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Neverland por Jahee

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XXIII

 

Antes de la tormenta

 

 

Eran cerca de las dos de la madrugada cuando el guardia hizo una señal con la mano huesuda para llamarla. Nina se levantó amodorrada, estaba a punto de rendirse y volver al hotel, Lena estaba sola, de repente se sintió sumamente irresponsable. Pero tenía una misión y ya había llegado muy lejos para echarse atrás. Roman estaba en el edificio, tenía que ser de esa manera o el guardia no la habría llamado. Un vórtice le revolvió las tripas mientras se aproximaba. ¿Por qué tenía un mal presentimiento?

 

—El señor Grozny está subiendo al apartamento. Permítame llamarlo para avisarle de su arribo. ¿Cuál es su nombre, señorita?

 

Nina dudó, paseando la mirada alrededor. Aún estaba a tiempo de arrepentirse, ¿no? El guardia carraspeó y cuando Nina volvió a mirarlo supo que huir ya no era opción. Le había dicho el nombre de su esposo a un desconocido. Roman enfurecería con ella, pues debía tener razones de sobra para usar un alias en esa ciudad.

 

—Nina.—Suspiró resignada. Deseó alargar los segundos hasta volver a encontrar la seguridad en sí misma, así podría enfrentar a Roman aunque él le reclamara por sus imprudencias.

 

—Bajará enseguida. —Le avisó el centinela, colgando el teléfono.

 

—No es necesario, subiré yo misma.

 

—Lo siento, señorita. Tendrá que esperar aquí. —Fue la orden. Y supo que venía explícitamente de Roman.

 

No estaba arreglando en absoluto, al contrario, tenía la sensación de empeorarlo. Se volvió certitud cuando observó el rostro de su esposo atravesando las puertas del elevador minutos después. Se movía con rabia, ella lo conocía bien para advertirlo: el andar pesado y sus hombros tensos. Sus miradas se encontraron y la rabia se canalizó. Nunca la había observado como lo hizo.

 

Grozny le cogió del antebrazo y la arrastró hacia la sala donde lo estuvo esperando por horas enteras.

 

—¿Qué haces aquí, Nina? ¡¿Dónde está Lena?! —Nina le miró en silencio, soportando su hostilidad. No hablaba porque no quisiera, es que si despegaba los labios el llanto la atacaría sin piedad. —¿Qué demonios pretendes? ¿Por qué no tomaste el avión de vuelta a Newcastle? Responde maldita sea…

 

La mujer le pegó un puñetazo en el hombro; lágrimas enrojecieron sus ojos.

 

—¿Quién eres tú? —Musitó, su propia voz le era extraña. Una mezcla de reclamo ahogado en amargura. —¿Dónde está mi esposo, Grozny?

 

Roman giró el cuello en dirección al guardia, quien inútilmente trataba de no parecer interesado en el drama.

 

—¿Has venido aquí preguntando por mi nombre? —Inquirió sin mirarla. Nina pudo sentir el desprecio adhiriéndose a su persona como una membrana venenosa.

 

—Mis intenciones siempre han sido las mejores…

 

Roman descompuso el temple en su faz, Nina pudo verlo temblar bajo la pálida luz artificial.

 

—De buenas intenciones están llenos los cementerios. —Respondió gutural. Y entonces vino: la declaración más desgarradora. —No debí casarme contigo. —Dijo con asombrosa naturalidad. Como si fuese un hecho. Una obviedad. Le estrujó el corazón y cada latido se volvió doloroso, uno más punzante que el otro.

 

Nina se alejó por instinto. Una barrera cristalizada se activó con aquella confesión. Una barrera entre ambos que ya nada podría derribar.  

 

—Nunca lo entendiste, Nina. ¿Crees que todas las medidas de protección que sigo rigurosamente son sólo para hacerme el misterioso? Te apareces en la ciudad como si nada, me sigues hasta aquí y revelas mi identidad en un parpadeo. Esos errores pueden costar vidas, y no hablo sólo de la mía sino de la tuya, o la de Lena. Esto no es capricho mío, ¿cuándo vas a entenderlo?

