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Neverland por Jahee

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Notas del capitulo:

Espero hayan pasado un bonito San Valentín. Un besito.

Sus comentarios ya están respondidos :)

 

XIV

 

Viaje al pasado

 

 

El Hotel Premier Palace, localizado en el corazón de Kiev, con su impresionante arquitectura y la fama que le precedía por acoger a grandes celebridades y políticos, era bien conocido por Katrina así como por cualquier otro habitante de la capital. Se trataba de un hotel de cinco estrellas, histórico, lleno de detalles lujosos y poseedor de la decoración más elegante que no escatimaba en el afán de destilar opulencia, y, curiosamente, siendo más célebre debido a su majestuosa piscina con techo de cristal. A la joven le hubiese gustado conocer cada rincón, sin embargo, iba retrasada y tenía que presentarse en el salón privado.

En el lobby, la estirada recepcionista le había observado desconfiada, después de repasarle de arriba hacia abajo en un par de ocasiones, con la ceja enarcada; por un instante, Katrina tuvo la certeza que le exigirían abrir su desgastado bolso, pensó, un poco enfadada de tan sólo imaginarlo, que tal vez le llevarían a un cuarto de seguridad para revisarle bajo las prendas. Así lo había visto en innumerables programas de televisión. Pero en su bolsa ella sólo cargaba unos tacones de plataforma escandalosa y maquillaje barato; y debajo del vestido rojo carmesí, no llevaba ni siquiera ropa interior. Apretó los labios para contener la carcajada, valdría la pena soportar tal humillación sólo para disfrutar la expresión de sorpresa en la soberbia mujer al encontrarle sin unos míseros calzoncillos.

Pero nada de eso pasó. Katrina le proporcionó su nombre completo y la vieja lo buscó, alternando la mirada del grueso libro de registros a sus manos impacientes, cuyas uñas, pintadas de un rojo más oscuro que el de su vestido, golpeaban incesantemente la superficie lustrosa del aparador. La mujer torció una sonrisa desangelada cuando verificó el nombre de Katrina; le indicó cómo llegar al salón, dejándole muy en claro con su actitud, lo mucho que habría preferido llamar a seguridad y echarla de allí.

—No veo ningún bote de basura… supongo que esto puedes tirarlo tú. —Katrina sacó un grueso chicle mascado de su boca y lo pegó sobre el recibidor, ante la mirada incrédula del personal. Guiñó el ojo y se marchó.

Caminó a prisa, observando su reflejo en los pisos bruñidos. Un gran reloj le recordó que tenía media hora de retraso. Todo había sido culpa de Andrei, memoró con un bufido, su hermano siempre buscaba la manera de fastidiarla.

—Si pierdo el trabajo por tu culpa… chiquillo cabrón, —pensó la manera de vengarse—meteré vidrios molidos a tu zapatillas de maricón, a ver si puedes bailar con los dedos rajados. —Sentenció con vehemencia, mientras se decidía si debía girar a la izquierda o derecha.

Y no era para menos, Katrina mantenía su decadente nivel de vida gracias a ese empleo: era modelo y edecán en una agencia de medio pelo. Y ésta, para su mayor desgracia, era la mejor oportunidad que habría tenido para darse a conocer con la gente importante de Ucrania, e incluso, de otros países. Pero todo se había ido al traste; perdió valioso tiempo buscando el vestido que le costó un par de sueldos íntegros. Tiempo valioso que se habría ahorrado si al principio se le hubiese ocurrido indagar en la caja de arena para gatos.

Sí. Allí terminó encontrando su preciado vestido: entre la mierda y el orín de los gatos de la cuadra. Uno en especial, un maldito gato negro de ojos amarillos que seguía a Andrei para todos lados, estaba encima de la fina prenda, revolcándose con la panza arriba, maullando feliz, casi parecía burlarse de su desgracia.

Lloró de rabia y el maquillaje se corrió. Gritó, deseando matar al animal, pero éste, haciendo acopio de la gracia felina, se escabulló entre sus piernas. Katrina regresó a su recámara y usó el único vestido que le restaba del color requerido. Pero era un vestido para otra ocasión, demasiado corto, demasiado escotado, muy pegado al cuerpo; tan alejado al concepto sofisticado que la agencia puntualizó con esmero. Volvió a llorar, ésta vez de impotencia.

