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Neverland por Jahee

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XXI


El pasado tiene cosas que contar


 


 


Cuando Andrei volvió al departamento al anochecer, lo encontró silencioso y desierto. Había sido un día difícil: sufrió un desmayo sin aparente razón que lo sumió en un bajón anímico durante toda la tarde. Pavel se había burlado a sus anchas cuando en un par de ocasiones azotó contra la dura superficie de la pista. Lo regresó temprano a casa con la intención de humillarlo, sin embargo, Andrei lo agradeció, en verdad se sentía agotado.


Colgó las llaves y se sacó el suéter. Los últimos vestigios de luz se adentraban por la ventana panorámica de la sala. Mortecina luz azulada, a punto de extinguirse. Pensó que Grozny tardaría en volver, pero la lámpara de piso se encendió al atravesar la sala y el rostro del checheno emergió de entre las sombras.


—¡No hagas eso, Roman! Realmente me asustaste. —Farfulló Andrei, sosteniendo su puño contra el pecho. Grozny se llevó a la boca la copa que por su apariencia y aroma debía contener whiskey. Bebió y le observó: tenía la mirada brillante pero hosca. Andrei atisbó la licorera de cristal en la mesilla, casi vacía. No era su primera copa, eso con seguridad.


—Pensé que no llegarías hasta tarde, te estuve llamando al celular.


Grozny enarcó la ceja de la cicatriz. No respondió. Allí iba de nuevo… su cruel indiferencia. Andrei suspiró bajito, dio un paso y luego otro, hasta que Grozny le detuvo con resquemor.


—¿A dónde crees que vas? —Asaltó con la mirada autoritaria y el tono de voz embrutecido por el alcohol.


—Pretendo tomar un baño, Grozny. —Respondió lentamente, con la paciencia especial que guardaba sólo para él.  


—Acércate. —Exigió, bailando su copa; los cubitos de hielo chocaron entre sí cuando Grozny se empinó el resto del licor.


Por alguna razón, Andrei no obedeció. Su cuerpo estático, enmarcado en oscuridad, se quedó en vilo alertado por la inusual situación. —¿Está todo bien?


León estaba en Moscú y Nina no había cogido el avión de vuelta a casa. ¿Cómo iba a estar todo bien?    


Asintió.


—Necesitamos hablar. Ven, siéntate y toma un trago conmigo.


Andrei meditó con recelo su invitación, se sentía como una trampa en la que no tenía manera de escapar. Grozny le extendió un trago con fría cordialidad. Lo aceptó, ¿acaso había otra opción?, odiaba el sabor seco del whiskey raspando su garganta como fuego líquido, así que se lo zampó todo de una buena vez y luego se sentó frente al checheno.


—¿Y bien? —Le apuró a ir directo al meollo. Grozny encontró determinación en los ojos oscuros, con los antebrazos recargados en sus rodillas separadas lució como un chiquillo, además de bello e inmarchitable. No podía ser duro con él. Ya no. Pensó en Nina, en la fidelidad prometida, pero ya sólo pensaba en ella cuando contemplaba a Andrei, y en cada vez, la sensación de culpa era menos latente.


—Esta mañana te desmayaste de la nada. Me hiciste pensar… que quizá te estoy presionando, ¿es así?, ¿te estoy exigiendo demasiado?


Andrei entornó la mirada, tratando de encontrar la verdadera intención tras la fachada de preocupación de Grozny. No podía ser genuino, debía tratarse de una carnada. Así eran los hombres de los que se enamoraba, mostrando su mano gentil mientras ocultaban la otra, y cuando bajaba la guardia y confiaba, le cogían del pescuezo con ambas y lo torcían a voluntad.


—No es así. Siento haberte molestado, a veces sólo pasa, ¿sabes? Dos o tres veces al año, no es algo biológico, simplemente… —se apuntó a la cabeza con expresión desconcertada, como si algo allí dentro necesitara arreglo. —sucede, y se supone que se arreglaría en terapia.


—¿Ibas a terapia? ¿En Kiev?


Andrei curvó una mueca de amargura.


—Vladimir se aseguraba de ello. Según él, entre más rápido aceptara el hecho de que jamás bailaría de nuevo, volvería a ser funcional. Sí, claro… funcional para él. El hijo de puta rompió su muñeco y sólo buscaba repararlo, que fuera como el de antes, pero nada puede ser como antes.  


