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El Talismán por Steel Mermaid

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EL TALISMÁN


II


«It was because the destiny wanted that

And now, I don't know how to continue when you're not here»


Arthur Kirkland no era un hombre supersticioso, aunque sí sentía cierto tipo de intriga por la magia y ciertas costumbres antiguas aún practicadas en las islas británicas, propias de las culturas pre-cristianas pero ocultas a ojos de la Iglesia. Lo que sí no se tragaba era que ciertos objetos tuvieran propiedades curativas o guardaran en sus complejos sistemas algún mecanismo que le otorgara a quienes los posean alguna protección o fortuna. Sin embargo, ese escepticismo quedó olvidado en el mismísimo instante en que esos ojos verdes mediterráneos se le alzaron junto con la sonrisa ladina que parecía saber utilizar casi como un arma de conquista.

Dejó de lado la jarra de ron y giró hacia Govert. Pese a su inmutable y estoica expresión, por dentro ya podía contar esas monedas de oro que irían a parar a sus manos gracias a ese bailarín español. Mientras, Arthur hacía de todo menos mirar al holandés. Por primera vez en años, se sentía tan excitado como intrigado. Había sido seducido hasta lo más recóndito; habían expuesto su corazón hasta lo más íntimo. Y aunque aquella sensación lo hacía sentir con cierta vulnerabilidad, su afán codicioso predominaba de tal forma, que sólo deseaba arrastrar al estrepitoso español hacia alguna de las habitaciones y hacerle lo que su instinto más bajo y decadente le exigía.

El bailarín se puso de pie y miró, casi sobre su hombro, la espalda del hombre rubio, aquel que parecía evitarlo luego de tener esa mirada verde encima durante todo su número, proyectando mucho más que admiración. Él lo conocía, sí. Era un pirata, el más respetado de toda Europa y el más renombrado en todo el mundo. El español sabía que hasta los navegantes chinos del Emperador conocían su nombre. El capitán Arthur Kirkland lo había codiciado, era una oportunidad demasiado tentadora como para dejarla escapar.

Y no quería que Arthur se le escapara.

Un marinero se le acercó, trayéndole su abrigo, su sombrero y su espada. El bailarín los recibió, agradeciéndole el gesto, y pasó por el lado del inglés para subir a las habitaciones. El aroma cálido de su piel inundó la nariz de Arthur y lo envolvió en un éxtasis que lo hizo sentirse como si hubiera tenido la primera dosis de la droga más adictiva. Cuando escuchó los pasos de las botas de cuero subir por la escalera, desvió su mirada en esa dirección con el corazón desbocado latiéndole en las sienes. Su boca, entreabierta, hablaba expresamente del deseo que sentía pese a no decir una sola palabra. Govert, notando el estado en el que se encontraba Arthur, le habló:

—Si quieres follártelo, tendrás que pagarme por la habitación.

Arthur se trapicó con su propia saliva por la cachetada de realidad que acababa de recibir sin anestesia.

—Cierra la puta boca, tulipán—Espetó, molesto.

Lo cierto era que Govert no había dicho ninguna mentira. Sí, quería follárselo. Pero qué diablos, no tenía cómo pasar desapercibido, así que decidió esperar hasta bien entrada la noche, donde no quedara más que los restos de las velas iluminando trágicamente el camino hacia la habitación en donde estaba el español. Govert abandonó la barra, los marineros y las mujeres, borrachos, dormían en las mesas o en la calle sin ningún pudor. Los puertos del Caribe existían para hacer saber que los seres humanos no son más que bestias, unas más domesticadas que otras.

Arthur está tan despierto como nunca, conoce la luz de la luna como nadie así que debe usarla a su favor para escabullirse en la taberna, deslizarse como una serpiente hambrienta hasta su presa. Silencioso como una sombra llega a la planta superior. El pasillo es oscuro, la madera está avejentada pero es firme porque ninguno de sus pasos lentos y sigilosos se dejan oír con rechinar. El único sonido que percibe es el del tesoro que carga en sus lóbulos, su cuello y sus dedos. Es un tintineo suave y juguetón, una melodía que lo acompaña en su travesía: el arrebato del talismán.

