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El ronin y el vendedor de soba por Lukkah

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Notas del capitulo:

No pensaba subir todo el fic en un mismo día, pero bueno. Tampoco pasa nada por hacerlo, la verdad.

Tsurujo se quedó petrificada al escuchar aquello y, por un momento, no supo qué decir. No tenía ni idea de lo que había sucedido en el cuarto de baño, pero al parecer, aquel samurái quería seguirle el juego a Sangoro. Se mordió la lengua para no soltar algún improperio.


–Pero señor, el joven no trabaja… –comenzó la mujer, pero no pudo acabar la frase.


–Lo sé. Si tengo que pagar más, que así sea. Pero quiero que me sirva él –su tono de voz no daba lugar a réplicas.


Él mismo lo sabía. Había perdido a su señor, pero en aquel pueblo nadie lo sabía. A todas luces, seguía siendo un samurái. En una aldea tan pobre como esa, el dinero movía montañas, y aquella aviesa mujer no iba a ser menos. Ella aceptó, y subió a su alcoba.


Cuando llegaron los jóvenes, Tsurujo les explicó la situación. Kikunojō no daba crédito, nerviosa y preocupada por lo que le pudiera pasar a su amigo. Sangoro tampoco acababa de creérselo, y tenía sentimientos encontrados al respecto. Por un lado, se sentía halagado porque parecía que el hombre tenía interés en él; pero por otro, el hecho de que hubiese mencionado el dinero le hacía sentir humillado, como si le estuviese comprando como a un prostituto. Y él no era nada de eso.


Pese a todo, aceptó sin rechistar para no poner en un aprieto a Tsurujo. Si se negaba, sabía que el rōnin lo pagaría con ella. Se armó de valor después de escuchar unos cuantos consejos de la mujer sobre cómo actuar cuando le sirviese la cena que el muchacho agradeció. Más nervioso que antes, subió con la bandeja. Por la tarde, había tenido tiempo de sobra para preparar una buena cena. Una ensalada de algas que, aunque no fueran de muy buena calidad, había aderezado con semillas de sésamo y salsa, fideos con setas traídos de su puesto y dos onigiris más, pues había cocido arroz para todos.


Sangoro nunca había estado en la habitación de Kikunojō, pero era tan austera como la suya. A fin de cuentas, ambos vivían con lo mínimo. Cuando entró, Zorojuro estaba sentado como un indio sobre un cojín, en medio de la estancia. Vestía un cómodo hakama negro que le llegaba por las rodillas, y un haori de un vibrante naranja que lucía desatado, mostrando el pecho en todo su esplendor. En la espalda del haori había dibujado un mon negro –emblema de un clan– que Sangoro no conocía.


Se colocó frente a él, dejando la bandeja a sus pies y sentándose de rodillas, esperando órdenes. Vio que había cogido la botella de sake del cuarto de baño y le sirvió una copa. El huésped observó con satisfacción la bandeja de comida.


–¿Lo has preparado tú? –preguntó mientras separaba los palillos. Sangoro asintió–. Itadakimasu.


Comenzó con la ensalada de algas, probando también los fideos. Iba picando de plato en plato, engullendo en silencio. Sangoro le miraba de reojo, esperando a que acabase. Era un poco incómodo ver comer a alguien y no hacer nada, acostumbrado a seguir cocinando en su puesto de soba.


–¿No vas a comer? –inquirió el samurái sin apartar la vista de la comida.


–Cenaré después. Estoy acostumbrado –comentó el rubio.


–Come esto –le ordenó el peli-verde cuando hubo acabado, dejándole unos pocos fideos y un onigiri, ofreciéndole su plato y sus palillos.


–No es necesario, de verdad –Sangoro negó con la cabeza suavemente, rechazando la oferta.


–Come. Yo no quiero más –el tono de voz del chico se endureció, pero su expresión facial seguía siendo tranquila.


Sangoro suspiró y se rindió, aceptando el plato y comiéndose las sobras. Su estómago lo agradeció, no había probado bocado en toda la tarde y el hambre llamaba a su puerta. Zorojuro era ahora quien le veía comer, bebiendo en silencio.


–¿Desea algo más, señor? –preguntó el rubio con educación, después de recoger los platos, listo para marcharse.


–Quédate –Zorojuro sonrió al ver la expresión de sorpresa en el rostro ajeno–. Eres capaz de sostener la mirada cuando me hablas. Eso me gusta.


