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Neverland por Jahee

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Notas del capitulo:

Sin mucho qué decir. Sus comentarios ya estan respondidos, besitos. Disfruten ñ.ñ 

XV

 

Descenso

 

Roman. Roman… el nombre le daba vueltas en la cabeza. Lo pronunció cien veces en la soledad de la habitación, siempre con una sonrisilla satisfecha en los labios. Ya habían pasado varios días desde aquella significativa noche, cuando le reveló su verdadero nombre. No avanzaron más en su extraña y casi inexistente relación, no al menos en la forma que Andrei hubiese querido. Estaban más que estancados, pues Roman huía de él. Huía de su mirada, de su presencia, y ya ni siquiera se tomaba la molestia de maquillarlo un poco. Era incluso grosero, como bien tuvo la oportunidad Andrei de descubrirlo, en una mañana particularmente fría.

El checheno había comenzado a levantarse mucho más temprano; desayunaba su horrendo cereal de colores y desaparecía hasta bien entrada la noche, volvía cuando Andrei ya dormía o simulaba hacerlo. Esa había sido su rutina, la rutina que Andrei decidió romper al tercer día, apareciéndose en la cocina a la mitad del almuerzo de Grozny.

El dolor en su rodilla ya era una mera molestia insignificante, que no le impedía moverse a voluntad, con su gracia intrínseca. Despeinado, vestido con pantalón de chándal y una floja sudadera, hizo su aparición. Pudo ver la cuchara de Roman detenida en el aire por un par de segundos, cerca de su boca entreabierta, mirándole silencioso, como un gato en la oscuridad. Andrei sonrió para sus adentros y se acercó despreocupado; cogió un vaso y unas galletas de avena, se sentó frente a Roman y se sirvió leche.

—Ya no me duele, ¿sabes? Me refiero a la rodilla. Pero si camino muy rápido, entonces sí. Ayer hablé con Karol: me dio oportunidad de ausentarme éste fin de semana en Neverland…

El único sonido proveniente de Grozny fue el de su mandíbula triturando los Froot Loops. Comía veloz, más rápido de lo usual. Andrei dejó caer los hombros, cansado de aquella actitud esquiva.

—Le dije que no, voy a trabajar poco a poco desde aquí. Para el viernes ya estaré bien y tendré listo mi baile, además… intentaré averiguar sobre la cirugía que escuché, presiento que es importante. He perdido demasiados días aquí encerrado.

Nada. Ni una mirada. Como si fuera un fantasma tratándose de comunicar con un vivo. 

—¿Te reunirás con León éste sábado, Roman…?

Reaccionó al escuchar su nombre, para mal: dejó caer el cubierto con escándalo y empujó el plato, bufando fastidiado. Se levantó, cogió su chaqueta de cuero, las llaves del auto y se marchó del departamento no sin antes cimbrar la puerta; hasta la leche en su vaso tembló por la fuerza del azote. Se quedó mirando la superficie de la mesa, golpeando la punta de los dedos del pie desnudo contra el piso. Lentamente, sus ojos se anegaron en lágrimas de rabia. ¿Por qué? Sí, esa era la maldita pregunta que iba a dejarlo pendejo después de tanto repetírsela. En realidad, cuando pensaba que había avanzado un paso con Grozny, retrocedía dos. Ya estaba resultando un calvario que no pensaba soportar.

Cuando reaccionó, se halló metido en un elevador, bajando al estacionamiento subterráneo, en pijama y descalzo, vociferaba insultos, todos dirigidos al moreno de ojos claros. El corazón saltaba bajo su pecho, cada pulsación en su revolucionado órgano aumentaba la furia. Una furia alarmante. Las puertas se abrieron y él salió forzando el paso. No sintió el reclamo de su rodilla en forma de pinchazos. Las luces artificiales iluminaban el silencioso estacionamiento: aún era demasiado temprano para el acostumbrado revuelo que se creaba por las mañanas.

Andrei escuchó la alarma del auto de Roman no muy lejos, a un par de bloques más, apresuró la marcha. Luego, apreció el golpe de la puerta al cerrar, haciendo eco, retumbando en cada rincón. No iba a alcanzarlo. Pero sí podía estropear su partida. Se plantó en medio del camino y a menos que Grozny le arrollara al transitar por allí, no tendría manera de escapar.