Todas las habitaciones están cerradas, sólo una está entreabierta y de su interior se proyecta una luz dorada. Es cálida, como la piel del español, a quien divisa por la pequeña pero suficiente apertura para deslumbrarse con su piel. Su espalda tostada, su cabello marrón atado en una cinta roja que juega a ser un hechizo guardián. Arthur ve esa espalda y se queda tan quieto que hasta puede oír los latidos de su propio corazón, porque parece estar loco dentro de su pecho. Ensimismado, no se percata de que el bailarín se siente intensamente observado, y gira hacia la puerta haciéndose el desentendido, deslizándose por el respaldo de la cama, las paredes roídas y la luz de las velas.

—Capitán Arthur Kirkland—Dice él, entonces. Su voz es grave pero no es rasposa. Es un sonido armonioso eróticamente adornado por su acento hispano.

Arthur no se espanta, no sale corriendo, no se asusta y no se queda quieto. Abre la puerta con su mano y entra sin permiso, violando la privacidad de él, a quien no parece importarle.

Sir—Sonríe codiciosamente mostrando sus dientes, con un tinte irónico en la voz—, qué afortunado el saberme conocido por usted.

Él lo mira a la cara y Arthur siente ser hechizado otra vez. Sus manos están inocentemente tras su espalda.

—Y cómo no podría conocerlo—Le dice galantemente—, si es usted el más connotado pirata del Atlántico.

Arthur resopla una risa.

El español se comporta como si supiera lo que le provoca, como si lo hubiera hecho a propósito, y aunque sus ojos luzcan vivaces y traviesos, se deja entrever un brillo inocente. A Arthur no le molesta, al contrario: lo excita hasta lo indecible.

—Eso me pone en desventaja—Admite falsamente—. Yo no lo conozco a usted.

Él le extiende su mano.

—Antonio Fernández.

Arthur le responde el saludo.

—Un verdadero placer.

Antonio sonríe y Arthur quiere aplastar esa sonrisa con su propia boca.

—¿Está seguro, capitán?

Arthur puede jurar que el español está jugando demasiado bien con él. Parece conocer de primera mano el juego de la seducción y sus reglas y cómo utilizar sus herramientas. Su voz queda es una de ellas, que ondula en el aire y se queda entre los sentidos de Arthur, haciéndolo sucumbir. El inglés alza la ceja con la pregunta de Antonio.

—Usted ha hundido y saqueado tantos barcos españoles como conquistas debe tener en cada puerto—Antonio se gira y camina hacia la pared. Dándole la espalda, comienza a desabrocharse la camisa. Y mientras, Arthur se pregunta si lo hace a propósito para provocarlo o si aún se mantiene en ese juego de presunta inocencia que le cree cada vez menos. Pero qué diablos le importa eso, lo único que desea en ese momento es pegar esa espalda a su pecho—. No pareciera ser motivo de dicha para usted conocer a un español como yo.

Arthur ríe mientras desvía su mirada verde al piso. Da dos pasos hacia él, queriendo avanzar más hasta tomarlo de la cintura y atraerlo hacia sí.

—Conoces más de mí de lo que pensé—Le admite.

—Claro que sí, capitán.

Si Arthur hubiera tenido que elegir en ese momento en donde sus cuerpos aún aguardan cierta distancia lo que más le gustaba de ese español, era su voz hispana llamándolo "capitán". Le hacía sentir poderoso, dueño de todos los tesoros del océano y de la gema que más codiciaba en ese momento.

Antonio se quita las botas, mostrando sus pantorrillas un poco más pálidas que el resto de su piel por no estar tan expuesta al sol, pero igual de dorada.