Un tímido rubor apareció en las mejillas de Sangoro, quién agachó la vista instintivamente intentándose cubrir con el flequillo. Normalmente, era él quien halagaba, no quien los recibía.


–Cuéntame alguna leyenda de esta tierra –intervino de nuevo el samurái, sentándose de una forma más cómoda, echando la espalda hacia atrás y apoyándose con las manos sobre la esterilla del suelo.


–Disculpe, señor, pero no conozco historias… Si busca entretenimiento, unas calles más allá hay un local…


–Zorojuro –le cortó–. Llámame Zorojuro. Y no, no busco ese tipo de entretenimiento. Quiero escuchar alguna historia de la zona. Háblame de ti.


–¿De m-mí? –esa última petición le había descolocado un poco. Retiró la bandeja de en medio y comenzó a hablar–. Me llamo Sangoro, y tengo un pequeño puesto de soba dos calles más abajo. Puedo preparar otros platos, pero en mi familia llevamos sirviendo soba desde hace generaciones.


–¿Vienes mucho por aquí? –el peli-verde parecía conforme con lo que estaba escuchando.


–¿A la casa de té? Todos los días después de acabar el servicio de comidas. Tsurujo-san es una buena mujer, muy querida en el pueblo.


–Esto no es una casa de té –le corrigió el otro, que sí había estado en auténticas casas de té.


–Bueno, nosotros la llamamos así –se excusó el rubio con una leve sonrisa–. No conocemos otra cosa.


Se hizo un silencio algo incómodo. Sangoro no quería hablar de diferencias de clases y lo que ello conllevaba por si molestaba al samurái, pero toda su vida giraba en torno a ello. Era un paria, había nacido siendo uno y moriría siendo uno. Intentaba sostenerle la mirada, tal y como había alabado el otro, pero a veces su vista se perdía por la enorme cicatriz que el muchacho lucía en el pecho. Alguna herida de guerra.


–Fumas, ¿verdad? –rompió el silencio el peli-verde. Sangoro asintió–. Tienes la misma manía que alguien conocido –con la vista, indicó el dedo índice de la mano derecha de Sangoro, que no paraba de moverse–. Puedes fumar, si es lo que te apetece.


–Gracias… –murmuró el chico, desconocedor de ese tic. De la manga del kimono, Sangoro sacó un cigarrillo ya liado y una caja de cerillas–. Hm… Zorojuro-dono, ¿puedo hacerle una pregunta…? –el nombrado asintió y Sangoro preguntó–. ¿Cómo le hirieron en el pecho?


El samurái sonrió de forma ladina, y el rubio sintió un escalofrío. Cuando sonreía, se veía muy atractivo. Se quitó el haori para que se viera por completo a la luz de las lámparas de aceite y Sangoro lo agradeció internamente. Quizá no podía probarlo, pero verlo también era satisfactorio.


–Fue un castigo por creerme mejor que mi maestro –comenzó Zorojuro–. Le reté y perdí, así que me hizo este corte para que recordase lo mala que es la soberbia. ¿Quieres tocarla…? Las cicatrices causan fascinación en la gente.


Sangoro le miró perplejo, pero ahora que lo había dicho… Sí, quería tocarla. Dio una calada grande antes de abandonar el cigarrillo en un plato vacío, y gateó hacia el joven. Zorojuro, divertido, abrió las piernas y le indicó con la mirada que se sentase en el medio, algo que hizo dudar al rubio. Se estaba comportando de forma extraña, él solía ser más activo a la hora de conquistar a un hombre, pero por alguna extraña razón, estaba conforme con la situación.


Se sentó de medio lado, dejando que las piernas del samurái le rodeasen lentamente. Estaba algo nervioso al tener a aquel hombre tan cerca, pero centró su vista en la cicatriz y, con un temeroso dedo, comenzó a trazar el camino de la herida. La piel era más fina y más clara que el resto, con un tacto diferente, y estando tan cerca pudo ver cómo había cicatrizado la dermis.


–Parece un corte profundo… Es increíble que sobrevivieses… –murmuró sin apartar la vista ni la mano, olvidándose de hablarle de forma cortés.


–Tengo claro que, si muero, me llevaré a mi asesino por delante –el rōnin chasqueó la lengua con suficiencia–. ¿Tú no tienes alguna cicatriz?