 

Ella lo sabía, no vivía en una burbuja aislada del mundo, ignorando la pestilente realidad que le zambullía en un torbellino interminable. Aceptaba el trabajo de su marido, por muchos años había aprendido a lidiar con las consecuencias de una actividad de alto riesgo, pero Roman nunca la había dejado sola. Compartían esa responsabilidad, se sentía amada y respaldada. Ya no era de esa manera. Nina percibía su relación como una carga que sólo ella llevaba a cuestas, y era pesada, muy pesada.

   

—Orel siempre tuvo la razón: tienes hielo en las venas. No importa lo que haga o lo mucho que me esfuerce, tu maldita organización siempre estará primero.

 

—Nunca fui una caja de sorpresas, sabías exactamente lo que había antes de casarte conmigo.

 

—Lo sabía. Tu brutal honestidad me ha dejado sin derecho a réplica todos estos años; aprendí a sobrellevarlo puesto que tú me amabas, ¿cierto? Pero ahora ya no poseo esa seguridad, tu apatía me ha llenado de sospechas, Roman. Así que respóndeme con esa sinceridad que te caracteriza: dime si aún me amas.

 

La barrera se hizo más notoria; creció y se ensanchó con la obvia incomodidad del checheno.

 

—Por favor, Nina. —Se escudó en la ofensa ante la acusación que representaban sus dudas, como si lo evidente no necesitara reafirmación. Pero ya nada era claro y Nina buscaba asirse de palabras aunque los hechos no las respaldaran. —¿Dónde está Lena?

 

Ah, sí. Lena, su eterno bote salvavidas. Esta vez no lo sería.

 

—En el hotel. No me mires así, ella está bien.

 

—Te llevaré de vuelta, acompáñame por el auto.

 

Nina observó el puño del checheno antes de zafarse de su agarre. No llevaba la sortija de bodas, de nuevo.  

 

—¿Apartamento 81, no? —Hizo una mueca y se encaminó hacia el elevador. Roman no supo cómo detenerla sin evidenciarse.

 

—¿Por qué haces esto? —Inquirió irritado, siguiéndole el paso. Nina alcanzó el ascensor y pulsó el botón.

 

—Te esperé en el living por horas, ¿dónde estabas?

 

Su llamado fue respondido casi de inmediato: las puertas se abrieron y ella entró confinada en un aura de fiereza.  

 

—Estaba ocupado. —Dijo. El brazo impidiendo el cierre.  

 

Nina le observó por un segundo, sonrió con tristeza.

 

—Aún no aprendes a mentirme así que utilizas la ambigüedad y la omisión. Pero te conozco lo suficiente para saber que algo se ha roto entre nosotros. Eres un buen hombre, Roman. Te amo, lo sabes, pero también me tengo respeto. Yo no suplico por amor, así que te haré una última pregunta y quiero una respuesta real.

 

Rogó por una voz de trueno. Su garganta no falló.

 

—¿Tienes un amante? —Preguntó. Clara y contundente.

 

Roman no pudo negarlo. El silencio fue real. Más aplastante que cualquier sonido, y devastador. Nina apartó la mirada de los ojos indiferentes, sabía que un día le rompería el corazón, los hombres como Roman estaban destinados a ello. No pensó que el dolor sería de tal magnitud, y que sería por una traición. Se refugió en la ira y dominó el mareo que la sacudía desde sus cimientos.

 

—Tu piso. ¿Cuál es tu piso? ¿O vas a negarme conocer tu departamento?

 

Rendirse ante lo inevitable era emerger. Y la paz florecía del caos. Entonces Roman apartó el brazo y su rostro se humanizó.

  

—Nueve.

 

Su expresión era una disculpa muda, fue lo último que Nina vio antes que las puertas aceradas se cerraran en un suave rumor.

 

El ascenso le permitió quebrarse un tanto, apenas una grieta: derramó un par de lágrimas y suspiró por lo perdido. Todavía no podía consentir deshacerse en el dolor. Nina salió decidida, caminó más resuelta pues si había un momento en el que debía ser valiente, ese era el suyo. Encontró el departamento y entró sin esperar invitación. Estaba iluminado y decorado como le gustaba a Roman: colores sobrios y muebles nórdicos. Carecía de chispa hogareña, como prototipo de una casa modelo. Nina se paseó por la sala y encontró una figurilla decorativa similar a la que habían tenido en el cuarto de Lena cuando era bebé. También escondía cámaras donde estaban los ojos. Tan típico de su esposo.

