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El Refugio por AndromedaShunL

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Notas del capitulo:

Después de la mitad del verano, de todo el otoño y de la mitad del invierno, he regresado con un nuevo capítulo de esta historia. ¡Espero que lo disfrutéis! Y mil perdones por la tardanza.

El viento y el frío cada vez eran más pesados durante todo el día. Milo pensó que se estaba acercando el tiempo del hielo y aún no estaba preparado para soportarlo. Debía ir en busca de provisiones para no morirse congelado en su tejado, pero hacía unos días que los guardias del gobernador hacían patrullas de las calles más a menudo y ya le costaba trabajo ir en busca de comida para sobrevivir.

                Habían pasado unas horas desde que hubo escuchado la conversación de dos de los guardias en una calle concurrida: al parecer los exploradores habían salido de la ciudad en busca de dos fugitivos que portaban un objeto de gran valor y les habían seguido la pista hasta una cabaña roída por los años, pero no les habían encontrado.

                Los llaman exploradores para no alarmar, pero en realidad son los guardias de la guadaña pensó para sí. Y no estaba muy equivocado. La mayor parte de las veces en las que alguien conseguía escaparse de la ciudad, regresaba con los guardias, pero en distintas motos. Al gobernador le gusta la carne bien despiezada.

                Sin darse cuenta, llegó a una calle que hacía límite con la muralla de la ciudad. Era tan empinada y lisa que parecía imposible escalarla a simple vista, pero alguien con muy buena agilidad podría encontrar aberturas en la pared donde poder apoyarse. Sin embargo, también era imposible que le diese tiempo a saltar al otro lado antes de que los guardias le hubiesen disparado cinco veces cada uno. Por supuesto, había una puerta para salir al exterior, pero esta se encontraba dentro de la Ciudadela y él nunca tuvo la ocasión de descubrirla. Además, que él supiera, nadie había escapado nunca por ella.

                Apoyó las manos en la muralla y miró hacia ambos lados: desde allí abajo, tan diminuto comparado con ella, parecía que se extendía infinitamente a cada lado, recta y estirada hasta que se convertía en una línea perdida en el horizonte. Se preguntó si detrás de aquella muralla habría más o solo ella franqueaba la frontera de la libertad.

                Separó las manos de ella y le dio la espalda, pero no tardó en dejarse caer con la espalda apoyada en la muralla y las manos cubriéndole los ojos mientras estos comenzaban a dejar escapar un río de lágrimas. ¡Cuánto echaba de menos a Camus! No podía dejar de pensar en él, en lo mucho que necesitaba su presencia en todo momento. Después de lo que habían pasado juntos, y después de separarse, parecía como si el mundo negro que le cubría se hubiera desmoronado sobre él, aplastándolo y ocultándolo entre los escombros. No sería capaz de soportar el tiempo del hielo sin sus abrazos, se decía una y otra vez, y tampoco podría su corazón resistir el frío de su ausencia.

 

                                                                                              ***

Dobló la esquina de la calle con el corazón en un puño. Se llevó la mano bajo la chaqueta para asegurarse de que no se le habían caído los champiñones y sonrió cuando comprobó que aún continuaban ahí, aunque probablemente se le hubiera caído alguno durante la huida.

                Él era mucho más rápido que sus perseguidores. Siempre lo había sido, y se sentía orgulloso de ello. Tampoco había habido ninguna vez que le hubieran capturado, aunque muchas veces se había cuestionado dejarse cazar para que le llevasen cara a cara con el gobernador y matarle a sangre fría como él había hecho con toda su familia cuando apenas era un niño. Había sobrevivido a base de mendigar y de amenazar, ocultándose en el casco pobre de la ciudad, aquel al que llamaban Sector H, o directamente Infierno. También había escuchado varias veces oírlo llamar Hervidero de Ratas, pero él siempre lo trataba con el primer nombre. Creía fervientemente que su aspecto no era de rata ni de diablo. Sin embargo, no fueron pocas las veces que hubiera deseado ser un demonio para matarlos a todos o una rata para hacer enfermar a todos aquellos que le hacían la vida imposible.

