II.-
Nuevo día. Se encontraba con sus padres en el camposanto. A sus tiernos diez años le hacía un poco raro que éste no luciera los monocromáticos y sombríos colores de la naturaleza muerta como en las películas de terror. De hecho ni siquiera el tiempo estaba nublado, pues un resplandeciente sol daba calor a la Tierra desde lo alto de un cielo azul con unas pocas nubes. Asimismo las flores de tonalidades púrpuras, fucsias, rojas, anaranjadas, amarillo-rojizas y blancas daban colorido a las tumbas de los seres queridos.
—¿Para qué es ese caminito que hacen con las flores? —le preguntó a su madre, quien desbarataba algunas flores anaranjadas.
—Es para indicarles a los difuntos el camino a sus casas —respondió ella con parsimonia.
—¿Y por qué huelen tan raro? —inquirió, luego de oler una de ellas y hacer un mohín.
—¡Ay, hijito! Qué cosas dices —soltó su padre con tono risueño.
Unos minutos más tarde su madre terminaba de decorar dos tumbas en especial: las de sus bisabuelos. No los había conocido realmente, salvo por una que otra llamada que le hacían a su madre. Tampoco había estado presente en el funeral, pues era demasiado pequeño para eso. Por otro lado, a sus abuelos maternos nunca los conoció, pues su progenitora tampoco lo hizo. Por ende no había ningún sepulcro para ellos.
—Bienvenidos sean, abuelitos —con esta frase fueron concluidas las plegarias que la mujer dedicó.
Estaban a punto de irse cuando notó algo raro.
—¿Por qué a esa tumba no le ponen flores ni velas?
En efecto, a unos pasos de los dos sepulcros, había un montículo rectangular de tierra, sobre el que crecían abundantes hierbas. La pequeña cerca de madera a su alrededor estaba destartalada, probablemente por los estragos de la lluvia, el sol y el paso del tiempo. De hecho, sólo la habían reconocido como una tumba por la cruz de madera que trataba de mantenerse erguida, y cuyas letras ya estaban extintas.
—Probablemente no tenga familia o se han olvidado de él o ella —espetó su padre.
—Pobrecita.
Por compasión, su madre aseó un poco aquella tumba. Si bien no contaban con lo necesario para levantar una cerca nueva o pintar siquiera las letras de la cruz, al menos el sepulcro ya no lucía abandonado. Asimismo ella había puesto unas cuantas flores y dedicado una oración.
—Quien quiera que sea, bienvenido.
Con esto se daba por concluido el pequeño recibimiento. Estaban por retirarse cuando se le ocurrió algo. Tomó la florecilla que había olfateado —y que todavía no soltaba—, y la desbarató para formar el mismo caminito que su progenitora. Aunque no fue lo suficientemente largo o nítido, al menos había hecho su buena acción del día. Más tarde, ya en casa, ayudaba a sus padres a colocar la ofrendad que año con año ofrecían a sus muertos. Esta consistía en un altar de unos dos peldaños, cubiertos de telas blancas y coloridas hojas de papel de China picado, sobre el que se disponían guisados como mole con pollo y arroz, frutas de temporada, flores de los mismos colores y tipos que en el camposanto, velas encendidas, agua, un plato con sal y una copita de barro negro con algunas ascuas, entre otras cosas. Su madre, quien mejor conocía la tradición, le había explicado a grandes rasgos para qué era cada cosa, y aunque no logró asimilarlo del todo, al menos entendía su importancia.
La tarde transcurría rápidamente hasta que llegaron unas visitas, que resultaron ser conocidos de su madre, específicamente una prima política llamada Citlali, y sus dos sobrinos, un pelirrojito de unos diez años llamado Shijima, y un rubio de unos doce años llamado Asmita. Al principio Asmita le pareció algo engreído, pues casi no hablaba, y presentía que lo miraba con desdén; en tanto Shijima era bastante parlanchín y casi no le permitía a ninguno intervenir en la conversación, sino hasta que ésta tomó un rumbo más interesante.
—Oye, Shaka —le habló el pelirrojo— ¿Vas a pedir quinto a la calavera?
—¿Qué? —a decir verdad, la pregunta lo tomó por sorpresa.
—Dice que si vamos a las casas a pedir dulces —tradujo Asmita.
—Ah, Halloween —dijo con cierta emoción. El otro rubio asintió— ¡Sí, sí quiero!
Al filo del ocaso, y con el permiso de sus padres, los tres niños se encontraban merodeando por las calles, cargando con un chilacayote (1) que fungía como calabaza. Aunque bien era cierto que le desilusionó un poco el no llevar disfraz como otros años, al menos los vecinos no le ponían mala cara, y además de dulces recibía frutas y algo de dinero.
—¡Quinto a la calavera, para su pan y su vela! (2) —repetían la frase casa por casa.
Después de salir de la última, los tres primos se disponían a irse a casa, pues ya era tarde. Empero unos ruidos los pusieron alerta, y fue hasta ese entonces que se percataron que estaban muy cerca de aquel campo de flores.
—¿Qué fue eso? —inquirió Shaka con nerviosismo.
—No sé, vamos a ver —espetó Shijima.
—¿Estás loco? Nos prohibieron ir ahí —replicó el mayor.
—Ay, no seas collón (3) y vamos a ver. Tal y que es un animal.
—¡Qué animal ni qué nada, vámonos!
Pero fue demasiado tarde, pues el pelirrojito se llevaba a Shaka a rastras. Asmita no tuvo de otra más que seguirlos.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Asmita al oír los ruidos. Como no le respondían, tuvo que gritar— ¿Hay alguien ahí?
—Ahí… ahí… —se oyó el eco de su voz.
—¿Hola?
—Hola… hola… —el eco seguía, y los ruidos también.
—¿Dónde estás? —preguntó Shijima, esperando se oyera su propia voz.
—Aquí abajo.
Por acto reflejo voltearon, encontrándose con un gato negro que les miraba fijamente. Un grito de horror brotó de sus gargantas ¡y no era para menos si, además de ellos no había nadie más que el gato! Los dos hermanos fueron los primeros en huir, dejando a su primo atrás. Para colmo, Shaka no corrió con suerte y terminó por tropezarse. Por inercia había cerrado los ojos, pero al abrirlos se llevó una sorpresa todavía más grande, pues un par de ojillos, ocultos entre la maleza, le miraban con curiosidad.
—Hola, me llamo Mu ¿Y tú?
CONTINUARÁ…