—¿Te gustaría retomar la terapia? Puedo canalizarte con un experto aquí mismo.


Ahogó una risita mordaz, pero fue incapaz de ocultar su disgusto sobre aquella posibilidad.


—No necesito un terapista, ¡nunca lo necesité! Sólo tenía que alejarme de él y de esa maldita ciudad, yo estaba bien aquí, hasta que llegó. ¡Estaba tan condenadamente bien!


Le saltaron las lágrimas y ni siquiera se percató, eran lágrimas de cólera, de una rabia enraizada y burbujeante, estancada en su cuerpo, pestilente y densa, como una masa negra que crecía y se apoderaba gradualmente de cada parte de su ser. Un cáncer de odio.  ¿Qué sería de él, cuando este mal lo atrapara por completo?


—No te alteres, Andrei. Respeto tu decisión, yo no te obligaré como él.


—Bien. —Gruñó, cortante. Se sirvió otro trago él mismo, pues aunque odiara el whiskey necesitaba disfrazar el sabor agrio que se había impregnado en su paladar al recordar aquellos tiempos. Parecían lejanos pero eran lo contrario; la cara estirada de su terapista lucía fresca y detallada en sus memorias: el rostro cuadrado con arrugas en las comisuras, como si la muy perra sonriese mucho; los lentes de gruesa montura que atenuaban una mirada fría y narcisista. Y su tono de voz pretencioso, usando palabras rebuscadas que Andrei no entendía. Era una jodida espía que intentaba hurgar en su cabeza, le extraía información y luego le revelaba todo a Vladimir.


“Vladimir se preocupa por ti”, solía decirle como un maldito mantra. Como si al decirlo sesión tras sesión terminara por implantarlo en su mente y realmente creérselo. “Vladimir te ama, Andrei”, y seguro le pagaba una tarifa especial por el lavado de cerebro, que por cierto, le salía fatal.


No. No quería volver a eso, ahora bajo el control de Grozny.


—Mientras estabas indispuesto escuché cierto rumor sobre ti.


Andrei giró medio cuerpo con su inherente elegancia, intrigado hasta los huesos. —¿Rumor? ¿Qué rumor? —Grozny le dejó un momento con la duda, mientras encendía un cigarrillo. Después, expulsó el humo con suavidad y entre la bruma, también brotaron las palabras.


—Que te enrollaste con el bailarín ruso de Neverland. —Dijo con firmeza, pero la neutralidad en su voz dio pauta a una probable explicación. Y en esto era tan diferente a Vladimir. Como buen policía, Grozny le daba la oportunidad de defenderse. Apretó los puños, imaginando el rostro triunfal de Pavel. Su sonrisa perfecta le había acompañado toda la tarde al tiempo que se burlaba de su ensayo, ahora entendía por qué había estado tan feliz. Hijo de puta. — ¿Es cierto, Andrei? ¿Te acostaste con él viviendo bajo mi techo? ¿Traicionaste nuestro acuerdo?


Se revolvió alterado, como si no encontrara las palabras porque su aparente indignación apenas le permitiese la entrada de aire a sus pulmones; en pocos segundos su rostro se tornó colorado, no tanto como su cabello pero sí lo suficiente para pasar por afiebrado.   


—Es una total falsedad, te lo dijo el mismo Pavel, ¿no es así? Lo hace a propósito, Grozny. ¡Me odia, me hace la vida imposible desde que llegué a Neverland! ¡¿No irás a creerle, verdad?!


—No lo sé, Andrei. ¿Recuerdas que soy policía? Me doy cuenta fácilmente cuando una persona miente, y él… parecía muy sincero. Además, soy desconfiado por naturaleza. —Encogió los hombros, como si fuera lo obvio.


—¡Perfecto! Pues púdrete, Roman. Si le vas a creer a un puto extraño antes que a mí, ¿qué mierda espero de ti?


—Hay una manera de probar que él miente y que tú dices la verdad.


Andrei pestañeó repetidamente, aturdido.


—¿La hay?


—La hay—aseveró el moreno. —Quítate el pantalón, la ropa interior, y ábrete las nalgas para que pueda verte.


