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Entre clases y sábanas por Aludra

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Amida

—¿Por qué haces esto? —repliqué—. ¿Por qué lo haces?

Él sonrió, y me sentí pequeño.

—Por qué hago qué, Amida. Explícate.

Sequé mi nariz con la manga de mi camiseta. Tenía todo el rostro empapado, y me costaba respirar.

—Esto —indiqué—. Mírame…
—Mierda, Amida —dijo, con tono cansado—. ¿Ni siquiera puedes decir lo que te ocurre? ¿Acaso esperas que te dé un abrazo y te diga que todo está bien? 

Tragué saliva. Sí. Sí quiero eso. Sí quiero un abrazo, y oír de tus labios que todo está bien.

—¡Nada está bien! —gritó, borrando la sonrisa burlesca de su rostro—. Carajo. ¿Quieres que te traten como a un inútil e ingenuo niño a quien le solucionan todo?

No podía mirarlo. No quería seguir llorando.

—¡Entonces hubieras pensado mejor lo que hacías, imbécil! Siempre creyendo que eres la víctima, ¿no? Todo para justificar el hacer todo lo que te da la gana.
—¡No! —grité también—. No fue así, Sorano. No quise que fuera así. No era mi intención que todo se diera de esta manera.

Él se rió, y aquel rostro burlón volvió.

—¿A mí qué mierda me importan tus intenciones, Amida? —inquirió, mirándome a los ojos. Ya no podía rehuir de su mirada—. Te acostaste con mi novia. Con mi jodida novia, maldición. Tus motivos para hacerlo no me interesan.

Sentí cómo mis oídos se iban tapando a medida que sollozaba. Mi rostro estaba asqueroso, y mi camiseta igual. Sentía la mirada de Sorano sobre mí.
Sabía cómo se oía, sabía que sí lo había hecho, que él tenía razón, que esos eran los eventos y que nada podía decir al respecto.

—Sorano —me atreví a replicar—, lo siento.

Sabía cómo se oía, sabía que sí lo había hecho; sin embargo, él no sabía toda la verdad.

 

Sorano

—Fue a los quince —dije en voz baja—, con una chica del grupo con el que salía en ese entonces.
—¿Y? ¿Cómo fue?
—Tedioso —respondí, cerrando los ojos—. Fue muy tedioso.
—¿Por qué? —inquirió, evidentemente intrigada.
—Ni un solo segundo dejé de pensar que hubiera preferido estar leyendo o viendo una película en casa.

Ella sonrió y acarició mis labios con su pulgar, donde luego plantó un beso.

—Eras apenas un chico —espetó—, es comprensible que a esa edad no te interesara tanto el sexo.

Sonreí, y la besé de vuelta. No era necesario decirle que durante esa época el sexo era en lo único en lo que pensaba, y que no recuerdo un solo día en el que no haya llegado a mi casa a masturbarme. Tampoco era necesario decirle que con ella me había ocurrido exactamente lo mismo, y que probablemente esa sería la última vez que nos veríamos. 

Salí de su casa con olor a fluidos en la piel, y me provocó náuseas. Llegué a casa lo más rápido que pude, y estuve bajo el agua caliente hasta que mis dedos quedaron blancos y arrugados.

En silencio, me sequé, me vestí, y me recosté sobre mi cama. Cerré los ojos. Pensé en la primera vez que me masturbé. Había escuchado a mis compañeros hablar sobre eso, aparentemente todos lo habían hecho, y se burlaban de quienes parecía que mentían. 

—Oye —me habló uno de ellos—, ¿y tú? 

Ese día llegué a casa a encerrarme en mi pieza con la sensación de tener un nuevo juguete por estrenar. Me sentía ansioso, aunque procedí con calma, probablemente para aparentar ante mí mismo. Cuando me desabroché el pantalón, no supe qué hacer. Sabía el procedimiento, pero para que todo funcionara debía tocarme, con mi propia mano, y por algún motivo no podía hacerlo. Luego de varios minutos intentándolo futilmente, recordé que uno de mis compañeros mencionó que solía utilizar revistas eróticas para comenzar. 

Yo no tenía de ese tipo de revistas. 

