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Bajo las alas de un Samurai por Fullbuster

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Notas del capitulo:

Portada (Editada por Heisabeth)

Actualizaciones: Domingos.

Las calles estaban desiertas y las luces de las farolas parpadeaban en un intento por permanecer encendidas pese al frío y la nieve que azotaba Tokio. Tan sólo un chiquillo de quince años corría desesperado por las calles, con sus botas rotas dejando entrar la fría nieve congelando sus pequeños pies. Aun así, él no se detenía, seguía corriendo, observando el cálido halo de su aliento mezclarse con el ambiente.

 

La nieve no dejaba de caer. Sus manos, frías como el mismo hielo, intentaban darse calor entre ellas, apretándose y frotándose en un inútil intento por sentir algo más que no fuera dolor. Estaba cansado, agotado de correr, congelado y perdido. Nunca antes había estado en una ciudad tan grande, ni siquiera había estado en una ciudad. Venía de un pequeño pueblo en lo más recóndito de la isla. Apenas conocía nada del mundo exterior.

 

Se refugió un segundo tras unas cajas de madera y se agazapó cubriéndose con una roída chaqueta marrón. Los gritos de sus perseguidores se escuchaban por los callejones pero él pensó que allí estaría a salvo. Se dio cuenta de que no sería así al ver sus propias pisadas en la nieve. Pese al dolor y al agotamiento físico, se levantó cogiendo bien la chaqueta, tratando de abrigarse todo lo posible y corrió por las callejuelas una vez más tratando de encontrar un lugar seguro.

 

Le buscaban incesantemente y no parecían querer rendirse en su propósito, pero él tampoco quería rendirse. Tenía que marcharse de allí, buscar un lugar seguro donde pasar aquella gélida noche y ya, a la mañana siguiente, tratar de encontrar algo que comer. Finalmente, encontró la boca de un metro y entró allí con rapidez sabiendo que sus pisadas se perderían para siempre al estar a cubierto. La escalera de incendios fue su salvación para salir en otro lado de la ciudad, junto a una calle peatonal con techumbre. De allí, fue fácil buscar un lugar donde esconderse. Ni siquiera lo pensó cuando se metió en aquel cajero intentando resguardarse. Un mendigo ya estaba allí ocupando el lugar, pero con amabilidad, le dejó un hueco al ver que sólo era un chiquillo de apenas quince años.

 

Ni siquiera aquel mendigo, entrado en años, con larga barba y ojos tristes, podía entender cómo un chiquillo como aquel había llegado hasta esa situación, pero como era costumbre entre su clase, ni siquiera quiso preguntarle. Por primera vez, no peleó por un lugar en el que dormir, ni por un trozo de mugroso pan, ni siquiera por un cartón donde recostar sus cansados cuerpos, fue la primera vez que sintió compasión por alguien y le cedió una de sus adoradas mantas para tapar a ese chico que temblaba por el frío y el miedo.

 

Gracias – fue lo único que escuchó del muchacho observando… cómo él no perdía ojo de la cristalera esperando ver aparecer algo o a alguien.

 

¿Te estás escondiendo? – preguntó el anciano.

 

Yo… sí – aclaró.

 

Vete a esa esquina de ahí y tápate bien. Nadie te encontrará ahí – le aclaró enseñándole un pequeño hueco fuera de la vista de la calle.

 

A la mañana siguiente, el anciano recogió sus cosas, cogió su manta y se marchó en busca de algo de comer. Aquel día empezó la gran supervivencia. Lo único que aprendió de la vida fue a buscar algo que comer en la basura, a pedir alguna limosna y a tratar de encontrar algún trabajo mal pagado como repartir periódicos, ya nadie hacía eso y cuando veían sus pintas, esas botas con agujeros, sus prendas roídas y su cabello tintado en oscuro, revuelto y sucio, nadie quería contratarle para absolutamente nada. Ni siquiera las migajas de algo que no se iban a comer llegaban a darle.

 

Abrió los ojos sobresaltado pensando que aún le perseguían, sintiendo cómo alguien le había zarandeado. Por un segundo, todo su cuerpo reaccionó pese al frío y se echó hacia atrás intentando atravesar la pared a su espalda, algo que sería imposible. Frente a él había unas personas a las que jamás había visto y el miedo se apoderó nuevamente de él. No era posible que le hubieran encontrado. Sólo había cerrado los ojos unos segundos y se mentalizó en que hacía año y medio que ya no había vuelto a ver a sus perseguidores, por suerte para él.

 

- Ey – escuchó que el hombre frente a él pronunciaba.

 

- Señor, no se acerque más a él – le sugirió uno de los hombres a su espalda, parecía que iban con él por algún motivo más profesional que por amistad – sólo es un chiquillo de la calle.

