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Carpe diem por RLangdon

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Will Graham procuró en todo momento no mostrarse turbado ante la imponente presencia. Telarañas de recuerdos nublaban su mente, mientras sus emociones naufragaban en una marea de contradicción. Frente a él se hallaba El monstruo de Florencia, el descuartizador de Chesapeake. Asesino de sueños, verdugo de sentimientos. Privador de su libertad y su cordura. 
 
Era Hannibal, el dueño de su vida. 
 
Aflojaba los hilos, pero nunca los cortaba. Al menos no con él. 
 
Eran iguales, semejantes en más de un sentido. El alma de los dos se había corrompido hasta lo indecible. Acariciaron la traición del otro y la devolvieron con creces, siempre envueltos en una espiral de agonía, de un afecto tan tóxico que habían estado a punto de destruirse. Y sin embargo, el amor subyacía en los rosedales de la amargura y la indecisión. 
 
Eran el espejo, y el reflejo. La figura y la sombra. Dos seres que compartían alma y destino.
 
—Cuánto tiempo, Will.
 
El susodicho retrocedió el paso dado por Hannibal, más por reflejo que por el temor reverencial que hasta entonces le profesaba. Aún no conocía las verdaderas intenciones que regían las acciones de su interlocutor.
 
Era tal la desconfianza que todavía residía en ambos que, a Will le costaba mantener contacto visual. Ahora estaban en igualdad de condiciones, salvo que en realidad no era de ese modo. La burda y falaz fantasía de Hannibal que los envolvía a ambos se sostenía solamente a base de mentiras, verdades a medias, manipulación emocional, persuasión verbal.
 
Su manejo de los hilos era tan preciso y meticuloso como los cortes que solía efectuar antaño en sus victimas. Por ello, Will sabía que debía irse con cuidado.
 
—Hice lo que me pidió, doctor Lecter— extrajo los dos papeles de su pantalón. El primero era el recorte de palabras que Hannibal le había enviado por correspondencia, y el cual ponía de manifiesto la demanda referente a su libertad en pos de la ayuda prestada para la captura del Dragón rojo. El segundo papel le había sido entregado por Bedelia, se trataba de la dirección actual. 
 
Hannibal no dejaba entrever nada en su expresión más allá de la expectación y aquella mirada que denotaba atención profunda, serena y exenta de pasión. Hizo amago de acercarse y esta vez Will permaneció en su sitio, inmóvil y a la espera de un agravio que no tuvo lugar. En cambio, sus hombros se vieron apresados con tal fuerza que los papeles que sostenía entre sus dedos, cayeron. 
 
Su cuerpo se tensó bajo el forzado y firme cobijo del abrazo de Hannibal. Cerró los ojos, debatiéndose entre apartarlo o permanecer así. Cuando la barbilla de Hannibal le rozó la coronilla, Will volvió a experimentar la parálisis previa a la puñalada. El dolor imaginario punzaba desde sus entrañas, aflorando en una oleada de escalofríos tormentosos que lo sacudieron levemente, apenas lo suficiente para removerse de forma inconsciente. 
 
Imaginó a Hannibal aspirando el aroma de su cabello, reteniendolo en sus fosas nasales mientras repartía esporádicas caricias en su espalda, queriendo trasmitir aquel cúmulo de afecto paternal sobreprotector.
 
Y así se sentía Will entre sus brazos, como un niño, inocente y desarmado, incapaz de defenderse o anticipar el terrible daño que el ser humano es capaz de infligir en su semejante.
 
Lentamente fue cediendo, pasando sus brazos por los hombros de Hannibal para corresponder aquello que ni siquiera él mismo comprendía. 
 
Estaba atrapado en una encrucijada mental y emocional. Al resguardo de Hannibal Lecter, no podía sino esperar, ser paciente. 
 
Era Hannibal el encargado de sumergirlo en terribles penas para luego ser él quien le salvara del mismo sufrimiento que le hubo propiciado en primer lugar.
 
—Deme las respuestas que busco— murmuró contra el oído de Hannibal. —Ayúdeme a atraparlo. Ayúdeme a salvar a mi...
 
—Él no es tu hijo, Will.
 
El recordatorio vino acompañado de una caricia brusca bajo su mentón. 
 
Will tensó la quijada antes de apartarse. Su mirada se encontró con las pupilas vacías y abismales de Hannibal. 
 
—Hay una condición para que pueda prestarte mi ayuda.
 
—Lo liberé— le recordó Will, y su tono se había elevado, tan acusador como la mirada que actualmente le dirigía. 
 
—Y a cambio te he encaminado.
 
La respuesta de Hannibal se le antojó seca. De nuevo se ponía a la defensiva.
 
—Dígame en dónde encontrarlo— trató una vez más. 
 
Hannibal se volvió hacia él con expresión sombría.
 
—No es dónde, sino cómo, Will. ¿Qué es lo que has hecho siempre para atrapar criminales?
 
Will aguardó unos segundos antes de responder.
 
—Los perfilo— de algún modo, sintió que había errado su respuesta, pero no lo constató hasta que Hannibal lo alentó a redirigir el rumbo de sus pensamientos. 
 
—¿A qué método recurres?
 