A pie descalzo, camina hacia Arthur. Y tiene la osadía de tocar su blanca piel con sus dedos curtidos pero suaves al tacto. Arthur se deja envolver por el hechizo absolutamente, se deja enceguecer por el destello. Los dedos de Antonio tocan su quijada, la recorren desde debajo de la oreja hasta el mentón en un retorno constante, como una caricia de la más tierna amante. Arthur cierra los ojos. Antonio sube sus pulgares hacia los labios, los delinea. Son finos y rosados, están resecos por la brisa del mar.

—Conozco…—y sus dedos suben más y más, Arthur aún está con la guardia baja—conozco la anécdota de su ojo—las yemas tocan el parche negro y Arthur lo mira otra vez—. Sigue siendo el pirata más temido y sensual de los siete mares, capitán—Le dice en un susurro, más cerca de su boca, perciben sus alientos y el deseo es palpable en cada centímetro de piel. Los ojos de Antonio se concentran en el parche, en las hebras amarillas que se escapan bajo el sombrero de pirata, así como sus dedos se deslizan como trozos de seda hasta allí—. Permítame.

Sus dedos retiran el sombrero con las plumas que cuelgan. Ubica sus manos en los hombros de Arthur y avanza con él hasta sentarlo en la cama. Arthur anhela con todas sus fuerzas que se le suba a horcajadas a las caderas, que perciba su deseo de primera fuente. Pero no. Antonio se sienta a su lado y con toda autoridad no explícitamente concedida, retira el parche con sus dedos suaves y erráticos que tocan el cabello, la ceja tupida, las pestañas muertas. Mira la cicatriz de su rostro, su párpado cerrado para siempre en una rugosidad a la que Arthur se acostumbró hace mucho tiempo. Antonio quiere tocarla, pero Arthur detiene el camino de sus manos hasta allí y lo ase de la muñeca. El español sonríe con un encanto que hace a Arthur querer exponerse como un nervio, así que accede, porque no puede defenderse del hechizo, como tampoco puede defenderse de ese tacto sobre su cicatriz que trasciende la curiosidad; es una caricia con todas sus letras, demasiado íntima, demasiado cálida; tan sensual como la atmósfera que crearon sin darse cuenta y en la que Arthur se está ahogando de deseo.

—Por eso ha hundido tantos barcos españoles aún en desventaja—Lo elogia con demasiada propiedad, se pasea delante de él y hace a su mirada deleitarse. Arthur, sin resistirse más a sí mismo, toca también. Sus manos se dirigen al rostro de Antonio, a su quijada fina, donde apenas se asoma barba. Tocándose íntimamente, acalorados, Arthur acaricia el cabello marrón. Es un aroma fresco el que despide, es dulce también; por eso quiere arrebatarle la cinta roja a la coleta que resbala por su hombro. Que se libere, que las hebras resbalen por donde quieran. Al retirarla, el aroma de su pelo lo embriaga más que cualquier licor. Arthur, con la mano entre el cuello y la mandíbula de Antonio, lo atrae lo suficiente hacia él, con la suficiente fuerza como para hacerlo sonreír extasiado, pero aún no hay beso. Es la lengua de Antonio, liberada, la que lame sus labios antes de extenderle el pedido: —Húndase en mi interior, capitán.

Arthur sonríe tanto que parece una bestia asechando a su presa. También saca su lengua de la boca, puntiaguda como una flecha, la dirige hasta la lengua de Antonio. Se enroscan, se mojan, como dos serpientes. Más sonrisas, más lamidas de labios, la mordida mutua, los suspiros extasiados; la risa dominante de Arthur, quien cree tener el absoluto control, cuando en realidad no es otra cosa distinta a una marioneta del hechizo de Antonio.

Con su otra mano, Arthur le rodea rápidamente la cintura y lo acomoda sobre la cama, separa sus piernas con brusquedad y se ubica entre ellas, presionando su pelvis con la de él. La presión es asfixiante, y el roce tan insistente que Antonio pareciera desear ese ritmo en su interior y Arthur sonríe mordiéndole el labio como adivinando sus deseos. El español no tiene nada de qué preocuparse, Arthur los cumplirá todos porque a eso vino, para eso tocó puerto ese día y para eso invadió la habitación y se dejó acariciar por sus dedos curiosos y finos.