¿Amida tendría? Esperaba que no. ¿Y mamá? Me abroché el pantalón, y subí hacia su habitación. Abrí la puerta con cautela, y me introduje sigilosamente, aun sabiendo que era el único en casa. Busqué en el cajón de su mesilla, y solo había cartas, lápices, papeles. Bajo la cama había cajas de madera con polvo sobre ellas. Sobre su escritorio, cuadernos, lápices, pañuelos, libros. ¿Dónde podría guardar esas revistas, si es que acaso tenía? Busqué bajo su almohada, entre sus libros, en los cajones de su cómoda, en los de su armario, y nada. Me rendí, y me lancé sobre su cama. Llevaba más de una hora intentando masturbarme. Me sonaba ridículo. Al levantarme, decidí revisar por última vez en los lugares en los que ya había buscado, y sentí un golpe de calor cuando mi mano tocó algo duro dentro de la almohada. La saqué, y vi adentro: revistas. Me sentí victorioso. Las tomé rápidamente, las escondí bajo mi ropa, y corrí hacia mi pieza, cerrando con pestillo. Las dejé sobre mi cama, y recostado bocabajo tomé una y la abrí: en la primera página salía un hombre con el torso desnudo, y no alcanzaba a verse más allá de su vientre. Avancé en las páginas, buscando mujeres, y no había ninguna. Tomé la segunda, y era lo mismo. No me sorprendió que la tercera también. Las dejé a un lado, mas luego de unos segundos volví a tomar la primera. Era la primera vez que veía el cuerpo de un hombre adulto desnudo. Revisé cada página, de manera ansiosa y detallada, de cada una de las revistas. Al acabar la tercera, me volteé sobre mi espalda, y volví a desabrochar mi pantalón. Cerré los ojos, y repasé en mi mente las imágenes que había visto recién en tanto llevaba mi mano bajo mi vientre. Esa vez, sí pude. 

Suspiré, y coloqué la almohada sobre mi rostro.

 

Amida

—¿Estás bien, Sorano? Pareces distraído.
—Sí —afirmó, mirándome con una cálida sonrisa—. Estoy bien. 

Lo miré dubitativo, debatiéndome entre si debía continuar preguntando o si solo debía dejar de lado el tema, cuando él soltó una pequeña risa, y dejó caer pesadamente sus palmas sobre la mesa.

—Te mentí —soltó—. He estado pensando en un asunto desde la mañana y no he conseguido dejarlo. Como dijiste, eso me tiene distraído.
—¿Qué asunto? —pregunté, sintiéndome ligeramente avergonzado por parecer tan ansioso—. Lo siento. Supongo que por eso me habías mentido, para no tener que hablar sobre él.
—Supones bien —respondió—, aunque supongo que sí puedo decirte. Creo que ya no eres ese niño de cinco años con el que teníamos que improvisar cada vez que hacía preguntas complicadas.
Creo —repetí, intentando copiar su manera de hablar—. Tengo trece. Creo que hace ocho años dejé de ser ese niño.

Sorano se rió. Me gustaba hacerlo reír.

—Sabes a qué me refiero. Es difícil dejar de verte como al pequeño que vi crecer y que robaba mis libros para rayarlos, y más aún empezar a verte como a un chico adolescente que ya tiene una vida completamente propia y de la que no soy parte. 

Mi estómago se revolvía. No sabía cómo manejar este nuevo y extraño tipo de conversación que se estaba generando con Sorano. Por primera vez, sentí que me hablaba como a una persona, y no como a su hermano. 

—Cuéntame, cuéntame —susurré, mirándolo a los ojos.
—De acuerdo —dijo riendo, y luego tardó algunos segundos en comenzar a hablar. Su voz sonaba distinta. Como si su voz siempre fuera el sonido perfecto y metálico de una guitarra eléctrica, y ahora estuviera escuchándolo en acústico—. ¿Alguna vez te has masturbado, Amida?

Mi corazón comenzó a latir deprisa. ¿Qué se supone que debía responderle? ¿Que sí? ¿Que no? ¿Qué esperaba él? De golpe llegó a mí el recuerdo de la primera vez que me había masturbado. Un desastre. No tenía idea de que algo salía de mi cuerpo al llegar al orgasmo —ni siquiera qué carajo era un orgasmo—, y todo quedó manchado. Tuve que derramar jugo para explicar por qué quería mandar a lavar un cubrecama que hacía menos de una semana había llegado de la lavandería perfectamente limpio. 

—Lamento haberte hecho sentir incómodo —continuó, colocando suavemente su mano sobre la mía, y mirándome amablemente—. Hoy en la mañana pensé en la primera vez que me masturbé, y en que…
—¿En qué más, Sorano?