—Mira, Pluto… —la voz cínica de Andrei interrumpió su partida. Ella giró el rostro, con la mano en el picaporte. Andrei tenía al gato infeliz entre sus brazos, le acariciaba las orejas; el mustio animal se refregó contra su pecho, complacido—, tu tía parece una puta. No debiste arruinarle el vestido, ahora dirá que todo es culpa mía. —Dijo al minino, en un falso puchero lastimoso. 

Ojalá hubiese tenido tiempo de sobra para darle su merecido. Pero no. Lo ignoró y se fue.

Ahora, viendo su nítido reflejo en las puertas del elevador, con tristeza aceptó que Andrei tenía razón. Parecía una puta y una muy barata, si debía de agregar. Aún recordaba cómo consiguió el vestido que llevaba puesto: en el outlet del outlet, hacía varios años. Se colocó las zapatillas altísimas que reafirmaban aquél aspecto vulgar y observó, frustrada, los ojos inyectados en sangre que le devolvían la mirada como focos rojos. Su cabello liso y negro era lo más decente en aquella malograda imagen.

Maldijo a Andrei por enésima vez, antes de salir.

 

Como cuervo entre palomas, así, desentonaba ella en el salón de cabaré. Su jefe: un maricón fracasado con aires de grandeza, le taladró con la mirada desde la distancia; y sus compañeras, desperdigadas a lo largo del lugar, de alguna misteriosa forma se las apañaron para examinarle al mismo tiempo, todas con las facciones desencajadas. Oficialmente, era un desastre, con alta probabilidad de ser despedida esa noche.

—Bien. ¿Qué hay que hacer?—Inquirió, en voz baja pero decidida, a una de las modelos; ésta se hallaba detrás de la majestuosa mesa de bebidas, sirviendo el champagne desde una fuente dorada de cuatro pisos.

—Podrías empezar por acomodarte las tetas, antes que me saques un ojo, o los dos —Respondió entre dientes—.Por Dios, Katrina. ¿Es que te has golpeado la cabeza? ¿Es eso? Te he visto más decente cuando nos vamos de cacería.

—Ha sido por culpa de Andrei. ¡Me arruinó el vestido, él y su puto gato!

Guardaron silencio un momento, forzando una sonrisa. Sirvieron dos copas y las entregaron a un par de hombres elegantes que con dificultad, despegaron la mirada del escote de Katrina.

—¿Andrei? ¿Tu lindo hermanito pelirrojo? No seas bruja, Katrina, es un niñito, ¿cuántos años tiene? ¿Doce? ¿Trece? Mejor ve al baño y acomódate las tetas, ¡ah! Y ponte algo de color en las mejillas, estás muy pálida.

—No traigo rubor—se quejó, a punto del llanto. Por la ira, la garganta se le había cerrado. Se ponía enferma cuando alguien ajeno defendía a Andrei, sin conocer a fondo su situación.

—¡Pues utiliza el labial, mujer!

Asintió, percibiendo la fiera mirada de su gordo y homosexual jefe de porquería atravesándole la columna vertebral. Siguió los indicadores del sanitario y entró a la primera puerta que encontró. Bastante amplio, incómodamente elegante. Se acercó al largo tocador de varios lavabos, sin prestar atención a lo demás. Rebuscó en su bolso el labial carmín; lo cogió y pintó un círculo en cada pómulo. Parecía una jodida muñeca diabólica, una muy zorra también. Se carcajeó, bajando los tirantes de su mini vestido hasta dejar todo su pecho al descubierto; frotó los protectores que cubrían sus pezones con el fin de pegarlos bien a la piel, y cuando se disponía a subir de nuevo los tirantes, un hombre apareció de la nada, desde el extremo inexplorado.

Recibió de golpe toda la información soslayada: los colores sobrios del baño y especialmente… los mingitorios al fondo. El desconocido paralizó su marcha de la impresión, Katrina no lo culpó por ello; debía lucir semejante a una desquiciada: medio cuerpo desnudo, pintada como payaso, riéndose con nadie. No necesitaba de imaginarlo, allí estaba el espejo justo enfrente, corroborándoselo. Una puta loca, le decía. Una puta loca metida en el baño de hombres, se corrigió. Fue la primera y única vez que deseó morir allí mismo, caer fulminada, para no obligarse a afrontar el bochornoso escenario.

