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Neverland por Jahee

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XX

 

Sentada en una sencilla mesa para dos personas, Katrina terminaba de desayunar con una expresión de cansancio en sus suaves facciones. Se había visto obligada a ladear la silla para acercarse lo más posible a la superficie de la mesa; su vientre de casi ocho meses le imposibilitaba ya cualquier tarea, por más simple que fuera. Se masajeó el abdomen abultado, haciendo presión de un lado a otro, formando un círculo alrededor del ombligo saltado y oscurecido. Era su tercer embarazo y podía aseverar, con sobrada seguridad, que estaba siendo el más complicado y molesto. El bebé la pateaba con fuerza y se revolvía inquieto; a veces daba la impresión que le abriría la carne estirada y asomaría una de sus manitas. Tuvo pesadillas al respecto. Nada parecía calmarlo por las madrugadas, sólo una canción de cuna en especial. Una que Katrina prefería no cantar y que únicamente en casos de urgencia, cuando el bebé estaba en verdad insoportable, entonaba insegura y bastante incómoda.

No era de madrugada, eran las ocho de la mañana y el bebé había comenzado con la tortura. Cada día iba a peor. Katrina no recordaba haber sentido con sus otros hijos el apabullante deseo que ahora le abrumaba: el de expulsar al bebé de su cuerpo lo más pronto posible. Casi estaba tentada a programar una cesárea. Si no le temiera tanto a la anestesia… pues su vanidad no era problema. La idea de una cicatriz vertical atravesando su vientre no le desagradaba en absoluto. ¿Cómo podría? Ese bebé también le despojó de su belleza de un zarpazo: había subido de peso por arriba de lo recomendado y su piel se había desgarrado en profundas estrías rojas repartidas en el abdomen y las nalgas.

Así de lamentable era su situación.

No iba a calmarse, le quedó claro cuando le pateó la vejiga y estuvo a punto de orinarse ahí mismo. El dolor la paralizó por un instante. Haló aire fresco y observó a su alrededor. Una niña le miraba con intensidad.

Katrina bajó la barbilla; si así lo quisiera, podía besar su propio vientre, pero sólo se acercó un poco y cantó, suave.

El sueño atraviesa por la ventana

Y la somnolencia por la valla…

 

Cerró los ojos. Odiaba esa canción. Era la canción de Andrei.

 

El sueño le pregunta:

¿Dónde descansaremos ésta noche?

Donde la casa es cálida

Donde el bebé es pequeño.

 

Andrei solía dejar de llorar cuando se la cantaba, de pie, al lado de su cunita. Su madre nunca lo amó o, si lo hizo, no se esmeró en demostrarlo; tampoco su padre, él fue el más obvio. Pero ella sí. Katrina sí lo amó. Y luego, todo ese amor se desvaneció. Ya no quedaba nada.

 

Ahí iremos

Y lo arrullaremos…

 

El bebé se relajó con su canto. Sólo conocía su voz. Vladimir había estado ausente la mayor parte del embarazo; demasiado ocupado viéndose con Andrei, buscando a Andrei o cogiéndoselo. Siempre él por encima de todo, incluidos sus propios hijos. ¿Cómo podía seguir amando a un hombre tan despreciable como Vladimir? No lo sabía con certeza. Pero era una necesidad patológica. Debía dejar que Andrei hiciera lo que quisiera con él, que se vengara por haberle masacrado la carrera. Pero era incapaz. Lo amaba y además, era el padre de sus hijos.

 

Duerme, duerme, mi pequeño halcón

Duerme, duerme, mi pequeña palomita

La última estrofa no la cantó Katrina sino una voz infantil. Giró el cuello para verle: la niña que momentos atrás le había mirado con profunda curiosidad estaba a su lado, con una sonrisa inocente en los labios. Una niña del Este, debía ser. Conocía la canción y su ruso era impecable.

—¿Puedo? —Inquirió la pequeña;  su pálida mano en el aire, detenida a escasos centímetros de la barriga de Katrina.

—Por supuesto—concedió, extendiendo una sonrisa cordial. Los ojos grises de la niña brillaron, vivaces.

Palpó el vientre por encima de la tela del blusón y esbozó una sonrisa cuando la criatura se movió bajo su palma.

—¿Niña o niño? —Preguntó, alzando la mirada hacia Katrina.

—Es un niño. Mi tercer bebé. —Suspiró melancólica. Vladimir ni siquiera lo sabía. No le había brindado la oportunidad de decírselo: la llevó arrastrando al Aeropuerto Heathrow y esperó a que se adentrara a la pasarela de acceso, luego, se marchó. Y ese fue su error. Katrina abandonó el avión en el último segundo.

—¿Sabes cómo le llamarás? —Katrina parpadeó, saliendo de su ensimismamiento. Asintió con el ceño levemente fruncido.