 

Sorano

La primera noche que pasé con Gaël, fue a los veintiuno. Él tenía diecisiete, y creí que la diferencia de edad haría que fuera interesante. 

Mamá me había preguntado si recordaba al hijo de su amiga, con el que nos juntábamos hasta hace algunos años. Dijo que celebraría su cumpleaños junto a un grupo de amigos, y que había preguntado específicamente por mí.

Era a las nueve, y a las diez y media ahí estaba, frente a su puerta, con el estómago revuelto por pensar en estar con un grupo de gente desconocida. Toqué el timbre, y quien abrió la puerta fue un chico delgado, más bajo que yo, con la piel tan tersa y brillante que me pregunté si acaso alguna vez yo habría lucido así. 

—Sorano —susurró como para sí, y a continuación se dirigió a mí—. Sorano, ¡viniste!
—Gaël —espeté, sonriendo levemente—. Era la idea, ¿no?

Gaël sonrió, y me invitó a pasar. Al entrar, sentí olor a alcohol y oí risas y voces ahogadas.

—Ven a mi habitación a dejar tus cosas, y luego vamos con los demás.

Tomó de mi brazo, y me llevó hacia su habitación con el apremio y la energía de un niño pequeño.

No llegué a conocer a sus amigos, y ellos no supieron de Gaël hasta la mañana siguiente.

Apenas entramos, cerró la puerta, y se sentó sobre su cama indicándome que me sentara también. Me preguntó por mi vida, por mi familia, por todo lo necesario para ir haciéndose camino, en tanto yo respondía con medias sonrisas, y cada cierto rato miraba sus labios y posteriormente a sus ojos. Así nos mantuvimos hasta que él miró mis labios, y me dijo que había pensado en mí durante todos los años en que no nos vimos. Le pregunté si era lo que esperaba, y colocó su mano sobre la mía. Puse mi otra mano delicadamente bajo su mentón, y luego todo ocurrió con apremio e intensidad. Antes de dormir, me susurró que era la única persona a la que había amado. Tras oírlo, acaricié su cabello y me dormí.

A la mañana siguiente desperté junto al sol, y me marché.
No quería un compromiso, pero tampoco quería ser honesto. Gaël no me importaba. Ningún sujeto con el que tenía sexo me importaba. 

Al día siguiente, Gaël apareció en mi casa. Mamá lo dejó entrar, y ahí estaban, sentados en el sillón, tomando té.
“Tu amigo de la infancia”, “¿por qué dejaron de hablarse?”, “me alegra que vuelvan a ser amigos”. Amigos. Amigos. Amigos.

Si supieras qué clase de amigo es, madre.

 

Amida

Ella dijo que me entendía. Que lo conocía, y que sabía mejor que nadie por lo que estaba pasando. Al comienzo no entendí a lo que se refería, pero luego lo dijo, y fue la primera persona que lo dijo en voz alta.

—Estás enamorado de él, ¿no es así?

Enamorado. Sonaba ridículo. Me pregunté si realmente sonaba tan ridículo como creía. Es mi hermano. Mi hermano. Pensé en la palabra hermano hasta que dejó de tener sentido.

En cada visita a Sorano, ella entraba en mi habitación y charlaba conmigo. Al comienzo me incomodaba, pero luego esperaba ansioso a oír sus pasos en la escalera y luego a ver cómo la puerta se abría y ella aparecía. Siempre sonriéndome. Siempre dispuesta a hablar conmigo cuando ya nadie lo hacía. Mis amigos siempre me preguntaban cómo estaba, y las primeras veces les respondía, agradecido de que quisieran saber, pero al poco tiempo advertí que el único que seguía pareciendo interesado en saber de mí era Red, lo que acabó apenas le hablé de esta chica con la que Sorano salía.

Ella sí quería oírme. 
Se sentaba junto a mí sobre mi cama, y me escuchaba con una sonrisa en sus labios, y con sus ojos sobre los míos.
Cuando lloraba, al comienzo me contenía en un abrazo, mas luego también eran caricias en el cabello, y después ya se recostaba a mi lado.
En una de aquellas ocasiones, le pregunté si estaba bien que estuviéramos así.

—Después de todo, eres su novia —dije, mirándola de costado mientras ambos nos abrazábamos—. ¿No está mal hacer esto? 
—¿Solo por eso? —preguntó, con sonrisa maliciosa.
—Bueno… también por lo otro —respondí riéndome.

Ese día ella me besó, y aunque al comienzo solo me dejé besar, después lo continué. Me sentía en confianza en sus labios, y en sus brazos. Me sentía querido.

