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Neverland por Jahee

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28

 

 

 

Roman se tomó un tiempo viéndola comer con cierta desesperación; apoyó su espalda contra el pilar de Beigel Bake bebiendo de su café y observando la afluencia de personas entrar y salir del local a pesar de la hora tardía. Katrina apenas le dedicaba miradas nerviosas, más enfocada en devorarse el bagel relleno que al principio pareció haber desdeñado. Roman no estaba seguro si aquellos panes eran tan deliciosos como la gente aclamaba y la misma expresión de Katrina insinuaba, o si sólo la muchacha estaba hambrienta tras un día de infructuosa búsqueda. Ella había querido ir directo hasta Pentonville, pero actuó razonable cuando Roman prometió facilitarle la entrada por la mañana, acorde al horario de visitas.

 

Katrina, contumaz e incluso desequilibrada mental según los relatos de Andrei, resultó más fácil de persuadir que el propio pelirrojo, además de prudente. Lloró durante todo el recorrido y sin embargo estuvo de acuerdo en alimentarse por el bienestar del bebé.

 

—Te sentará bien, —dijo Roman, ofreciéndole un vaso térmico. —Es sólo té.

 

Ella respondió arrugando el entrecejo, alternando su atención del vaso a la mirada serena del policía.

 

—¿Por qué haces esto? —Le preguntó.

 

Roman ladeó la cabeza, como si la respuesta saltara a la vista.

 

—Sé que el café no es lo más recomendable en el embarazo, así que…

 

—No. No es lo que intento decir; ¿por qué ayudas a una mujer que ni siquiera conoces? ¿Es porque soy la hermana de Andrei o porque es tu deber como policía socorrer al desamparado? —Katrina cogió la bebida con una mueca que hizo temblar su mejilla; dio cuidadosamente un sorbo. —Debo parecerte una loca. Sí, una loca persiguiendo al marido, con la panza a punto de reventar. —Rió. Su carcajada discerniéndose lastimera.  

 

—No me corresponde juzgarte, Katrina.

 

Ella bufó, rodeando el pedacito de bagel con el papel y guardando la sobra en su bolsa.

 

—¿Seguro que no? ¿No es tu trabajo juzgar el comportamiento de las personas?

 

—Sólo sus acciones. Verás, hay una diferencia importante. 

 

—Ya. Claro. Entonces, ¿fuiste tú? —Katrina avanzó un paso, la luminaria intermitente jugando sobre sus facciones cuando la sombra predominaba. Su parecido con Andrei era asombroso, especialmente por los ojos negros. —¿Tú encarcelaste a Vladimir?

 

Él asintió casi de inmediato.

 

—Lo hice, y puedo asegurarte que tendrá un juicio justo. —Su voz fue severa. —No sólo apuñaló a Andrei esa noche; lo ha estado acosando desde que llegó aquí, y en Kiev, bueno… supongo que lo sabes mejor que cualquiera.

 

Katrina reparó con asombro, y luego, una sonrisilla mordaz cruzó fugazmente por sus labios.

 

—No sólo hablas como policía, también como amante herido. ¿Qué clase de relación tienes con mi hermano?

 

Roman sonrió, palmeando su hombro con suavidad.

 

—Vamos, es tarde ya. Te dejaré en tu hotel.

 

Katrina se zafó moviéndose de costado y ésa jugada, tan típica de Andrei cuando se empecinaba en obtener respuestas, le provocó recordarlo con la amargura del anhelo contenido.   

 

—¿Crees que eres el hombre que puede traerle justicia? —Chilló en un susurro exaltado. —¡No sabes nada! Dime, ¿acaso lo viste con tus propios ojos? ¡¿Viste cómo le clavaba el cuchillo?!

 

Largó un profundo suspiro, colmándose de paciencia. Pensó en simplemente dejarla, no tenía tiempo para las pataletas de una mujer embarazada que recién conocía y Filip tenía tanta razón en echarle en cara sus fallas. Pero era la hermana de Andrei y la esposa del tipo que había encerrado; una mujer embarazada poniéndose en constante peligro por un hombre sin honor y sí, su situación le despertaba genuina compasión.   