Disfrutó de su descolocada expresión cuando le vio obstruyendo el paso. ¿Pensaba que iba a seguir tolerando aquellos tratos? ¿Que por ser un arrimado, un puto que mueve el culo por dinero, no tenía derecho a quejarse, a exigir explicaciones? Andrei cruzó los brazos sobre su pecho, con firmeza. El fuerte sonido del claxon le dejó un pitido agudo en los oídos. Sin embargo, ni el fragor de la máquina del coche cuando Grozny aceleró, pretendiendo intimidarlo, o los gritos que le metió después de bajar su ventanilla, lograron que Andrei cambiara de postura. Por el contrario, acentuaron su creciente ira.

—Bájate, Grozny. ¿Estás encabronado? ¡No sabes cómo estoy yo! ¡Bájate y escupe la mierda que te estás tragando!—Aporreó el cofre con sus puños. Una, dos y tres veces consecutivas. La adrenalina le impidió sentir dolor—. ¡Maldito cobarde!

Y sus palabras tuvieron el efecto deseado.

Apagó el auto, abrió y empujó la puerta de una patada. Grozny salió con bronca, como un oso herido al ataque de su cazador. Andrei no tuvo ocasión de arrepentirse: rodeó el carro, todavía furibundo, pero teniendo claro que echar tierra de por medio era lo más inteligente. El carro era largo, podían hablar, increpar o insultarse, mientras cada uno se situara en los extremos opuestos.  

—Conque cobarde, ¿no? ¿Por qué huyes entonces de éste maldito cobarde?

Se detuvo en la puerta del copiloto por pura cuestión de orgullo y le vio venir, como una tormenta cerniéndose sobre un refugio improvisado. Grozny le dejó sin posibilidad de escape al flanquear su cabeza con los poderosos brazos. Andrei tragó saliva, alzando el mentón, orgulloso.

—Tú y todos los de tu tipo piensan que la cobardía se reduce a lo físico. No pueden estar más equivocados —Exclamó, con la bravura que le restaba. Roman se inclinó hacia él; retorció una sonrisa.

—Y tú debes referirte a la cobardía moral. ¿No es así, Andrei? ¿Por qué soy un cobarde, según tu elaborado diagnóstico?

Pegó su espalda al coche; el olor agradable de la crema de afeitar inundó sus pulmones, notó que Roman estaba recién rasurado y que ésta simple apreciación le impidió seguir molestándose. La cicatriz lucía brutal, como una grieta oscura y siniestra. Quiso acariciarle, tenía el valor para atreverse. Delineó la tajada con suavidad y Grozny no evitó el contacto.  

—Porque no te dejas llevar por lo que sientes. Porque luchas contra ello, te fastidias y me jodes a mí de paso —machacó su labio inferior y le miró con irritación—, ¿por qué, Roman, por qué huyes de mí como si fuese una maldita plaga?

Por su matrimonio. Por su mujer. Por su hija. Por Nina y Lena. Porque era el hombre que era, sólo por ellas. No podía defraudar a Nina, ni traicionar su confianza. Él la amaba como nunca amó a una mujer. Pero últimamente, su cerebro era el único que parecía recordárselo. Semejante a una mecánica costumbre, como le recordaba que los calcetines iban antes de los zapatos, él sabía que Roman amaba a Nina. Pero en Londres, Roman era Grozny y Grozny era terrible, frío y… tremendamente solitario. Dos años en la lluviosa ciudad, soportando un lecho vacío, aplacando las necesidades del cuerpo, con el peligro pisando sus talones y nadie que le compensara en casa por un mal día.

¿Era realmente su culpa desear un cuerpo tierno, lleno de vitalidad, suave y cálido como el de Andrei? Nina estaba lejos y ya no le despertaba pasión. Nina era la madre de su adorada hija y sólo ésta razón era motivo de reverencia, pero cierto era que se le antojaba más besarla en la frente y las mejillas, que en los labios rosados. Nina: un sentimiento inocente; le brindó calor de hogar cuando deambulaba en la intemperie, penitente y extraviado. Estaba agradecido con ella. Siempre lo estaría. No obstante, Roman era un hombre con particular gusto hacia la naturaleza en su modo más devastador. Igual a una polilla que sigue la candente luz, aunque ésta sea su destrucción. Andrei, con su descaro, con aquella insolencia juvenil que transpiraba y la amarga e irónica forma que tenía en ver la vida, representaba esa parte a la que irremediablemente, Grozny se sentía tan atraído.

