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El ronin y el vendedor de soba por Lukkah

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Notas del capitulo:

Aquí dejo la continuación, porque sé que el primer capítulo es más introductorio que otra cosa xD.

Sangoro caminaba hacia la casa de té con más ganas que otros días. Conocer a ese sujeto el día anterior había hecho crecer en él una emoción que no sentía en mucho tiempo. Aquella noche, su cabeza había hecho de las suyas y había sido incapaz de dejar de pensar en él. Era un samurái, y estaba seguro que de lo fuertes, con ese porte y esas maneras algo rudas y secas. Vestía telas suntuosas, inalcanzables para un simple cocinero como él, y se moría por ver cómo sería aquel hombre con una katana en la mano.


Inconscientemente, había estado idealizando al desconocido, y soñar toda la noche con él había hecho que se despertase más agitado que de costumbre. Hacía unos cuantos meses que no estaba con un hombre, y Sangoro siempre se había vanagloriado de ser alguien romántico y cariñoso. Era igual que ponerle un filete de ternera a un hambriento.


Para su sorpresa, en la tetería había un par de clientes cuando él llegó. Saludó a los presentes con una reverencia –todos se conocían en un pueblo tan pequeño–, pero antes de que pudiera sentarse, Tsurujo le llamó. Él la siguió hasta una pequeña cocina contigua a la sala principal, donde apenas había un hogar para calentar el té y unos armarios con utensilios y vajilla.


–¿Ocurre algo? –preguntó el rubio, bajando un poco la voz.


–Es una tontería, pero… ¿Podrías quedarte aquí esta tarde? –le pidió la mujer con mirada suplicante. Sabía que no podía pedirle una cosa como esa, pues tenía que abrir el puesto de soba, pero no perdía nada por intentarlo.


–No entiendo… –murmuró el chico con incredulidad.


–Puede que sean imaginaciones mías, pero el hombre de ayer… No me da buena espina… –la mujer se tapó la boca con la mano para hablar aún más bajo–. Hay algo en él que no termina de convencerme…


–Pero, pero… –Sangoro se había quedado un poco descolocado–. Es un samurái. Quiero decir, son gente ruda y maleducada, pero samuráis a fin de cuentas… –susurró.


En el País de Wano, los samuráis eran la clase guerrera por excelencia –exceptuando a los Piratas de las Bestias–, y estaban muy reconocidos entre la población. Tenían un estatus especial, y ello les concedía una serie de privilegios que otras clases no tenían.


–Creo que ese hombre no es samurái… Sino un rōnin… –puntualizó la sabia mujer. Al ver la cara de extrañeza del rubio, continuó–. Samuráis sin señor. Al no tener un hombre al que servir, muchos son contratados como matones o asesinos a sueldo… Al haber perdido el honor de su estatus, la mayoría se vuelven delincuentes y bandoleros…


–¿Dónde está ahora? –esa explicación había sido suficiente para que Sangoro se tomara más en serio la situación.


–En el jardín, entrenando –indicó Tsurujo con un movimiento de cabeza–. Somos una humilde casa de té, y no tenemos nada de gran valor. No creo que yo pueda ofrecerle algo que le interese, pero si le sucediera algo a O-Kiku, yo…


–Tranquila –Sangoro le sostuvo las manos en señal de afecto y protección–. Me quedaré aquí el tiempo que haga falta.


–Ay, corazón… Eres un sol –le agradeció la mujer, con los ojos vidriosos.


–Sólo deja que vaya a casa un momento. Tengo allí el tabaco, y no puedo pasar toda una tarde sin él si me quedo aquí –le sonrió el rubio de forma inocente, haciendo que la mujer soltase una carcajada.


Sangoro no tardó nada en regresar, la casa de té no estaba muy lejos de su vivienda. Los clientes aún seguían, pero no tardarían en irse. Kikunojō les atendía mientras Tsurujo estaba en la cocina preparando la cena. No había mucho donde elegir, más ahora que tenían un huésped al que había que alimentar –y reservaban para él los alimentos de mayor calidad.


