cual solo transmitía en loop su encuentro con Amida. Apenas cerraba los ojos, ahí aparecía él. Volvía a abrirlos, e intentaba distraerse pensando en las tareas que aún no hacía, en letras de canciones que no se sabía por completo, y hasta en ovejas en una pradera, pero nada servía. Cerraba los ojos, y su mente le conducía al salón, al sollozo de Amida, a la sensación de abrazarlo, y luego a eventos que ni siquiera habían ocurrido pero que los tenían a ambos de protagonistas.
Al despertar en la madrugada, no supo cuándo ni cómo se había dormido. Miró la hora, y eran las siete en punto. Podría volver a dormir, pensó. Miró su velador por unos cuantos segundos, y decidió levantarse.

Al momento de entrar, de reojo advirtió que el puesto de Amida se encontraba vacío. Solo estaba la chica que al parecer era la más cercana a él, y otro chico que se sentaba al otro extremo del salón.
Avanzó hasta su puesto, y esperó ahí. Prendió su reproductor: aún estaba puesta la canción que Amida había interrumpido. 

Poco a poco, llegaban más personas. Todos se saludaban entre sí.

¿Era idiota creer que hoy sí me saludaría? 
—No idiota —se respondió—. Solo ridículo. ¿Y si no te saluda? ¿Te sentirás mal porque un sujeto con evidentes problemas de autoestima decide no saludarte frente a sus amigos?
Cerró los ojos, y respiró con calma, mas apenas oyó el sonido de la puerta abriéndose, apretó los puños.

Miró su reloj: en cuatro minutos comenzarían las clases. El profesor ya había llegado.
Se sintió un poco como un imbécil al reparar en que pensar en ver a su compañero le había hecho sentir tales ansias.
Había comenzado a abandonar las ideas que rondaban por su mente desde el día anterior, cuando, en el umbral, Amida apareció. Eida desvió la mirada, algo avergonzado.

Su compañero avanzó, al igual que todos los días anteriores, sin fijar su mirada en los demás. Sin embargo, antes de llegar a su puesto, se detuvo, y se giró repentinamente hasta posar su mirada en Eida. 
Por supuesto, Eida enrojeció al instante.

Dio un par de pasos hasta que lo sentí a mi lado. De pie. Con la mochila aún en la espalda.
Me volteé sutilmente. ¿Y si en realidad no estaba ahí por mí, y era solo una coincidencia? Pero él me estaba mirando, así que le devolví el favor. Era la primera vez que podía mirarlo de tan cerca. Sus ojos se veían somnolientos, y sus labios eran extrañamente morados, como si permanentemente tuviera hipotermia. Su cabello estaba desordenado.
Dejó caer su mochila al suelo y, antes de advertir lo que haría, se agachó, ahí, a mi lado, y pasó sus brazos por debajo de los míos, levantándome junto a él. 
Esta vez fue él quien me abrazó.

—Espero no ser yo quien te avergüence —susurró en mi oído. Con toda la maldita clase observándonos. Podía sentir sus miradas.

Pero qué imbecilidades decía.

Quería apartarlo de mí, pues todos, incluido el profesor, estaban pendientes de nosotros, mas no pude. Se sentía demasiado bien, jodidamente bien. No sabía si era el calor de su abrazo, que fuera mi primera interacción agradable en público, o saber que aquel sujeto estaba dispuesto a ser mi amigo. No sabía la razón, pero se sentía como cuando los primeros halos de luz del amanecer tocan la piel. Como una grata e inmensamente deseada calidez.

Amida fue quien se apartó. Lo hizo delicadamente, y mantuvo sus manos sobre mis brazos. Me dijo buenos días mientras sonreía. Tenía una agradable manera de sonreír.
Mis mejillas estaban sonrojadas, sentía el calor en ellas. ¿Cómo estaba mi rostro? Sentía que estaba serio, pero probablemente reflejaba cómo me sentía. Eso era un problema. Me sentía entremedio de ser una gelatina y un niño pequeño al que lo descubren dibujando en la pared de la habitación.

—Buenos días —respondí, esforzándome en recordar cómo se pronunciaba cada una de esas sílabas.

Me dedicó un par de segundos más de su sonrisa, y se dirigió a su puesto. 
Me senté, volví a colocar los audífonos en mi cabeza, y pasé las siguientes dos horas perdido entre los paisajes que evocaba en mí la música de Other Mountains.

Luego de sonar la campana, mientras la puerta colapsaba de gente incapaz de hacer una fila, Amida se acercó a mí y me sacó los audífonos.

—¿Qué es lo que escuchas? —preguntó, hincándose y apoyando sus brazos sobre mi mesa.

Música, dah. No. A él no quería responderle así. 

—Siéntate —dijo, y se levantó de su puesto para que su compañero lo ocupara. Tomó los audífonos y los puso cuidadosamente en los oídos de Amida, justo como lo había hecho aquel día bajo las escaleras—. Cierra los ojos.

 

Amida

Los primeros sonidos, tan suaves, evocaron en él los pétalos abriéndose en un frío amanecer, todo rodeado por el azul experimental del cielo a aquella hora, todo calmo y húmedo. Cuando las voces comenzaron su canto, aquel paisaje estalló, y aquellos residuos se unieron para formar las manos de Eida, sus manos abiertas, esperando las suyas. La canción se tornó cada vez más difusa, más caótica, y en la cúspide del caos, tocó esas manos, y la música volvió a ser suave. Abrió los ojos, vio a su compañero de pie mirando al costado, con la vista baja y con expresión avergonzada. Amida se levantó, y le entregó los audífonos.

—Es como tú —dije, sin estar seguro de tener la confianza aún para hablarle así.

Eida lo miró extrañado, sin responder.

—Contigo no tengo que explicar lo que digo, ¿no? —pregunté, mirando sus ojos color miel.
—Solo si tú lo crees necesario.

Sonreí, y los siguientes quince minutos se nos hicieron inesperadamente cortos. 

 


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