Dudó. Andrei lo advirtió en sus ojos entrecerrados, en la errática respiración. Se aprovechó de la vacilación; concluyó el viaje por la cicatriz y pasó hacia los labios llenos, agrietados por el frío. Con cuidado, como si sus caricias vagaran por tierra minada, Andrei fue precavido en cada movimiento. Se deslizó por la fuerte barbilla e invadió más al sur: serpenteó el pecho, tomando mayor confianza a medida que avanzaba, con el evidente permiso de Roman. Toqueteó el abdomen tenso y ancló en el cinto del pantalón; Andrei parpadeó sin perder contacto visual, Grozny se acercó, rozó su nariz sobre la mejilla pálida y ligeramente pecosa, inspiró su fragancia natural, con desesperación, quería tocarle, Andrei se percató porque crispó los puños y la humedad del sudor en la frente se le pegó a su piel fresca.

Con la habilidad que sólo da la práctica, el pelirrojo se deshizo del cinturón de Grozny en feroces sacudidas; desabrochó el botón y bajó la cremallera en tiempo récord, ni siquiera permitiendo que la razón echara sus raíces en el cerebro del checheno y que éste, brillante de sensatez, lo alejara una vez más. Olvidaron el lugar que los rodeaba, el eco que delataba sus jadeos ansiosos; al momento que Andrei introdujo su hábil mano bajo la ropa interior y cogió el miembro despierto de Grozny, el recuerdo de Nina terminó por evaporarse y convertirse en nada.  

Roman gruñó en su oído y prensó su hombro con la mano. Andrei lo masturbó ágilmente, se aferró a la virilidad con fuerza y bombeó a una velocidad trepidante. Grozny se apretó contra él, mordió el pequeño lóbulo y haló del cabello de sangre conforme el placer seguía acumulándose en su vientre bajo, como brasas ardientes. Andrei prosiguió estimulando la pulsátil erección, animado por la respuesta de Grozny, quiso buscar sus labios y besarle como desde hace días había estado deseando, sin embargo, no quiso tentar su buena suerte. Pareciera que sólo se concentraba en brindarle placer, pero Andrei también gozaba, como aquel que corta la primera flor del jardín que sembró.

Escucharon el ruido de unos tacones en la lejanía, aproximándose a su dirección con cada paso. Andrei comprimió la hombría de Grozny con la potencia de su puño y cambió el ritmo a uno más lento, que buscaba acariciarle toda la extensión y dar énfasis en el sensible y no circuncidado glande.

Grozny se contrajo contra la mano tibia, añorando más de aquel contacto, réprobo para cualquier persona que le conociera. Pero esto ya le parecía absurdo. Como obstáculos en una carrera que le impedía alcanzar su objetivo. Y el orgasmo era su meta. Se abandonó por completo: el corazón dejó de pesarle media tonelada y la presión en su cabeza, que simulaba miles de pies marchando sobre ella, cesó de forma inmediata. Grozny mató un prolongado gemido mordiendo cruelmente el hombro descarnado de Andrei, y entonces, se corrió. Se descargó como si llevara semanas sin tocarse a sí mismo y, ciertamente, así era.

Andrei esperó que Roman se irguiera, besó la mejilla de la cicatriz y sacó su mano húmeda por el semen. Los tacones se detuvieron de golpe, Andrei giró el cuello hacia el sonido y vio a una mujer detenida a unos metros de distancia, mirándoles con una ceja enarcada y sonrisa burlona, negó con la cabeza y siguió su rumbo. Grozny le observó de soslayo. Se separó bruscamente de Andrei. Acomodó sus ropas, subió el cierre y ajustó el cinturón, enfocó al pelirrojo porque sus ojos ardían cuando no lo miraba, teniéndole tan cerca. Lo que vio, le dejó embelesado, le ocasionó un delicioso cosquilleo en la pelvis. Andrei no apartó la mirada en ningún instante, lo observó mientras limpiaba la simiente, todavía cálida, de sus dedos. No los lamía, como un vulgar puto. Se limpiaba con la ayuda de sus labios, en un gesto natural que lo volvía más excitante. 