 

Siguió el recorrido hacia el comedor y la cocina, y luego encontró las recámaras cerradas. Abrió una puerta pero resultó ser un baño. La segunda era una habitación desordenada, como si la ocupara un adolescente: ropa regada por doquier y la luz encendida en todas las lámparas. Estaba desierta.

 

Se dirigió a la última puerta. Cogió aire antes de abrir, lo hizo con temor. Halló penumbra y silencio. Empujó permitiendo que raudales de luz entraran e iluminaran un poco. Una silueta se removió en la cama que debía pertenecer a su esposo, dándole la espalda, como si buscara huir de la luz importuna que lo alejaba del descanso. Nina se quedó petrificada en el marco, cuando la silueta entre las sábanas habló.

 

—Apaga la luz y ven a la cama. —Murmuró una voz masculina en impecable ruso.

 

No era lo que esperaba encontrar. La verdad es que deseaba no encontrar a nadie más. Las palabras del guardia hicieron eco en su mente hasta lograrle un profundo dolor de cabeza. Cerró la puerta porque no soportaría darle forma y cara a aquella sombra encamada plácidamente y se marchó con urgencia, a trompicones, viendo a través de sus lágrimas.

 

Roman estaba en la entrada con las manos entrelazadas en su espalda baja, como si se dispusiera a soportar cualquier represalia. Nina lo odió porque no lo halló avergonzado. Empuñó los costados de su vestido para matar los chispazos de adrenalina que le empujaban a violentarlo. No lo había hecho en más de diez años y no empezaría ahora.

 

—¿Desde cuándo?

 

Los labios de Roman permanecieron unidos en una línea firme. Nina se acercó entonces, echando la cabeza adelante sondeó el rostro de Grozny.

 

—¿Desde cuándo eres maricón?

 

Preguntó para azuzarle. Para humillarlo como humillada se sentía ella. Y especialmente porque le angustiaba la posibilidad en la que su matrimonio fuese una farsa. Una mentira creada por la mente aviesa de un hombre que pensó alguna vez conocer. Soltó un gemido de dolor al imaginar unos votos fingidos, quizá estratagemas del perverso servicio ruso. ¿Habían sido todos esos años una ilusión?

 

—Dime que lo nuestro fue real, Roman…

 

La acogió entre sus brazos, interrumpiendo su frase. Ella negó el contacto al principio, pero era tan cálido y suave, ese era su hogar. No podía resistirse al llamado de su hogar. Lloró desdichada sobre su hombro.

 

—Eres lo más real que ha habido en mi vida, Nina.

 

—Y aun así hay un chico desnudo en tu habitación.

 

Nina se separó con el consentimiento de Grozny.

 

—¿Por qué?

 

—Porque no se puede evitar ser lo que se es.

 

—¿Y desde cuándo lo eres?

 

Grozny buscó la respuesta en sus memorias. Tuvo que remontarse hacia finales de su infancia. Unos ojos claros cuyo color no podría aseverar; unos labios rojos que deseó besar. Había enterrado ese sentimiento en los parajes más obscuros de su corazón por puro temor a ser diferente. Pero se arrastró hacia la superficie, encontró la forma de liberarse cuando conoció Andrei.

 

—Desde siempre.

 

 

2

 

 

La mañana fría aún estaba en penumbras cuando León volvió a Londres; el viento gélido despeinó su cabello engominado a la prisa, pero dejó que sus hebras se sacudieran rebeldes, disfrutando del cosquilleo contra sus mejillas. Vislumbró el cielo negro a través de las ramas invernales de un árbol ajado y se encontró igualándose a las últimas hojas pardas que temblaban, a punto de caer. Una se hundió en el fango citadino pero otra más cabalgó con el viento hacia la incierta libertad. Deseó ser de esa naturaleza, por el bien de Karol, estaba obligado a sobrevivir.

 

—Karol… —musitó. Su voz irreconocible, de un hombre que no dejaba nada al azar y sin embargo abandonado a un poder superior. Porque si Dios favorece a los mortales, debe ser a los más fuertes. —Tienes que resistir. Esto será lo último, Karol. Te lo prometo.