 

—No. —Se halló respondiendo.  —Lo encontré con tu hermano en brazos. Andrei se desangraba mientras Fesenko aguardaba con la fría actitud de un sociópata. ¿Cuándo iba a quedarte claro que es un hombre peligroso? Por favor, mujer. Te estoy haciendo un favor.

 

—Vladimir será un hombre de muchos defectos pero no es asesino. Nada de lo que dices tiene sentido. ¿Apuñalar a Andrei, por qué? Yo los esperaba, a ambos. Vladimir contrató un vuelo privado para los tres de regreso a Kiev. Me dijo que había ganado la curatela de Andrei, ¡yo enfurecí tanto! Pero entonces dijo que lo encerraría porque no tenía remedio. Y pensé en mamá: ella sufre su ausencia como sólo una madre es capaz… pensé que quizá Vladimir tenía razón.

 

—Sí, estoy al corriente. Andrei lo alegó en su declaración: tu esposo se puso violento ante la negación y…

 

—Y entonces Vladimir sólo tenía que llamar al juzgado, porque tenía una orden que lo respaldaba. En cambio, en tu versión, Vladimir pierde el control y lo apuñala. Vaya, no suena nada lógico.

 

Grozny se ofuscó por la interrupción, y tal vez, remotamente, porque Katrina esgrimió un punto que no se atrevería en absoluto a conceder.

 

—Tampoco suena lógico tirotear a una persona para joderle la profesión. No sólo no es lógico, es cruel y despiadado.

 

Katrina apartó la mirada hacia el asfalto, contrariada. Nunca terminó por comprender esa parte de la historia y le fastidiaba muchísimo no tener argumentos válidos para justificar a Vova. Suspiró. Quizá no había nada qué entender y las cosas son como son; no defendía a Vladimir de esa verdad pues incluso para ella los límites habían sido sobrepasados de forma atroz.

 

—Es… diferente.

 

Roman sacudió la cabeza, un tanto frustrado.

 

—No lo es, Katrina. Es un precedente. Vladimir no es un buen hombre y no permitiré que su dinero o sus influencias lo salven de prisión. Lamento en verdad que sea tu esposo y el padre de tus hijos.

 

En un arrebato, ella lo atrapó del brazo, acercándose lo poco que le permitía el vientre crecido.

 

—¡No lo entiendes! ¡¿Es que no lo ves?! Él… él lo planeó, ¡de alguna manera se salió con la suya!

 

—Por favor, te llevaré a tu hotel y por la mañana ingresarás a Pentonville para que puedas hablar con él. Es lo único que puedo hacer por ti.  

 

A pesar de la insistencia ella permaneció y no aflojó el agarre. La mirada fija en el vaso térmico, sujetándolo como si quisiera destruirlo en su puño. Roman vio en su expresión un gesto horrorizado naciendo sin preámbulo.

 

—Katrina—se advirtió mortificado—, ¿es el bebé?

 

—Lo hizo él. Lo hizo Andrei. —Dijo, los labios rehilando mientras hablaba. —Como esa vez, cuando se echó agua hirviendo a las piernas para culparme.

 

A Roman le pareció un escenario incoherente: Andrei apuñalándose a sí mismo. Realmente absurdo y… chocante. El pensamiento le logró una sacudida espasmódica en las entrañas. “Debe estar furioso. No disparaste y debiste haber disparado”, había dicho Fesenko en la cámara de cristal. Y la verdad que nunca admitiría era que había estado a punto de hacerlo.

 

Detuvo los pensamientos en seco.

 

—¿Lo hizo? —Inquirió, minando el terreno con cautela.

 

—Eso y mucho más. Mató a mi hermano. A Sasha, apenas un bebito.

 

Entonces Roman respiró aliviado, porque creer aquello resultaba mucho más complicado. Y porque al decir aquello, Katrina se erigía como Andrei pregonaba: una mujer enferma de odio.