—Voy a esperarte despierto, Roman—dijo, en un tono de voz demandante. Posó la palma de su mano sobre la morena mejilla y ejerció un poco de presión. Acercó su boca y lo besó. Grozny le miró ausente de expresión, no colaboró en el roce íntimo. Andrei se alejó, apenas un par de centímetros; se perdió en el azul claro de sus ojos y le sonrió, confiado. Una sonrisa sincera, ausente de maldad. Aunque a Grozny le pareció una muda invitación para tomar de su mano, en el filo de un peñasco y arrojarse ambos al oscuro e interminable abismo.

Andrei volvió a besarle, ésta vez, Roman aceptó su invitación, la del beso y aquella que quedaba entre líneas y que quizá, sólo a Grozny se le figuraba: la de descender, con él, hacia el vacío lleno de probabilidades de tornarse en infierno. 

 

2

 

Le habían golpeado. Lo humillaron y casi habían conseguido matarle. James llevaba unas horas despierto y apenas recordó el incidente, trató de encontrarle algún sentido. Habló con la policía, pero sólo recordaba los golpes de puños enrabietados, las carcajadas entremezcladas y el dolor que los bates de béisbol le produjeron al impactar contra su figura. Los hombres iban encapuchados, eran tres, quizá cuatro, y no buscaban dinero, sólo se habían ensañado con él. El lugar del ataque no había sido muy lejos de Neverland, así que la policía supuso que James fue agredido por su condición homosexual.

Después de rendir su declaración, a solas con Karol, rompió a llorar y avergonzado memoró cuando antes de caer en la inconciencia, los hombres le orinaron todo el cuerpo y uno de ellos, le obligó a tragar su orina. Eso había sido lo más doloroso: la degradación a la que fue objeto. Destrozaron su orgullo y le convirtieron en un ser temeroso al que se le disparaban los nervios y la paranoia por cualquier sonido inesperado. Como siempre, las heridas internas, los traumas emocionales, eran los más complicados de sanar.

Pavel lo encontró así: pálido, con la mitad de su rostro hinchado y un ojo completamente cerrado, amoratado. Le halló con cinco fracturas repartidas en su maltrecho cuerpo y la cabeza rapada, con dos heridas suturadas. Intentó saludarlo, pero de su boca no salió ni una exhalación, James huyó de su mirada, apenado por su decadente estado. Por Karol, se enteró que Pavel estuvo al pendiente de su evolución, que durmió en el hospital y que por éstas razones, ahora lucía como un vagabundo. Apenas lo podía creer. Pavel, que acostumbraba a ignorarlo por más empeño que pusiera en ganar su atención; Pavel, el ruso imposible, que con su sola sonrisa lograba lo que se propusiera… había estado allí, velando por su salud, como ninguno. ¿Y por qué ahora le miraba con tanta intensidad? ¿Qué había cambiado mientras luchaba por su vida? 

—Si estás aquí por compasión, será mejor que te vayas. No necesito tu lástima. Nunca fuimos amigos, ni yo te simpatizo. ¿Para qué ser hipócritas?

Estaban solos. Pavel caminó, tímido, con las manos en la espalda baja. Tomó asiento donde hasta hace poco, había estado Karol; pasó los antebrazos adelante y acarició nerviosamente sus rodillas con las manos.

—No es lástima, James. Te lo aseguro. Es preocupación. Te conozco, hemos trabajado juntos cerca de tres años. No me eres indiferente, a pesar que no somos amigos.

James sintió un confortable calor en el pecho, pero no se rindió ante él.

—No entiendo, Pavel. Una llamada habría bastado. Una visita. Pero Karol ya me ha contado que estuviste tres días aquí, sin moverte más que para ir al sanitario. Es eso, lo que no comprendo.

Se aventuró a sujetar la mano macilenta de James. La sintió temblar bajo su toque. Le sonrió, pero miró a la nada antes que sus ojos delataran su perfidia. No podía disculparse, porque esto significaría contarle la verdad, y no es que temiera a la amenaza de Andrei, a decir verdad, sólo temía que James terminara por alejarle sin antes brindarle la oportunidad de redimirse, que le dejase así, con la maraña de pensamientos insanos torturando sus días.