El sonido de una carcajada incómoda arreció en la sala. Andrei se levantó pavoneándose y en actitud juguetona, fue a dar sobre la alfombra, a los pies de Grozny. —Estás enfermo, katsap. —Por un segundo, sus miradas se conectaron, la mano blanca deslizándose sobre la pierna del mayor con un claro objetivo. Grozny no se quejó por su apodo, quizá porque en realidad no se sentía ruso. —¿Se trata de una retorcida fantasía? Puedo ser lo que quieras que sea. —Sonrió malicioso cuando encontró la hombría, aunque todavía dormida. —Todo lo que quiero está aquí, —frotó con insistencia la zona— y si deseas que me abra para ti, lo haré.


Sin embargo no era lo que Grozny deseaba, no en aquel contexto sexual, y a Andrei le quedó claro cuando fue apartado y posteriormente humillado con su rechazo.


—Haz lo que te pedí. Aquí mismo. —Apuntó el sillón donde había estado. Andrei siguió el recorrido con los ojos ofuscados, celados bajo cejas de fuego que se unían en una sola por la profunda arruga en el entrecejo. Observó el sillón por largo rato, como si hubiese algo extraordinario en él.


—No lo haré…—susurró sin darle cara, aferrándose a las hebras de la alfombra.


—¿Qué dijiste? —Fue una peligrosa advertencia. Pero las advertencias despertaban rebeldía en Andrei.


—¡Que no lo haré! Hijo de puta… ¡Tendrás que obligarme, cabrón!


Grozny saltó sorpresivamente hacia Andrei; lo cogió del cuello de la camisa y lo arrastró al sillón. Andrei se quedó con los pelos de la alfombra entre sus dedos, pataleó y derribó la mesilla donde estaban los tragos y el licor, todo se derrumbó en un espantoso sonido de furia. Lloró con el rostro ahogado en un cojín, lo maldijo en dos lenguas mientras era desnudado y forzado a mantener una posición sexual. Por un instante se le ocurrió pensar que Grozny le iba a violar; sintió el tacto frío, ausente de gentileza, alzándole las caderas, luego las manos se colaron entre sus nalgas, sin rastro de pasión. Andrei no comprendía qué respuestas buscaba en parajes tan íntimos. Pero las encontró, en forma de un perfecto lunar rojizo, tal y como Pavel le indicó.


—Es cierto.— Declaró, acompañado de un sonsonete de burla. Se apartó de inmediato dejando al pelirrojo con el pantalón y la ropa interior enredada en los tobillos. —El jodido lunar rojo metido entre las nalgas. Ni siquiera yo me había percatado.


Rió, apartando la mesilla de una patada, la madera crujió y se partió en dos.  


—Me mentiste. Te di la oportunidad de que hablaras con la verdad y aun así decidiste mentirme. No eres de fiar, Andrei. Toma tus cosas y vete de aquí.


Las lágrimas de indignación se mezclaron con las de un corazón roto. Grozny nunca las hubiese podido distinguir. Para él, llanto era llanto, por ello, Andrei se sintió libre de dejarlas fluir. Abrió las palmas y la pelusa de la alfombra voló en el aire. Eres una puta alfombra, Andrei. Todos te pisotean. Todos limpian su mierda en ti. Se arregló la ropa entre temblores y musitó, con la voz destrozada: —Llegué aquí sin nada y así me marcho. No hay nada aquí que me pertenezca. Nunca lo hubo.  


Grozny volvió sobre sus talones, dándole la espalda. Observó tras el cristal de la ventana el paisaje urbano, también el reflejo esbelto de Andrei. No podía mirarlo a los ojos y verlo partir. Se sentía responsable de su futuro. Los gemidos del llanto cesaron y la silueta corrió de su lado, el azote de la puerta vibró en el departamento pero especialmente en el centro de su pecho. Andrei se había ido. Estaba bien, era lo más correcto. Él era un hombre casado con un trabajo demandante, no debía haber espacio para nada más. Tosió mientras se perdía en las formas caprichosas del cielo nublado. El clima en Londres era una mierda: nunca hacía demasiado frío ni demasiado calor. Ciudad de pusilánimes, los verdaderos hombres se daban en tierras de temperaturas extremas. Tosió de nueva cuenta, algo le raspaba en la garganta, comenzó a irritarle y en cuestión de segundos la deglución se volvió dolorosa. Carraspeó con fuerza para librarse de la sensación pero fue inservible. Él no era un pusilánime, nació en una tormenta de nieve. Él no era maricón.