—Sasha…

La niña se incorporó con el semblante sorprendido. Sonrió hacia algún punto a espaldas de Katrina: a una mujer que se aproximaba con firmes pasos, estrujando unos papeles entre sus manos; parecía molesta, aunque esto sólo pudo notarlo Katrina cuando estuvieron frente a frente.

—Es mi madre. —Le explicó la pequeña. Katrina le observó de soslayo, apenas torciendo el cuello —. También es rusa.

Se acarició la barriga distraídamente.

—Soy de Kiev, niña —Corrigió en un suspiro.

—No conozco Ucrania. Papá sí, dice que es el patio trasero de Rusia. No sé a qué se refiera.

—Tu padre sabe de lo que habla —convino Katrina, entre dientes. La mujer se plantó al lado de la niña y le sonrió forzadamente. Observó su panza inflada con amplio interés, brillando en sus ojos algo semejante al anhelo.

—Siento las molestias que le pudo ocasionar mi hija. Es una niña bastante curiosa y tiene debilidad por los bebés. Vámonos, Lena.

Katrina hizo una mueca. La mujer era alta y sumamente atractiva. La típica rusa voluptuosa de facciones angulosas y sensuales. Con ropa de marca, zapatos y bolso de diseñador. Una rusa occidentalizada. Así había sido ella luego de casarse con Vladimir. Sonrió con amargura al recordarse en los vestidos elegantes en los que ahora no entraría ni forzando los cierres. Vaya, su cintura no volvió a ser la misma después del primer bebé, pero había valido la pena. No se arrepentía de nada.   

—El inglés no se me da, señora —replicó en ruso, con una media sonrisa.

El rictus circunspecto se ablandó al escucharle hablar su mismo idioma. Era un hotel frecuentado por gente del Este, especialmente rusa. Pero el hecho que Katrina fuese mujer y madre eran razones suficientes para empatizar más de lo común. También lucía perdida, con un aura de tristeza enmarcando cada movimiento de su cuerpo, y los ojos líquidos, cansados y melancólicos, parecían que en cualquier momento romperían en un amargo llanto. Le regresó la sonrisa con toda la amabilidad que le fue posible en aquel momento de rabia.

—¿Bélgorod? —Preguntó, intrigada por su acento. Katrina negó con la cabeza.

—No es rusa, mamá. Es de Kiev. —intervino Lena —. Y tendrá un bebito. Se llamará Sasha.

Las mujeres adultas rieron. Katrina le tendió la mano y la otra mujer la estrechó.

—Katrina —Se presentó.

—Nina.

Luego, se soltaron. Katrina esperó verla secarse la palma disimuladamente, pues las manos le sudaban a chorros desde el embarazo, sin embargo, la mano enjoyada permaneció inerte, pegada al muslo. 

—Pronto nacerá, ¿no es cierto? — La mirada grisácea había vuelto a asentarse en su crecido abdomen.

—Un mes, según lo previsto.

Nina arqueó las cejas; una amplia sonrisa floreció en sus labios.

—Que sea un bebé saludable. ¿Eres primeriza?

Katrina emitió un sonido extraño con la garganta, mitad bufido, mitad risa.

—¡Qué va! Es el tercero.

—Mi mamá también me ha prometido un hermanito, ¿no es cierto, mami? Yo preferiría una linda bebita, pero si fuese niño lo querría igual —Terció Lena, entusiasmada, aunque su madre no pareció compartir dicha emoción: asintió, pero Katrina pudo distinguir su sonrisa triste. 

—Ya veremos, cariño. Ahora despídete de la señora, ya le hemos robado mucho tiempo. Nos vemos, Katrina, espero tengas un parto sin complicaciones.

Katrina agradeció con una pequeña reverencia mientras Lena le acariciaba el vientre, despidiéndose del bebé.

—Adiós, Sasha…—musitó—. Adiós, Katrina.

—Buen viaje…—deseó, apuntando con la barbilla hacia los papeles que Nina estrujaba, cuya popular aerolínea llevaba impresa en los bordes.

La rusa observó sus propios boletos con extrañeza.

—Ah, no —Chasqueó la lengua. De pronto, su rostro se tornó en una divertida mueca—. Mi esposo espera que vuelva a casa pero aún tengo asuntos pendientes aquí. Supongo que tendrá que esperar.

Y rompió los boletos de avión en cuatro partes. Katrina se sintió extrañamente identificada. Quiso detenerla y contarle su tragedia, una mujer así seguro le entendería, pero no se atrevió, sólo pudo extender su sonrisa y desearle buena fortuna. No necesitaban victimizarse, después de todo, eran mujeres del Este, curtidas por el frío y un riguroso entorno social, por la pobreza y la amenaza constante de una guerra, quejarse… era para los débiles.  