—Cuando era un niño, mi hermano mayor me regaló un hámster. Era blanco con manchas marrones y pequeño. Me explicó cómo debía alimentarlo, yo estaba muy emocionado con mi nueva mascota, jugué con él toda una tarde y por la noche, lo guardé en una lata de leche que ya había perforado. Metí la lata en los cajones de un tocador y lo olvidé, James. Olvidé al hámster por una semana completa. Volví a recordarle cuando mi hermano preguntó por él; corrí a buscarlo, con la esperanza que siguiera vivo, pero lo hallé muerto —La mirada penetrante de James lo forzó a volverse, con ojos enrojecidos—. Yo lo maté con mi irresponsabilidad. No con alevosía, pero el resultado fue el mismo —Apartó la mano, de repente asqueado de sí mismo; se levantó y caminó en derredor a la cama—. Me sentí tremendamente culpable, es éste el sentimiento más horrible que experimenté jamás. La culpa carcome tu alma y la vomita, en un proceso perpetuo.

Ya no parecía hablar de su mascota en particular, sino de un acontecimiento más doloroso y reciente. James arrugó el ceño, percatándose de ello. 

—Me estás confundiendo, Pavel —Apremió.

El ruso levantó la mirada, resignado. Ojalá pudiera confesarse, su conciencia seguro lo agradecería. Su alma dejaría de ser devorada por la culpa. Pero no contaba, ni siquiera, con ese lujo. Agitó la cabeza, como si con tal sacudida, sus ideas se aclararían. 

—Lo siento, me ganó el sentimiento. Sólo intento decir que tu ataque, quizá, pudo evitarse. Si hubiésemos sido amigos desde antes pude haberte llevado a tu casa en mi coche, o al menos, pude haberte acompañado en esa solitaria calle.

James ladeó la cabeza, sonriendo con los labios, triste.

—Si así hubiese ocurrido, ahora probablemente serías mi vecino de recuperación. Al menos tú ya estás rapado, en cambio, yo he perdido toda mi bonita cabellera. Es lo que más me pesó, créeme—Sonrió. La sonrisa iluminó su rostro magullado. 

—Igual seguirías siendo el más guapo de Neverland —dijo, sin pensarlo. Pues era algo que tenía claro desde que lo conoció. No por nada, James era el bailarín estrella, el que acaparaba toda la atención. La arrogancia que presumía le sentaba como a ninguno.

—Ya no. No con ésta pinta —musitó, controlando el sonrojo que pugnaba por manifestarse en sus demacrados pómulos.

—Te recuperarás, brillarás más que antes —aseguró, al pie de la cama—. Y yo voy a ayudarte, si me lo permites, quiero ser tu amigo. 

Estaba consciente que su comportamiento era sospechoso y que no hacía nada para evitarlo, contrariamente, dejaba cabos sueltos; lanzaba historias con fondo substancioso como un modo de autosabotaje. Para que James, tarde o temprano, desenmascara la verdad, aún si el propio Pavel permaneciera silencioso y renuente. Pero James no tenía la mente perspicaz de Andrei; era un joven hasta cierto grado ingenuo, que no acostumbraba a indagar en el porqué de los hechos. Además, recién alumbrado por la nueva faceta de Pavel, el hombre que siempre deseó, embotó sus insípidos instintos conspiradores y adormeció por completo la buena intuición que lo caracterizaba y pocas veces fallaba.

—Eso me gustaría, Pavel—consintió, reflejando un atisbo de paz que ni al lado de su familia, había dejado ver.

El ruso se acercó, ante la mirada incrédula del convaleciente, depositó un casto beso en su frente.

—Apesto, lo sé. Iré a bañarme y a descansar un poco, volveré pronto —anunció, con una débil pero sosegada sonrisa.

Sin embargo, James, con la mano libre de fractura, le cogió por la manga de la camisa, aprovechando su cercanía.

—Trae a Yuriy. Él se negará con seguridad, pero tráelo con engaños o qué sé yo, por favor, Pavel. Sé que él y tú son amigos. Necesito verlo y disculparme. Le hice algo horrible.