Entonces… ¿por qué?


¿Por qué ardía en deseos de salir tras Andrei y regresarlo a casa?


Maricón, bisbiseó una vocecilla dentro de su cabeza, suave pero irónica. El ataque de tos le provocó arcadas que trajeron la indeseable compañía del vómito. Sobre la elegante alfombra vertió bilis amarilla y mientras la náusea le doblaba la columna vertebral, Grozny recordó lo que olvidó por tanto tiempo y lo que había pasado la última vez que se sintió así: maricón.  


 


1


Se permitió ser débil y llorar hasta que sus ojos se secaran. Incluso cuando pareció de esta manera, siguió llorando sin lágrimas de por medio, en silencio, con el corazón aguijoneándole a cada estremecimiento. Caminó perdido por mucho tiempo, pasando calles, cruzando puentes y personas. Hacía frío, seguramente su piel desprotegida lo sentiría si no acostumbrara el clima de Kiev. Llegó a Hyde Park, la gente recogía su picnic del césped, parejas tomadas de la mano paseaban cerca del lago. Una anciana alimentaba a los patos, otros se ejercitaban corriendo. Andrei caminó hasta un templete de música en vivo y se quedó un rato junto a la pequeña muchedumbre ahí reunida. Tres violines y un chelo aunado a la mágica voz de una joven soprano. El tiempo no sanaba las heridas, la música sí.


Se relajó con un par de canciones pero quería estar solo, se adentró al parque, lejos de personas mas no de la música. El sitio que escogió, bajo un árbol de enormes proporciones, estaba enraizado en una loma con una vista privilegiada hacia el lago oscuro. La gente pasaba, pero no a menudo, y la música llegaba clara hasta allí. Se derrumbó en el pasto húmedo, recargando su cabeza en el tronco del árbol. Cerró los ojos, escuchando la lírica, estaba en inglés y sin embargo Andrei logró comprenderla en su totalidad. Sonrió sin ánimo. Era una canción triste que hablaba de un amor unilateral.


Se quedó dormido por tres canciones más. Alguien se sentó a su lado y le pasó un suéter por los hombros, fue el cálido roce lo que le despertó. Era su propio suéter y la persona a su lado se trataba de Roman. Sin siquiera preguntarse cómo lo había encontrado, si aquello era una visión de su trastornada mente, o tal vez un sueño, Andrei lo abrazó con fuerza, escondiendo el rostro en su cuello y embriagándose con su aroma peculiar. 


Lloró como un niño pequeño y Grozny lo tranquilizó como si en verdad lo fuera.


—Estaba drogado…—hipó, discerniéndose avergonzado. —Se me hizo fácil, Roman… pero sólo fue aquella vez, y aún no había nada entre nosotros. Lo juro.


Grozny buscó el contacto con sus labios, y Andrei, hechizado por su iniciativa, apenas pudo responder. La música siguió en su apogeo y el reflejo de una luna redonda se contempló sobre el lago. Andrei observó el paisaje por largo rato, recargado en el hombro de Grozny, le ayudaba a tranquilizarse.


—Sé que no debo de exigirte lealtad cuando yo mismo no puedo ofrecértela. Sería un acto egoísta e injusto, Andrei. En verdad lo sé. —Andrei le observó por el rabillo del ojo, escondiendo su semblante entre la sombra de su cabello. Grozny soltó una risilla nerviosa que Andrei atesoró con infinita ternura. —Es fácil decirlo, pero cuando él me lo dijo y luego lo corroboré… Andrei, en verdad enfurecí. Sin embargo no te eché por esa razón, reaccioné así porque me mentiste.


—Entonces, ¿no te molesta que me acueste con otro hombre?


Grozny se tensó, visiblemente incómodo.  Andrei apagó una sonrisa de victoria. Su lenguaje corporal hablaba por sí solo.