La carcajada, límpida y sonora de aquel individuo misterioso, la sacó de la manera más cruel de su estupor. Se acomodó el vestido con manos tembleques, girándose para no verle más. Limpió la pintura de sus mejillas en movimientos torpes y descuidados, conteniendo las lágrimas; sólo quería salir de ahí. Del baño, del condenado hotel. Ir a casa a chillar como una mocosa después de su primera herida.

—Espera, espera —el hombre le sujetó de la muñeca. Katrina se negó a sostener su burlona mirada, si lo hacía, no iba a poder detener el llanto—. No puedes salir así, estás histérica y tienes toda la cara manchada —la regresó con gentileza. Ella, para su mayor turbación, se vio obedeciendo. Acató la orden del extraño que además se había reído de ella. Un extraño de hipnóticos ojos esmeraldas, de voz firme, invulnerable—. ¿Qué haces aquí, muchacha? ¿Te has perdido? —Hurgó dentro de su costoso saco. Katrina negó, temerosa de hablar y arruinarlo más. El hombre extrajo una fina tela oscura, la humedeció y comenzó a quitar los rastros de pintura del rostro de Katrina. Su toque era tibio y suave. Como delicadas caricias. Extrañamente, la relajó—. ¿Quién eres?—Inquirió, persistiendo en su tarea.

—Katrina—reveló. Había sentido la imperiosa necesidad de decirle su nombre—. Soy  una de las modelos, siento el espectáculo… yo pensé que era el servicio para damas.

Sonrió. No guasón, sino cálido. Tenía una sonrisa espléndida.

—¿Y por qué la pintura en la cara? ¿Es una especie de ritual femenino que desconozco? —Su ironía no le lastimó más el orgullo, pues la inusitada atención que le brindaba la distraía por completo.

—Olvídalo, ¿quieres? Si me jefe se entera… hoy ha sido un día desastroso.

—Ya. Listo —Terminó de quitarle los residuos de pintura—: te ves más bella sin tanto maquillaje, Katrina —Dejó el pequeño lienzo manchado en el tocador.

—¿Incluso vestida así?—Rodó sus ojos oscuros, un tanto escéptica. Interpretó las palabras del hombre como un gesto conciliador, quizá para darle ánimos también.

—Allá afuera, seguro eres lo más interesante. Y no soy de los que dicen mentiras sólo para consolar.

Le creyó. Aparentaba ser ese tipo de persona independiente, con dinero, acostumbrado a hacer o decir lo que deseara, sin miedo a represalias. Katrina curvó los labios en una sonrisa tímida. Era un hombre joven, atractivo y de presencia intimidante. Le gustó.

—En ese caso, gracias.

—No me agradezcas, soy un hombre de gustos extraños.

Antes de darle la oportunidad de reacción, él abandonó el baño, dejando el eco de su risilla jocosa. Contagió a Katrina, pero ya no pudo verle reír, ni vio cuando ella cogió la tela de seda y la guardó en su bolso. Sonrió frente al espejo, preguntándose cuál sería el nombre del dueño de aquellos intensos ojos verdes. Salió de allí, dispuesta a conocerlo.

Lo buscó con la mirada, pero éste ya se había escabullido entre la marea de personas y ella, debía cumplir con las obligaciones de su trabajo. Suspiró frustrada, volviendo a donde su amiga. Ahogó un quejido al vislumbrar a su querido jefe cuchicheando con Natasha. No agoró nada bueno. Y así aconteció.

Luego de apreciarle despectivo, de reñirle con disimulo, dictó la sentencia a su peculiar crimen:

—Toma  la charola, llénala de copas y repártelas en el salón —exigió, sin espacio para protesta-,  o lárgate y no vuelvas, simuló decirle, con su expresión, como segunda opción.