 

Una respiración irregular fue lo único que emergió de la bocina del celular.

 

—¿Recuerdas la canción que sonaba cuando te conocí? —Inquirió León, todavía mirando atento al cielo, como si allí se proyectara el recuerdo de su primer encuentro. La voz ronca de Karol le tomó por sorpresa.

 

—No. No recuerdo nada de eso, sólo tus ojos. Me observaste y yo pensé que eras el hombre más imponente que hubiese visto jamás. —Hizo una leve pausa; León casi pudo imaginar el cuello blanco y delgado contrayéndose en un nudo de verdades incómodas. —Pero debí huir. Debí haber corrido cuando tuve la oportunidad. Eres la ruina. Estás maldito y me condenaste aquella noche. No tenemos una canción, León. Y si alguna vez la hay, será una canción triste. Trágica. Una balada de sangre.

 

Karol solía ser sombrío. Sus ojos tristes le habían atraído desde el principio: en una noche helada de otoño; en medio de una fiesta discreta, aburrida, él había atravesado el vestíbulo, bailando una copa con su mano. Siguió su mirada melancólica y lo atrapó en un balcón desierto. Su tibio susurro lo recibió en la semipenumbra. Korsakov… me pregunto quién eres cuando estás solo. Dijo, viendo las estrellas, con su perfil elegante evocaba una serenidad que sólo se hallaba pura en la resignación. Una tragedia anunciada en sus facciones. Y el timbre de voz claro, místico de oráculo. No lo enalteció, tampoco lo condenó, sólo había tratado de comprenderlo.

 

Y eso fue nuevo. Extraño. León lo encontró interesante.

 

Abrió los ojos y parpadeó parsimonioso.

 

—Te dejaré ir. Lo juro. Después del cónclave serás libre. Palabra de… no. No de Vor. Mía. Tienes mi palabra, Karol.

 

Cortó comunicación y entró al hogar londinense de su hermano y amigo. Él ya le esperaba desde una sala que le recordaba el pésimo gusto de los capos caribeños de las costas de Miami. Mikheil estaba radiante: la sonrisa extensa le atravesaba el rostro mientras sujetaba una botella de whiskey. Bebió antes de apretarlo en un  abrazo fraternal.

 

—Hermano, —susurró en su oído. León no dejó que se apartara. Intensificó el contacto, efusivo como en una bienvenida… o despedida. —¿León?

 

Se apartó vacilante. —Celebremos, amigo. —Le arrebató el whiskey y también bebió un buen trago. —¿He llegado a tiempo? ¿Qué hora es en Georgia?

 

Ambos avanzaron hacia la estancia pretenciosa, frente a una pantalla que sintonizaba un canal de noticias georgiano.

 

—Casi las nueve. —Respondió El Príncipe. —La rueda de prensa está por comenzar. Y el guión… está aquí mismo, lo he traducido para ti.

 

León cogió un par de hojas. Su mirada pasó sobre la caligrafía desordenada, línea por línea. Un libreto, eso es lo que era, escrito por el puño de Mikheil. Ni siquiera en ello parecía Vor: un ladrón de ley no solía usar la pluma a menos que fuese a tachar el nombre de un indeseable. Pero el georgiano era diferente, un artista, como él mismo se definía. La Universidad le había implantado aquel pensamiento y en su mente había moldeado la idea hasta adaptarla a su realidad.

 

Artista… sí, artista de la muerte debía ser. Sólo de la muerte. Aunque León debió admitir que realmente se había esforzado en su redacción y el resultado era bastante convincente.

 

—No lo sacaría a luz pública sin antes saber tu opinión. Sólo confío en ti, León. Y en tu padre, por supuesto.

 

León se distrajo en el color ámbar del whiskey en su mano. La declaración no le encogió el corazón pues sólo una persona tenía ese dominio sobre él y no se encontraba allí.  —Esto que hacemos… nos vuelve criminales indignos, Mikheil. —Sentenció repentino.

 

—Deja que lo viejo muera. Nosotros somos una nueva generación, León. Karatch y toda su mierda urca está sepultada también. El mundo cambió, mi amigo, juntos construiremos un imperio y lo compartiremos porque eso es lo que hace la familia.

