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Entre clases y sábanas por Aludra

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Aaron

—¿Lo entiende, señor Müller?
—Sí, lo entiendo —contestó papá—. Iré hoy a presentar una denuncia contra la escuela.
—Pero… —replicó con cautela el director.
—Esto sucedió en este recinto, y lleva sucediendo desde hace meses —espetó con voz firme y dura. Se me helaba la piel oír así a papá—, y ninguno de ustedes sabía al respecto, joder. Una denuncia es lo menos que pueden esperar.

Al salir de la escuela, caminamos hacia el estacionamiento en silencio, uno al lado del otro. Cuando nos subimos al auto, papá suspiró y se llevó las manos al rostro. Yo permanecía en silencio, haciendo como que miraba por la ventana. 

Me sentía muy avergonzado.

—Aaron —me sobresalté—. ¿Por qué no nos dijiste nada? 

Cerré los ojos. Me quería enterrar vivo. Quería no oírlo. No oír a nadie que hablara sobre el tema. Me hacía doler el estómago.

—Está bien —dijo—. Puedes hablarnos sobre esto cuando quieras hacerlo, no es necesario que sea de inmediato.

Fue el viaje más largo de mi vida. El silencio era incómodo porque sabía que papá estaba imaginando cómo habían ocurrido los hechos, y sabía que de alguna manera acabaría culpándose a sí mismo por no haber hecho algo al respecto. 

Quería decirle que no era su culpa, pero no estaba seguro de querer regresar al tema. 

Al día siguiente no fui a la escuela, y al que seguía tampoco. Creía que mamá y papá me dirían algo, sin embargo se comportaban como si nada hubiera ocurrido, y ni siquiera hicieron mención de que estuviera faltando a la escuela.

Uno de esos días, Alex y Tomás fueron a visitarme. Al verme, Alex se acercó a mí y parecía que quería decirme algo, mas acabó abrazándome y pidiéndome disculpas por no saber qué decir. 

—Ay, Alex —dijo Tomás, colocando los ojos en blanco—. Mejor invítanos a entrar y así podremos hablar mejor.

Fuimos hacia mi habitación, y los tres nos acomodamos sobre la alfombra: Tomás y yo nos apoyamos contra la cama, y Alex tenía la espalda en la pared.
Me pareció que ambos se sentían incómodos, y me apenó pensar que ninguno de los dos quería estar ahí, conmigo.
Podía entender que se sintieran incómodos: ellos sabían lo que ocurría, y aunque sí intentaron aconsejarme, la situación permaneció exactamente igual. 

—¿Y Max? —pregunté, incómodo por el silencio—. ¿No quiso venir?

Ambos se otorgaron cómplices miradas, con expresión seria. Tomás suspiró.

—De acuerdo, yo le digo —espetó, mirando a Alex con hastío—. Max se enteró de todo esto ayer, y fue solamente porque desde el primer día que faltaste comenzó a preguntarnos qué era lo que había pasado, ya que te vio con tu papá salir de la oficina del director. 
—Sabes cómo es Max —agregó Alex, con una sonrisa a medias. No se veía feliz.
—Sí, bueno, todos acá sabemos cómo es Max —dijo Tomás—. Tuvimos que decirle, no había otra opción.
—¿Cómo reaccionó? —pregunté, algo inquieto. Sabía lo explosivo e intenso que era Max.
—Los golpeó, a todos, sin excepción. Sin contar que los amenazó con ir tras sus familias si alguna vez volvían a dirigirte la palabra.
—Incluso a sus hermanos menores —agregó Alex.
—¿Y a él? ¿Le pasó algo? ¿Max está bien?
—Fue gracioso —dijo Tomás—. Cuando al fin salió de la oficina del director corrimos a ver cómo estaba y a preguntarle qué había pasado con los matones y con el director, y sin decir palabra, metió la mano a su bolsillo.
—Adivina lo que sacó —dijo Alex, conteniendo la risa.
—Fue un diente —respondió Tomás—. Un maldito diente ensangrentado.
—¿Un diente suyo? —inquirí, con el estómago revuelto.
—Sí —afirmó Tomás—, un diente suyo. ¿Y sabes lo que dijo?
Mañana tenía hora con la dentista para extraerlo. Está podrido —dijo Alex, imitando la voz ronca de Max.
—Y el imbécil sonrió.
—Se podía ver el hueco en su sonrisa.