Un par de años atrás había trabajado como mesera, por ello, no presentó ningún tipo de dificultad. Hábilmente se desplazó por el salón sosteniendo la charola en la palma de su mano y, en secreto, añorando encontrarse de nuevo con el desconocido; toda una faena tomando en cuenta la considerable afluencia de personas que entraban y salían, todos, vestidos similar: traje oscuro, traje sofisticado. La gran mayoría eran varones, algo comprensible si aquella junta, según les había informado su jefe homosexual, era conformada por altos directivos y dueños de equipos de La Liga Premier de Ucrania. Ella sabía nada de fútbol, a pesar que su padre siempre estaba pegado al televisor, vociferando o gritando en éxtasis cuando su equipo favorito anotaba un gol. Pero, de lo único que sí estaba segura, era que estos tipos se pudrían en dinero.  

Comenzaba a perder las esperanzas de hallarle. Las copas casi habían desaparecido de su bandeja y los tacones ya le molestaban. Entonces, le vio: en una alejada mesa, platicaba con un hombre mayor mientras bebía de su copa con los modales dignos de un Rey. Joven y apuesto, así lo encontró.    

—Cierra la boca. No está a tu alcance, Katrina.

Una de sus compañeras, alta y rubia, murmuró en su oído. Katrina apenas la soportaba, principalmente cuando se ponía en modo venenoso.

—¿Lo conoces, acaso?—Preguntó a la defensiva, sin mirarle: su humor empeoraría al contemplarle vestida con la elegancia que en esos momentos, ella adolecía.

—Vladimir Fesenko. Ese es su nombre —dijo, lanzando un suspiro al aire—, mi hermano es canterano de uno de los equipos profesionales de ese hombre. Vladimir Fesenko es un ejemplo a seguir entre los jovencitos. Es dueño de un equipo profesional de Ucrania, uno de Bulgaria, y accionista mayoritario de un equipo de La Liga Premier de Inglaterra.

Vladimir, se llamaba. Y le sentaba excelente. Paladeó su nombre suavemente.

—Pero… es tan joven… ¿cómo?

—Viene de una familia de judíos. Ya sabes, judíos y dinero, ingredientes de la misma receta. Su padre estaba ligado al deporte y él era hijo único. Heredó el imperio después de un catastrófico accidente que le dejó sin padres hace… algunos cinco años. Salió en las noticias por días consecutivos, ¿en qué mundo vives, Katrina?

Un hombre tomó la última copa de su bandeja. Ella pudo bajarla, descansando su brazo al fin.

—En uno no muy diferente al tuyo, querida.

 

No volvió a saber de Vladimir hasta después de un par de meses, en un evento similar; él se había acercado a ella y charlaron por bastante rato, ante el recelo de sus compañeras. En aquel tiempo, Katrina ignoraba que era un subordinado de Vladimir el encargado de contratar la agencia, bajo las estrictas órdenes del moreno de ojos glaucos. Con tal de encontrarse con ella, de nuevo. Eran otros tiempos, se conquistaban de manera diferente, los celulares no existían, ni el internet. Eran tiempos, donde el esfuerzo se valoraba. Aquella operación se repitió un par de ocasiones más, hasta que una cita se concretó. Luego, el destino le sonrió a Katrina y la relación fluyó… fluyó sin tropiezos.

Descubrió los secretos de su pasado y lo amó más por ello. Por mantenerse como un hombre fuerte a pesar de la adversidad. Vladimir ignoró su pobreza, sus orígenes nada nobles. La amó por ser quien era: una jovencita rebelde, que defendía lo que quería como una salvaje, que hacía locuras sin detenerse a pensar. Por su naturaleza desenfadada y, obviamente, por su belleza física.

Sin embargo, su final feliz duró muy poco. Su mutuo amor, de igual manera. Andrei, como un tornado, arrasó lo que ella construyó con tanto cuidado. Con insólita rapidez, sin previo aviso, se llevó todo y pronto escupió sufrimiento y desolación. Extraños eran los hombres que como Vladimir, se sentían atraídos por lo siniestro. Porque Andrei era oscuridad y… muerte. Siempre pensó, la melancólica Katrina.

 

2

 

—Vamos, Pavel. Tienes que moverte de aquí.

De pie, Karol acarició el hombro del ruso, pero éste, renunciado a descansar, negó con la cabeza—. Ya escuchaste al médico, no hay nada que podamos hacer en al menos 72 horas, ahora todo depende de James —insistió, mirando abstraída, el blanco pasillo del hospital. 