 

León sonrió. Sonrió porque al ver los ojos azules, turbios como un mar borrascoso e igual de decididos al caos, se le figuró la mirada de un hombre muerto. Un fantasma cegado que aún se piensa vivo, excitado por el futuro.

 

¿Y qué futuro tiene un cadáver?

 

Sólo el de la pudrición.

 

—Karatch solía decir que nuestro mundo era violento y brutal, pero al menos auténtico.

 

—Sí. Y el viejo murió traicionado—se mofó el georgiano.

 

León recordó la noche triste. El veneno y la oscuridad que lo rodeaba cuando mató a su padrino. Había sido la primera exigencia de Grozny aunque debió ser la última; quizá esa fue su estrategia: desmoralizarlo desde el principio con la muerte más dolorosa.  

 

—Exacto. No confíes en nadie. No confíes en mí, o en mi padre.

 

Mikheil le pasó el brazo por los hombros y lo estrechó contra sí.

 

—Eres mi amigo, mi hermano. Hemos pasado hambre y frío juntos. ¿Cuántos días estuvimos escondidos en el asqueroso hoyo de Crimea, tragando pasta dental de fresa?

 

—Cinco. —Respondió en automático.

 

—¡Cinco días! León… creo que puedo fiarme del tipo que me impidió quebrarme. Yo hubiera muerto en ese pozo si no hubiese sido por ti.

 

—Podría decir lo mismo. Nos ayudamos mutuamente.

 

—Esta vez no estamos en el barro congelado, huyendo de los perros de Zozu. Estamos en la cima del Mundo.

 

León no podría estar de acuerdo. La vida en ese tiempo había sido buena vida en realidad. Su madre vivía; le preparaba kvas en los días de verano y lloraba en las despedidas, pero más aún en los regresos accidentados. Extrañaba cuando se sentía orgulloso de sí mismo y maldecía a la policía sin saberse falso. Karatch le contaba anécdotas como si todavía fuera un chiquillo, historias de honor y lealtad. Todo es prescindible, puedes perderlo todo y está bien. Pero la dignidad, León. La dignidad es lo único que cuando se pierde, no hay manera de recuperar. Terminó dándole la espalda; no pudo verlo a los ojos al traicionarlo pero le gustaba torturarse pensando que hacia el final de la agonía el viejo sí lo había reconocido.

 

—Me retorció una mano con una fuerza que no era propia de su edad. Y luego… se ablandó, tocó el anillo que él mismo me obsequió y murió. Creo que la decepción lo mató más rápido.

 

Karol ya lo odiaba lo suficiente como para fingir condolencia. Lo escuchó con apatía.

 

—Era un asesino. Igual que tú. —Le había dicho. Y León respondió aporreándole el estómago de un puñetazo. Esa noche se cansó de golpearlo y lloró mientras lo hacía. Esa noche, León dejó de ser un Vor.

 

La rueda de prensa comenzó.

 

Tengiz Izoria, de semblante enfermizo, calvo y demacrado, postrado en una cama de hospital, repitió las líneas que León había leído con anterioridad. En un georgiano pausado, con largos silencios donde su respiración silbaba, el sufrimiento fue evidente. Mikheil ignoraba que el veneno suministrado era el mismo que mató a Karatch, aunque en una dosis mínima. Un veneno radioactivo. Implacable. Observó a su amigo enfrascado en el monólogo demagogo y pensó por primera vez en cómo iba a matarlo.

 

No lo sabía. Ni siquiera había querido ahondar en ello; indudablemente sería de frente, sin sombras que escondieran su ignominia y a diferencia de Karatch, León no lloraría su muerte.

 

—Le he vuelto un mártir. San Tengiz Tragaleche, ¿y sabes cuál es la mejor parte?, su contrincante es el principal sospechoso, tal como me aconsejaste; la noticia no tarda en trascender más allá de Georgia. ¿Brindamos por nuestro futuro?

 

León asintió, preguntándose qué futuro existía en la traición. No compartió en ningún momento el entusiasmo del príncipe, aunque esto era lo normal en su carácter.

 

—Tenías razón. —Dijo León después de un rato. El champagne deslizándose como un río de oro sobre su copa.

 

—¿Acerca de qué?