 

1

 

Lo despertó con una mamada. Metido entre el revoltijo de sábanas se dedicó afanosamente a chupar el miembro semi erecto de Grozny. Habían dormido juntos después de tener sexo por cada rincón del apartamento. Sexo desenfrenado y sin culpas. Andrei recordó las caricias desesperadas, el contacto con su piel ardiente y la mirada apasionada mientras se unían en una danza febril; introdujo toda la extensión de carne a su boca, saboreando con los ojos cerrados, trayendo a su mente nuevos detalles que endurecían su propio miembro. Grozny despertó con un jadeo ronco, elevando las caderas y sujetando la cabeza de Andrei bajo las sábanas blancas.

Andrei sabía lo que hacía. Tenía una boca encantadora a simple vista: los labios llenos, rojos y jugosos, siempre entreabiertos en una sensual contorsión desde donde se asomaban el filo de sus dientes blancos. Grozny admitía lo mucho que deseaba aquella boca, como seguramente la desearon otros. Pero en aquel momento no sólo la deseó, sino que en verdad la adoró: su calidez interior, la manera en que apretaba los labios contra toda su longitud, especialmente en su hinchado glande. Y la tersa lengua que hacía magia donde tocase. Grozny se descubrió pensando lo mucho que le gustaría quedarse tendido en aquella cama todo el día, con Andrei entre sus piernas dándole un placer que nunca antes había experimentado.

Iba a correrse, Andrei debió percatarse pues se detuvo al instante. Reptó sobre su cuerpo y asomó la cabeza por debajo de la tela; los cabellos revueltos, empegotados por sudor y semen lucían de un intenso escarlata, Grozny pasó sus dedos sobre las hebras, encontrándolas secas e indomables. Andrei ladeó una sonrisa perversa.

—Tu leche le vendrá bien a mi cabello. Anoche te viniste un par de veces en mi rostro, ¿lo recuerdas?

Inquirió el pelirrojo, incorporándose sobre las caderas de su amante. Grozny no pudo responder, Andrei, con el ceño fruncido y los labios ligeramente apretados, se encajó sobre la erección del checheno y sin tiempo para adaptarse, comenzó a cabalgarlo. Grozny le observó ondulándose con la gracia propia de la voluptuosidad, le abrió las nalgas complacido, profundizando la penetración. Andrei gimió bajito, con los ojos acuosos debido al placer.

—Si… si te vas a correr… hazlo dentro, dentro de mí. Quémame las entrañas, Roman… haz lo que quieras conmigo.

Una invitación tentadora imposible de pasar por alto. Roman haló el antebrazo con brusquedad, obligándole a torcer la espalda hasta que los ojos oscuros le miraron a sólo un par de centímetros de distancia. Sintió la respiración acelerada colisionando contra su boca, hormigueando su labio inferior. Entonces atrapó la boca seductora con ansias primitivas, marcándole, haciéndole daño. Como no creía que era capaz de besar. Giró el cuerpo esbelto y lo aprisionó bajo el suyo, aún con su miembro enterrado hasta los testículos.

—¿Quieres enloquecerme, Andrei? —Siseó, apenas separándose de la boca del jovencito. Andrei sonrió, retador. Grozny lo advirtió; arrugó la frente y lamió la mejilla de Andrei como un perro sediento.

—Yo sé lo que pretendes —le dijo cerca de la oreja, estremeciéndolo con su tórrido aliento—. Pretendes que me olvide de todo, que sólo te vea a ti. Ten cuidado, Andrei. Enloquecer a hombres como yo puede resultar muy peligroso.

Andrei respondió moviendo las caderas, gimiendo alto y enredando las piernas en el talle del moreno. Grozny volvió a besarlo con vehemencia, furioso y dominante. Lo escupió en la boca y le obligó a tragarse su saliva—. Eres mío, ¿te queda claro? De aquí en adelante sólo yo podré cogerte. Era lo que querías, ¿no? Pues bien, no tendrás derecho a quejas.

Escuchó la advertencia y parpadeando aturdido, apartó la mirada de los ojos rencorosos de Grozny. ¿Sería siempre de aquel modo? Roman era cruel, fincándole toda la responsabilidad, como si Andrei lo obligara a tener sexo con él, a engañar a la esposa que decía amar. Grozny le culparía cada vez que tuviera oportunidad, Andrei ya lo había asimilado, pues de esta manera le sería más sencillo aliviar su conciencia: condenar a otro lo indultaba a él, en su jerga de policía.

Y no se quejaba. Andrei estaba acostumbrado a ser sentenciado sin juicio de por medio; era culpable de la muerte de Sasha, de la locura de su madre, del alcoholismo de su padre y de la infelicidad de Katrina. ¿Qué importancia tenía una acusación más? Casi podía escucharlo… su voz áspera, retumbando con eco: chiquillo lujurioso, una puta… aprovechándose de su soledad en una fría ciudad, alejado de su familia, con la Muerte haciéndole constantes guiños. Quizá, al final, Grozny podría sentirse incluso una víctima.