Luego de unos segundos, comencé a reír tanto que me dolió el estómago, y mis amigos rieron también conmigo.

 

Tomás

Recuerdo el día en que Aaron llegó a la escuela. La profesora nos dijo que aquel año solo llegaría un niño nuevo a la clase, y que cuando llegara todos debíamos presentarnos y ser amables con él. Esperamos ansiosos, hasta que oímos un golpe en la puerta. Primero entró el inspector, quien le susurró algo a la profesora en el oído, y tras una despedida de ambos, un alto y delgado niño con el cabello naranjo apareció al frente de todos nosotros. Tenía una expresión seria y nerviosa. La profesora apoyó su mano en la espalda de este escuálido y extraño niño, diciéndole que se presentara. Él se volteó a mirarla, y luego nos miró a nosotros. 

—Aún no —dijo casi en un susurro, con voz temblorosa y aguda.
—¿Aún no qué, cariño? —preguntó la profesora con una sonrisa.
—Anna quiere que la esperemos —le respondió en voz baja.
—¿Anna? Acá no hay ning…
—Va a llegar —interrumpió él.

Todos estábamos expectantes y en silencio. La profesora parecía no saber qué decir, y antes de decidir lo que fuera, oímos otro golpe en la puerta, y enseguida se abrió y apareció una chica: una muy baja, con el cabello más naranja que había visto, Tenía la nariz y el borde de los ojos rojos, y parecía que en cualquier momento explotaría en llanto. Miró a la profesora, y luego se escondió detrás del chico nuevo. El alto la saludó cálidamente con una sonrisa, y oí un débil y tembloroso hola de vuelta. Él le susurró algo al oído, y la chica se puso de pie a su lado, y ambos se presentaron. Primero él, y luego ella. Luego nos tocó a nosotros, y al terminar el último, la profesora les indicó sus puestos.

Max me miró con disgusto cuando ambos se sentaron atrás de nosotros, y yo me reí.

—¿No te agradaron? —mascullé con disimulo.
—El chico podría llegar a agradarme —respondió, sin esforzarse en que los nuevos no le oyeran—, pero la chica me irrita.

 

Alex

Lo supe en el momento en que advertí que el niño que estaba llorando en el baño, entre clases, era Aaron. 

Siempre me ha parecido curioso aquel instante: entre todas las posibilidades existentes, la primera y única en la que pensé, fue la que resultó verdad. 

Permanecí apoyado en los lavatorios, en silencio, esperando, hasta que Aaron salió y me vio. Como siempre, no supe qué decirle, así que solamente le entregué un montón de papel higiénico y le pregunté si quería hablar al respecto. Me miró hacia arriba, con ojos tristes y brillantes, y me dijo que sí.

—¿Quieres que llame a Tomás y a Max?
—No —respondió de inmediato—. Prefiero que no.
—Está bien, pigmeo. Ven, vamos.

Tomé su mano, y caminamos hasta el pequeño escondite de pasto al que solíamos ir cuando queríamos hablar de asuntos delicados. Era el escondite de Tomás y de Max, hasta que decidieron compartirlo con nosotros luego de casi tres años siendo amigos. 

Aaron se sentó sobre el barandal amarillo, y yo me quedé de pie a su lado —ya que así teníamos la misma estatura.

Apenas empezó a hablar, las lágrimas no dejaron de rodar por sus mejillas. 

Así era Aaron. Un dulce y sensible niño al que la punta de la nariz se le enrojecía simplemente por estar triste.

—¿Le has dicho a alguien más?
—No, a nadie —respondió—. ¿Qué puedo decir? No quiero meterme en más problemas.
—Algún profesor podría ayudarte si les cuentas. Es un asunto muy grave, Aaron. ¿En qué más problemas crees que te puedes meter?

Aaron miró hacia el costado, y su boca se puso en forma de puchero, aún con lágrimas cayendo.

—¿Te amenazaron?
—No —contestó, tapándose el rostro con el brazo—. O quizás sí. O no. ¡No lo sé, Alex!
—Cuéntame lo que te han dicho. Juntos podremos entenderlo mejor, ¿no crees?
—Sí —sorbió la nariz—, es cierto.
—Cuando quieras.