 

—Debe ser difícil la situación que te ha tocado vivir; culpar a tu hermano de todos los males te ha sido más sencillo que afrontar la verdad. Y ésta es la verdad, por si nadie te la ha dicho antes: Fesenko no te ama y dudo que alguna vez lo haya hecho. Nada de lo que hagas cambiará eso. Tu hermano no es tu enemigo, nunca lo fue, tu deber como hermana mayor debió haber sido protegerlo. No lo hiciste, en cambio, le diste hijos al verdugo de ambos. Ahora tienes una oportunidad lejos de su sombra; reconstruye tu dignidad y ve a futuro, por tus hijos y por ti misma, porque te mereces algo mejor que deambular en una ciudad desconocida por un hombre que no te tiene el mínimo respeto.

 

Katrina se apartó de golpe, como si su cercanía supusiera una amenaza. O sus palabras, ardientes y venenosas, se clavaran en lo más hondo de su corazón. Lo escudriñó con ojos brillantes y Roman lamentó lo dicho, porque pensó que se echaría a llorar.

 

—Ya sé por qué haces esto. No es que sea la hermana de Andrei o tú un policía. Es simplemente porque eres buena persona. —Reconoció en voz baja, audible sólo para ambos. —Creo que tienes razón, dejaré a Vladimir cuando sea el momento: ahora no lo es. Pero cuando busques respuestas acerca de Andrei, espero no sea tarde para ti.

 

Levantó la vista al cielo, hacia los nubarrones que constantemente se tragaban la noche y sus estrellas, la luna y su luz plateada. Londres le pareció una ciudad deprimente: siempre gris, siempre húmeda. 

 

—Eres policía, estás acostumbrado a encontrar la maldad en criminales, sin embargo, no es la regla. A veces, el acto más vil es sencillamente no hacer nada.

 

Roman entornó los ojos.

 

—No te sigo, Katrina. —Protestó.

 

Katrina volvió la mirada, oscura y centelleante como obsidiana pulida.   

 

—Se debe tener el alma podrida para no intentar ayudar a una personita que se está muriendo. Cuando lo cogí entre mis manos, Sasha aún estaba tibio pero ya se había ido. Andrei sólo observaba, así lo encontré: sólo observando frente a la cuna. No gritó ni pidió por ayuda. Y yo nunca pude perdonarle eso: su silencio.

 

>>Tal vez asumas que soy demasiado dura con él, tal vez pienses: ¡era sólo un niño! ¿Qué saben los niños de la muerte? No. No es así, pues cuando soy severa, creo que él mismo tomó la mantita y la enredó sobre la cabeza de nuestro hermano.    

 

 

 

1

 

 

 

—¿Estás preparado?

 

Karol observó a Sergey a través del espejo descascarillado y asintió en silencio. Se deshizo del broche que mantenía su cabello por lo alto y de los pasadores que domaban los mechones más rebeldes; el cabello suelto cayó como una pesada cortina sobre su espalda, negro y resplandeciente, Sergey no tuvo cuidado al cortarlo por secciones, primero a los hombros, después a pocos centímetros del cuero cabelludo. Karol se desmaquilló como si también pretendiera arrancarse la capa superficial de piel  y finalmente se quitó los pendientes y el vestido ajustado.

 

Sergey lo estudió a conciencia, desnudo y descalzo, plantado sobre el reguero de cabello negro. Karol entrelazó sus manos por arriba de su cabeza, las extremidades extendidas, y Sergey regresó cargando una venda gruesa.

 

—Ahora, como una puta momia.

 

—Estupideces, concéntrate. —Masculló Sergey, tejiendo la tela alrededor del torso.

 

Karol cabeceó afirmativamente, viéndole andar en círculos en torno suyo.

 

—Si el pequeño Sergey hubiese tenido una ventana al futuro que le permitiera ver este preciso momento, ¿qué pensaría él?

 

Sergey soltó una risilla breve, concentrado en poner los seguros al vendaje.

 

—Creería que te fracturaste algo, quizá una costilla, y que me estoy haciendo cargo, como es lo habitual.   