Y Nina… Nina lo perdonaría. Las mujeres del Este solían ser abnegadas, como Katrina. Porque Roman y Nina eran una familia. Y Andrei no podía competir contra eso.

La familia está sobrevalorada, solía reconfortarle Vladimir. Mi padre se cargó a mi hermano y yo ayudé a cavar la tumba. Mis hijos me ven como a un extraño y yo a ellos. No necesito una familia, Andrei. Sólo a ti.

Sólo a ti.

—Estás llorando.

La voz seca de Roman lo sacudió del trance involuntario al que se había sumergido. Palpó sus mejillas y las encontró húmedas. Roman se hizo a un lado, malhumorado y, levantándose de la cama, farfulló: —¡¿Lloras mientras tenemos sexo?! ¿Qué clase de actitud es esa, Andrei? ¡Me haces sentir como si estuviera violándote!

Andrei también se incorporó.

—¡¿Y qué hay de ti?! ¡¿Acaso yo sí tengo que soportar que me veas con odio mientras me la metes?! No tengo ningún hechizo sobre ti, Roman. Me coges porque se te da la gana. ¡Toma la parte que te corresponde!

Roman no le permitió abandonar la habitación. Le tomó por el brazo y lo acercó hacia su pecho. Tenía el semblante arrepentido.

—No podría verte con odio aunque quisiera, Andrei. Mi situación es complicada y tú eres una constante distracción. En el trabajo, con mi familia. Me siento abrumado, de repente revolucionado. Perdóname si te he tratado con violencia.

Se discernió sincero pero Andrei no le creyó. Su mirada había sido brutalmente honesta. Aun así decidió tranquilizarse en su cálido abrazo.

—De modo que… ¿soy una constante distracción? —Citó, momentos después, en tono juguetón—. ¿Sabes? Si te lo propones puedes ser bastante galante.

Grozny sonrió divertido, palmeando la nalga desnuda de Andrei.

—Entonces, ¿disculpas aceptadas?

Andrei agachó la cabeza, balanceándose de una pierna a otra.

—Sólo no vuelvas a mirarme así. Como Grozny ve a un Vor V Zakone.

Roman rió, de aquel modo franco que a Andrei tanto le gustaba. Elevó su cabeza con suavidad. Los ojos oceánicos se clavaron en su corazón inseguro, se sintió perdido en el azul congelado mientras se le revelaba una escalofriante verdad: se había enamorado, nuevamente, de un hombre imposible.

 —A un Vor jamás podría besarlo—confesó Grozny, depositando un ligero beso sobre la punta de la nariz pecosa del jovencito. —Y menos aún, hacerle el amor. —Lamió el camino de sus lágrimas y Andrei se sosegó, derrotado ante el destino aceptó las caricias de buena gana—. ¿Por qué no nos duchamos y acabamos de una vez con lo que empezaste?

Andrei no pudo negarse. Se dejó arrastrar hacia la regadera donde una vez más, le perteneció. Sin palabras afectuosas, sin promesas de amor. Sólo el sonido del agua cayendo, de gemidos guturales y frases ininteligibles. Al mediodía, ambos salieron del departamento rumbo a Neverland. Andrei tenía un brillo especial en su piel y en sus ojos y su boca aún lucía hinchada bajo los tenues rayos de sol. Grozny manejaba sereno, escuchando a Johnny Cash en volumen bajo.

—Andrei… —musitó, despertándole de su adormilamiento. —Dime, Andrei, ¿te sigue rondando Fesenko?

El pelirrojo prefirió observar por la ventanilla, eludiendo la mirada misteriosa de Grozny.

—No. No lo he visto, tampoco a mi hermana, supongo que regresaron a Kiev.

Grozny aceleró en un acto reflejo lleno de desaprobación y, cuando habló, el timbre de su voz se endureció significativamente.

—Es lo que te gustaría creer, pero sabes que no es el caso. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste contacto con él?

Agradeció que aún transitaran en plena avenida, que Grozny tuviese que mirar al frente y mantener las manos sobre el volante, de lo contrario, se hubiese percatado de su nerviosismo. Los latidos de su corazón podían ser casi audibles y su transpiración palpable.

—No sé… no lo recuerdo.

Entonces, su buena fortuna se evaporó. Llegaron a Neverland y Grozny aparcó con la pericia de un conductor entrenado. Apagó el motor y giró para enfocarle, su expresión era de absoluta incredulidad.

—¿Cuándo? —Insistió.

Andrei intentó en vano alargar su respuesta.