—Ya. No te haré decirlo. De todas formas no eres como Vladimir. Él no se acostaba sólo con mi hermana y conmigo sino con todo aquello que le pareciera atractivo. Exigía todo pero no daba nada. Él no habría venido hasta aquí con palabras de paz como tú, habría enviado a sus perros para llevarme arrastrando de vuelta.  


Grozny chistó con desaprobación.


—Siempre quise ser buen esposo. Por un tiempo creí que lo era. —Exhaló un prolongado soplido que a Andrei le pareció  melancólico. —Fallé miserablemente. —Dijo, dedicándole una mirada muy especial al pelirrojo. En sus irises no había reproche, sólo aceptación, como aquel que observa al mar desbordándose estando en la orilla: atrapado. Perdido. Rendido ante lo inevitable.


—¿Aún la amas? —Inquirió Andrei con todo el tacto que le fue posible. Grozny le miró con intensidad, sondeó su rostro y después desvió la mirada hacia la bóveda de estrellas.


—Ya no estoy tan seguro.


Hubo un largo silencio que ninguno se atrevió a romper. Entonces, la música vibró de nuevo. La voz seguía siendo de la misma jovencita sin embargo los instrumentos de cuerda habían sido cambiados por un saxofón. Andrei sonrió al reconocer la melodía.


—Una vez yo bailé esa canción en un recital.  —Grozny se concentró en el sonido, intentando reconocerla. No hizo falta de mucho para lograrlo.


—Bésame mucho—Dijo, y el español nunca sonó tan sensual a oídos de Andrei, quien asintió profundamente.


—Versión piano y sin voz. Fue a los 13 años, el público me ovacionó, ¿sabes? Fue la primera vez que se levantaron de sus asientos para aplaudirme. —A pesar del agradable recuerdo algo se agrió en su memoria, pues el brillo en su mirada se opacó con notoriedad. —Mis padres nunca asistieron a mis presentaciones. Al principio solía buscarlos entre el público, luego me cansé de hacerlo.


—¿Ni una sola vez?


Andrei iba a negar pero se detuvo al mirar la luna. Había sido en una noche como aquella. 


—Bueno, hubo una vez. Aunque creo es más lamentable que si simplemente se hubiese ausentado como siempre.


—Cuéntame.


—No hay mucho qué contar. Vladimir obligó a mi padre a asistir, había bebido antes de la función y se quedó dormido en la butaca. Tuvieron que sacarlo entre dos personas porque no hubo manera de despertarlo. Fin de la historia.


Grozny endureció la expresión; él mismo era padre y no imaginaba un escenario semejante con Lena. 


—Perdona por lo que voy a decir, Andrei. Pero tu padre es una basura.


Es lo que hay, expresó el mohín del rostro infantil. A Grozny le entró el deseo de estrecharlo contra sus brazos y tenerlo así hasta que el restante ciclo lunar se terminara de reflejar en las aguas del Lago Serpentine. Frenó su intención porque se le ocurrió una idea mejor.


—Baila para mí. —Propuso Roman, y había tanta seriedad en él que no daba lugar a que pudiese estar bromeando. Además, Grozny no bromeaba jamás.


—Claro que no.


—¿Por qué no? Tienes la música y el spot. —Andrei se ruborizó. A Grozny se le antojó sumamente encantador. —Vamos, mói paren. —Animó con una sonrisa estampada en los labios.


Iba a desfallecer de la impresión. Mói parenmi chico ¿Acaso lo estaba manipulando para que bailara allí mismo? Lo hacía muy bien, porque Andrei estaba a punto de acceder.


—En Neverland bailaré lo que quieras. —Intentó negociar.


Grozny hizo un gesto de pulla.  


—Ahí no bailas sólo para mí, hay cientos de hombres viéndote. Además, en Neverland no hay forma que puedas bailar ballet.


—Ni ahí ni en ningún otro lugar. El ballet se acabó para mí. — Gruñó. Hablar del ballet lo irritaba con mucha facilidad.


—¿Quién lo dice?


—No lo entiendes, Grozny.   


Claro que lo entendía, Grozny cogió un mechón de cabello  carmesí y lo acomodó detrás de la oreja. Comprendía que Fesenko había matado su carrera artística con lesiones irreversibles que probablemente habían hecho sus piernas lentas y torpes en un arte que requería de gran precisión y gracia. Entendía que estaba fuera de la élite con la que una vez soñó y estuvo a nada de alcanzar. ¿Pero qué había de su espíritu? ¿También había sido cercenado sin misericordia?   