Pavel lo estudió con pena: las heridas a medio cicatrizar, los huesos rotos, el trauma que se leía en sus ojos y la conmoción, nada de eso había deseado para él. Pero Andrei sí. Andrei había pagado para casi asesinarle. La escoria pelirroja potenció su venganza a límites criminales. No iba a permitir que James, en su inocencia, se sobajara al nivel infame de Andrei. No permitiría que éste se burlara de James.

—Lo que sea que le hayas hecho, seguro lo merecía —incorporó su tensa espalda, ignorando el gesto suplicante.

—No entiendes, no sabes… Pavel…

—Shh. Descansa, por favor —ordenó, posando el dedo índice sobre la boca carente de su intrínseco color granate—. No es tiempo de pensar en nadie más que en ti. Fue un milagro que salieses sin consecuencias graves después de tremenda paliza. Es momento, que sólo pienses y te enfoques en recuperarte.

James estuvo de acuerdo, únicamente porque su cálido roce lo sumergía en un sopor que le hacía creer que todo lo que Pavel expresaba, era la más absoluta verdad. Asintió, embrujado por la insignificante caricia. Y el asunto de Andrei, quedó celado bajo éste embrujo y letargo.

 

3

 

Grozny volvió demasiado temprano. Demasiado. Exactamente en el crepúsculo. Andrei tenía la música alta y no le escuchó llegar, en el comedor, se servía una copa de vino tinto, tarareando la canción; deslizó un par de pastillas que yacían en la mesa hasta el filo de ésta: las capturó en el aire y las catapultó hacia su boca como si se trataran de un par de dulcecillos. Terminó de servirse y las tragó con el vino. Roman le observó, recargado en un pilar, con cierta molestia. Medicamentos y alcohol no eran buena combinación, sin embargo, Andrei parecía familiarizado con ello. Era joven y despreocupado. 

Se hizo notar con el ruido de sus pisadas. Andrei entornó la mirada al vislumbrarle, evidentemente sorprendido por su arribo inusual. Sí, inusual y desesperado, si debía agregar Grozny. Ya no tenía caso negarlo y engañarse a sí mismo: deseaba a Andrei como pocas veces había deseado a alguien en la vida. Quizá su triste adolescencia le había impedido experimentar éste tipo de sentimiento y ahora lo venía manifestando muy tarde, a sus casi cuarenta años, con un muchacho al que prácticamente le doblaba la edad.

Escudriñó el aspecto de Andrei, mientras cortaba el espacio entre ellos, reparó el nerviosismo que lo gobernaba y encontró pronto el origen. Había un trozo de papel de arroz en la mesa, con una perfecta línea de mariguana. Miró al jovencito, tenía el semblante indescifrable, y sin embargo, pudo advertir el temor a represalias en sus ojos negros como el carbón. Joven y despreocupado, así era Andrei. Y él, Roman, un hombre casado, policía de profesión, deseó, por un ínfimo momento, ser como Andrei. El moreno enrolló el papelillo con cuidado y lo selló con su saliva, pasando su lengua por el extremo; retorció la punta y bailó el cigarrillo en sus dedos.

—¿Tienes encendedor? —Inquirió, casual. Andrei balbuceó, parpadeando turbado. Extrajo el encendedor de la bolsilla de su pantalón.

Grozny le invitó a seguir sus pasos con un sutil movimiento de cabeza. Obedeció. Se sentaron en el sillón largo de la sala, uno frente al otro. Cercanos. Andrei le miró, en alerta, pero Grozny lo tranquilizó con una leve sonrisa. Le arrebató el encendedor y prendió el pitillo de hierba. Inhaló una buena bocanada, cerró los ojos y masajeó su cuello meneando la cabeza en lentos círculos. Luego, soltó el humo por medio de un pausado suspiro. Ambos compartieron una mirada, atrapados en la nube grisácea. Andrei cogió el porro, rozándose intencionalmente con el checheno, fumó y dejó el humo dentro de sus pulmones por varios segundos.

—¿Quién es realmente Vladimir? —Soltó en un tono de voz neutral.

Andrei tosió, impresionado, reacio a creer que en un momento tan suyo, la sombra de Vladimir apareciera de la nada para arruinarlo todo. Raspó su garganta, acomodándose en los pomposos cojines y ganar tiempo.

—No quiero hablar de él. Ya fue. No significa nada para mí.