                Cuando era más pequeño, casi diez años atrás, había estado viviendo con un grupo de niños en su misma situación. Todos tenían más o menos su edad, siendo él el mayor con ocho años y obligado a trabajar para el viejo que les cuidaba. De puertas para afuera, era el mejor hombre que Monópolis había visto jamás, pero de puertas para adentro su sola presencia era como el mismísimo infierno. Apenas le dejaba descansar y no tenía remordimientos al hablar mal de sus padres instándole a que trabajase con más energía. Pero ¿quién iba a pensar que un anciano que refugiaba a los niños huérfanos y sin hogar podría ser una mala persona? Pero lo peor de todo, no se atrevía ni a recordarlo siquiera. 

                Continuó corriendo por las calles hasta llegar al linde que separaba el Sector H con el resto de la ciudad. Se escondió tras la fachada mugrienta de una casa y esperó a que los guardias diesen media vuelta. Muy interesados tenían que estar para adentrarse en esa región.

                Fue hasta su escondite, una chabola hecha con paneles de aluminio y tejado rojo raído, y dejó los champiñones que había robado cerca de donde hacía el fuego. Cuando volvió a salir, cerró la puerta con un candado, aunque a diferencia de lo que pensaba la mayoría de la gente sobre el Sector H, las personas que en él vivían eran mucho más honradas que las de fuera, sin contar con excepcionas como el viejo que le cuidaba y al que había matado poco después de largarse de allí. No había sido nada fácil librarse de él, y lloró muchas noches luego de aquello, pero el tiempo le había dado ojos para ver que su obra había sido lo mejor que podía haber hecho.

                Ahora, con dieciocho años, era un joven fuerte de cabello rubio por los hombros y ojos azules. Su piel, morena, albergaba muchas cicatrices de su pasado y de su presente, así como su mente y sus recuerdos. Jamás podría olvidar ver cómo sentenciaban a sus padres y hermano a muerte, sin haber llegado nunca a conocer el motivo. 

                Pero ahora lo único que le importaba era vivir lo suficiente para trazar un plan y matar a aquellos que le habían cambiado el futuro y le habían conducido por la senda de la desgracia.

                Salió de nuevo del Sector H para robar papel y tinta, pues hacía unos días que se le había acabado el suyo haciendo trazos y planos de la ciudad. Se dedicaba fervientemente a buscar puntos de salida o de encuentro en los alrededores de la Ciudadela cuando todo estaba más concurrido, que solía ser al mediodía, y rara vez los guardias se fijaban en un muchacho como él salvo cuando robaba para alimentarse un día más.

                Esta vez, fue siguiendo la muralla que les separaba del exterior, no muy cerca para que no sospechasen de él, pero lo suficiente para poder fijarse en los detalles. Sabía que si fracasaba en su misión de asesinar al gobernador, la cual aún no tenía ni pies ni cabeza, escaparía fuera de Monópolis como un fugitivo y buscaría al resto de las personas que habitaban en los páramos devastados.

                En uno de los tramos, escuchó varias voces del gentío próximas a él, pero las ignoró cuando descubrió una pequeña abertura en la muralla: parecía una especie de alcantarilla que hubiera perdido su uso hacía tiempo. Una reja cubría un túnel oscuro que pensó llegaría hasta el exterior, pero no sabía a ciencia cierta si era lo suficientemente ancho y alto para que pudiera pasar por debajo. Seguramente no le entrasen los hombros.

                Se agachó cerca de él para observarlo mejor y se dio cuenta de que los barrotes de hierro estaban bastante oxidados y no le resultaría muy difícil romperlos. Cuando fuese al mercado a robar el papel y la tinta, sería lo primero que apuntaría en él. Inclinó más la cabeza para ver si conseguía ver el final, pero antes de que se volviese a levantar decepcionado, un guardia de Monópolis le agarró del brazo y le alzó con brusquedad.