Ahora eran las manos de Arthur las que se carcomían por satisfacer la curiosidad. Tocaron la cintura, las caderas, apretaron los glúteos fornidos del bailarín. Antonio reía entre el beso, como si estuviera conmovido por las acciones del pirata y no como debía sentirse: ultrajado, recorrido sin remedio por las manos callosas que buscaban su piel para mancillarla. Porque el toque de Arthur era animal, brusco; no era más que una bestia muriéndose de hambre, porque cuando Arthur mordió el cuello de Antonio y se embriagó hasta la médula con el aroma que la piel mediterránea despedía, se dio cuenta de que estaba maldito. Llevaba años enteros intentando satisfacer la lujuria con prostitutas, saciar su hambre de poder derribando la flota española y enfrentándose a los holandeses, pero jamás pudo llenar ninguno de esos vacíos porque los placeres comunes le resultaban superfluos. Había necesitado durante años una piel como esa y aunque se sentía patético por la derrota simbólica que ejercía un español sobre las pasiones que siempre pensó ilimitadas, no quería detenerse.

Antonio se inclinó hacia adelante y retiró el abrigo rojo de Arthur junto con la camisa para volverlo a atraer hacia sí. El calor de sus torsos se entremezcló y sus pieles resbalaron en sudor, así como sus lenguas en el espacio común de sus bocas unidas en un beso animal. Luego fue Arthur el que quiso resbalar por el cuello, morder el lóbulo, recorrer el pecho tostado y llenarse del calor, el aroma a ron tan vivo a su servicio sobre las costillas levemente asomadas en el torso y el pecho que subía y bajaba como exigiéndole los besos y las manos detenidas a cada lado de la cabeza de Antonio. Era una joya cargada de destello esperando ser consumida entre sus dientes y sus garras de bestia, perdida para siempre en el corazón del pirata, el más profundo de los mares.

Arthur se deja atrapar por las manos que descienden hasta su cabeza y le acarician el pelo, que lo empujan hacia abajo. Así que no se resiste mucho más hacia donde quiere llegar. Las propias manos de Arthur desgarran la ropa, la tironean casi con un afán destructivo y luego le retira las botas. Así lo hace con sí mismo también. Por fin lo contempla desnudo, expuesto a su más ferviente deseo. Antonio lo mira y le sonríe satisfecho.

—Capitán—lo llama. Su voz se torna tan sensual como la de una diosa.

Al pararse de la cama y caminar otra vez hacia él, es su turno ahora el de separarle las piernas a Arthur y bajar con su boca por su cuello hasta su pelvis y arrodillarse en el suelo. Arthur siente brillar sus propios ojos, que la saliva le resbalará de la boca por la imagen que está apunto de presenciar. El beso en la cara interna de su muslo, los ojos de Antonio fingiendo inocencia clavados en su propia mirada incompleta. Arthur se agita tanto que se le hace incontrolable. Nunca había experimentado tal ansiedad, mirarlo a los ojos era como estar al borde de un abismo, era un impulso abrumador, el mismo que experimentó Antonio cuando engulló su sexo aguardándolo en el paladar y abrigándolo con la lengua como una danza a su alrededor que le humedecía hasta el alma. Arthur pareció rugir el placer atorado en su garganta y su respiración se agitó todavía más. La espalda arqueada y el ceño fruncido con los dientes apretados, mientras la boca de Antonio, la cavidad rosada y húmeda, rodeaba su sexo con un deleite único. Ni siquiera la más experimentada prostituta de todo el Caribe lo había hecho gritar así. Antonio lo hacía sentirse como un animal, sin códigos de conducta, sin reglas; todo le significaba instinto cuando Antonio subía y bajaba su cabeza con su sexo acariciado por la lengua. Arthur apretó aún más los dientes, vio que Antonio intentaba sonreír, y al hacerlo, deshizo el contacto para subir hasta la boca de Arthur y sentarse a horcajadas sobre él. El pirata lo recibió gustoso, apretó con sus manos el trasero del español haciendo que se le deslizara en las caderas y sus sexos se rozaran. Parecían animales. Antonio jadeaba, estaba donde y como justo Arthur lo quería tener, con una oscuridad creciente detrás y delante, la luz de los ojos verdes oliva la única muralla entre el mar de la ventana y él. Antonio era el símbolo hecho carne de lo obsceno, de la obsesión que comenzaba a experimentar. Arthur jadeaba con él, se derretía en el calor de la piel y por eso ahora el roce era más lento, casi errático, sobre sus caderas. Quería abrirse paso en su cuerpo y adueñarse de todo cuanto pudiera encontrar al paso de su lengua y sus manos. Pero lo cierto era que quien se estaba adueñando de todo no era él, sino Antonio.