Grozny curvó apenas la ceja, un gesto que habría pasado desapercibido en una persona menos observadora. Pero Andrei lo captó. Grozny no le había creído. ¿Acaso no sonaba convincente?

—Es obvio que él que no comparte tu opinión. Dices que huyes, pero sólo pospones lo inevitable. Si en verdad quieres apartarlo de tu lado, no estás haciendo lo correcto, Andrei.

Absorbió del pitillo, tratando de matar la ansiedad.

—¿Y qué se supone que debo hacer? —Rumió, dejando escapar humo con cada palabra.

—Puedo ayudarte, si cooperas conmigo —Andrei congeló la postura, interesado. Analizó sus facciones: encontró sinceridad y determinación. Iba en serio. Condenadamente en serio.

—¿Qué quieres decir?

—Soy policía, Andrei. Un agente del servicio ruso y aunque no tenga jurisdicción aquí, en Londres, tengo conocidos en Scotland Yard o en la misma MI5. Dame cualquier arma y yo lo haré caer. No volverá a molestarte.

Andrei rodó los ojos, soportando una risilla.

—Lo investigaste, ¿no es cierto? Lo investigaste y no encontraste nada —aseveró. Roman entrecerró los ojos, sintiéndose descubierto—. No hay nada detrás, Roman. No hallaste nada porque no hay nada que hallar. Los hombres crueles como Vladimir no necesitan portar un arma, no necesitan matar, para poder ver su oscuridad. El mundo está lleno de ellos. Se esconden tras la fachada de una casa hogareña, llevan a sus hijos a la escuela, son oficinistas. Están casados y van a la Iglesia. Vladimir no es un matón, ni un mafioso como León. No es tan honesto para serlo. Heredó su riqueza y a pesar que dejó sus estudios universitarios a medias, ha sabido mantenerla y agrandarla. Por ello es más peligroso que el promedio: porque tiene poder; dinero para callar bocas y que laman el suelo donde pisa. Pero sobre todo, porque tiene la aceptación de la gente.

—Tiene un pasado escabroso —señaló, recordando el más reciente informe de Filip.

—¿Y quién no lo tiene? —Le dedicó una especial mirada—. Sólo que él, le ha sabido sacar provecho para su imagen pública: un exitoso empresario que salió avante aún con todo y la desdicha de su infancia. Un tipo rudo, ganador, con el que es mejor no entrometerse.

Katrina también lo sabía bien. Ella había probado su furia como Andrei. No importaba el lugar, o las circunstancias, cuando la ira cegaba a Vladimir, nada podía detenerla. En Kiev, las andanzas de Vova eran conocidas como en ningún otro lugar; lo reconocían y sabían sobre su pasado. Sabían, que amaba los bares de mala muerte y que sus favoritos eran aquellos que había visitado al final de su adolescencia. Que estaba casado con Katrina: famosa por su belleza; que cuando arribaba a uno de estos citados bares, todos los presentes podían consumir alcohol hasta desfallecer, sin pagar un céntimo. Y que si Katrina estaba con él y en un arranque de rabia, éste la golpeaba, no debían hacer nada, pues Vladimir patrocinaba la cerveza y los tragos. Y Katrina siempre sería la pobre Cenicienta.

A ésta clase de aceptación social, Andrei puntualizaba.

—No puedo entregarte arma alguna en contra de Vladimir, pues no poseo ninguna. ¿Me entiendes ahora, Roman? —La desilusión habitó en su voz. Por primera vez, el moreno deseó evitársela, ahorrarle más sufrimiento. Recogió el pitillo que restaba y lo trituró con sus largos dedos; Andrei pasó saliva con dificultad, pues la acción le recordó tremendamente a Vladimir.

—Hallaremos la manera, Andrei. Te lo prometo.  

Lo besó, para reforzar su juramento.

Andrei encontró más dicha en el beso que en su promesa. Pues las palabras van de boca en boca y se pierden con facilidad, sin embargo, los hechos prevalecen por mayor tiempo. Y en aquel momento, Grozny le besaba por iniciativa propia, suave, y entregado, aceptando el sentimiento, a Andrei y todo lo que conllevaba compartir un deseo así de intenso con él.

           

                 

    

 

        

    

 

       

 

Notas finales:

Gracias por leer, linduras!

 

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