 

León esperó que la jovencita terminara de llenar las copas y se marchara. Mikheil la despachó con una nalgada que le hizo brincar y soltar una risilla jocosa.

 

—Acerca del Vor enredado con el FSB.

 

Mikheil desvaneció la sonrisa triunfadora.

 

—¡Te lo dije! —Estalló enérgico, —¿descubriste quién es?

 

—Lo sé. — Admitió con tranquilidad. — Es un Vor ruso, los otros detalles los sabrás a su debido tiempo.

 

—León, no soy de los que saben esperar, tienes que decírmelo. ¿Quién es el suki?

 

—Lo siento, no es opcional. Serás el primero en saberlo, si te sirve de consuelo.

 

Sin embargo León sabía que su amigo era como un lobo que habiendo olisqueado la carne no descansaría hasta tenerla entre sus fauces. Y era ese instinto el que le sería de utilidad en sus futuros planes.

 

—¿Está todo bajo control?

 

León dijo que sí, pero su expresión lo refutó. Mikheil le miró con intención, esperando una respuesta más concreta. Era un buen amigo y le conocía, ¿podría llevarlo al patíbulo de la mano sin que en algún punto descubriera su argucia?

 

—Lo está. Pero necesito un par de tus mejores hombres porque temo que los míos están siendo vigilados por los rusos de Scotland Yard.

 

Mikheil exhaló con pesar. Para nadie era un secreto la caza de vory en el extranjero, en especial si había una rata soltando información a diestra y siniestra.

 

—Son tuyos si me cuentas el plan.

 

León bebió el resto de su copa en un proceso dolorosamente lento para la curiosidad de su amigo y, sin dejar de mirarlo, confesó sus deseos a modo de sentencia de ineludible cumplimiento. Habló como La Leyenda; como el Vor que ya no era.

 

—Mataré al traidor. Mataré al agente con el que ha estado hablando. Y mataré a la familia del policía. Por Karatch, por mí.

 

Y por Karol.

 

Mikheil absorbió la revelación por cada poro; una chispa de locura nadó en sus irises, tentando con establecerse allí por siempre, como en cada vez que compartían un trabajo complicado y estaba implícito el probable hecho de perder la vida.

 

—Eliminar  un Vor V Zakone, a un agente del FSB y a toda su familia… mi amigo, necesitarás más que un par de buenos hombres para semejante tarea. Necesitarás… —Haló las solapas de su saco, aludiéndose de forma arrogante, —a un príncipe.

 

 

3

 

    

Cuando Andrei despertó Grozny ya se había marchado. El lecho estaba frío y la sábana bien planchada, como si nadie hubiese dormido a su lado. En la cocina encontró restos de su precario desayuno: apenas una taza con medio café. El pelirrojo terminó de beberlo con una mueca porque estaba fuerte y sin azúcar; amargo, tal y como sería su día.

 

Fue uno lleno de sorpresas y todas desagradables; la primera aconteció en Neverland, cuando llegó y descubrió que James estaba de vuelta, al menos de visita. Pavel lo seguía a todas partes con una media sonrisa, procurándole como un novio enamorado, o un idiota arrepentido. Andrei prefirió mantener la distancia para evitarse un momento incómodo, las miradas amenazantes de Pavel le recordaron que aún tenía asuntos pendientes con él, pues no tan fácil iba a olvidar el problema ocasionado con Grozny.  

 

La segunda sorpresa vino por parte de Vladimir. El ensayo concluyó y Andrei salió en medio de una ligera brisa con rumbo a su cafetería favorita. Vladimir esperaba en el estacionamiento, recargado en el maletero del coche y fumando un cigarrillo. No se detuvo, le pasó de largo pero el moreno le siguió los pasos hasta ponerse a la par. Andrei bufó y le miró con recelo.

 

—Pensé que te habías esfumado. No puedo tener tan buena suerte, ¿verdad?

 

—No dejaré Londres sin ti. Creí que te había quedado claro.

 

—Tendrás que mudarte entonces, porque no voy a moverme de aquí y tú no me puedes obligar.

 

Su determinación le arrancó una sonrisa al moreno.

 

—¿Estás seguro?

 

Andrei se volvió con expresión furibunda.