—Entonces baila para mí. No lo harás frente a una audiencia, o para estirados jueces. Sólo yo, un pobre policía que sabe de danza lo que tú de estrategia militar.


Andrei se relajó al instante.


—Oh sí. Podría bailar trap y tú pensarías que es danza contemporánea.


Grozny rió y le observó. Su típica forma de mirar que destruía cualquier barrera que se hubiese propuesto.


—Un día bailarás sólo para mí. Y será pronto. —Sentenció el moreno. Y bajo aquella luna plateada, pintada entre nubes, asemejó un juramento.  


—De acuerdo, pero no será hoy. —Señaló el lago, gruesas gotas de agua comenzaban a caer, formando ondas en la superficie. La música no tardó en apagarse también.


—Volvamos a casa, Andrei.


Grozny se levantó primero, tendiendo su mano. Andrei aceptó la cortesía sin miramientos. Se puso el suéter y atravesaron Hyde Park corriendo, azotados por la lluvia torrencial. El coche estaba aparcado cerca. Entraron a prisa, ya completamente mojados.


—¿Cómo me encontraste, Roman? —Se le ocurrió preguntar.


Grozny sonrió a medias. Encendió la calefacción.


—Tu celular.


Andrei sintió el peso del aparato en el bolsillo de su pantalón.


—Ah. —Soltó. Era lógico. Era un policía. Un policía ruso, además.


 


2


 


Vladimir cerró su laptop con un gesto de hastío, volviendo a recargar su espalda en la comodidad acolchada de su silla giratoria. Observó a los presentes con una ceja enarcada, todos observaban atentos al hombre del apuntador láser, como si no estuviese entre sus planes cortarle el rollo. Vladimir descubrió el Rolex en su muñeca, pasaban las diez de la noche, había razón de sobra para la pesadez en sus párpados: dos horas encerrado en aquella sala sin sacar nada de provecho. Había llegado a su límite.


—Faulkner. —Le llamó, interrumpiendo su discurso. El hombre pausó la proyección y miró en dirección al moreno. En la mesa redonda, los demás socios también le enfocaron con interés. —Cuando nosotros—incluyó a los hombres con un aspaviento de mano, —decidimos contratarte, tú garantizaste resultados a corto plazo. Así que me preguntaba, mientras nos dabas toda esta cátedra de cultura deportiva, cuánto tiempo significa para ti corto plazo. ¿Un año, quizá dos?


El hombre en cuestión se envaró, en actitud defensiva.


—El fútbol no son matemáticas, señor Fesenko. Nada es preciso. Se requiere tiempo para dominar un esquema de juego.


—Estoy en total desacuerdo. El fútbol también son números. Por ejemplo, aquí tengo los suyos. —Cogió una hoja que descansaba sobre su carpeta de piel y alzó la voz, desprovista de emoción. —:28 partidos disputados, 9 victorias, 7 empates y 12 derrotas. Lo que da una efectividad del apenas cuarenta por ciento. ¿Sabe lo que significa, no es cierto? —Puntualizó con una fría sonrisa.


—Estamos a mitad de temporada, aún hay tiempo para revertirlo.


—Ocupamos los puestos de descenso, Faulker, cuando el año pasado asegurábamos un lugar en la UEFA goleando en Anfield.


—Sí. Antes que vendieran a Asoau y Lozano. —Farfulló.


—Eso es asunto del Club. Usted pidió jugadores y se le trajeron. Jugadores que también costaron varios miles de euros.


El apuntador tronó entre los dedos de Faulkner. Vladimir se acomodó en su silla, aquello se pondría interesante.


—Es usted un resultadista. Hombrecito de pantalón largo, ¿qué sabe de fútbol?


En respuesta, el moreno extrajo una hoja más y pidió cordialmente que la hicieran llegar al energúmeno. De mano en mano llegó al destinatario.


—Hay una cláusula en el contrato. 32-B, la he señalado en la copia por si acaso la ha olvidado. — El aludido comenzó a ponerse de un color insano. —Estipula que la continuidad del director técnico será decidida en la junta de dueños, a corto plazo, y este plazo son seis meses a partir de su contratación, los cuales ya hemos rebasado. Es el séptimo mes, Faulker.