–Yo me encargo de la comida –dijo el muchacho con una sonrisa cuando vio a la mujer cortar unas verduras. Además del tabaco, había traído un poco de pasta y condimentos varios–. Si el misterioso desconocido está entrenando, lo mejor será prepararle algo para picar. Así no comerá tanto en la cena –canturreó con alegría mientras llenaba una cazuela con agua y la ponía al fuego.


Tsurujo se quedó callada unos minutos, observando cómo Sangoro se desenvolvía perfectamente en su pequeña cocina. No tenía los mejores utensilios ni los productos más frescos, pero al rubio no pareció importarle. Simplemente, cocinando era feliz. Sin embargo, una alarma saltó dentro de ella.


–Por favor, ten cuidado –le advirtió la avispada señora. Conocía muy bien estas historias, y conocía muy bien a su amigo–. Yo también he escuchado esos rumores sobre los samuráis, y no sé si serán verdad o no, pero de una cosa estoy segura… No dejes que te embauquen –le sostuvo la mano para que parase de cocinar y le mirase–. Sé que los samuráis son hombres muy atractivos con ese halo de poder… Pero se divierten contigo y, una vez que se cansan, te abandonan como a un perro apaleado.


Sangoro la miró con atención, en silencio. Por su tono de voz, sabía que la mujer no mentía. ¿Le habría pasado a ella…? No era educado preguntar, así que sólo asintió levemente y regresó a sus tareas. Internamente, sintió que le echaban un jarro de agua fría por encima. Podía ser que aquel hombre fuese un rōnin, y que la mayoría de ellos se dedicasen al pillaje, pero también podía ser que él no. ¿Verdad?


Al joven no le agradaba nada la idea de acercarse a un hombre con intención de seducirle si éste, en un momento dado, podía acabar con su vida en un abrir y cerrar de ojos. Él no era enclenque ni mucho menos, era uno de los hombres más fuertes de la aldea, pero no tenía nada que hacer contra un samurái. 


Con la cabeza hecha un lío, terminó de preparar dos onigiris de arroz, los cuales acompañó con una taza de té. Los colocó sobre el mejor plato de barro que encontró y se los acercó al misterioso samurái. Como le había indicado Tsurujo, seguía entrenando en el pequeño jardín que había en la parte trasera de la vivienda. Se quedó en el marco de la puerta, observando.


El hombre estaba de espaldas, vestido únicamente con un hakama azul índigo, descalzo sobre la hierba. Sangoro no pudo evitar fijarse en su espalda, ancha de hombros, con un tono de piel más moreno y perlada en sudor. Se mordió el labio inferior, nunca había conocido a un hombre como aquel. Con las tres katanas desenvainadas –una en cada mano y la tercera en la boca–, con un único movimiento, cortó un tronco de madera de un palmo de ancho en tres.


El rubio contuvo la respiración, nunca había visto a un samurái utilizar tres espadas a la vez. Había escuchado historias fantásticas sobre ellos, pero nunca había visto su potencial. Sostuvo el plato con fuerza, desde luego que no iba a tener ninguna oportunidad contra él. De repente, el hombre se giró, encarándole.


Sangoro le mantuvo la mirada como pudo, impresionado por lo que veía. El rubio sintió que se perdía con aquel pecho musculado, perfecto, casi pulido en piedra de no ser por una enorme cicatriz que cruzaba gran parte de su torso. Los abdominales bien marcados, los brazos definidos. Y su mirada, fija en él. Tranquilo, como la calma que precedía a la tormenta. Como quien se sabe ganador antes de comenzar un duelo. Porque ambos sabían quién ganaría.


–Le traigo un tentempié –acertó a decir el rubio cuando los nervios le traicionaron y la vista se fue siguiendo la cicatriz, hacia los abdominales.


Zorojuro se quitó la espada de la boca y asintió levemente después de unos segundos en silencio, examinando al rubio. Su expresión facial no cambió en ningún momento, serio y poderoso. Sangoro dejó el plato sobre una pequeña roca que había al lado de la pared y volvió a entrar en la casa. Suspiró. Aquel hombre iba a causarle más de un dolor de cabeza.