 

—No te atrevas, idiota. No sé lo que tengas en mente pero yo no estoy solo. Roman es policía y sabe cómo lidiar con escoria, así que piensa dos veces lo que sea que tengas en tu retorcida cabeza.

 

No pareció escucharlo. Se perdió en las facciones del rostro enfurruñado, resignándose a que tal vez su presencia sólo le trajera malestar. Aunque así fuere, no podía dejarlo. Vladimir intentó acariciar el cabello oscurecido por la humedad de la brisa pero Andrei dio un paso atrás. Su mano palpó la fría nada y la empuñó con rabia.

 

Andrei retomó su camino y el moreno volvió a seguirle, esta vez en silencio. Ambos arribaron a la cafetería, Vladimir adelantándose a abrir la puerta y cederle el paso mientras murmuraba: —¿Es un buen poli? ¿O es un policía sucio?

 

Pidieron un par de americanos que fueron entregados casi al momento; la cafetería estaba vacía.  

 

—No es corrupto, Vladimir. —Respondió cuando se sentaron cara a cara en una mesa panorámica. —He encontrado aquí la paz que tú me arrebataste. Si me quisieras un poco respetarías mi decisión y te marcharías. Dime, ¿quieres llevarme a Kiev para verme morir? ¿Tanto me desprecias?

 

Vladimir rió moderado.

 

—¿Para verte morir? Andrei, tus dramas me repugnan. Tienes 21 años pero actúas como un mocoso de trece. Abandonaste tu hogar sin siquiera dejar una puta nota; Millo podrá ser un borracho pero tu madre aún pregunta por ti. Llama a mi celular cada noche mientras tú bailas en un antro de perdición y te revuelcas con el cara- hecha- mierda.

 

—Bien. Hablaré con ella y le diré la verdad: le contaré que huí de casa porque tú me disparaste para amarrarme a tu lado. Que el esposo de su querida hija me la ha estado metiendo desde los quince años. Veamos si sigue preguntando por mí después que le diga toda la verdad. —Rebatió con los dientes apretados, encajando las uñas en el vaso térmico de su café. — Anda, llámale ahora mismo. —Animó ante su silencio. —Cabrón, necesitas hacerlo mejor, ¡como si te importara lo que pase con mi familia!

 

En cambio, con toda tranquilidad, Vladimir cogió la caja de madera del centro y buscó entre los sobres de azúcar la marca favorita de Andrei.   

 

—Aunque no lo creas, me siento responsable de ti.

 

Encontró el sobre y lo arrastró por la superficie de la mesa hasta Andrei, quien lo miraba con desdén.

 

—¿Ahora jugarás a la figura paterna? ¡Por Dios, eres un ridículo!

 

Sonrió. Y Andrei temió, pues conocía esa sonrisa malintencionada: nunca auguraba buenas noticias y solía acompañarla la tragedia.

 

—No a la figura paterna pero te recuerdo que somos familia. Estoy casado con tu hermana y si Millo está incapacitado para cuidarte y también Iryna, entonces… ¿quién te queda, Andrei?

 

Se desesperó. No deseaba prolongar la cháchara acerca de su familia, los había dejado atrás junto a todo su pasado. Él no necesitaba a nadie.

 

—Me tengo a mí mismo. Y Roman…

 

—Un extraño. —Lo cortó el moreno con voz agria.

 

—¿Disculpa?

 

—El policía de mierda. Es un extraño, un desconocido. La ley jamás le brindaría tu curatela, —y agregó burlón,—: en dado caso que él así lo quisiera.

 

—¿Mi curatela? —Andrei no entendía lo que aquello significaba.  

 

—La curatela de un enfermo. La tuya. En dos días vuelo a Kiev y tú vendrás conmigo, ahora soy legalmente tu tutor.

 

Extrajo un oficio del interior de su abrigo, extendiéndolo sobre la mesa.

 

—¿Por qué no le dan una leída, tú y el incorruptible policía? Te advierto que todo el proceso se dio dentro de un marco legal. Con tu historial la verdad es que no fue nada difícil. Prepárate para el viaje y no me la pongas complicada, Andrei. Una estupidez más y te juro que te interno. ¿Estamos?    

 

 

 

Notas finales:

Como siempre: gracias por la paciencia. 

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