–Me he metido en líos pocas veces –el rubio negó con la cabeza–. Una vez me rompieron dos costillas, pero tuve una buena recuperación y no me quedaron secuelas –el peli-verde asintió–. ¿Y qué hay de la del ojo?


–Una trifulca sin importancia –respondió Zorojuro con una media sonrisa–. No he perdido el ojo, si es lo que te estás preguntando, pero es más cómodo si lo mantengo cerrado.


Volvieron a quedarse en silencio unos segundos, esta vez sin incomodidad. Ambos se aguantaban la mirada casi sin parpadear, muy cerca el uno del otro, analizando cualquier mínimo detalle. Zorojuro tenía los ojos negros de un cuervo, aunque a veces la luz se los aclaraba levemente. Sangoro, en cambio, tenía unos vibrantes ojos azules. En la aldea llamaba la atención, no sólo por sus ojos, también por su cabello rubio.


La mano de Zorojuro fue subiendo pausadamente por la pierna de Sangoro hasta llegar a la rodilla, donde abrió su kimono delicadamente para ver mejor la extremidad. No dejaba gran cosa al descubierto, apenas se veía un poco más arriba de la rodilla. El chico alzó una ceja.


–Creía que no querías ese tipo de entretenimiento –comentó con cierta picardía.


–Sería un estúpido si dejase pasar una oportunidad como esta –el rōnin le siguió el juego. No quería hacer movimientos muy bruscos para no espantar al otro. Con su otra mano, soltó el lazo que Sangoro llevaba a la espalda, el cual le servía para remangarse al trabajar. Las mangas del kimono cayeron de forma natural, y Zorojuro sonrió levemente–. Así está mejor…


–¿Planeas desnudarme? –Sangoro preguntó con una sonrisa, y el peli-verde se la devolvió–. Vaya, vaya… En ese caso, debería resistirme…


–¿Por qué ibas a hacer tal cosa? –la mano que había soltado las mangas atacaba ahora el obi blanco del rubio. Era difícil deshacer el nudo con una sola mano, pero el rōnin era habilidoso. Su otra mano permanecía en la pierna del otro–. Si te va a gustar…


–Ah… –Sangoro soltó una risilla que hizo sonreír al peli-verde. Había entrado nervioso en la habitación, pero ahora estaba bastante cómodo y relajado–. ¿Cómo estás tan seguro?


–Porque voy a ocuparme personalmente de que así sea –la mano viajó por el muslo con un movimiento circular, quedándose cerca del trasero.


El ambiente en la habitación se había vuelto cargado, extrañamente tenso, pero a la vez, relajado. Era igual que la calma que precedía a una tormenta. Ambos no apartaban la vista del otro, mirándose directamente a los ojos. Clavándose las pupilas de forma intensa. Como un duelo en el que ninguno quería perder –pero estaba todo decidido antes de empezar.


Sangoro se mordió el labio inferior cuando su vista descendió hasta la boca de Zorojuro. Tenía muchas ganas de probarla. Zorojuro vio cómo Sangoro se mordía el labio y le hirvió la sangre. El rubio se atrevió a acariciar con ambas manos los brazos del samurái, potentes y musculosos. Nunca había conocido a un hombre como aquel, y era igual que soñar despierto.


Al fin, el peli-verde consiguió desatar el obi. Tiró de él con delicadeza, como si estuviese desenvolviendo un regalo. Sangoro apartó la mirada para ver cómo su kimono se abría lentamente, dejando al descubierto parte de su pecho, el ombligo y la entrepierna. El rubio volvió a mirar al rōnin con fingida sorpresa, y éste sonrió victorioso.


Pasó la mano que había desatado el cinturón por la espalda del chico, metiéndola dentro del kimono ahora que estaba abierto, y lo atrajo contra su cuerpo. Sangoro creyó que era un buen momento y, sin dudar, acercó el rostro buscando sus labios. Sin embargo, Zorojuro fue más rápido y desvió la cara hacia atrás, dejando al chico con las ganas y algo perplejo.


–¿Tienes ganas de usar la boca, cocinero? –la pregunta del samurái tenía un doble sentido tan claro que Sangoro se sonrojó conforme la escuchaba–. Apenas has cenado, deberías comer algo más.