La maldita sonrisa ladeada le hacía explotar el corazón. Lo sentía poderoso sobre él, absolutamente incierto en sus gestos, en su lengua traviesa escapando de su boca en cada gemido y el labio atrapado entre los dientes blancos, listos para atacar. Arthur enterró sus dedos curtidos fuertemente en las caderas de Antonio y apretó tanto los dientes que le rechinaron. Se levantó de la cama, arremetió con él contra la pared, lo volteó con violencia y su boca besó la única zona que aún no conocía: la espalda. Hizo a un lado el cabello marrón con su mano y mordió la piel, la suavidad de la caricia no era otra cosa que sensualidad pura, un deseo contrito, tan explícito como las palabras indecentes que le susurraba al oído. El rastro de saliva que dejaba al arrastrarse por la piel de su talismán se hizo más brilloso, más húmedo, más desesperante para Arthur. Y su boca bajó aún más, la sonrisa de Antonio jamás se borró de su fino rostro ni de la memoria de Arthur. Las manos separaron las piernas, fueron humedecidas por su boca en la extensión de sus dedos, la lengua humedeció la entrada y Antonio gimió tan fuerte que Arthur necesitó cerrar los ojos para evitar quemarse en ese fuego mediterráneo cada vez más peligroso. Volvió a subir hasta él. Su nariz aspiró el aroma del cabello por enésima vez, volvió a unir sus caderas a las de él. Encajaron tan bien, que Antonio se movió delante solo, sin incentivo. Arthur le presionó hacia adelante, como si quisiera imitar esa danza deslizante que lo volvía loco.

—Hágame rogar por más, capitán—Le dijo.

Arthur no fue capaz de nada más. De allí hacia adelante su compostura quedó regada en el suelo, olvidada en un rincón y aplastada por el instinto. Todo lo que pudo hacer su cuerpo, anulado su raciocinio, fue tomar con su mano el cuello de Antonio no en un intento de asfixiarlo o desesperarlo, sino sumergirlo en una caricia íntima y sensual, distrayéndole el corazón de lo que el instinto le ordenaba hacerle. Su otra mano bajó hasta sus caderas y acarició entre sus glúteos con explícita obscenidad, su boca mordió su lóbulo. Los dedos humedecidos hicieron ademán de entrar, Antonio abrió la boca en un suspiro extasiado y ansioso que no alcanzó a convertirse en voz estridente al sentir el dedo de Arthur moverse en su interior; sí gimió en la segunda invasión, con la garganta rasgada. No sonó agudo, sonó furioso, igual que las olas marinas reventando en las orillas. Antonio le resultó inquieto, ansioso, indomable y tenaz. Arthur estaba conmovido hasta lo indecible, quería poseerlo todo, lo quería todo.

Arthur retiró los dedos, se posicionó perfectamente detrás de él, acomodó su sexo en la entrada de Antonio y lo penetró con lentitud; era una marcha constante hacia su interior. Antonio gimió larga y sonoramente, apretó sus manos apoyadas en la pared, hizo hacia atrás la cadera y pudo percibir en su totalidad la extensión de Arthur gritándole el deseo. Poco a poco, Arthur se movió. Sus movimientos eran armónicos, como si siguiera una melodía en específico, como si Antonio, con sus sonidos eróticos, lo guiara en la ruta hacia el éxtasis definitivo. En pasos, también, paseó sus manos por la cintura, la curva que se formaba casi con voluntad propia que lo seducía mucho más que cualquier mujer. La tomó, lo asió contra sí. Lo embistió en un ritmo lento y apretado, como si quisiera transmitirle mucho más que el hechizo que descansaba sobre su corazón y que lo controlaba.