 

- Está congelado – dijo el hombre viendo cómo temblaba y trataba de acurrucarse - ¿Cuánto puede tener? ¿Dieciséis años? Es muy joven para estar en la calle. ¿Cómo puede alguien dejar a un chiquillo en estas condiciones? – preguntó hacia los hombres a su espalda.

 

- No es un asunto que nos concierna. Le recuerdo que su avión sale en una hora. Suba al coche y le llevaremos al aeropuerto sin demora alguna.

 

- De acuerdo – dijo el hombre marchándose, pero algo le hizo girarse nuevamente y mirar de nuevo aquellos ojos de un azul tan intenso que habría cautivado a cualquiera. Suspiró un segundo y volvió sobre sus pasos apoyado en su bastón – él vendrá con nosotros – dijo al final.

 

- Pero, señor…

 

- Compre un billete más, pagaré lo que sea, pero este chiquillo se viene.

 

- ¿Por qué? No es más que un mugroso chico de la calle.

 

- Por esos ojos – dijo – míralo bien, se parece a alguien.

 

- Señor… su hijo no se parece a este chico ni lo más mínimo. Su hijo era un chico respetable, orgulloso y distinguido, mire bien a éste… sólo es un pordiosero.

 

- Ha debido llevar una vida dura. ¿Quién soy yo para juzgarle por su aspecto? Quiero llevarle conmigo. Dadle un abrigo, por dios, está congelado.

 

Jiraiya miró una última vez a ese chico cuando sus agentes de seguridad le ayudaban a levantarse y le colocaban una chaqueta encima de sus hombros. Aquel oscuro cabello se estaba destiñendo dejando una raíz completamente rubia. Aquellos ojos azules le recordaban a su hijo ya fallecido y por alguna razón, vio algo en ese pequeño que no sabía describir. Inocencia, pureza, una mueca de gratitud quizá cuando sintió la calidez de la chaqueta y se agarró a ella como si fuera su bien más preciado. Todo en ese chico le conmovió hasta tal punto… que fue incapaz de abandonarle a su suerte una vez lo había visto.

 

- Señor… sigo pensando que es una mala idea. Gente de su calaña sólo saben robar, mentir y hacer lo que sea para salirse con la suya y sobrevivir.

 

- Mírale bien. Un chico extraño de cabello rubio y ojos azules, sin nadie que le cuide y le proteja, perdido en las calles de esta gran ciudad. Sabes muy bien lo que les ocurre a chicos como ellos, alguien acaba engañándoles para que se prostituyan, les destrozan la vida más de lo que ya la tienen. No puedo permitirlo. Lo siento.

 

- Sigue siendo usted demasiado blando, señor – comentó Kakashi accediendo a la petición de su señor y metiendo al chico en el coche.

 

Jiraiya trató en vano de entablar una ligera conversación con aquel muchacho, pero todo fue imposible. Sólo escondía el rostro con timidez bajo la chaqueta tratando de entrar en calor. Aún temblaba de frío, su estómago sonaba con fuerza, estaba demasiado delgado hasta para un chico de su edad. Jiraiya supo al momento que la vida de ese chico no había sido un camino de rosas, que llevaría días sin probar bocado, que el frío estaba deteriorando su cuerpo. Aun así, ese muchacho seguía manteniendo una extraña timidez que hizo sonreír a Jiraiya. Miraba cómo movía sus pies y trataba de ocultar una bota detrás de la otra escondiendo los agujeros de sus zapatos, aunque no podía esconder cómo la suela estaba a punto de desprenderse de lo deteriorada que estaba.

 

- ¿Tienes un nombre, chico? – preguntó Jiraiya – yo soy Jiraiya.

 

El chico le miró unos segundos. Se veía la curiosidad innata de todo adolescente en aquella mirada, pero seguía sin pronunciar palabra alguna, tan solo se escondía entre aquella prenda de ropa buscando el calor.

 

- Raiko – escuchó Jiraiya de aquella dulce voz justo cuando ya se daba por rendido – me llamo Raiko.

 

- ¿Tienes hambre, Raiko? – preguntó viendo cómo el chico asentía – vale, en cuanto lleguemos al aeropuerto, te compraré algo para que comas.

 

- ¿A cambio de qué? – preguntó sorprendiendo a Jiraiya y a un Kakashi que no se esperaba tampoco aquella pregunta.

 

- A cambio de nada.

 

- Todos quieren algo a cambio de ofrecerte su ayuda.

 

- Que contestes algunas preguntas sobre ti. ¿Te parece bien? – preguntó Jiraiya consiguiendo finalmente una ligera y huidiza sonrisa del chico que asentía sin más.