El tono de voz hizo que al rubio se le erizase el vello de la nuca. Ese hombre, con su porte regio y sus modales algo rudos, con ese cuerpo forjado bajo horas y horas de duro trabajo con la espada, con su mirada matadora y su sonrisa de hiena. Ese hombre le iba a provocar más de un quebradero de cabeza. Pero, en esos instantes, se moría por darle un beso.


Zorojuro abandonó el muslo de Sangoro para sostener su barbilla, sintiendo un pequeño cosquilleo al entrar en contacto con su pequeña perilla. El rubio seguía aguantándole la mirada, y admiraba que alguien sin ninguna capacidad de victoria pudiera mantenerse estoico contra él y sus provocaciones.


A pesar de esa absurda perilla, esos cuatro pelos que tenía por bigote, y esas cejas de caracola, el samurái tenía que reconocer que aquel hombre era peligrosamente atractivo. El rubio había mostrado sus cartas desde el principio, dejándose perder, y por eso había ganado. Le había engatusado como a un pardillo, y el peli-verde estaba más que de acuerdo con ello.


–¿Por qué no puedo besarte? –esa pregunta fue como una punzada en el corazón para el samurái, que sólo pudo sonreír–. ¿O es que sólo quieres jugar conmigo?


–Los samuráis no dan besos –le picó el susodicho, advirtiendo cómo la expresión de Sangoro iba endureciéndose levemente. Obvió contestar a la segunda pregunta.


–¿Entonces he desperdiciado un cigarro para nada? –ladeó la cabeza y se soltó del agarre. Se notaba por su voz que estaba un poco decepcionado.


Ni corto ni perezoso, Zorojuro paseó su nariz por el cuello de Sangoro, acariciándolo con la punta y logrando que el rubio se estremeciera al notar su respiración tan cerca de la piel. Fue subiendo hasta llegar a la oreja, dejando un beso detrás de ésta. Escuchó un suspiro y sonrió.


–Esta noche eres mío, y nada de lo que hagas puede cambiar eso –el samurái susurró en su oído, disfrutando hasta el último momento del juego.


Sangoro se mordió el labio de nuevo, ruborizado hasta el extremo. Ya lo sabía. Sabía que Zorojuro había ganado y él había perdido. Que no había tenido ni la más mínima oportunidad. Pero tenía tantas ganas de que le hiciera suyo que le daba igual si ese hombre era un delincuente peligroso, si le rompía el corazón o si sus amigas le escuchaban a través de la pared.


Sin poder contenerse por más tiempo, Sangoro se lanzó a por el cuello desprevenido del peli-verde. Si no podía comerle la boca, le comería otra cosa. Hambriento como estaba, dejó las cortesías a un lado y empezó a besar la zona con premura, llenando la piel de saliva. El rōnin se tensó, suspirando. El primer golpe se lo había llevado él.


–No debiste hacer eso –le advirtió el samurái, sintiendo cómo la sangre bullía en su interior.


–¿Me vas a castigar? –habló Sangoro entre beso y beso, mordiendo la clavícula que tenía delante. Sus manos volaban igual de rápidas, tocando todo lo que se ponía en su camino–. Hazlo.


Zorojuro emitió un gruñido algo animal y acercó más aún el cuerpo de Sangoro contra el suyo, pasando al ataque. Como había hecho él, se lanzó de lleno a por el cuello del rubio, imitándole y llenando la zona de besos y mordiscos. El chico se estremeció, soltando un pequeño jadeo, y Zorojuro aprovechó para sentarlo sobre su regazo, haciendo que las piernas del rubio le rodeasen. No quiso quitarle el kimono, le quedaba bien.


Mordía y besaba el cuello del rubio de forma abusiva, sin dejar marcas, pero enrojeciendo la piel y provocándole. Sangoro tocaba y arañaba la espalda del contrario, su pecho, sus brazos. Si podía, mordía la oreja del peli-verde para incitarle. Pero era él quien estaba más excitado de los dos: cuando estaba con un hombre que le gustaba, Sangoro enseguida se calentaba y estaba dispuesto a todo. Por el contrario, y gracias a su formación de samurái, Zorojuro tenía un mayor autocontrol.


–Te van a oír –murmuró el peli-verde, viendo cómo el cuerpo que tenía entre manos ardía de excitación–. ¿Qué pensarán las mujeres?