Luego sus visitas a mi habitación se daban entre caricias, charlas, besos, más charlas, más caricias, más besos, y así fue hasta que en una oportunidad me dijo que tenía algo para mí.

—Busca en mi bolsillo —dijo con una sonrisa, y apuntó al bolsillo de su abrigo.

Metí la mano, tomé lo que había, y al sacarlo lo vi. Me costó reconocer lo que era.

—¿Por qué trajiste esto?
—¿Por qué crees? —respondió, abrazándome y pegando su cuerpo contra el mío.
—No estoy seguro de esto —espeté—. Tú… sigues saliendo con mi hermano, ¿no?
—Amida —dijo ella—, ¿cómo te sientes cuando estás conmigo?
—Bien —respondí sin pensar—. Estando contigo me siento completamente bien. Me haces sentir seguro, tranquilo, y como si por los segundos que estás a mi lado, nada malo hubiera pasado jamás.
—Entonces, ¿quieres hacerlo?
—No lo sé —repliqué—. Jamás… Jamás lo he hecho antes, y, bueno…
—Amida, pequeño Amida —me dijo, tocando mi mejilla con sus dedos—. ¿De verdad quieres que tu primera vez sea con Sorano?
—Sí —respondí, sintiéndome un imbécil—. Quiero que sea con él.
—Está bien, Amida —dijo ella, alejándose de mí—. Solo quiero hacerte una última pregunta. ¿Crees que él llegará a quererte de la misma forma?

Tras su pregunta, mis ojos se empañaron y me senté sobre mi cama a llorar. Ella se acercó a mí, y me abrazó. 

—Quiero ayudarte a superar todo esto, Amida.

La miré, miré sus ojos, su cabello rizado, sus labios rojos, nuevamente sus ojos, nuevamente su cabello que hacía juego con sus labios.

—¿Tú me quieres?

Ella me miró cálidamente, y me dijo que sí. Que me quería como a nadie más.

Tomé el preservativo que había dejado al costado de la cama, y lo abrí.
Ella me lo colocó, y nos desnudó a ambos. 

Su cuerpo era distinto que el de mis compañeras; sus pechos eran grandes, sus caderas anchas, y su piel era gruesa. Olía a jazmín. 

—Yo también te quiero, Luz.

 

Sorano

Sabía que Luz me engañaba, pero creía que era con el sujeto con el que siempre hablaba por mensajes de texto. Cada vez que salía de mi habitación con la excusa de preparar café, de querer leer sola en el sillón, o de querer ir a hablar con mi hermano, creía que salía para hablar con ese sujeto. Estaba bien si me engañaba. No me importaba lo suficiente. Ninguna pareja me importaba lo suficiente como para disgustarme por algo. Nunca discutía con mis novias, nunca cedía ante sus intentos de provocarme celos.

No podía importarme menos si querían estar con otra persona, o si yo no les gustaba.

Cuando lo supe, fue porque un día Luz volvió de una de sus escapadas, y me hizo una petición fuera de lo común.
Me pidió si podíamos hacer el amor.
Hacer el amor. Cómo le gustaba idealizar esas situaciones.
Jamás habíamos tenido sexo luego de sus escapadas; siempre parecía distante al regresar, y nos limitábamos a charlar hasta que alguno de los dos infería que era hora de despedirse.

Ese día no tenía ganas de tener sexo, pero Luz insistió, y cedí. 

Mientras estábamos en el acto, me pidió que besara su cuello. Posé mis labios en su piel, y comencé a besarla. Algo me resultaba agradable y distinto a otras ocasiones; durante todo el tiempo que habíamos estado en lo mismo, lo que habitualmente era rutina y esperar a que todo acabara, se sentía de alguna manera familiar y cálido. Continué besando su piel. 

Y seguí. 

Hasta que lo advertí.

¿Cómo carajo no lo había notado?
¿Cómo habían pasado tantas horas en las que ni siquiera reparé en el aroma?
Tantas noches sintiendo ese maldito olor carcomer mis entrañas, repitiéndome que no debía, que no podía, que estaba mal, que estaba jodidamente mal, que debía alejarme, que debía hacer todo lo posible para evitarlo.

Y ahí estaba. A un triz de venirme por notar que el aroma que Luz traía pegado al cuerpo era el de Amida.

 

Amida

Estaba completamente solo y arrinconado.

En casa, Sorano había pasado de ignorarme, a demostrar su odio hacia mí cada vez que le era posible.