 

Sí, aquello era lo habitual: que Sergey se hiciera responsable de todas las ocurrencias que a Karol le sobrevenían de manera recurrente. Sonrió, melancólico y enternecido por los viejos tiempos, acarició la calva intencionada de Sergey.

 

—¿Y el pequeño Karol? ¿Qué pensaría él? —Inquirió el ruso, incorporándose una vez terminada su labor.

 

—No lo sé—suspiró, acercando su rostro—, pero seguro estaría feliz. Sí, en serio feliz, porque a pesar de los años nos seguimos manteniendo juntos.

 

Sergey besó su frente, permaneciendo unidos por la calidez de la frugal caricia.

 

—Tengo miedo, Sergey.

 

—Está bien tenerlo. ¿Quieres saber la aterradora verdad? Apenas domino el temblor de mis manos. El miedo nos mantendrá alerta. Cámbiate y acabemos con esto.

 

Cuando Sergey volvió a verle en la galería de Neverland, Karol vestía como el hombre que siempre debió haber sido. Se le nubló la vista por las lágrimas pero no derramó una sola, habría tiempo para eso: para llorar y suspirar por lo que les habían robado, para maldecir a los responsables, también habría tiempo para sanar.

 

Lo siguió a una distancia prudente, atento a movimientos sospechosos. Nadie parecía particularmente interesado en ellos sino en el espectáculo que Karol había proporcionado como pantalla para huir. El club estaba saturado y costaba abrirse paso entre la turba. La salida nunca se le antojó tan complicada y distante. Karol iba por delante, de a ratos altivo, y en otros encogido. Tenía razón en temer: los espías de Grozny y de León andarían por ahí, camuflados de clientes y siendo como sombras.

 

Observó a uno de los empleados cerca de Karol y se tensó. Pensó en Andrei, quien había resultado infiltrado de Grozny. Karol se lo había confesado entre lágrimas, quebrado por el descubrimiento, y cuando Sergey volvió a insistirle en una huida, Karol lo sorprendió con su determinación.

 

El empleado pasó de largo a Karol, sin reconocerlo. Nadie más intervino en el recorrido: la salida fue atravesada por Karol y casi enseguida por Sergey. Ambos subieron a una camioneta polvorienta y se marcharon de ahí. No hablaron en el viaje; Sergey echando ojo al retrovisor en cada oportunidad y Karol mirando compulsivamente por la ventanilla; así llegaron a la estación Euston.

 

—Cuando Léon se entere de tu desaparición estaremos cruzando el mar en ferry.

 

—Emitirá alertas a aeropuertos y buscará por carreteras, sabe que viajar en tren me pone mal, lo desechará de momento.

 

—Aunque no lo hiciera, Karol, los papeles que nos conseguí son confiables. No nos encontrará, te lo prometo.

 

Karol cogió la mano del ruso y la apretó contra su palma sudorosa.

 

—Espero que culpe a Grozny y se maten antes que investiguen nada. ¿Es mucho pedir?

 

—No. Es posible. Ojalá tuviéramos tan buena fortuna.

 

—No nacimos con buena suerte, por eso nos preparamos para lo peor. He dejado todo atrás, lo rastreable e incluso lo que no me supondría problemas, no quiero pecar de falto de imaginación. León es un hombre creativo, como buen Vor, pero ya no soy ingenuo: sé de lo que es capaz. No traje joyas o dinero conmigo, absolutamente nada, ni siquiera una pluma, así que todo depende de ti. ¿De verdad estás seguro en querer asumir la responsabilidad de lo que esto implica? Sergey, mírame, esto es serio, tomar este tren podría significar…

 

—Muerte. Y… también vida. —Sergey se giró para observarle de frente. Detenidos frente a las pantallas de destino, afianzó el contacto entrelazando sus dedos.  —Así que estamos al borde de una cuchilla doblemente afilada. Podemos seguir con lo planeado: tomar el tren a Liverpool y luego cruzar el mar. O podemos regresar a nuestras vidas, a escondernos en oscuridad mientras esperamos por una muerte inminente.

