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El Refugio por AndromedaShunL

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Notas del capitulo:

¡Tercer capítulo! Espero que lo disfruten como disfrutaron los dos anteriores :).

Recogió la ropa de la lavandería y la colgó en los tenderos lo más cuidadosamente posible. Después, fue hasta las cocinas para llevarle a su amo el desayuno de aquel día. Él ya había desayunado hacía unas horas en su celda. Subió las escaleras con el cabello verde estorbándole mientras ascendía y la mirada esmeralda clavada en los escalones de delante.

                Cuando llegó a la puerta de la habitación de su amo el corazón le palpitaba con fuerza y los brazos le temblaban. Llegó a temer que se le caería la bandeja al suelo y su amo le castigaría otra vez, pero no fue así. La puerta de madera negra como el azabache se abrió y un hombre alto y esbelto le recibió bajo el marco. Su cabello negro le llegaba casi hasta la cintura y sus ojos eran amenazadores. Aún así, sonrió al ver a su sirviente con la comida.

                —¿Qué me traes hoy, Shun?

                —Fruta, mermelada para untar en el pan…

                Su señor le interrumpió colocándole un dedo frío sobre los labios. Le hizo un gesto tenue con la mano indicándole que dejase la bandeja sobre la mesa. Shun obedeció sin apartar la mirada del suelo. Aún le arremetía el corazón en el pecho. Se dio la vuelta para marcharse, pero su amo le agarró suavemente de la muñeca para que no se fuese. Le volteó para mirarle a los ojos con y lo echó sobre la cama apartando el dosel negro que la cubría. Él se puso encima del menor.

                —Me encanta cuando me traes la comida, pero desearía probarte a ti en vez de a ella —le dijo en un susurro sin dejar de sonreír.

                Shun abrió la boca para replicar, pero no pudo pronunciar palabra. Su amo intensificó el momento mordiéndole el cuello. Su presa gimió de dolor y rezó a cualquier dios que pudiera escucharle que le librase de su vida.

                Alguien pareció escucharle. La puerta se abrió y entró la hermana de su amo, quien se hacía llamar Pandora después de haber dejado atrás, hacía mucho, su verdadero nombre, al igual que la persona que estaba encima de él.

                —Hades, hay gente que quiera hablar contigo. Dicen que es importante —Su amo le liberó, por fin, y le obligó a irse de la habitación, dejando solos a los hermanos.

                Bajó las escaleras con los ojos llenos de lágrimas tan rápido como las piernas se lo permitían. Tropezó en el último escalón y se dio de bruces contra el suelo, haciéndose sangre en un brazo. Miró la sangre brotar de la herida antes de ponerse en pie de nuevo. Le dolía todo el cuerpo, pero no era nada nuevo para él. Hacía mucho tiempo que vivía aquella pesadilla día tras día, y muy pocas veces interrumpían a su señor mientras le apresaba entre sus brazos.

                Entró en su celda y se echó sobre la cama sollozando. En unas horas tenía que regresar para servirle el almuerzo. Él solo deseaba quedarse allí, sin nadie que le llamase ni le hiciese daño. Pero en el fondo sabía que eso era imposible, al menos desde el día en el que habían asesinado a toda su familia menos a él para ponerle al servicio de Hades.

                —Cuando se canse de mí me matará —dijo en un susurro angustiado—. O igual muero de dolor antes de que él me mate.

                Todas las noches se preguntaba cuánto tiempo más podía aguantar así, y nunca conseguía responder a la pregunta. Muy poco, pensaba, pero siempre había pensado lo mismo y aún continuaba allí. Quería salir de la Ciudadela de una vez por todas y regresar con el resto de los habitantes de Monópolis, pero nunca encontraba una manera de escapar de su amo. Este siempre le requería cuando más decidido estaba a fugarse. Llegó a pensar, incluso, que su amo era capaz de leerle la mente, pero si eso hubiese sido cierto lo habría mandado matar hacía mucho, mucho tiempo.

                —Algún día te mataré, y no me arrepentiré de nada.

 

                                                                                              ***

Había pasado media semana desde que Milo había acogido a Camus en su humilde hogar. Esa mañana el pelirrojo decidió que iría a buscar una nueva familia para la que trabajar y Milo insistió en acompañarle para no aburrirse. En el fondo sentía que le iba a echar de menos cuando se fuera, pero cada uno tenía su propia vida y él no podía hacer nada para evitarlo.

                La primera casa en la que estuvieron les cerraron la puerta en las narices cuando Camus empezó a hablar. Al parecer no querían ningún hombre como sirviente. En la segunda tuvieron más suerte y les dejaron entrar sirviéndoles unas galletas blandas.