                —¿Se puede saber qué buscas?

                El rubio le desafío con la mirada durante unos segundos hasta que vio cómo el guardia se llevaba una mano a las esposas para arrestarle. En ese momento, el joven salió corriendo, pero el hombro le agarró de la camisa y le hizo caer al suelo. Gateó hasta que volvió a ponerse de pie e intentó escapar tambaleándose. El guardia lo persiguió con una sonrisa y dándose golpecitos con la porra en la mano, preparado para azotarle por su osadía.

                Milo observaba la escena desde el final de la calle. Su rostro estaba impasible mientras veía cómo el guardia golpeaba al joven rubio sin piedad hasta que no le dejó volver a levantarse del suelo. Entonces, decidió que era el momento de intervenir, y fue corriendo hacia ellos dos, interponiéndose entre el joven y el arma.

                —Déjelo, por favor, es mi hermano pequeño —le dijo suplicante.

                —¿En serio? —Preguntó con sarcasmo—. Me da bastante igual.

                —Tiene problemas —insistió—. Mentales, ya sabe —se llevó un dedo a la cabeza, señalándose la sien.

                El guardia les miró con odio, posando la mirada en el joven rubio que sangraba sobre el suelo. Tenía los ojos azules entreabiertos perdidos en algún punto del suelo y respiraba con dificultad. El hombre asintió con fastidio y se alejó por la calle, no sin antes decirle a Milo que no quitase el ojo de encima de aquel joven y que fuese a ver a algún terapeuta para curarle la cabeza. El rubio le sonrió asintiendo y, cuando ya estuvo lo suficientemente lejos, se inclinó sobre el menor que parecía haberse desvanecido y lo cargó sobre los hombros para llevarlo a su tejado hasta que se recuperase.

 

                                                                                              ***

El hombre ya no tenía escapatoria. Con una de las manos sujetaba la de su hija y con la otra el saco de rábanos que había robado hacía apenas cinco minutos. Estaba acorralado contra el muro que les separaba de la Ciudadela. Encima había tenido la osadía de robar al lado de la morada del gobernador aguardando la posibilidad de que nadie se diese cuenta. Estaba realmente desesperado.

                Los guardias más allegados al gobernador le cerraban el paso. Uno de ellos se adelantó y le arrebató a su hija y el saco. La niña, de apenas seis años, gritó con agonía mientras otro de los guardias comenzaba a golpear al hombre, que resistía los golpes sin emitir ningún quejido.

                La sangre empezaba a derramarse por el suelo cuando el guardia que parecía estar al mando se interpuso entre ellos con un gesto de la mano y les dijo que ya era suficiente. Cogió unas esposas de su cinturón y se las puso al hombre con agilidad. Apenas podía caminar, pero eso a nadie le importaba.

                —¿Qué hacemos con la cría? —Le preguntaron.

                —Llevadla al orfanato —les respondió con voz fría.

                El líder se adelantó y entró primero en la Ciudadela. Le recibieron cálidamente pero las miradas indicaban que nadie estaba a favor de su mandato como guardia del gobernador. Hades había sido claro cuando decidió ponerle a él al mando para no tener que preocuparse de todo. Les había dicho que hacía mucho que ese joven esperaba pacientemente para conseguir el puesto, y que no se fiaba de nadie más.

                Cuando el líder de la guardia llegó a los calabozos, el gobernador esperaba con la espalda apoyada en las rejas en las que meterían al hombre. Cuando este quedó tras los barrotes, Hades se acercó al guardia y le besó intensamente moviendo sus manos bajo las ropas negras del joven, quien no se resistía sino que correspondía con igual intensidad a sus caricias y labios.