 

—Quizá esto que hacemos también nos arrastre a una muerte inminente.

 

Sergey sonrió como si tal posibilidad no le restara calma.

 

—Sí, probablemente así sea. Un viaje hacia la muerte funesta, propiciada por una búsqueda justa y legítima.

 

—¿Qué búsqueda es esa? —Rezongó Karol en un hilo de voz.

 

—Ciertamente, no por el amor que nos tenemos. No. Va más allá de eso. Esto es por tu libertad, Karol, y porque yo decido acompañarte en la lucha. Así que sí, respondiendo a tu pregunta, estoy dispuesto a aceptar las consecuencias de este viaje y estoy plenamente consciente de lo que conlleva mi relación contigo. Lo comprendo, Karol. Ahora, ¿nos vamos?

 

 

 

2

 

 

 

Roman terminó en el bar de su hotel, ahogando pensamientos a sorbos prolongados de whisky. La música suave amenizaba el ambiente y las conversaciones se alzaban sobre el tintineo de copas chocando y risas frescas, Roman estudió el entorno, deseando unirse al jolgorio: tener la habilidad de integrarse y divertirse con extraños. Lo social nunca había sido su fuerte y ser Grozny le sentaba mejor a su personalidad taciturna. Grozny implicaba silencio en alerta, observar desde un escondrijo y siempre llevar la ventaja; recientemente también implicaba estar con Andrei.

 

Era lo que más echaba de menos. Eso, y tener el control. De alguna manera se sentía a la deriva. Perdido en su propio perímetro, enredado en alguna de sus trampas. ¿Era la presión del cónclave? ¿Las advertencias de Karol? ¿Quizá la distancia obligada entre él y Andrei? Ya ni siquiera pensaba en Nina y esto lo mataba de culpa.

 

Apuró el resto del licor de un trago y así descubrió a una mujer joven mirándole desde el extremo opuesto; pensó en enviarle una copa de lo que sea que estuviese tomando, como en sus tiempos de soltería hubiese hecho sin reparos, pero se encontró antipático ante la mera idea de retomar aquel juego de seducción sin sentido. No era la compañía de una mujer lo que deseaba y cuando lo comprendió se llenó de burla hacia sí mismo. Evitó el conflicto que suponía una revelación de tal magnitud a sus cuarentas y salió hacia el balcón a fumarse un cigarro.

 

La llamada entrante de Léon no lo sorprendió. Al contrario, él era la razón principal por la que aún se mantuviera en activo.

 

—Está hecho. —Le anunció el Vor. No se advertía perturbado.

 

—¿Dónde?

 

—Te estoy enviando ubicación. No fue limpio así que más vale que tus hombres sepan fregar pisos.

 

—Me haré cargo. Abandona el lugar. —Ordenó con la intención de cortar.

 

—Una cosa más—dijo, y Grozny lo escuchó contener el aliento —. ¿Qué sabes de Karol?

 

Grozny inhaló una bocanada de humo y tiró la ceniza al viento.

 

—Me dio tu mensaje en Neverland.

 

Pese a recordarlo borracho y altanero, prefirió guardarse aquella apreciación. El silencio entre ambos se atirantó, como si Léon esperara más detalles de su visita. Se sintió exigido y eso lo molestó; se unió a la ola de inconformidades y estuvo a punto de desbordarle, sin embargo el resoplido iracundo del Vor tronando contra la bocina se ganó su interés inmediato.     

 

—Dime algo, Grozny, y responde con la maldita verdad—exclamó, crujiendo los dientes sin ser consciente —: ¿tienes algo que ver con el hecho que Karol esté abandonando la ciudad?

 

De espaldas a la noche y recortado en oscuridad, Grozny sintió la pregunta como una losa sobre el pecho, cortándole la respiración involuntariamente.

 

Después, vino la furia.   