 

En el aeropuerto, la gente les miraba con asombro antes de alejarse de ese chiquillo mugriento que caminaba al lado de un elegante y magnate hombre de negocios junto a sus guardaespaldas. Raiko agachó la cabeza, avergonzado por ser el centro de atención pese a estar acostumbrado a ello. No era por él por quien sentía vergüenza, sino por aquel respetable hombre que le había ayudado y comprado un bocadillo que comía con ansia y desesperación.

 

- Come con cuidado, chico – sonrió Jiraiya pasándole un zumo.

 

- Señor… no hay billetes disponibles hasta mañana por la mañana para el chico.

 

- De acuerdo. Dígale a mi secretario que vuele hoy mismo sin demora, volveré a casa con el chico.

 

- Pero, señor… no puede hacer eso, es una reunión muy importante, todos le esperan en el casino.

 

- Y podrán esperar un día más. Vamos, chico, nos volvemos a casa.

 

- ¿Casa? – susurró esa palabra, él no tenía una casa.

 

Kakashi suspiró frustrado mientras llamaba al secretario para indicarle las nuevas noticias. Todo le parecía surrealista, ni siquiera esperaba esa mañana al despertarse, que podrían encontrarse con un chico tan parecido al difunto hijo de Jiraiya Namikaze.

 

- ¿Qué es lo que quiere entonces por el bocadillo? – preguntó el chico.

 

- La verdad… es que te pareces mucho a mi hijo – sonrió el hombre – así que no quiero nada, sólo ver que estás bien.

 

- ¿Tiene un hijo de mi edad?

 

- Lo tenía. Falleció hace unas semanas, supongo que no lo he superado y al verte hoy a ti… no sé… ¿Crees en las casualidades?

 

- ¿Cómo se llamaba?

 

- Minato, Minato Namikaze.

 

Al llegar a la gran verja, Raiko se quedó helado. Las puertas se abrían automáticamente para dejar pasar el gran vehículo, el jardín era inmenso y perfecto, todo un sueño hecho realidad. Al fondo se podía ver la gran mansión de la familia Namikaze.

 

La puerta principal se abrió, escuchando la cálida y dulce voz del ama de llaves, hasta que un grito, el cual trató de callar colocando su mano sobre su boca, sonó por el recibidor. La pobre mujer se había asustado al ver las pintas de ese muchacho, pero Jiraiya colocó su mano sobre el hombro de la mujer y le sonrió.

 

- Viene conmigo.

 

- ¡Santa virgen! – fue lo que escuchó de la mujer antes de que esta se acercase al oído de Jiraiya - ¿No se parece a…?

 

- En efecto – sonrió Jiraiya.

 

Dios santísima… - dijo incrédula por lo que veía, porque pese a las pintas de vagabundo, podía ver esa raíz rubia y esos ojazos azules iguales que los del señorito Namikaze.

 

- Por favor, acompáñele al aseo y ayúdele a arreglarse – insistió Jiraiya.

 

- Como guste, señor – hizo una reverencia la doncella de llaves antes de indicarle al chico que la siguiera hacia el cuarto de baño.

 

Para Raiko, ver un cuarto de baño era toda una aventura. En su pequeño pueblo salían fuera al monte y se lavaba en el río hasta que su madre falleció. Él nunca quiso salir de su pueblo… hasta que le conoció a él, ese chico del que se enamoró y que le había llevado al mayor de los infiernos. Casi dos años había vivido en la calle, huyendo de los que le perseguían.

 

- ¿Qué es esto? – preguntó Raiko extrañado mirando la manivela de la ducha.

 

- ¿Cómo que qué es? Es una ducha. ¿No me diga que nunca ha visto una? – por la mirada que puso el chico, la doncella entendió que era un no – Dios mío, ¿de dónde ha salido usted?

 

- De un pequeño pueblo – dijo – allí no teníamos nada como esto.

 

- Le enseñaré, señorito Minato – comentó la doncella antes de darse cuenta de que le había llamado como al hijo de Jiraiya. Eso hizo que se paralizase enseguida el chico – lo siento, es la costumbre.

 

- Puedes llamarle así si a él no le importa – comentó Jiraiya desde atrás - ¿Te gustaría?

 

- ¿Minato? – preguntó el chico – está bien, pueden llamarme Minato si les es más cómodo – sonrió el chico, consiguiendo que ambos vieran el vivo retrato de Minato Namikaze en él.

 

Para Jiraiya, desde luego sabía de sobra que ese chico bien arreglado y educado, podría ser una gran solución al problema de su hijo. Todos sus enemigos se le echarían encima si supieran que su hijo había fallecido. Hasta ahora lo había ocultado como había podido, pero no podría mantenerlo mucho tiempo, ahora tenía a ese chico para desmentir todo rumor, para hacerle pasar por su hijo.


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