 

                                                                                              ***

El pasillo volvía a estar en penumbra con las únicas luces de las antorchas iluminando trozos del camino. Aquella vez Shun había llevado consigo una vela, pero se le había apagado nada más puso un pie en el pasillo de piedra y no pudo volver a encenderla. Esperaba volver a encontrarse con la chica que llevaba las llaves, pero a cada paso que daba le inundaba más la sensación de que algo malo podría sucederle.

                Así, llegó hasta el final del pasillo, ante la gran puerta que deseaba atravesar para ver con sus propios ojos el secreto de la Ciudadela, si es que había algún secreto que ocultar. Posó ambas manos sobre la piedra y empujó fuerte, pero la puerta no cedió. Miró, entonces, la extraña cerradura con siete aberturas y la necesidad de encontrar a la chica creció en su interior inimaginablemente.

                Se dio la vuelta tras dar unos últimos empujones y hacerse daño en las articulaciones sin ningún resultado, y sus ojos se encontraron con la capucha marrón de la joven y con sus ojos ocultos tras la sombra que proyectaba. El corazón se le aceleró sin saber qué hacer. Miró en todas las direcciones y detrás de ella, pero no había nadie más que ellos dos. La joven llevaba en su mano la argolla con las siete llaves, que emitían unos leves destellos a la luz de las antorchas.

                —Hola —dijo Shun por fin—. ¿Qué hay detrás de la puerta? —La joven no respondió. Miraba al suelo restándole importancia a todo lo demás—. ¿Puedes hablar? —Para su sorpresa, la chica alzó la mirada para clavarle los ojos azules en sus orbes esmeralda. Su rostro carecía de cualquier rastro de emociones—. Eres muy bonita —le dijo con un hilo de voz, y pensó que ella esbozaba una pequeñísima sonrisa, pero no estuvo seguro—. ¿Cómo te llamas? ¿Tienes nombre? —La joven continuó sin responder, pero antes de que Shun pudiese seguir hablando, llevó una mano al cuello de su ropa y sacó una cadena con una placa de metal en la que habían grabado unas letras y se la enseñó.

                Shun cogió la cadena con cuidado y le dio varias vueltas antes de atreverse a leer en voz alta. Sus ojos brillaron cuando pronunció el nombre de aquella muchacha tan misteriosa.

                —Tienes un nombre muy bonito, June —sonrió mirándola a los ojos, pero esta continuó sin decir nada.

                June se abrió paso entre Shun y la pared y estiró el brazo con el que sostenía las llaves. Fue metiéndolas una a una en la cerradura hasta que la puerta se abrió. Una luz cegadora se asomaba por la rendija, pero ella la sujetaba para que no se abriese del todo. Con la mirada vacía le dijo a Shun que se fuera. Como él no se movía, le hizo señas con el brazo y entreabrió la boca para hablar, pero se contuvo.

                Shun dio unos pasos hacia atrás y al ver que June no se movía, se dio la vuelta y se alejó por el pasillo. Sintió cómo la puerta se abría del todo y escuchó el estruendo de esta cerrándose, pero no se volvió a girar para verlo, sino que regresó a su celda, complacido por haber descubierto el nombre de ella y no sentirse tan solo en la inmensidad de la Ciudadela.

 

                                                                                              ***

Le había costado varios intentos lograr subir hasta su tejado cargando con ese joven desconocido, y esperaba que le hubiera merecido la pena. Le había dejado toda la improvisada cama para él hasta que despertase, y no tardó mucho. Cuando lo hizo, abrió los ojos despacio y miró alrededor preguntando en voz alta dónde se encontraba.

                —En mi casa —contestó Milo.

                —¿Y dónde está eso? Espera… tú… tú me ayudaste —se sentó y se llevó una mano a la cabeza dolorida donde le habían dado varios golpes abriéndole una pequeña brecha que Milo le había cubierto con vendaje.

                —Sí, bueno, no hace falta que me lo agradezcas.

                —¿Por qué?

                —Porque no me gusta que me den las gra…

                —No, no, que por qué me ayudaste.