—Hace unos días…—susurró con un ademán, restándole importancia —. Una semana, poco más.

—¿Dónde me encontraba?

—Roman, ¿qué...? —Andrei sacudió la cabeza, abrió la puerta del coche pero Grozny le detuvo por la pierna y entornando los ojos, demandó una respuesta inmediata—. Fue el día que llegaste herido, cuando nos acostamos por primera vez —soltó, después de una larga exhalación.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Te acostaste conmigo después de hacerlo con él?­—Inquirió, sarcástico.

Un velo rojo se apoderó de sus sentidos, Andrei, indignado, pasó saliva con dificultad, sintiéndolo como si tragara cristales triturados.

—Eres un imbécil…—apartó su mano de golpe y salió del coche temblando de ira. Pensaba ignorarlo y entrar a Neverland, pero la recién adquirida adrenalina le instó a vomitar su rabia. Volvió sobre sus talones a mitad de la acera y enfrentó a Grozny, que ya bajaba del auto con la cara deformada por la amargura—. ¿Quieres saber por qué no te lo dije? ¡Pues bien! ¡No quería armar un alboroto! ¡El muy estúpido me envió entradas para Giselle! Y… Giselle… fue mi último ballet.

Su voz brotó entrecortada. Una traicionera lágrima descendió por su mejilla.

—Intenté razonar con él como una persona sensata lo haría pero fue inútil. Es obstinado y no tolera los rechazos. Aún desea llevarme a Kiev.

Grozny se aproximó, evaluando la ansiedad de Andrei con una careta de insensibilidad instalada en sus facciones varoniles.

—¿Y tú? ¿Qué deseas tú? —Le preguntó, pero Andrei no pudo articular palabra.

Desvió la mirada con fastidio, encontrándose con una Range Rover escarlata. Una mujer rubia la conducía y una niñita de profundos ojos azules le observó desde el asiento para copiloto. Sintió un helor invernal acariciando su nuca y el aroma intrínseco del viento blanco antes de la nevasca le provocó un profundo estremecimiento.

—¿Andrei?

La voz de Grozny sonó lejana, un tanto ausente. Andrei no podía ponerle atención. El día se había vuelto noche y la estrecha calle de piedra adoquinada cambió a una de asfalto, vasta y brillante por el aguanieve. La niña, con la palma abierta, le dijo adiós y la camioneta se perdió en la ahora carretera.

—¡Andrei!

Luego, como si se tratara del último fotograma de su película, sólo hubo oscuridad. Andrei se desvaneció pero no logró tocar el suelo, Grozny lo cogió en el aire y lo llevó en brazos dentro de Neverland. El personal de limpieza le observó curioso y Pavel, asumiendo el rol de su nuevo puesto, dejó de lado las luces de decoración y se apresuró a abrir el despacho de Karol. Sobre el alargado sillón de las penas de Karol, el checheno depositó con cuidado la existencia pálida de Andrei. 

—¿Qué ocurrió? —Inquirió Pavel, mirando detenidamente al ucraniano en busca de cualquier indicio de accidente. 

Grozny no respondió enseguida, demasiado absorto en traerle de vuelta la consciencia, Pavel dudó que hubiese sido escuchado en primera instancia. Salió en silencio y esperó en el pasillo, fumando un cigarrillo. Iba a mitad del segundo cuando Grozny apareció tras la puerta.

—¿Está mejor? —Se halló preguntando Pavel y también se halló descubriendo lo poco que le importaba. Grozny lo observó y le reconoció; torció una sonrisa. Era el hombre que una vez bailara con Andrei en ropa interior. Un ruso con pinta de uzbeko y actitud de gánster. Pavel Tarasov, recordó. 

—Un poco mareado —Respondió sin ánimo de charlar. Pavel le ofreció un cigarro y Grozny lo aceptó. Lo prendió con su propio encendedor.

—¿Qué fue lo que pasó?

Tenía curiosidad. Pavel creía a Andrei tan infame que lo sabía muy capaz de armar un drama intencionado con tal de alcanzar sus propósitos. Y vaya que poseía dotes actorales reforzados por su apariencia refinada que lograba enternecer cuando tendía a la tragedia.

El checheno se tomó un tiempo para responder, fumando mientras le estudiaba detrás de cortinas de humo que ascendían en espiral.

—Él sólo… se desvaneció ante mis ojos.

Pavel asintió, curvando sus labios en un gesto despectivo.

—Típico de él —Chistó. A Grozny le fue muy fácil identificar el desprecio en sus palabras.

—¿Desmayarse?

—No. Llamar la atención. Los desmayos serán parte de su amplio repertorio de actuación.