Aaron sonrió. Su labio superior estaba algo hinchado por el llanto, y sus párpados también.

—Me da mucho miedo lo que puedan hacerme si me niego —adujo—. ¿Qué puedo hacer yo contra todos ellos?
—¿Nosotros estamos de adorno?
—No —se rió, y su nariz salpicó—. Pero… no estoy cada segundo del día con ustedes. Ellos encontrarían la manera igual.
—Aaron —espeté—, lo siento, pero, ¿qué es lo que crees que te puedan hacer?

Todo su rostro se arrugó como un rojo paño húmedo. Sollozaba alta y tristemente, sorbiendo su nariz y limpiándola con el cuello de su camiseta.
Rodeé su espalda con mi brazo, y dejé que se apoyara sobre mi hombro.
Era un chico tan pequeño.

 

Tomás

Una de aquellas veces, me encerraron también. 

Nos llevaron a la sala en donde se guardaban los útiles de música y arte, una sala subterránea, únicamente con una pequeña y estrecha ventana en la parte superior de una de las paredes por la que entraba un escueto manto de luz. Una película de polvo aparecía a cada movimiento, y el fuerte olor a trementina me hacía doler la cabeza.

Aaron caminaba en silencio, sin expresión en su rostro. Quería preguntarle lo que ocurriría, pero presentía que si hablaba lo empeoraría todo para ambos.

Ya estando adentro, todo sucedió como si cada participante supiera exactamente cuál era su rol, excepto por mí. 

Al comienzo, no entendí por qué Aaron no se resistía, por qué no gritaba por si alguien nos oía, por qué no lloraba. Él solo se dejaba: se quedaba quieto mientras le sacaban la corbata, mientras desabotonaban su camisa, mientras levantaban su mentón y enfocaban la cámara en su cuello, mientras lo insultaban. Se lamía los labios cuando se lo ordenaban, y posaba como se lo indicaban.

—¿Acompañarás a tu amigo? —me preguntó uno de ellos, pateando la silla en la que estaba sentado.

Al comienzo me resistí, grité, le grité a Aaron, pero todos actuaron como si estuviera fastidiando. Incluso Aaron. 

Al salir de la sala, caminamos en silencio y lo seguí hasta el baño. Sin decir nada al respecto, entró en un cubículo, cerró la puerta y lo oí vomitar, seguido del inevitable llanto. Al salir, no me miró, y se fue a lavar el rostro.

—Tomás… —espetó, apoyado en el lavabo mirando cómo corría el agua—. Lo siento.

Suspiré. Realmente era un caso perdido.

—¿Por qué no te defendiste?
—Porque… —dijo, y se volteó a mirarme—. Es que, ellos... —tragó saliva, desviando la mirada—. No quiero que me toquen.

 

Aaron

—Creo que todos tienen una idea errónea de lo que ocurrió —dije en voz baja, con los labios adheridos al teléfono. Podía sentir en ellos la humedad del plástico a causa de mi aliento.
—A ver, pigmeo, veamos: unos idiotas te encierran en una sala oscura una vez por semana, te obligan a quedar en ropa interior y a posar para tomarte fotografías y hacer vídeos de ti, y tú cedes porque temes que abusen sexualmente de ti. ¿Qué hay de erróneo en eso?

Su voz se oía aún más grave por teléfono, y tenía que cerrar los ojos para imaginarlo a él diciéndome todas esas palabras y no sentir que me hablaba un adulto en tono de reproche.

—Sí —le concedí—, sí sé que todo eso es cierto, y que sí fue así, pero… Me refiero a que durante todo este tiempo lo que me hacía sentir tan mal no era todo lo que me estaban haciendo.
—¿Y entonces? ¿Qué era?
—Era… Creo que solo era la sensación de tener un secreto malo del que no podía hablar con los demás. Sentía que estaba haciendo algo malo, aun si sabía que nada de eso era mi culpa. No me gusta sentir culpa, Max.

Escuché su respiración por algunos segundos, hasta que oí un bufido por el auricular.