Pero no le bastaba. Quería ser perverso. Quería ultrajarle todo, mancillar la burla de la sonrisa que aún no borraba de su cara. Porque Arthur podía llegar a ser tan maldito como embustero, un verdadero amante sucio, humillante y codicioso.

Apretó sus caderas contra las de Antonio y le susurró en el oído, como una orden, que volvieran a la cama. Así lo hicieron. Antonio lo guio hasta ella otra vez, ilusionado con la idea de hacerle creer a Arthur que el poder era una cuestión de poseer a voluntad y no cuestión de suerte. Porque la suerte, esa noche, estaba de parte de Antonio, como los vientos marinos.

Se lanzó a la cama y abrió las piernas, donde Arthur se sumergió con toda la intención de volver a invadirlo. Al hacerlo, enredó las piernas de Antonio en su cintura y continuó haciéndole gritar. No quería que Antonio le rogara por más, quería que se sintiera satisfecho per se. Le besó la boca, le clavó la lengua en el paladar, agarró el cabello largo entre sus dedos y sus caderas continuaron moviéndose. Presionados, atrapados, amarrados en esos extraños hilos rojos de seducción, Antonio gritó en su boca el orgasmo que lo golpeó casi hasta la inconsciencia. Arthur necesitó sólo ver los ojos desorbitados de Antonio para alcanzar el orgasmo que casi lo hizo morir dentro de él.

Y apoyado sobre el pecho de su talismán, se durmió.

Fue a la mañana siguiente, en donde se encontró solo en la cama que no pidió alquilar, que necesitó salir corriendo luego de vestirse hasta la planta baja y no encontrar en ninguna parte a Antonio.

Al salir, dio de lleno contra la costa. Era muy temprano aún. Desvió la mirada hacia su derecha, luego hacia su izquierda, y vio un marinero correr hacia algún lugar. Cuando se percató de hacia dónde iba, vio a Antonio de cara al océano. Sin querer parecer desesperado, caminó hacia ellos. Antonio notó su presencia, lo miró hacia atrás y le sonrió, y Arthur juró que era esa la sonrisa más burlesca que le habían dedicado en su vida, más que la de la noche anterior, que denostaba erotismo. Sin embargo, no detuvo su andar. Sí lo detuvo, con el corazón desbocado por la noticia, cuando escuchó al marinero dirigirse a Antonio con especial respeto.

—Capitán Fernández, el Santa Ana está listo.

—Zarpamos enseguida—Respondió Antonio. Vestía un abrigo verde oscuro y un sombrero negro muy parecido al de Arthur. Un rosario colgaba de su cuello—. Hay que llegar a España lo antes posible.

Arthur divisó el navío flotando lejos de su alcance, tal como parecía estar Antonio en ese momento de sus manos, con su mirada traviesa y coqueta y la sonrisa burlesca, porque Antonio, en realidad, siempre había sido su igual.

Su talismán se le resbaló de entre los dedos así como el agua salada del Atlántico.

Notas finales:

Duh, ¿qué pasó, Arthur? Antonio también se sabe los trucos del mar... Cómo te quedó el ojo? xD

Bueno, segundo capítulo listo. Admito que esta historia iba a ser mucho más corta pero se me fueron ocurriendo más cosas para darle dramatismo (?) Cosa que no sé si sea tan buena idea teniendo Lus Primae Noctis como otra historia larga también, y con otras cosas que aún no publico. Pero debo hacer esto porque lo estoy disfrutando demasiado, así que si me meto en problemas, no importa (?)

Santa Ana es el nombre de un barco real de la Armada española, pero del siglo XX, creo...

¡Gracias por leer!

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