—Creo que sabría reconocer un desmayo fingido —Señaló Grozny con sorna. Pavel lo ignoraba, no había estado presente; la angustia en los ojos de Andrei había sido real. Una angustia tan grande que debía admitir, le encogió el corazón. Grozny sólo podía comparar aquel terror con el que atestiguó alguna vez en unos ojos pardos, años atrás, en un joven prodigio en armas de largo alcance. Pertenecía al Spetsnaz pero luego de presenciar la muerte de sus compañeros en la segunda guerra de Chechenia fue incapaz de sujetar su rifle sin que aquella mirada de horror le nublara la visión. Grozny se había encargado de darle de baja y regresarlo a su hogar.    

—Oh, vaya. Parece que has caído en su telaraña. Andrei no es de fiar. ¿Sabías que le dice a Karol que tú le pegas para así ganar su lástima con no sé qué jodidos fines? Yo sé que miente, pero, ¿por qué?

Grozny sí lo sabía, aunque no tenía por qué revelárselo. Saboreó de una profunda calada antes de expulsar el humo en dirección al rostro de Pavel.

—Gracias por la información, pero no es necesaria. Estoy enterado de todo lo concerniente a él.

Batió su mano en el aire, despejando la nube de humo gris en derredor a su cabeza. Le había picado los ojos y también su estúpido ego, pues Grozny podía ser el verdugo de Karol y de un Vor, pero él todavía preservaba el orgullo de Golyanovo, donde se nacía sin nada y el respeto se basaba en la reputación criminal.

—¿De verdad? ¿Entonces estás al tanto de la ocasión que tuvimos sexo aquí mismo?

Grozny congeló su postura, volviendo la mirada anegada en una cólera que ni él mismo hubiese previsto. Lanzó el cigarro medio consumido hacia la pared; diminutas brasas se dispararon en efímeras chispas cuando chocó contra el muro con fuerza.

—¿Quieres pelear, no es cierto? Te lo advierto, mocoso, no te conviene provocarme.

El bailarín le sostuvo la mirada sin el menor rastro de temor en su expresión envalentonada. Era evidente que estaba habituado a las amenazas.

—No quiero pelear. Sólo es una simple pregunta, ya que dices conocer todo de él. Puedes preguntarle, aunque seguramente lo negará con firmeza. Fue mío una vez, pudieron ser más, Andrei se abre de piernas con sobrada facilidad. Tiene un bonito lunar rojo entre las nalgas, fácil de ver si lo mantienes de espalda, sobre una superficie, una mesa… un escritorio. ¿Lo has visto también? O quizá no han tenido ese tipo de intimidad. Como sea, allí está. Yo no miento.

Pavel no le vio tronar los nudillos, escasamente conteniendo el impulso que lo tentaba a usar su cabeza como saco de boxeo. Tampoco pudo calcular cuando el poderoso antebrazo de Grozny le prensó por debajo de la barbilla, asfixiándole sin reparo. Con la tensa espalda contra la pared y el puño derecho de Grozny alzándose amenazante a milímetros de su mejilla, le escuchó hablar con la mandíbula apretada. 

—Si Andrei fue tu puta me interesa igual que si tú murieses hoy o mañana. Pero si lo vuelves a tocar, cortaré tus manos y las enviare de vuelta a Moscú. Me aseguraré de que tu madre las reciba personalmente en una preciosa caja. Luego, le enviaré lo que sea que tengas entre las piernas.

Los pulmones le ardieron por la falta de oxígeno, empero, Pavel se las arregló para sonreír lleno de mordacidad. No le sorprendía que Grozny le tuviese investigado, incluso ya esperaba que intentara amedrentarlo con esos recursos.

—¿Crees que me das miedo… checheno de porquería? —Rumió, falto de voz. Intentó sorprenderlo con un ataque directo a la sien, pero Grozny lo esquivó a tiempo. Furioso, capturó el cuello grueso con una de sus manos y lo apretó más brioso; la sonrisa de Pavel se desvaneció y emitió un gemido doloroso cuando Grozny le despegó de la pared y volvió a azotarlo con fuerza endemoniada. 

—¿Miedo? No. Tú no conoces el miedo. Conozco a los moscovitas de tu clase: ladrones de mujeres, turistas y ancianos, robacoches de poca monta. ¿Dónde creciste, imbécil? ¿Chertanovo, Arbat, tal vez… Golyanovo? ¿Te crees la gran mierda porque alguna vez disparaste un arma, porque perteneciste a una pandilla cuyas actividades oscilaban entre robar carteras, cogerse putas y drogarse? No sabes lo que he visto, ni de lo que soy capaz y, por supuesto que no conoces el miedo, pero yo, gustoso, podría enseñártelo. Es mi última advertencia, Tarasov.