—La primera vez que te vi, creí que eras una niña enclenque, cobarde y estúpida. Luego Tomás empezó a juntarse contigo y con Alexánder, y no me quedó de otra que conocerte. ¿Sabes de lo que me di cuenta cuando empezamos a conocernos?
—¿Que no soy ni enclenque ni cobarde ni estúpido? —dije con tono de molestia, pero con una sonrisa en el rostro.
—No te pases —respondió—, enclenque sí eres.
—¿Y entonces de qué te diste cuenta?
—Que eres jodidamente valiente, maldición, jamás sabré con qué agallas te paraste frente a todos nosotros a decirnos que ya no eras Anna, y que debíamos llamarte Aaron. Creímos que era una broma extraña hasta que al día siguiente llegaste con el cabello corto y usando ropa de chico.
—Ropa, solo ropa.
—¿Ah?
—Que no es ropa de chico o ropa de chica, solamente es ropa.

Max se rió. Su risa siempre me había parecido la de un niño que reía luego de hacer una travesura cruel que le había resultado.

—Sí, solamente es ropa. Lo siento.
—¿Y de qué más te diste cuenta?
—De que tu confianza en el resto no es por estupidez, y que tu amabilidad no es por cobardía —afirmó con la voz levemente más suave—. Lo haces por los demás, para poder alegrarles y hacer que se sientan bien. Pero —agregó, de golpe—, tu generosidad debería tener un límite.
—¿A qué te refieres, Max?
—A ser capaz de decir que no cuando algo no te gusta, o cuando te hace sentir mal. A hacer valer cómo te sientes tú, Aaron. No siempre el resto lo hará por ti, y no siempre tendrán en consideración tu opinión y tus sentimientos. 

 

Aaron

Papá me llevó en el auto, y al estacionarse frente a la nueva escuela le pedí si podía comenzar la semana siguiente.

Estaba aterrado. Pensé que podía ocurrirme lo mismo en esta escuela, pero al cabo de unos segundos de imaginarlo, me percaté de que no era eso lo que me causaba tanto temor. Era algo diferente, y no sabía bien qué.

—¿Qué me dijiste la semana pasada? —preguntó con tono cantado, mirándome de perfil con una sonrisa que me pareció burlesca, aunque estoy seguro de que quiso verse divertido.
—Sé lo que te dije —respondí molesto, probablemente haciendo puchero—, pero esta semana tampoco me siento preparado.
—¿Y crees que la próxima semana sí te sentirás preparado?

Miré hacia adentro por los barrotes negros. Aún era tan temprano que el cielo estaba color añil, y los focos seguían encendidos. Se veía fresco, y agradable.

Me despedí de papá, y caminé hacia la entrada. El guardia me dijo que fuera a la inspectoría para preguntar por mi sala, y así lo hice. Solo había una señora, anciana, que me recibió con una sonrisa y me dio indicaciones para llegar al salón. Luego de despedirme de ella, oí que me gritó:

—¡Niño! ¡Niño! ¡Espera!

Y al devolverme, me dijo que ese primer módulo sería en el gimnasio. 

Al llegar, vi que al fondo del grande e iluminado gimnasio, se encontraba un chico sentado en una banca. Durante un instante dudé si sentarme o no a su lado, pero mientras caminaba hacia allá pensé que podría preguntarle si era de la misma clase, y quizás así hacerme su amigo.

Él oía música con los ojos cerrados. Era un chico sombrío, de cabello desordenado y ropas viejas con expresión de hastío. Me senté a su lado.

—¿Eres de la clase A-12?

Instantáneamente él me miró, aparentemente molesto, y pensé que debí haberlo saludado antes de hacerle esa pregunta. O debí haberme presentado. O, mejor aún, las dos juntas.

Me sentía un puñado de nervios.

Él me respondió, le respondí, y hablé demasiado. 

Pero era agradable. Y me sentí muy feliz de haber conseguido un amigo tan extraño como él en mi primer día. 

Parecía alguien fuerte y decidido, y aquel día llegué a casa pensando en su voz y en su sonrisa.

 

Notas finales:

este desenlace lo pensé desde que Aaron apareció en la historia, y la verdad es que es de mis favoritos. adoro a ese pequeño colorín tan enérgico.

todo mi amor a las personas trans y no binarias de este mundo, son bellísimes y no les conozco pero les quiero infinito. a quienes están en el clóset, a quienes ya salieron, a quienes les da miedo todo este proceso, a quienes ya pasaron la parte horrible; a todes. 

 


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