Observó el contrato sobre la mesa, el artículo encerrado con marcador fluorescente. Rechinó los dientes, imperceptible para los demás socios, excepto Fesenko.  


—Pensé que estaba en la presentación de mi proyecto, no en el juicio por mi puesto.


Vladimir formó una accidentada sonrisa. 


—Su proyecto no tiene pies ni cabeza, tal y como su equipo. He perdido dos horas de mi tiempo escuchándole hablar de fútbol como si se tratara de física nuclear. ¿Quiere que cambiemos los colores del equipo porque se camuflan con el césped y los jugadores se confunden? Señor, yo no seré hombre de fútbol, pero sé lo que mi padre me enseñó, y eso es que el fútbol es simple, y divertido. Y ninguno de estos conceptos aplica para su equipo, que desde hace tres partidos no conoce el gol. ¡Meter una puta pelota dentro de la red!, ¿desde cuándo es eso complicado para hombres que cobran una fortuna por ello?   


—¡Para que el fútbol se vea simple y parezca divertido se necesita tiempo! ¿Cree que los muchachos van a entenderse de la noche a la mañana?


—Sus jugadores pelean entre sí, entrenador. ­—Opinó el hombre a la izquierda de Vladimir. A simple vista parecía el mayor en la sala. —Ha perdido el control del vestidor.


Faulkner se llevó el puño a la boca, absorto, casi besando los nudillos pálidos.


—Ya me han sentenciado, ¿no es así?


Miró a cada uno de los presentes, primero con rabia y luego con fingida dignidad. Como un artista incomprendido por seres de escasa luz. Vladimir conocía bien a los hombres de cancha, todos ellos se creían maestros iluminados, intentando dar con el hilo negro, justificando sus errores y extra dimensionando los aciertos. Qué aburrimiento. En verdad quería largarse de allí, volver a la capital y llevarse a Andrei. Pensar en él era un alivio al estar rodeado de ancianos decrépitos que apestaban a muerte y azafrán.


Nadie hablaba, el entrenador allí tenía buen palmarés y fama de estratega. Le respetaban, Vladimir lo sabía. Tan viejos y tan pocos huevos. Pero la última palabra la tenía él, él con su paquete de acciones mayoritario.


—Estás despedido, Faulker.  


 


Vladimir tuvo que quedarse una semana más arreglando el nuevo relevo. Postulando candidatos para el puesto, descartando hasta quedarse con la mejor opción. Tardaron dos días en ponerse de acuerdo. A eso le siguieron las negociaciones y finalmente la contratación. Cuando Vladimir dejó Southhampton en dirección a Londres, tuvo la impresión que había transcurrido un mes.


Nada marchaba bien. Katrina seguía sin responder sus llamadas telefónicas y el alumbramiento estaba cada vez más cerca. ¿Dónde estaba? En Kiev no, Vladimir apostaba que nunca había dejado Londres. Sólo esperaba que lo contactara, o que el efectivo se le acabara pronto, así se vería obligada a usar las tarjetas y él sabría de inmediato dónde se encontraba escondida.


—¿Dónde estás, Katrina? No estoy molesto contigo, perdona mi mensaje de ayer. Comunícate pronto, por favor, en verdad estoy preocupado.


Ese fue el enésimo mensaje al buzón de voz de su esposa. Y era cierto, en verdad lo sentía, se había portado como una mierda. Como siempre con ella, la persona más incondicional que tenía. Ya no la amaba, pero era la madre de sus hijos y le guardaba un cariño muy especial. Además, ella era leal, sumisa, nunca lo traicionaría… tan diferente a su hermano.


El coche se detuvo en su edificio. Suspiró antes de salir.


Una mujer embarazada caminaba por la acera cargando un ramo de flores, no era Katrina. Era rubia y a pesar de su estado, esbelta de espaldas. Pensó en su bebé, ¿sería varón o mujercita? Seguro Katrina ya lo sabía, a él no le había interesado preguntarle, ni siquiera se le ocurrió. El bebé era una equivocación. Representaba, una promesa rota. No vuelvas a tocarla. Nunca. ¡Jamás! Le había exigido Andrei, y él aceptó, pues Katrina ya no significaba nada. No había sexo, no había comunicación, su matrimonio era una pantalla. ¿Tú olvidarás el ballet? Había revirado Vladimir y Andrei lo pensó mirando a la nada. Asintió derramando lágrimas. Sus piernas ya estaban jodidas. Olvidarlo en realidad significaba superarlo.