La tarde transcurrió con normalidad. Tsurujo continuó preparando la masa de mochi, y Kikunojō limpiaba el establecimiento. Sangoro había ido a casa de una vecina, a petición de Tsurujo, para que le prestase una bañera en condiciones. Después de una tarde entera entrenando, el huésped querría bañarse, y el pozal que tenían ellas no era suficiente para él. El rubio también se había prestado a calentar el agua y preparar el baño.


Antes del anochecer, Zorojuro terminó el entrenamiento. Con las espadas sujetas en una mano, con la otra sostenía el plato vacío. Kikunojō estaba barriendo, Sangoro fumaba en la entrada del establecimiento mientras hervía el agua, y Tsurujo limpiaba la cocina. Cuando le vio entrar, la mujer se acercó con una leve reverencia por si demandaba algo.


–Gracias por la comida –dijo el rōnin, cediéndole el plato–. Estaba delicioso.


Tsurujo le miró perpleja unos segundos antes de hacer otra reverencia, esta vez más exagerada, a modo de agradecimiento. Sangoro, que había visto la escena desde la puerta, se ruborizó levemente.


–Puede tomar un baño si así lo desea, Zorojuro-dono –le indicó ella.


–Gracias –el hombre era parco en palabras–. Tomaré también sake.


La mujer asintió y marchó a la cocina a por la botella. La noche anterior, el peli-verde se había bebido una, y si hoy también lo hacía, mañana tendrían que ir al mercado a comprar. Sangoro, que seguía en el marco de la puerta, había visto todo y decidió que sería su oportunidad de probar suerte.


Cuando Zorojuro se hubo marchado escaleras arriba, Sangoro abordó a Tsurujo en la cocina. Estaba limpiando el plato usado para colocar un vaso y la botella. Cuando vio al rubio, suspiró y siguió con su tarea, pues ya sabía a lo que venía.


–Yo le subiré el sake –comentó con cierta indiferencia, aparentando–. No puedo permitir que O-Kiku-chan o usted entren en el baño mientras él se lava. Las habladurías se extenderían por todo el pueblo y su honor se vería ultrajado.


–Sangoro, por favor –le habló la mujer con un tono más duro que de costumbre. Buen intento con la excusa del honor, pero ella era más vieja y más avispada que el resto–. Sé que es un hombre atractivo, y más si se pasea medio desnudo por aquí… Pero, por favor…


–No te preocupes –le interrumpió él–. Puedo cuidarme de mí mismo. Además, no es como si me fuera a enamorar de un completo desconocido por muy guapo que sea –la mirada de preocupación en los ojos de Tsurujo le hizo continuar–. Sólo quiero divertirme un rato… No se ven muchos hombres como él por aquí, y si tengo suerte…


–Cariño, un corazón como el tuyo no necesita hombres como él… –suspiró la dama, dándose por vencida y entregándole la botella de sake–. Luego no me vengas con lloros.


El rubio le sonrió, besando la mano de la mujer en señal de respeto y salió de la cocina en busca del rōnin. Antes de entrar, se atusó el pelo y se estiró el kimono. El suyo no era ni parecido al del peli-verde, pero era lo único que tenía. Respiró hondo y llamó a la puerta. Estaba nervioso, pero no era la primera vez que seducía a un hombre.


Cuando entró, Zorojuro ya se había limpiado y estaba relajándose en la bañera. Con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, apoyaba los brazos sobre el borde de madera mientras los pies le sobresalían por el otro extremo –la bañera se le quedaba pequeña. El minúsculo cuarto de baño pronto se había llenado de vapor, y la temperatura era agradable.


Sangoro tosió para hacerse notar, pero el otro ni se inmutó. Se arrodilló al lado de la bañera, quedando frente a él, y le sirvió un vaso de alcohol.