En la escuela, luego de agobiar a mis amigos hablándoles sobre mí, decidí dejar de hablarles. Ninguno replicó. Red me dijo que asumían que no les hablaba porque quería estar solo, y querían poder darme mi espacio. Por otra parte, estaba Luz. Luz me llamaba a su oficina de vez en cuando. Me hablaba de su nuevo novio, y a la vez me decía que pasara más tiempo con mis amigos, que los entendiera, que lo intentara. Nunca le mencioné que me era difícil si casi todos mis recesos los pasaba con ella. Me daba miedo decírselo, y perderla. No quería molestarla de ninguna manera: si ella se alejaba, no me quedaría nadie con quien hablar.

Sí, estaba Red. Red hablaba conmigo, me saludaba, y cada vez que estaba solo, él iba a hablarme. Sin embargo, debía tener demasiado cuidado con lo que le decía. Si mencionaba a Luz indirectamente, Red se molestaría. Si le hablaba de Sorano —mediante el título de la persona de la que he estado enamorado durante años—, también parecía molestarse.

Y eran mis únicos temas. 
Lo único que me movía y me hacía sentido.
Y no podía decírselo. Así que Red, aun estando, no estaba.

Estaba solo. Y mi única compañía, aun esforzándome en no pensar así de ella, solo me manipulaba, y me mantenía aislado.
Luz quería aislarme. Ella quería tenerme así: triste, solo, necesitándola.
Luz no me quería. Solo le gustaba mi vulnerabilidad, y probablemente también le gustaba Sorano, pero no conseguía llegar a él.
Él no la quería, menos la necesitaba. Sorano no requería de nadie: él estaba bien consigo mismo.
Yo, en cambio, necesitaba de quien aferrarme, y ella lo notó.

 

Sorano

Otra vez llegó con esa chica.
Otra noche que no llegó.
Otro polerón con olor a alcohol y a tabaco.
Otra chica, una diferente.
Otro día en el que no sale de su habitación.
Otra mirada cargada de odio.
Otra madrugada que llegó con los ojos enrojecidos y ojeras pronunciadas.

Cada día que pasaba lo sentía más y más lejos del chico que recordaba como mi hermano.
Quería gritarle, y decirle que no fuera un imbécil. Que nada de esto era culpa suya. 

—Amida —susurré, con los ojos cerrados—. No sabía qué más podía hacer. Me gustaría que algún día mires atrás, y puedas entenderlo. 

Amida jamás oiría mis susurros.
Amida jamás se debía enterar.

En una ocasión, Amida llegó a casa con una chica ya conocida.

Yo estaba en el sillón, leyendo un libro, cuando él abrió la puerta y ambos entraron. Amida se tambaleaba, y apestaba a alcohol. Al entrar no me dirigió la palabra, y yo tampoco lo hice. Subieron hacia su habitación, y la puerta se cerró de un portazo.
No quería oírlos, así que tomé mi chaqueta, un poco de dinero, mi teléfono, y salí. No sabía a dónde ir. Pensé en llamar a Luz, pero no tenía la energía de lidiar con ella y con todo lo que eso implicaba. Caminé unos minutos por la calle, hasta que decidí llamarlo a él.

Por supuesto, me respondió, y aceptó que pasara la noche en su casa.

Creí que ambos asumíamos de qué trataría mi visita, pero él quiso charlar.
Me preguntó por mí, y respondí lo usual. Pero Gaël no quería lo usual: quería que me abriera por completo.
No tardé en caer. Gaël realmente parecía interesado en mí, y por un momento me sentí cómodo a su lado.

Le hablé de Amida. 

—¿Sabe que eres gay?
—No soy gay —repliqué automáticamente, casi defendiéndome—. Y, no. No sabe que también me gustan los hombres.
—¿Jamás has querido decírselo?
—Solo una vez —espeté—, pero no pude. Le contaba sobre la primera vez que me masturbé, y quería decirle que había sido viendo revistas eróticas de hombres, pero al final no logré decírselo.
—Entonces, a él le gustas, y no tiene idea de que a ti sí te gustan los hombres. Vaya —soltó, girándose para mirarme—. ¿Él sabe que tú lo sabes?
—No. No tiene idea.
—¿Y cómo crees que él se explique que hayas comenzado a ignorarlo de un día a otro? —inquirió—. Si de un día hacia otro ignorara a mi hermano, imagino que al menos me preguntaría por qué. Bueno, eso después de acusarme a mamá y papá.
—Sí le dije por qué —mascullé con vergüenza—. Le dije que me daba asco.