—Los pronósticos son positivos, ¿verdad? —se alentó, escuchándose esperanzador.

Karol sonrió, cargada de afecto.

—El traumatismo craneal que sufrió James es delicado, Pavel. Sin embargo, su cerebro no se inflamó y esa es la mejor noticia que pudimos escuchar. Ten fe, él despertará, ya lo verás.

Su autocontrol se desvaneció. Pavel, sentado en las sillas de espera, se llevó las manos al rostro, tratando de ocultar vanamente las lágrimas.

—¡Pudo morir, Karol! ¡Aún puede quedar en estado vegetativo! Si despierta, ¿qué secuelas traerá consigo?

—Las que sean, mínimas o considerables, estaremos allí, apoyándole—respondió, con una firmeza avasallante. Transmitiéndole seguridad. Pavel asintió, avergonzado, enderezó su columna y limpió sus mejillas.

Karol no lo entendería, pero lejos del hospital, no podía hallar tranquilidad. La conciencia le atacaba con las peores pesadillas y le mantenía el corazón en vilo, resultando doloroso, hasta el respirar. Se sentía como un criminal y ,ciertamente, lo era. Tan criminal como Andrei.  

—Me he enterado que corriste con todos los gastos y que has puesto a los mejores especialistas a su cuidado. Eres una mujer excepcional, Karol.

Lo opuesto a una persona como él, juzgó Pavel, e indigno de mirarle, agachó la cabeza. Quiso contarle la verdad, apagar el infierno que le consumía por dentro. Deseó confesarse ante ella, asumir su parte de responsabilidad en el ataque a James. Pero le fue imposible: el volcán no hizo erupción. Todavía. 

—Estoy de acuerdo en eso —intervino Sergey, acortando la poca distancia. Karol se revolvió, incómoda, aunque esto sólo pudo notarlo su rubio amante. Entregó un café bien cargado a Pavel—. Robbie y Chris te harán compañía, me acaban de llamar para decirme que vendrán,

Pavel sonrió, o al menos eso intentó. Sergey entrecerró sus bellos ojos azules, compartiendo una mirada cómplice con su adorada prima

—¿Sabes? Siempre tuve la impresión que no tragabas a James. Pero ahora estás aquí, al pendiente de su evolución como ninguno. Nos has dado a todos, una buena lección.

Que se callara, que se callara de una maldita vez o la resistencia de Pavel terminaría por ceder. Comprimió sus labios con crueldad, escondiendo el brutal gesto con el puño de su mano, simulando que mordía sus uñas. Soportó el pestañeo, pues estaba seguro, una nueva corriente de lágrimas se desbordaría si descansaba sus párpados. Y qué comportamiento tan sospechoso, el revoltoso de Pavel, sollozando como una adolescente luego de su primera desilusión amorosa.

—¿Moisés no vendrá? —Inquirió Karol, inocente del conflicto emocional en el moreno.

—Moisés se acababa de ir cuando tú llegaste —le aclaró Sergey. Pavel lo agradeció: él no podía ni hablar. 

—¿Y Andrei?

Nadie respondió enseguida. La espalda de Sergey se tensó, como una cuerda de arco en plena competencia. Y Pavel… evitó la mirada de ellos, giró el rostro, fingiendo encontrar algo interesante en un mural de información.

—En serio, Karol. A ese jovencito no parece importarle nada más que su aspecto y el cómo divertirse. Él ya sabía que James estaba en coma cuando se drogó y montó tremendo espectáculo. Es obvio que le importa una mierda lo que pase aquí.

Se mostró molesta. Cruzó sus brazos sobre el pecho en una postura circunspecta. Estaba claro que ella era la única en Neverland que defendía a Andrei por sobre todo; que confiaba y creía en él. 

—Tiene suficientes problemas por culpa de Grozny. ¿Sabías tú que el muy cabrón le obligó a vivir con él? Le he visto golpes en el cuerpo, quemaduras de cigarro, sin contar el maltrato psicológico. Antes de soltar tu veneno, Sergey, infórmate mejor.

—¿Vive con Grozny? ¡¿Andrei?! —Asombrado, Pavel volvió la cabeza, a una velocidad que evidenció el interés por aquella declaración—. ¿Grozny le pega?