                —¿Tienes mucha experiencia? —Preguntó el padre de familia.

                —Así es. He trabajado en varios hogares.

                —¿Y por qué no continuaste en ellos? —Camus se quedó sin palabras. Era evidente que no les podía contar la verdad o jamás conseguiría que le cogiesen.

                —No lo sé. Se cansarían —sus palabras temblaron y el hombre frunció el ceño con desaprobación.

                La esposa, que estaba sentada al lado, le miró largamente y siguió con las preguntas:

                —¿A cuántas familias dices que has servido?

                —Más de cinco, que yo recuerda, y menos de diez —la mujer asintió conforme, pero su marido no había cambiado de expresión—. Tenemos dos hijas, ¿serías capaz de cuidarles?

                —Todas las familias con las que estuve tenían hijos, no será ningún problema.

                —Danos un momento para hablarlo a solas —el padre les señaló la puerta para que salieran hasta que terminasen de decidir.

                Milo fue el primero en salir y Camus se sentó en el escalón de la entrada. La mayoría de las casas eran prácticamente iguales, pero las había que resaltaban más que otras, como aquella, que se notaba con claridad que pertenecía a una familia adinerada. Tenía dos plantas y chimenea, además de una terraza por la parte de atrás.

                —Qué desastre —dijo Camus ladeando la cabeza—. Odio que tengan hijos. No se me da nada bien cuidarles y no los soporto. Me hacen perder los nervios con demasiada facilidad.

                —¿Por qué les mientes entonces? —Se sentó a su lado.

                —¿Por qué robas? —La esposa abrió la puerta unos minutos después con seriedad y le dio un papel a Camus.

                —Firma abajo. Empiezas mañana por la mañana, a las nueve. Si quieres una cama se te descontará del sueldo —le lanzó un bolígrafo y Camus firmó tratando de que las manos no le temblasen demasiado.

                Le dio el papel a la mujer y esta lo miró con una sonrisa complacida. Le dijo que al comenzar al día siguiente, esa noche no podría dormir en su casa. De fondo se escuchaban los refunfuños del padre de familia subiendo las escaleras.

                —Muchas gracias —le dijo Camus antes de que le cerrase la puerta.

                Cuando ya habían caminado varias calles, Camus empezó a dar golpes en las paredes de los edificios y a contener gritos de odio. Se hizo sangre en los nudillos, pero no le importó. Milo trató de detenerle sin conseguirlo. Después, un hombre se acercó hasta él y le cogió bruscamente de un brazo, empujándole hacia la calle de nuevo y amenazándole con llamar a la policía. Camus quiso abalanzarse sobre él para regalarle un puñetazo, pero Milo se lo llevó lejos de allí. Cuando subieron al tejado, el pelirrojo ya estaba calmado casi por completo.

                —Me recordaste a mi yo de hace un año —le dijo Milo al tiempo que abría su cofre para coger un cuchillo y comprobar que estaba afilado.

                —Preferiría estar muerto antes que volver a tener que trabajar para unos cabrones —dijo con rabia.

                —¿Has pensado en buscar otro tipo de trabajo? —Camus le dedicó una mirada furiosa aunque el rubio sabía que no estaba enfadado con él, sino con el mundo.

                —¡Por supuesto que sí! ¿Y sabes una cosa? Todos los trabajos que no son de esclavos están controlados por el gobernador. Los tenderos los pone él. Los posaderos, también. Herreros, cerrajeros, carpinteros, granjeros de la Ciudadela…

                —Algo había oído.

                —Pues te lo confirmo yo —se dejó caer sobre las tejas con las piernas cruzadas.

                Camus cerró los ojos y se llevó las manos al pelo, tirando de él. Inspiraba y expiraba tratando de calmarse, pero cada vez que se serenaba volvían los recuerdos a su mente y le entraban ganas de hacer arder la ciudad.

                Minutos después, Milo le dejó sobre las rodillas un plato con frutas cortadas en trozos y le sonrió tan reconfortante como pudo. Se sentó a su lado con otro plato y comenzó a comer sin esperar a su compañero.

                —Debería haberte dejado de molestar después de la segunda noche.

                —No me molestas. Hacía mucho que no tenía compañía de ningún tipo.

                Camus se sonrojó sin saber por qué. También hacía mucho tiempo que a él no le trataban con respeto y Milo era la única persona a la que había considerado su amigo habiéndole conocido tan solo unos días antes. Sin embargo, disfrutaba estando a su lado y las pesadillas de su vida no le atormentaban tanto desde entonces.