–Ya lo saben –gruñó el chico, algo molesto porque su pareja las hubiese nombrado–. Sigue…


–¿Osas dar una orden a un samurái? –la pregunta le hizo estremecer al rubio, buscando los ojos de Zorojuro para suplicarle con la mirada–. Eso está mejor.


Sin perder más tiempo, Zorojuro paseó la mano hasta alcanzar el miembro de Sangoro. Estaba medio erecto, pero enseguida se levantó. El rubio cerró los ojos y se dejó hacer, sintiendo los demandantes besos por su cuello y la pausada caricia en su miembro. El peli-verde se estaba tomando su tiempo para masturbarle, como si quisiera conseguir que el otro suplicara por más.


Para intentar aumentar el ritmo, el cocinero comenzó a mover las caderas al tiempo que jadeaba. Si el samurái pensaba torturarle, él también sabía jugar a lo mismo –pero en el otro sentido. Le iba a poner tan cachondo que no iba a poder resistirse. Pegó su pecho contra el otro, aumentando el roce con el movimiento. También sus miembros se rozaban a pesar de la fina tela del hakama que el peli-verde aún vestía.


–Estás jugando con fuego y te vas a quemar –murmuró el samurái con la voz ronca, excitado. Dejó de besar el cuello del chico para mirarle directamente a los ojos, tan cerca que sus narices se rozaban. Tentándole.


–Por no darme un beso –se quejó el rubio, paseando sus manos hasta la nuca y jugando con el corto cabello del rōnin. Era grueso al tacto, pero le gustaba. Sus labios estaban tan cerca que se le hacía la boca agua.


–¿Tantas ganas tienes de usar la lengua? –Zorojuro estaba muy cómodo con la cháchara de coqueteo. Se embobaba mirando las expresiones que hacía su pareja. Dejó de masturbarle y acercó sus labios hasta que sintió el mínimo tacto con los del rubio, sonriendo.


Sangoro dudó. Mucho. Sin apartar la vista de los ojos negros del otro, temblando. Sabía que el otro se iría en cuanto se moviese lo más mínimo, y ese rechazo le provocaba un nudo en la garganta que aguaba sus ganas de seguir. ¿Los samuráis no se besaban? Menuda tontería. Abrió la boca para hablar, pero no salió sonido alguno.


Comprendió demasiado tarde que las ilusiones que se había hecho respecto al samurái eran erróneas, y que aquel iba a ser un polvo como otro cualquiera. Que ese hombre tan atractivo, tan poderoso y fuerte, iba a tratarle como lo hacían todos. Todos los hombres con mayor estatus habían sido bastante crueles con él, regodeándose en su superioridad de clase, haciendo hincapié en que Sangoro, por ser un paria, no podía tener nada más. No podía ser tratado de otra forma.


Y eso le repateaba las tripas. Porque todo el mundo tenía los mismos derechos, todo el mundo se merecía un trato digno y un respeto. Pero para los privilegiados como ese samurái, esas ideas eran inconcebibles. Y más cuando se trataba de sexo. Con la mentalidad tan cerrada que tenían, asumían que todos los parias debían recibir y no dar. Cuando el sexo era algo mucho más completo que eso, y el recibir no te convertía en alguien a quien había que denigrar.


Por supuesto, ese samurái no iba a hacer una excepción con él. El rubio se maldijo mentalmente por caer en lo mismo una y otra vez. Se había hecho ilusiones –como siempre– y se había equivocado –como siempre. Tsurujo tenía razón, iba a usarle hasta aburrirse y después lo dejaría tirado como a un perro. Le entraron ganas de llorar. ¿Para qué tanto juego si iba a acabar así?


La pupila de Zorojuro se clavaba en él, atento a cualquier movimiento. Como un tigre a punto de saltar sobre su presa. Sí, eso era Zorojuro. Un tigre. Paciente, tranquilo, sosegado, peligroso y mortal. Sangoro se había encaprichado de un tigre y lo iba a pagar caro. Seguía aguantándole la mirada por orgullo propio, pero ya no tenía ganas de jugar. Su cuerpo se enfriaría enseguida, y sólo quería acabar cuanto antes e irse a su casa.


–Si quieres que te la chupe, sólo tienes que decirlo –soltó con desgana, separando el rostro y dejando de jugar con su pelo verde.


Zorojuro permaneció con el rostro impasible, asimilando las palabras en silencio. No se esperaba una contestación como esa. El rubio seguía mirándole sin miedo, orgulloso. La expresión de su rostro le decía que hablaba en serio, y el peli-verde chasqueó la lengua, algo molesto porque ya no quería seguir con la cháchara de coqueteo.