Por unos meses funcionaron como antaño. Hasta que Andrei se desmayó. En mis sueños, veo un río congelado. Le dijo aquella noche, y Vladimir supo entonces que nada sería como solía ser. Bebió whiskey tras whiskey y cuando despertó, Katrina estaba desnuda a su lado. El secreto duró hasta que la panza se hizo evidente. Katrina no quiso abortarlo y Vladimir no tuvo el corazón para forzarla.


Andrei se puso peor que nunca al enterarse. Y luego… le abandonó. 


Entró al edificio y fue directo al elevador. Su celular vibró y Vladimir lo extrajo de su bolsillo esperando que la pantalla anunciara el nombre de Katrina. No era ella sino el nombre de otra mujer lo que sorprendió al moreno. —Olga… —Respondió de inmediato.


—Vladimir, espero no interrumpir. —Habló una voz aterciopelada al otro lado de la línea. —Tu asistente me ha dicho que no has vuelto de Londres. Ya ha pasado tiempo y me preguntaba si acaso hay noticias de Andrei.


Vladimir se introdujo al ascensor y tecleó la clave de acceso al pent-house heredado en vida por su padre.


—Lo he encontrado. —Reveló mientras se sacaba los lentes de sol. —Trabaja en un prostíbulo bailando y quitándose la ropa por limosnas. Se ha encaprichado con un ruso que dice ser policía. Está más rebelde y confiado, Olga. Casi parece otra persona, a veces… siento que me odia.


—Dios Santo, Vladimir. ¿Por qué no me habías contactado? Supongo que no quiere volver por las buenas.


—Y la verdad, no lo culpo. Yo mismo he sido un infeliz con él. He tratado… Olga, pero me saca de quicio. Cuando lo vi, lo amenacé, y luego… cuando lo tuve conmigo, terminé golpeándolo. Intenté disculparme comprándole boletos para Giselle, pero soy un imbécil, Giselle fue su último ballet... el ballet que yo le arrebaté, ¿recuerdas?  


Masajeó el puente de su nariz, cerrando los ojos, mostrándose débil y cansado. Tan humano. En mis sueños, veo un río congelado. Un río negro. Llora y cruje, ¡como si estuviese vivo! El rostro de Andrei apareció dentro de sus párpados, demacrado, con ojeras púrpuras y los labios sangrados.


—Tráelo a casa. Por los buenas, por las malas. Y medita bien mi sugerencia. Es lo mejor para él y por supuesto… para ti.


Abrió los ojos de golpe. Las puertas del ascensor se plegaron y Vladimir salió a pasos agigantados, cortando el aire con su gabardina impecable.


—Está fuera de discusión. Te lo dije entonces y lo reafirmo ahora. Si yo le hago eso terminará por odiarme, si es que no lo hace ya. Nunca podré recuperarle.


Arrojó el maletín sobre un sillón del recibidor y caminó hacia su habitación aflojándose la corbata en el recorrido.  


—Si no lo haces volverá a huir, Vladimir. Y esta vez quién sabe si puedas encontrarlo.


La odió, incluso quiso maldecirla, como solía hacerlo Andrei cuando salía de su consulta semanal.


 —No puedo perderlo. Él es importante para mí, lo sabes.


—Entonces ya sabes lo que debe hacerse. —Sentenció inflexible. Si Andrei pudiese escucharla… seguro intentaría matarla.


—Hablaremos después.


Colgó y dejó el móvil en el tocador. Olga lo ignoraba pero Vladimir tenía una opción más: otro profesional de la salud, uno que no necesitaba de inyectar droga a sus pacientes. Un hipnotista que era muy capaz. Porque ahora, Vladimir entendía la situación: Andrei no necesitaba olvidar, el olvido lo estaba pudriendo por dentro, él necesitaba recordar.


Recordar…


La nieve.


Recordar…


Al Dniéper congelado. 


 


      


   


 


   


 


   


   


 

Notas finales:

Gracias por leer! 


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