 

Amida

Aquel día comenzó cuando abrí cuidadosamente la puerta de Sorano, y le pregunté si quería continuar con el juego. 

—Es en lo único que he pensado desde que desperté.

Me acomodé a su lado, cada uno tomó un control, él prendió el televisor, la consola, y apenas el juego se cargó, comenzamos: como siempre, él era el primer jugador, y yo el segundo. No me molestaba: así nos complementábamos bien.

Jugamos hasta que mamá nos llamó para almorzar.

—¿Continuamos después de almuerzo? —pregunté, ansioso.

Sorano me miró seriamente, y luego desordenó mi cabello mientras sonreía.

—Como si pudiera negarme.

 

Después de almorzar regresamos a su habitación, pero Sorano no encendió la consola.

—Amida, quiero hacerte una pregunta. Puedes negarte a responder, claro.
—Primero haz la pregunta, y después decido si responderte o no.
—Suena justo —espetó con una sonrisa—. Primero, ven —dijo, haciéndome un lugar a su lado.

Me senté junto a él, y su piel despedía aquel aroma tan agradable y envolvente.

—¿Ahora sí? —pregunté, nervioso.
—Amida —dijo él, casi en un susurro—. ¿Por qué nunca me cuentas sobre tu vida?

Lo miré extrañado.

—¿Qué quieres saber? 
—Nada en particular —contestó—. Solo quiero que me digas por qué no me cuentas sobre tu vida. Está bien si me dices que es solamente porque soy tu hermano y no te sientes cómodo compartiendo conmigo tu vida personal.

¿Por ser mi hermano? ¿Compartir con él mi vida personal? Sí, claro. Como si pudiera hablarle sobre mi vida personal sin mencionar que toda ella gira alrededor de él. 

—No es por eso —respondí, dubitativo—. No tengo mucho que contar sobre lo que llamas mi vida personal
—Vamos, Amida —insistió—. Tienes dieciséis, sé que varias de tus compañeras gustan de ti, que tienes un amplio grupo de amistades; ¿no es todo eso parte de tu vida personal?
—Sí, o sea, supongo, pero…
—¿Es porque soy tu hermano y te sientes incómodo?
—No, no es por eso.
—¿Entonces por qué es?

Estaba tan cerca que el costado de su cuerpo rozaba el mío. Podía sentir su calor, y los vellos de sus brazos cosquilleaban los míos. 

—Me da vergüenza, supongo.
—¿Vergüenza de qué?

De que sepas lo que intento ocultar cada día, Sorano. De que sepas qué clase de persona soy.

—De que sepas quién me gusta.

 

Sorano

Mierda. No lo digas, Amida. No lo digas. Por favor, no lo digas.
No debí insistir. ¿Qué carajo quería lograr? Al comienzo, que pudiéramos ser más cercanos. Después, no lo sé.
No debes decírmelo. Estamos tan bien en este momento, Amida. 

Sí.

Estamos bien, ¿no? Ambos ocultando cómo nos sentimos. Ambos sonriéndonos como si nada, llamándonos hermano mutuamente, actuando normal frente a mamá.

No debería preguntar, no tengo que preguntar. 
Pero lo deseo tanto, Amida.

—¿Y quién te gusta?

Amida me miró con las mejillas sonrosadas y, con los labios temblando, dijo:

—Un chico.

Un chico. 

Mi corazón latía fuertemente.

Estaba a un paso del desastre. A un mísero paso, a una insignificante palabra de convertirme en el peor hermano existente. 

Debía optar.

 

Amida

—Vete.

Luego de pronunciar la palabra chico, la sonrisa en la mirada de Sorano se desvaneció.

—¿Ah?
—Vete, Amida.

¿Por qué? ¿Por qué quieres que me vaya? 
¿Qué hice mal, Sorano? 

—Pero, Sorano…
—Vete, carajo —vociferó, empujándome de su lado—. No quiero que sigas acá.
—¿Solo porque me gusta un chico? ¿Es esa tu razón?

Se acercó agresivamente hacia mí, y me empujó de nuevo, esta vez con la fuerza suficiente para botarme al suelo.

—Me das asco.

Me dolió el pecho. Ni siquiera podía llorar.
Simplemente no lo entendía.

—No quiero hablar con alguien como tú —dijo secamente, luego de abrir la puerta—. No vuelvas a dirigirte a mí, Amida.

 


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