                —Ah —meditó unos momentos qué decir, y lo cierto es que no tenía ni idea—. Monópolis es un lugar peligroso para los que no tienen nada, y yo no tengo nada, y tú parece que tampoco —se encogió de hombros—. No eres el primero al que ayudo —dijo, y recordó amargamente la noche en la que había conocido a Camus.

                —Yo no ayudo a nadie —dijo entre dientes—, porque la única vez que me ofrecieron la mano me arrancaron el brazo —desvió la mirada con fuerza, conteniendo las lágrimas.

                —¿Cómo te llamas? —Preguntó al cabo de un minuto sin saber cómo continuar hablando—. Yo soy Milo.

                —Hyoga —respondió.

                —Hyoga… Estás solo, me imagino.

                —Tú también —Milo asintió.

                —Pero entre los dos creo que yo lo llevo mejor —sonrió bromista, pero Hyoga no se inmutó.

                —Al menos tengo un techo, y no duermo sobre él.

                —Es mejor que nada —volvió a encogerse de hombros—. ¿Dónde vives?

                —Sector H —miró la expresión de sorpresa de Milo y añadió—: no es el infierno para mí. Apenas hay guardias, puedo pasearme libremente, solo necesito cautela, y la tengo.

                —Creo que solo estuve una vez allí —comentó—, huyendo de los guardias. Tienes razón, no muchos tienen el valor de entrar en el Herv… en el Sector H.

                —Ojalá siga siendo así —estuvo a punto de levantarse cuando le empezaron a doler todos los músculos que le había golpeado el guardia.

                —No te muevas, deberías mantenerte en reposo —se apresuró a decir.

                —Tengo que volver a mi casa —se excusó.

                —No vas a llegar muy lejos si vas así —cogió otra manta que había conseguido hacía unos días y se la puso por encima, haciéndole echarse otra vez sobre el saco—. Descansa —insistió—, yo voy a buscar comida.

                Hyoga quiso replicar, pero apenas conseguía reunir la fuerza suficiente para pronunciar palabra alguna, por lo que asintió a regañadientes y se quedó allí echado, conteniendo el dolor, hasta que Milo llegó con comida ya cocinada y cenaron tranquilamente sin mucha conversación.

 

                                                                                              ***

Sus labios se juntaron una vez más. Por la ventana semiabierta se filtraba un poco de luz. La poca luz que traían los días en ese oscuro mundo. Los cuerpos desnudos se mecían uno sobre otro al compás de los besos. El cabello negro revuelto de Shura se restregaba contra la almohada al tiempo que el cabello castaño de Aioros se agitaba al subir y bajar. Las manos del otro en su cintura. Los cuerpos desnudos pegados y la lucecilla entrando por la ventana.

                Sus ojos se encontraron tumbados en la cama, uno en frente del otro, apoyados sobre los costados. El sentimiento de culpa crecía inevitablemente en el corazón de Shura, y Aioros lo sabía, pero aun así estaba feliz. Hacía mucho tiempo que su propio corazón no palpitaba con tanta intensidad como en aquellos momentos, y sentía que todo el estrés que acarreaba se acababa de esfumar y no parecía querer volver, pero sabía que una vez salieran de la habitación el trabajo y los planes se aferrarían de nuevo a su mente. Y sabía, de alguna manera, que ese momento no se repetiría jamás.

                —Te quiero —le dijo a Shura sin esperar respuesta.

                Shura desvió la mirada con las mejillas encendidas. El sentimiento de culpa crecía sin parar hasta que le consumió por completo y no pudo mediar palabra. Tenían que haberse marchado ya. Tenían que haberse marchado antes de que aquello ocurriese, porque sabía, de alguna manera, que iba a ocurrir. Y ahora que había sucedido, se sentía más atrapado que nunca.

Notas finales:

Espero que os haya gustado y comentéis si así fue (o no). Muchas gracias por continuar leyendo después de tanto tiempo :).


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