Le soltó y se marchó. Pavel azotó en el piso, halando aire con desesperación, tosiendo con la saliva desbordándose de su boca. Quizá no podría confesar la atrocidad de Andrei hacia James sin que él mismo se implicase; quizá no podría encontrar la paz ni perdonarse por su crueldad. Pero se había jurado que Andrei tampoco descansaría mientras estuviese a su alcance. Su vida sería tan infeliz como la de él. Y Grozny, indirectamente, iba a ayudar esta vez.

 

2

 

Fue recibido con un asfixiante abrazo. En medio del sonido estridente de la música, las luces de neón y de mujeres desnudas contoneándose en los tubos de metal, León sintió el abrazo más sincero de los últimos días. Sonrió al responsable: un hombre que le llevaba diez años y muchos más kilos de peso, con la cabeza calva y lustrosa como una esfera navideña. Bielorruso y Vor V Zakone, líder en la exportación de carne del Este hacia el exigente mercado occidental. A su lado estaba Korsakov, más anciano y enfermo de lo que León recordaba. Se inclinó hacia él y le besó la boca. Su padre respondió dándole un par de amistosas palmadas en el hombro.

—Siéntate, León, ¡un verdadero placer verte después de tanto tiempo! ¿Es que Londres secuestra a los buenos rusos y los pervierte a su manera? —Le saludó el Vor con ánimo: sus ojos eran expresivos bajo gruesas cejas de tonalidad oscura. Tenía la risa fácil y los incisivos laterales chuecos; con semejante sonrisa infantil, Valentin Gurenko desprendía un carisma difícil de encontrar en el mundo viciado, pero León le había visto matar con la misma alharaca y luego discutir sobre qué vodka era el mejor.

—Es la tierra de las putas y los buenos negocios—se obligó a decir de lo más convincente. Tomó asiento entre ambos hombres.

—De los ateos, maricones y negros, querrás decir—reparó Korsakov con la mirada fija en la diversión de carne y hueso. León lo secundó, encontrando un desfile de bellísimas mujeres compitiendo por ganarse la atención de los poderosos—. En el Oeste se hacen los negocios y se dejan a los perros, uno vuelve a su hogar, con la familia. Pero nunca compartiste nuestra forma de pensar.

—Es por haberle dejado escuchar esa música occidental desde muy pequeño, ¿no es cierto, León? —Opinó Gurenko, socarrón.

León se sirvió un trago, observando el espectáculo. Un pobre espectáculo. No sólo había mujeres de rostros ausentes, también había niñas repartidas entre las adultas; sus rostros quinceañeros, suaves y tiernos, deslucían por el maquillaje corrido debido a lágrimas traicioneras.

—Si dejas a los perros en casa y te marchas terminan por sentirse dueños y hacer su voluntad. Prefiero mantenerlos a mi alcance, padre.

Korsakov le miró por el rabillo del ojo. Siempre serían enigmas sus pensamientos,  pues todo él era como un retrato sin alma.

—Bien, ya lo has dicho. Supongo que la Mansión Roja dejó de ser tu hogar desde hace mucho tiempo.

Era verdad. Dejó de serlo desde que murió su madre. Ahora, su hogar era al lado de Karol, en el lugar que fuese, pero con él. 

—¿Dónde está Mikheil? ¿Ha venido contigo?—Asaltó Korsakov padre, intempestivo.

Gurenko borró su sonrisa y León bebió un buen sorbo de su copa.

—No, padre. Mikheil ni siquiera sabe de mi visita y es mejor que no se entere.

—¡Mikheil! ¿Te ha traído problemas ese cabrón? —Se escandalizó Gurenko. El silencio incómodo de León fue la respuesta que necesitaba para iniciar uno de sus conocidos ataques verborreicos—. Se lo he dicho a tu padre: incluso en la hermandad hay niveles. Un Vor que compra sus estrellas jamás será digno de respeto. Menos con ese mote ridículo: ¡El Príncipe! ¿Príncipe de qué? ¡Príncipe de Nada!

Se odiaban. No era ningún secreto y si aún no corría sangre era a causa de Korsakov. Le respetaban demasiado para atentar contra sus órdenes. En cuanto a sus lenguas no había restricciones, ambos se limitaban a insultarse entre sus compinches: Príncipe de Nada, le llamaba Valentin. El Vor de las estrellas en las tetas, se burlaba a su vez Mikheil, haciendo referencia al sobrepeso del bielorruso.

—Príncipe de Nada pero rey de Georgia—puntualizó León. Terminó su trago y levantó su cuerpo de la comodidad del sillón.

—¿Qué quieres decir? —Inquirió Gurenko, desconcertado. Su padre también le observaba atento.

—Siento interrumpirles la obvia diversión, pero no he venido en plan vacacional. Valentin, por favor, llévanos a un lugar más privado, sin distracción y ruido. Hay novedades importantes que necesito de informarles.