Karol bajó la mirada, afirmó en silencio, algo apenado por su desliz.

—Y no son simples golpecitos, hace algunas semanas, cuando se ausentó en los ensayos, vino a disculparse, estaba hecho un desastre —memoró, abatida. 

Pavel rió por debajo. Recordaba ése día a la perfección. Fue cuando él mismo le propuso mandar golpear a James, después que Andrei le confesara que era aquel, el responsable de su maltrecho estado. Resultaba curioso y altamente sospechoso cómo Andrei utilizaba su desgracia para brindar diferentes versiones de los hechos, según le conviniera. Pero, ¿por qué mentirle a Karol? ¿Qué ganaba él, haciéndole pensar a Karol que Grozny lo maltrataba?

Se juró averiguarlo.

—No seguiré hablando del tema. Ya conoces mi opinión —zanjó el rubio, observando la hora en su celular—, tenemos que irnos, Karol.

Ella estuvo de acuerdo. Se despidió de Pavel con un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Sergey palmeó su espalda, amistoso, prometiéndose que mantendrían contacto.

—¿Crees que deba despedirme de la familia de James? —Karol miró con duda la sala privada para familiares. Sergey negó con suavidad.

—Déjalos con su dolor. Ya hiciste tu parte al trasladarlo a ésta clínica.

Marcharon del hospital. Karol abordó la camioneta de Sergey, todavía con las facciones afligidas.

—Llévame a casa, Sergey —le pidió.

—Querrás decir a tu prisión —encendió el vehículo—, un verdadero hogar, sólo podría dártelo yo —rectificó, con una chispa arrogante en sus ojos claros. Karol sonrió, divertida, su primera sonrisa en muchas horas.

Pero no duró mucho. El timbre del móvil con el que identificaba a León tronó efusivo. Karol miró la pantalla, la expresión cansada y derrotada volvió a apoderarse de sí.

—Una melodía muy alegre para ser León quien llama —opinó Sergey. Ya tenía bien identificada la odiosa cancioncilla—. En tu próximo celular, escoge un sonido más siniestro.

Karol le enfocó con el ceño fruncido, no comprendió hasta que Sergey le arrebató el aparato de las manos y lo arrojó por la ventanilla, sin oportunidad de rescatarlo. Se escuchó el tremendo impacto contra el asfalto de la carretera y, por el retrovisor, ambos observaron al coche de atrás aplastarlo con sus llantas.

—¡¿Qué acabas de hacer?! —Gruñó Karol, boquiabierto. 

—Mandar a León al carajo. Mira en la guantera, por favor—Indicó. Karol obedeció, aturdido aún. Encontró un par de boletos para la final de un campeonato mundial de motocross. En automático, los ojos se le llenaron de lágrimas—. Podrás quitarte ese vestido, si así lo deseas, atrás hay ropa más cómoda que compré para ti, aunque es de mujer también.

—Son para hoy. En la ex central eléctrica de Battersea —Leyó, con la voz aguardentosa.

—Vamos a recordar un poco el pasado, Karol. Ésta noche, sólo tú y yo. 

Karol se opuso al principio, argumentando que León la esperaba, que no eran momentos para divertirse, no cuando James se encontraba tan delicado de salud, en un hospital. No obstante, la verdad, poco pudo resistirse. De niño, Sergey era aficionado a las motocicletas, al estilo libre del motocross y pronto le transmitió el gusto a Karol. Ambos soñaban con dominar el deporte, en convertirse en dioses del aire. Karol resultó ser más habilidoso; en la adolescencia, pasaban largas tardes por las praderas más empinadas, turnándose para usar la única motocicleta de Sergey. Pero todo quedó allí: en fugaces sueños que la realidad aplastó sin misericordia. 

 

El viaje no fue largo. Entraron al majestuoso escenario, Karol ya vestida con ropas relajadas que León tanto detestaba. La ex central, literalmente, vibraba. Sergey le cogió de la mano, allí dentro, la música latigueaba alta, calentando el ambiente, nadie les ponía particular atención, eran una pareja más. Karol apretó la mano y se animó a besar sus labios, sorprendiendo al ruso. Cogieron los mejores sitios: al borde de la pista, de pie, protegidos por gruesas vallas colmadas de publicidad. Compraron cerveza: dos vasos de litro hasta el tope, ambos brindaron, y bebieron.