                El pelirrojo desvió la mirada del plato y fue a encontrarse con los ojos azules de Milo. Este pareció sonrojarse también, y rápidamente deshizo el contacto visual para continuar comiendo, pero Camus le seguía observando absorto en sus pensamientos. Milo volvió a mirarle y Camus dejó su plato y el del rubio sobre el tejado. Entonces, se echó sobre él de súbito, sin romper la conexión de sus ojos hasta que se armó de valor para besarle.

                Tras recuperarse de la sorpresa, Milo abrazó a Camus rodeándole la espalda y, agarrándole de las ropas le colocó rápidamente debajo de él.

                —Lo siento, pero me gusta estar al mando de la situación —dijo con seriedad, y antes de que Camus pudiera responderle, volvió a sentir los labios del rubio sobre los suyos, abriéndose y cerrándose con ansia, saboreando todos los rincones de su boca.

                Milo estaba sentado sobre la cintura de Camus y comenzó a sumergir sus manos por debajo de la camisa del pelirrojo sin obtener resistencia, pero cuando quiso quitarle la ropa, Camus lo detuvo y le miró a los ojos reprochante.

                —Aquí podría vernos cualquiera —le dijo con brusquedad.

                —Empezaste tú —se quitó de encima de él dándole la razón mentalmente y Camus volvió a abrocharse la camisa.

                —Me pudo el hambre —se excusó sonrojado y cogió de nuevo su plato para continuar comiendo la fruta.

 

A la mañana siguiente se despertaron con un poco más de luz en la ciudad. El sol estaba más visible que nunca, pero Milo no estaba feliz. Su corazón latía fuertemente desde el día anterior cada vez que miraba a Camus, pero ese sería su último día juntos, pues este empezaba a trabajar en dos horas. Era muy temprano, pero se había asegurado de que el pelirrojo se despertase antes de la hora para poder pasar más tiempo con él.

                Bajo el tejado, nadie podía verles. Se miraban a los ojos sin decir nada, separando los labios para quedar en silencio, intentando pensar en algo de lo que hablar. Milo sacó una mano de debajo de la manta y le acarició el pelo. Camus cerró los ojos y se dejó llevar por el contacto, sonriendo sin darse cuenta.

                —Aún queda mucho para irme —dijo tras mirar su reloj maltrecho y dar un bostezo.

                —Solo quedan dos horas para irte —dijo Milo sin dejar las caricias.

                —Me echarán pronto.

                —¿Por qué?

                —Porque me cansaré de ellos, me beberé todo su alcohol y mancharé los vestidos de las hijas —se encogió de hombros como pudo.

                —Si haces eso me enfadaré mucho —le dijo con seriedad.

                —¿Por qué? Hay muchas familias en Monópolis, no me quedaré sin ellas.

                —Algún día llamarán a los guardias y te llevarán al calabozo —alejó la mano de su pelo y Camus le miró, molesto.

                —Me da igual. Tú ya has estado, saldré pronto.

                —La estancia es horrible. Tienes comida, sí, pero no ves la luz en todo el tiempo que estás allí, y pueden pegarte, y cuando los carceleros se aburren juegan con sus látigos y tu cuerpo.

                —¿A ti te han pegado? —Milo negó con la cabeza.

                —No, pero lo he visto. Cuando hay muchos ancianos los latigan durante días para que mueran y nadie sospeche nada porque son viejos. El gobernador quiere gente joven. Es fácil manipular los cerebros de la gente joven.

                —¿Te manipularon a ti? —Preguntó sorprendido.

                —Me dejé manipular —contestó con una sonrisa maliciosa—. Las mentiras son la base de esta ciudad.

 

                                                                                              ***

Al día siguiente Aioros pidió a Shura que le acompañase fuera para buscar comida. Le dio una de las pistolas y le enseñó cómo manejar las motos. Aioria, por otro lado, hizo lo mismo con Mu. Cada uno marchó por un lado distinto.

                Al principio le costó bastante acostumbrarse a la moto, pero se fue dando cuenta poco a poco que no era tan difícil de manejar como le había parecido. Tenía muchos botones, pero la mayoría solo funcionaban dentro de la ciudad, según le había dicho Aioros.

                Llegaron a la orilla del lago después de un buen rato. Se bajaron de las motos con las pistolas en la mano, pero no había ningún animal allí, por lo que decidieron esperar sentados en la tierra, cerca del agua negra. La oscuridad del cielo apenas dejaba pasar unos pocos rayos de sol que alumbrasen el suelo, y era complicado descubrir qué hora era. Pero poco importaba realmente en qué momento vivían.

                —¿Continuaréis vuestro camino? —Le preguntó Aioros.

                —Por supuesto.

                —Será peligroso.

                —Por eso nos estáis enseñando, ¿no? —no le miró en ningún momento.

                —Puede que sea por eso.