–Aquí tiene –dijo después de unos segundos en silencio, sin saber muy bien si marcharse o quedarse. Había entrado decidido, pero aquel hombre no parecía muy receptivo.


No obtuvo respuesta alguna, Zorojuro ni siquiera movió un músculo. Sin saber qué hacer, el rubio se quedó sentado como estaba, observando el escultural cuerpo que tenía delante. Su imaginación pronto empezó a viajar. Absorto como estaba, no se percató que el rōnin había abierto su ojo bueno parcialmente y le estaba viendo.


–¿Qué estás mirando? –preguntó en tono inquisitivo, haciendo que Sangoro se estremeciera en el sitio.


–¡Pe-perdón! –se apresuró a contestar, agachando la cabeza en señal de disculpa. No quería causarle problemas a Tsurujo–. Ya me voy.


–Espera –ordenó el peli-verde cuando Sangoro estaba a punto de salir–. Necesito que me trates una herida. Es en la espalda, y yo no llego.


El chico se quedó plantado en la puerta, no recordaba haberle visto ninguna herida por la tarde mientras entrenaba. No podía rechazar algo como aquello, después de todo, era un guerrero y tenía un estatus mayor al suyo, así que volvió a su sitio al lado de la bañera. Zorojuro se movió, dejando su espalda al descubierto.


A mitad de altura, Sangoro vio un pequeño bulto violáceo que sobresalía levemente.


–Está infectado, tienes que abrirlo y extraer el veneno –dijo el samurái.


El rubio se sintió aliviado al ver el tamaño de la herida, considerablemente pequeño –debía ser reciente. Con una aguja de coser que había pedido a Kikunojō, la clavó en el moratón hasta que vio que la piel se tensaba. Ninguna queja se escuchó. De la minúscula abertura salieron unas gotas de sangre de color marrón, y Sangoro comenzó a presionar con las uñas de los pulgares hasta expulsar todo el veneno.


Cuando el bulto desapareció, vertió unas gotas de sake para desinfectar y lavó la herida de nuevo. Había sido una minucia en comparación con la espalda tan ancha que tenía el hombre, pero si había veneno, había que extraerlo cuanto antes.


–Gracias –murmuró Zorojuro cuando hubo acabado.


–No hay de qué, señor –contestó Sangoro, dispuesto a marcharse. Su intento de conquista había sido un fracaso, y la hora de la cena se acercaba–. Si no desea nada más…


–Los onigiris de esta tarde los has preparado tú –comentó el hombre, y el rubio no supo decir si era una pregunta o una afirmación.


–Así es.


–Eres… Habilidoso con las manos.


–Gracias –murmuró el rubio, algo sonrojado–. Vivo de ello.


–¿Y cuánto me cobrarías para que cocinases exclusivamente para mí?


Sangoro se quedó con la boca abierta sin saber qué decir, ruborizándose aún más cuando Zorojuro le regaló una sonrisa ladina. Antes de que pudiera contestar nada, le hizo un gesto con la mano para que se marchara. Cuando se quedó solo, soltó una pequeña carcajada. Los años de experiencia con la espada le habían enseñado a leer a la gente, y había calado a ese muchacho desde el primer momento.


Sangoro bajó a la cocina con la cara contrariada, y Tsurujo enseguida le mandó junto con Kikunojō a que atendieran el caballo del rōnin. Ellas no tenían establos, pero habían llegado a un acuerdo con un vecino que sí tenía una pequeña cuadra con gallinas y cerdos para que se refugiase allí. Estando ella sola en la cocina, Zorojuro apareció.


–Oh, Zorojuro-dono. Espero que el baño haya sido de su agrado –dijo la mujer con una sonrisa forzada, nerviosa porque el huésped había entrado en la cocina, que se suponía era una habitación privada–. La cena estará en un momento.


–De eso quería hablar –comentó él con la seriedad que le caracterizaba–. Quiero cenar en mi habitación. Sin que nadie me moleste. Y quiero que me sirva él.

Notas finales:

Parece que las cosas se ponen interesantes por aquí...

Nos leemos!<3


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