Sergey evaluó el semblante de Karol: era increíble cómo se había relajado, echando por borda, todas las preocupaciones, los miedos y la incertidumbre que cada día le robaban el brillo. Miraba, embobado, las gigantescas pantallas que transmitían las mejores acrobacias de los participantes. Sergey, a su vez, admiraba el cíclope brazo de una grúa que mantenía en lo alto una potente luz blanca, alumbrando las altísimas montañas de tierra del circuito.

Un juego de luces comenzó a hacer su parte del show y la voz del animador rugió por los potentes altavoces. Karol se unió al vocinglero ambiente, silbando y aclamando de emoción. Bebió un buen trago de cerveza, compartiendo una radiante mirada con Sergey, como antaño. Más de treinta mil voces se hicieron presentes en gritos de éxtasis cuando la presentación dio inicio.

Las prolongaciones en cada extremo de la central irradiaron en color azul eléctrico, y del escenario montado, brotaron chisperos de pirotecnia fría, de allí emergió el primer competidor haciendo rugir su motocicleta, como escupido de las profundidades de un glamuroso infierno. Un galés de 27 años, según la información que apareció en las pantallas. Cayó limpiamente sobre la pista de tierra y dio la bienvenida al extravagante espectáculo: sin tiempo para que la audiencia se aclimatara, aceleró por la pista y ascendió la primera montaña que terminaba abruptamente en punta. Voló por los aires, pareció suspenderse en la nada por un instante, antes de lograr un perfecto giro de 360° hacia atrás. Un perfecto Backflip aterrizó con la misma pericia. La multitud se deshizo en clamores. El piloto avanzó a una rampa kicker de unos cinco metros de alto; repitió la acrobacia, pero ésta vez, soltó ambos pies de las estriberas durante la rotación, ganándose una ovación.

Karol brincó desde su lugar, derramando cerveza en su ropa, poco le importó. Miró a Sergey con adoración.

—Gracias, por hacerme olvidar de ésta manera.

El rubio le pasó un brazo por los hombros y le atrajo hacia su cuerpo; besó su cabeza, inhalando la frescura de sus cabellos.

—Te amo, Karol —musitó. Karol respondió a su declaración con un beso febril. 

 

Siguieron al pendiente de la exhibición por casi dos horas; el chileno Javier Villegas, conocido como Astroboy, poseedor de un notable carisma, se impuso a los pilotos que le antecedieron en la carrera. Manipuló la motocicleta como si fuese una extremidad más de su cuerpo, con una facilidad increíble que lo hacía parecer sencillo; se destapó con un Backflip sin sujetarse del manubrio, en una postura recta y temeraria, y siguió mostrando su destreza de la mano del Special Flip, un monstruo que para lograrse, precisa en dar una maroma en el asiento, pasando los pies por delante para completar una voltereta hacia atrás. Todo un reto.       

Pero el más impresionante fue Travis Pastrana, un estadounidense que ya era leyenda, que desafiaba las leyes de la gravedad como nadie. Karol se volvió loco con cada uno de sus trucos, particularmente con El Beso de la Muerte, que consistía en alcanzar una posición vertical cogiendo el manubrio, y acercar la cabeza lo más posible a la salpicadera de la llanta delantera. Despertó una feroz aclamación unánime, más fuerte y duradera que ninguna de las actuaciones anteriores. Indudablemente, fue Travis Pastrana, el merecido ganador.

El evento concluyó para su desgracia, Karol, pronto se vio pensando con lucidez, deliberando con Sergey los pretextos más creíbles para defenderse de los ataques de León.

—Voy a coger un taxi aquí. No es necesario que me lleves, Sergey, además, si León te ve… no debemos levantar sospechas, ni hacer que desconfíe de ti.

—¿Qué vas a decirle? —Preguntó preocupado, acariciando la piel alba de su rostro. 

—Que estuve en la clínica velando por el bien de mi bailarín. Que perdí el celular. Que me distraje y el tiempo corre rápido.

—¿Y si se pone violento? Karol, te juro, cuando él te lastima, quisiera matarlo.