                —No tenemos pensado unirnos a vosotros. No nos interesa tomar la ciudad. Solo queremos llegar al paraíso.

                —No os voy a obligar a quedaros con nosotros, aunque sería una muy buena noticia para La Resistencia.

                Aioros cogió un guijarro del suelo y lo tiró al agua. Cayó varios metros más allá de la orilla, creando ondas concéntricas que se alejaban a la vez que se hundía la piedra.

                —Parece que no vamos a estar abundantes de comida —dijo tras una pausa.

                Shura seguía desconfiando de todos ellos. Creía en su propósito, y les habían salvado la vida, pero lo más probable es que les intentasen convencer para que no siguiesen su camino y se unieran a la causa. Él tenía claro lo que quería hacer, pero temía por la decisión de Mu. Si permanecían mucho con ellos, todos sus planes podrían verse convertidos en cenizas.

                —Es muy extraño que no haya ningún animal aquí a estas horas —Aioros se llevó las manos a la barbilla y se apoyó en ellas y en las rodillas.

                —¿Habías dicho que no había civilizaciones cerca? —El otro negó con la cabeza.

                —El desastre fue a escala global, todos lo sabemos. Aún así mi hermano y yo teníamos la esperanza de encontrar más supervivientes fuera de Monópolis, pero no nos fue nada bien. Solo encontramos esqueletos y deformidades en nuestro camino.

                —¿Deformidades?

                —Sí. Son criaturas que en su tiempo podrían haber sido animales… o humanos. ¿Quién sabe? Son tan amorfos que es imposible saber de qué especie proceden.

                —¿Te has encontrado con muchos? —Seguía sin mirarle a los ojos, clavando estos en el agua negra.

                —Unos cuantos. Los suficientes para decidir que no quiero volver a encontrarme con ellos —Shura asintió sin mostrar interés—. Si queréis continuar vuestro camino, tendréis que aprender a enfrentarlos —se encogió de hombros.

                —¿Tú sabes cómo matarlos? —Por primera vez desvió la mirada del lago para clavar sus ojos negros en los de él.

                —Nunca he matado a ninguno, pero pude vencerlos.

                —¿Cómo?

                —Es una lección muy avanzada aún —sonrió, pero a Shura no le hacía nada de gracia. Sin embargo, no dijo nada—. ¡Mira! —Exclamó, señalando a uno de los lados de la orilla, donde estaba bebiendo un animal.

                Aioros se levantó lentamente y se fue acercando en silencio hasta la criatura. Era parecida a la que Shura y Mu habían visto el día anterior, pero más grande. Tenía las patas muy delgadas y el cuello largo. Shura creyó también que tenía pintas negras sobre pelaje marrón, pero con la oscuridad permanente no podía asegurarlo.

                Aioros apuntó al animal con la pistola láser, y de un único disparo le dio en la cabeza. La luz salió del cañón circular e iluminó el aire al atravesarlo. Era de un color verde azulado que le recordó a Shura los ojos de Mu.

                Tan pronto como el animal cayó al suelo, Aioros corrió hasta él y con una navaja que sacó del bolsillo interior de su chaqueta le cortó la piel alcanzada por el láser y la tiró lejos con cuidado y nerviosismo, tratando de no tocarla.

                —Si comemos eso, morimos en un abrir y cerrar de ojos —le explicó a Shura cuando este se situó a su lado—. Tendremos comida unos días más —sonrió—. Y quién sabe si los otros habrán tenido tanta suerte. Aunque no lo creas, encontramos hace bastante tiempo unos manzanos que no estaban podridos. Alguien los plantó mucho antes que nosotros, pero fuera quien fuere, nunca supimos de él.

                Regresaron al escondite en las motos. Aioros se había encargado de transportar al animal en la suya, y no parecía molestarle en absoluto. Por su lado, Shura se pasó todo el trayecto pensando en escapar de ellos con el vehículo. Tendría muchas más posibilidades de llegar a cualquier parte ahí encima que yendo andando, y también muchas más posibilidades de sobrevivir. Pero no podía irse sin Mu. Él había sido el causante del resurgir de sus esperanzas de una vida mejor fuera de Monópolis, y jamás se permitiría traicionarle.

                Así, cuando abrieron la puerta tras la escalinata, Mu le recibió con un fuerte abrazo y dándole gracias por haber regresado, aunque durante toda su travesía con Aioria este le había dicho cientos de veces que tanto él como Aioros eran grandes profesionales. Sin embargo, comprobarlo con sus propios ojos era, sin duda, lo que más había deseado.

Notas finales:

¡Muchas gracias por leer! Espero que os gustase y dejéis comentarios con vuestras opiniones, super bien aceptadas!!!!!!

En unos días subiré el cuarto capítulo.


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