—Intento...— Will vaciló. —Intento comprenderlos, ponerme en su lugar— negó al rememorar su fallo con el dragón rojo. —Pero con criminales más complejos...— dejó su comentario al aire. Al volver a mirar a Hannibal, entendió en qué se había equivocado. Había tratado de entender las acciones presentes y pasadas, las motivaciones de un asesino sin escrúpulos, pero todo el tiempo había mirado a la superficie. 
 
Cuando emergió aquella fuerte conexión con Hannibal, había existido un entendimiento mutuo, y se debió después de su traición, cuando decidió seguirlo hasta sus orígenes. El castillo, su autentico palacio de la memoria. La materialización de su vida pasada. Era ahí donde debía buscar, en los orígenes del dragón rojo. 
**
 
Habían caminado por espacio de una hora. Hannibal siempre adelante, exhibiendo su altivo porte a la par que le instaba a seguirle, cual experimentado guía. 
 
El silencio nocturno del bosque era roto por sus pisadas. Helaba, pero Will no se permitió detenerse pese al cansancio. En pocas horas amanecería y no podrían trasladarse. La policía estaría buscándolos para entonces. Primero por separado, después en conjunto. Dos criminales estrechamente yuxtapuestos. Perpetradores y cómplices de sus propios ardides. 
 
Hojas secas crujían bajo sus pasos. El soplo del viento meciendo suavemente las copas de los árboles y el agudo trino de las aves, les acompañaron en tan turbia travesía.
 
Al llegar al claro, Will pudo vislumbrar mejor lo que sería el final del recorrido. Había una vetusta cabaña resguardada por gruesas y espectrales ramas, musgo y líquenes. 
 
Ecos del pasado resonaron en sus oídos. Primero fue la voz de Abigail, después la de Garret Jacob Hobbs. Del suave llamado a la inconfundible amenaza. 
 
Will siguió avanzando hasta que las voces se desvanecieron. Sus pies vacilaron cuando se halló en el resquicio de la entrada. Si así lo quería, aún tenía la posibilidad de retractarse. De escapar y dar aviso a la policía para no convertirse en cómplice de un individuo tan diametralmente opuesto a él, a su moral, su ética y todos los valores que le habían sido impresos hasta ese momento. No obstante, había sucumbido. Cuando una parte importante de si, se vio en peligro, y cuando se supo incompetente debido a sus emociones para llegar al fondo del caso, ahí Will había renunciado a lo correcto. 
 
Su estilo de vida tan pacífico en California, no existía más. Ya no podría regresar a Molly, porque él mismo la había llevado a su muerte. Fueron sus decisiones poco acertadas las que pusieron a sus seres queridos en peligro. 
 
Entró, ajeno al acomodo de los escasos muebles, al aire viciado, enrarecido, y la humedad que despedía la madera. Vio a Hannibal entrar con aire resuelto, tan seguro de sí, como si el inminente peligro que rodeaba la cercanía entre ambos no existiera. Como si jamás hubieran sido enemigos, y el discordio generado hubiese perecido a merced de los golpes del destino que habían sufrido ambos. 
 
Ahora Will lo comprendía mejor que nunca. Porque sus mundos habían colapsado. Entendía la motivación de Hannibal tan bien como había comprendido a aquellos criminales en el pasado. 
 
Se leían mutuamente, sin necesidad de palabras. Residía en el silencio un acuerdo tácito que les beneficiaba a los dos.
 
Hannibal tenía a Chiyo y a Bedelia de su parte. Ellas le conocían, habían visto a tráves de sus múltiples velos, y pese a ello, lo protegían, lo daban todo de si para que la seguridad de Hannibal prevaleciera. 
 
—Tengo un obsequio para ti, Will— al decirlo, Hannibal se dirigió en dirección del aludido. Había saboreado la idea de la libertad un sinfín de ayeres, pero ninguna libertad (Fuera esta física o emocional) le era más satisfactoria que aquella en la que tenía a su discípulo consigo. 
 
De alguna manera, había encontrado en la compañía de Will Graham, la manera de contrarrestar su propia soledad. Era un deseo enfermizo por poseerlo, por gobernarlo y reconstruirlo a su antojo. Veía en Will la familia que nunca pudo tener. Y como antaño, la virtud de atraerlo se cernía en la codependencia que alguna vez les poseyó a ambos. 
 
Con sumo cuidado, le hizo entrega a Will del pequeño cuadernillo que albergaba parte de la vida de su verdugo. Lo tomó firmemente de las manos, sintiéndolas, memorizandolas al tacto, guiándole con sus falanges entre las roídas páginas amarillentas.
 
—El desencadenante del dragón— y lo soltó, poco a poco, deleitándose del poder de sus palabras, del cegador influjo de su voz, imaginando los múltiples esquemas que, consecuentes, se trazarían en la mente de Will Graham. 
 
Le permitió que su vista se alimentase de los primeros párrafos, le dejó absorber tan fútiles garabatos para luego hacerse de su boca, colisionando sus labios a la espera de una pronta reacción, un silente llamado a su instinto. 
 
Y tal era la gratitud que actualmente le profesaba Will Graham, que su nimia demanda no sufrió demora alguna a correspondencia. 
 

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