—Tú quieres matarlo todo el tiempo. Me lastime o no. Si se pone pesado… no sería la primera ni la última vez. Sé manejarlo. No te mortifiques, ¿quieres?

En el estacionamiento, a la vista de cientos de personas que salían de la central. Sergey le besó. Y Karol… respondió con el mismo fervor. Enredó sus brazos en el cuello del ruso y éste hizo lo propio en la estrecha cintura. Le rodeó, ansioso, invadiendo la pequeña boca con su lengua ávida. Se atrevían a tanto porque sabían que estos ambientes eran ajenos para alguien como León o sus lame botas. Karol había aprendido la jugada bajo la experiencia de Neverland y de la misma naturaleza: hay elementos que simplemente, no se cruzan.

Risitas infantiles les recordaron lo público que era el lugar donde se encontraban. Karol, ruborizado, escondió su cara en el cálido huequito entre el cuello y hombro de Sergey, esperando que los niños y sus padres, les pasaran de largo.

—¡Otro beso! ¡Uno chiquito! —Instó una chiquilla, sin malicia alguna en su voz. Pero su aparente madre le reprendió, impidiendo que siguiera alborotando.

—Me pregunto… si supieran que eres hombre, ¿reaccionarían igual?

Karol golpeó su pecho, juguetón,  aguantando una severa risotada. Luego, cambió sus ropas a prisa, una última caricia y partió de su lado. La sonrisa, como si llevara toda una eternidad floreciendo en sus labios rojos.  

Llegó a la residencia de León media hora más tarde, con el vestido que había usado al partir. Bajó del taxi y pudo sentir la presencia de Korsakov mirándole desde uno de los ventanales de la segunda planta. Entró recordando las memorables acrobacias de las que fue testigo, de lo bien que la pasó y de lo mucho que amaba a Sergey. Subió las escaleras con lentitud impropia, deseando que León no le molestara. Que aquella noche, sólo el recuerdo de su rubio primo y amante le consolara en sueños, protegiéndolo de la pesadilla que representaba León. No fue así. Esa noche, Karol descendió al peor de los avernos.

 

—Si vas a decirme que estuviste todo éste tiempo en la clínica privada donde trasladaste al maricón en coma,  inventa otra excusa, Karol. Te estoy dando la oportunidad, quiero ahorrarme sinsabores.

Trinó León en la oscuridad de su recámara. Karol congeló sus movimientos, inseguro de cómo responder y con la respiración trabada, decidió esperar, sumisamente callado. 

—Fui a la clínica, supe cuál era después de revisar los cargos a tu tarjeta. Allí me encontré con el maricón ruso. Me dijo que te largaste con el maricón de tu primo. ¿Vas a inventarte algo rápido o prefieres hablarme con la verdad? —Finiquitó, bravo.

Karol tembló, gracias a la oscuridad, León no lo notó. 

—No iba a mentirte —vaciló, un sudor frío se deslizó por su espina dorsal—: fui al motocross, le pedí a Sergey que me llevara.

—¿Motocross? ¡Al jodido motocross! —el ruso se levantó del sillón, encendió la luz de golpe, por un momento, Karol temió que León hubiese descubierto su verdadera relación con Sergey —. ¡Como una maldita lesbiana!

—¡Soy un hombre! —Se defendió.

—No toleraré ese comportamiento, Karol. Alguien pude sospechar, cualquier error, así sea el más nimio, nos puede enterrar.

—Estás desquiciado, León. El que yo asista a un evento de ese tipo, no pone en evidencia nada. Sólo que tú estás para el psiquiátrico.

—¡La mujer de un Korsakov no actúa como tú! —reprochó.

—¡Pues eso es porque no soy ninguna mujer!

Lo dejó callado, detenido en su sitio, con los ojos desorbitados. Le recordó algo que Karol hubiese preferido seguir ignorando.

—No, no lo eres —admitió—, pero pronto lo serás —decretó y no parecía placerle decirlo; él también lo sufría—. Un mes, Karol. Por ello intenté localizarte por teléfono, para vernos y darte la noticia: tu cirugía ya ha sido programada. En un mes te someterás a ella y no hay vuelta atrás.

Su voz brotó fría, determinada y tan segura como el amanecer.

 

 

 

 

Notas finales:

Gracias por leer! 

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