–Me divierte más esto que estamos haciendo –sonrió de nuevo, picándole un poco. Pasó las manos por la espalda del rubio, bajando todo lo que podía.


–Oh, entiendo –la rabia empezaba a bullir dentro de él, entrando de lleno en sus provocaciones. Siguió impasible aguantándole la mirada sin moverse–. Para eso estoy aquí. Para divertirte, ¿verdad? Para que la metas en caliente y duermas tranquilo.


–Si quieres que te la meta, no tengo ningún inconveniente –la sonrisa del samurái se hizo más amplia, y acabó con la poca paciencia que tenía el cocinero.


Sangoro le quitó las manos de su espalda y se echó para atrás, saliendo de entre sus piernas. Visiblemente enfadado, su cuerpo ya no demandaba calor ni contacto. Más bien, todo lo contrario. Le daba igual llevar el kimono abierto y estar totalmente expuesto, era absurdo taparse cuando ya le había visto todo.


–No te acerques a mí –le advirtió el rubio, masticando las palabras de la rabia contenida. Seguía sentado en el suelo, pero a una distancia prudencial del otro.


–¿O qué? –la pregunta del samurái retumbó por toda la habitación, cayendo como un mazazo. La sonrisa había desaparecido de su rostro, y estaba molesto–. Eres consciente de que no tienes nada que hacer contra mí, ¿verdad?


–Es lo único que entendéis… La fuerza bruta –el ambiente se había tornado muy tenso, incómodo. Ambos estaban alzando la voz más de lo debido, pero ninguno podía contenerse–. Subyugar a todos los que estén por debajo, obligarles a hincar la rodilla ante vosotros. Que os rían las gracias, que os diviertan. Así es como tratáis al resto, como si no fuéramos personas. Como si… Fuéramos esclavos a vuestro servicio –el tono de voz de Sangoro le delataba. Estaba muy alterado, rojo de ira, temblando–. ¡Pero os equivocáis! ¡Somos personas igual que vosotros y merecemos un respeto!


–¿Crees que todos los samuráis somos iguales? –preguntó el peli-verde cuando vio que Sangoro no tenía nada más que añadir. Le miraba con una expresión indescifrable en el rostro, serio y tranquilo. No se había movido lo más mínimo.


–Sí –espetó el rubio sin dudar.


Zorojuro asintió lentamente, sobándose el puente de la nariz. Su noche se había torcido por completo, y ahora no había manera de arreglarla. Tampoco quería. Si así debían ser las cosas, que fueran.


–Fuera –murmuró al cabo de unos segundos, alzando la vista de nuevo. El discurso que acababa de escuchar no le había gustado especialmente, ya que él no se consideraba igual a otros samuráis–. Recoge las cosas y vete.


Sangoro le miró algo extrañado, no se esperaba una respuesta así. ¿Le iba a dejar marchar, así sin más? No se fiaba de él ni de su palabra, pero irse de allí era lo que más deseaba en aquellos momentos. Además, si no iba a usar su cuerpo, mejor que mejor. Se sujetó el kimono con el obi de malas maneras y, recogiendo los platos, salió de allí sin decir palabra.


En el pasillo se encontró a Tsurujo, justo en la puerta que daba a su habitación, estática, sin saber qué hacer. Había escuchado los gritos y no podía permanecer encerrada, pero también era consciente del peligro que suponía interrumpir. Sangoro se acercó a ella y le dio la bandeja con los platos, sonriendo de forma triste. La mujer la sostuvo con una mano mientras que con la otra acariciaba el rostro del chico con ternura.


–Te advertí de que esto pasaría –le susurró sin reproche, más madre que nunca.


–Perdón por causarle tantos problemas –se disculpó el chico, agradeciendo las caricias. En esos momentos, se sentía más solo que nunca–. Será mejor que marche a casa.


–No puedes salir a la calle de noche –negó la mujer con la cabeza–, y mucho menos de esa guisa. Si te ven los guardias, te arrestarán.


–Son sólo un par de calles, no me van a pillar –el rubio le quitó importancia. Se atrevió a darle un beso en la mejilla a la señora y, colocándose el kimono mejor, abandonó la casa de té.

Notas finales:

Ups.


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