Gurenko los condujo hasta la sala de juntas, un espacio privado y elegante que León recordaba a la perfección; allí, Gurenko le había enseñado cómo torturar y matar a un traidor. El recuerdo no le trajo tranquilidad pero su talante era de acero  y en ningún momento dejó entrever su turbación. Les habló de Tengiz Izoria y su relación con Mikheil, de la muerte del periodista a manos del Vor y del amante del político. Gurenko observó con repulsión las imágenes del video sexual mientras su padre se perdía en la contemplación del fuego en la chimenea. Las flamas danzaron en el reflejo de los ojos ancianos de Korsakov que reflexivo, se negaba a expresar opinión o iniciar un juicio.

—Mikheil está cometiendo suicidio si hace esto por su cuenta. Siempre supe que tenía cerebro de pez, ¿pero realmente puede ser tan estúpido? ¡Tenemos un acuerdo con el clan de Kutaísi! ¿Crees que les hará gracia que un Vor ajeno planee apoderarse de Georgia? Korsakov, viejo amigo, por el bien de la hermandad, Mikhail tiene que ser ejecutado por traición. 

León miró a su padre, quien tenía la última palabra. Deseó introducirse en su mente y obligarle a sentenciar a Mikhail. Nunca anheló nada con igual fervor.

—¿Quién lo respalda, León? ¿Acaso tú?

El moreno asintió, avergonzado.

—También desea tu favor, padre. En Georgia tiene el visto bueno del clan Tbilisi, les prometió la cabeza del Vor de Kutaísi, así como toda libertad criminal una vez que Izoria ocupe la silla presidencial. Aunque esto lo supe por mi propia cuenta. Su comportamiento me pareció sospechoso y dispuse al mejor de mis hombres a que siguiera sus pasos en Londres. Así descubrí lo peor.

León se aclaró la garganta pero el nudo atravesado ahí no desapareció. Comenzaba a molestarle, como si amenazara con crecer con cada mentira hasta cortarle la respiración. 

—Cada cierto tiempo se reunía con un hombre sospechoso, de acento checheno. Nadie parecía conocerlo, no tenía nombre, sólo un apodo: Grozny. Era un fantasma. ¿Pero por qué Mikheil se citaba con un fantasma? Me costó tiempo y esfuerzo averiguar la identidad del sujeto, pero finalmente un mercenario que combatió a su lado en Chechenia me reveló su nombre. Esto te gustará, Gurenko. Su nombre es Roman Denísov.

—¿Roman Denísov? No lo conozco, León.

—¿Seguro? Quizá deba referirme a él como lo mencionaron en los periódicos de aquel tiempo: Martillo de Vor, creo que rezaban los titulares.

El semblante de Valentin Gurenko se descompuso notablemente.

—Roman Denísov es el nombre del asesino de tu hermano y sobrino. Y es un agente de la FSB. Así que, padre, ¿querías conocer al traidor? Pues ha estado delante de nosotros todo este tiempo, comiendo y bebiendo bajo nuestros techos, y nos ha vendido a la policía sin contemplación.

—Infeliz malnacido, ¡voy a matarlos a ambos! ¡¿Cómo puede ser posible tanto deshonor, semejante infamia?! ¡Espera a que ponga mis manos sobre esas escorias! ¡Les traeré el infierno a la Tierra!

—No, Gurenko. Mikheil y Grozny son míos. Yo destapé la coladera y me haré cargo, te guste o no.

Se precipitó hacia León, pretendiendo amedrentarlo con actitud bravucona.

—¡Ese perro mató a mi familia, yo tengo el derecho! La venganza es mía.

—Lo sería, si tú lo hubieses encontrado. Giorgi violó y mató a la hermana de Grozny y, técnicamente, también lo ejecutó a él. Diente por diente —contradijo, sereno.

—Sólo que el muy cabrón volvió de la muerte para vengarse. Pero los caminos del señor son misteriosos y ahora me regala la posibilidad de revancha. No vas a quitarme eso, León.

—Grozny tiene familia. Esposa e hija. Serán mi regalo para ti. Vivas o muertas, como tú desees. Sin embargo, es lo único que obtendrás, palabra de Vor. ¿Padre, estás conmigo? 

Ambos giraron para ver al anciano empequeñecido sobre una silla de alto respaldo. Ahora, todo dependía de su respuesta.

Y no tardó en llegar.

—Tendrás mi apoyo y el de Gurenko, pero si fallas el asunto pasará a otras manos —resolvió con determinación. León no se percató de la furibunda expresión del bielorruso, ni escuchó cuando el puño se impactó sobre la mesa de juntas como protesta, pues el dulce sabor del triunfo rezumó en su paladar como nunca antes. Lo reverenció desde su posición, conteniendo un alarido de gozo.    

—¿Cuándo te he fallado, padre?

—Nunca. 

 

 


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