 

       

 

3

 

 

 

Andrei volvió malhumorado de Neverland, cargando unas latas de cerveza que había comprado en el camino de regreso a casa. Completó el viaje en taxi con centavos y así se percató que estaba oficialmente quebrado. Meditó socarrón la oferta de trabajo que Roman le había conseguido, pues le costaba imaginarse en traje sastre, plantado en medio de una exhibición rusa después de haber bailado en un putero sin ropa. Además, ¿qué sabía él de arte ruso?

 

Abrió una cerveza y se despatarró sobre el sillón de su sala. Dio un largo trago, tan largo que se bebió casi la mitad del contenido. Pensó en Vladimir y la celda fría que lo encerraba e inevitablemente le inquietó si acaso ya lo odiaría a esas alturas. Ese ramalazo de conciencia molestaba a la parte de sí que ansiaba mantenerlo preso por mucho tiempo, aunque no solía durar demasiado.

 

Vladimir se diluía en su memoria, como un paisaje repetitivo que se decide ignorar. A veces, si se empeñaba en creerlo, sentía que podría olvidar incluso su rostro: un cuerpo alto y esbelto, y un manchón borroso por cara. Sí, podía lograrlo, había días enteros en los que ni siquiera lo recordaba, y cuando más convencido estaba tenía la mente sumergida en otras nimiedades, sin pensarlo. Y él llegaba a sus oídos. Su risa, su voz. Lo llamaba. Andrei. Y sentía el corazón en llamas.

 

El ciclo se repetía entonces, recordándose su nueva vida y sobre ella el presagio de un cielo claro y despejado. Pero no sabía qué hacer con ella. No la quería. No así, sin Roman.

 

Terminó el resto de la cerveza y la aplastó en su puño, lanzándola contra la pared más cercana. Su vista se enturbió y cuando reaccionó había volcado la mesilla de centro junto a las latas espumantes, derramando cerveza a presión.

 

—No es un cielo claro y despejado. Es gris y lluvioso. Aquí siempre llueve.

 

Observó el desastre; el silencio le perforaba los tímpanos. Se levantó agitado, caminando hacia la ducha se quitó los zapatos en el recorrido y se metió bajo el chorro de la regadera con ropa, tratando de aplacar la respiración jadeante. Llovió ahí y afuera, Andrei percibió el sonido furioso del agua azotando contra la ventanilla del baño que colindaba hacia el jardín. Cerró los ojos, manteniendo la boca entreabierta; los hombros se sacudían como hojas temblando ante el viento. Lloró pero no fue consciente de cuánto, el agua dulce arrastraba la salada de sus lágrimas.

 

Se apaciguó lentamente, al son de la tormenta de afuera. Se deshizo de la ropa empapada y salió desnudo con el vestigio de la tristeza impregnado en sus ojos cansados.   

 

Tocaron a la puerta aunque no estuvo seguro al principio. En la duda aprovechó para pasarse una sudadera por la cabeza y al terminar de ensamblarla el tibio sonido se volvió demandante. Sin importarle que no estuviese decentemente vestido apresuró los pasos hacia la entrada con el corazón dispuesto a dispararse por su garganta.

 

Abrió.

 

Grozny le observó bajo el dintel de la puerta. El cabello más largo de lo acostumbrado goteaba incesante, al igual que sus ropas oscurecidas por el agua. Andrei deseó estrecharlo contra su pecho y llorar en su garganta. Deseó estrujar su carne con violencia y reclamarle por su cruel abandono; confesarle lo mucho que lo había buscado; eran tantas preguntas, tanta su decepción, que apenas dominó su primer instinto. Cruzó los antebrazos sobre su estómago y esperó la primera palabra.

 

—Está bien, —dijo Grozny, recorriendo sus piernas desnudas con desinterés. —No es necesario que me invites a pasar, de hecho, quiero hacer esto lo más rápido posible.

 

Andrei enarcó una ceja, pensando si se podía ser más hijo de puta en un reencuentro que él ni siquiera había pedido. Al menos no directamente.

 

—¿Qué quieres, Grozny?

 

Lució desesperado, dando medio paso y luego retrocediendo. Peinó el cabello no con sus dedos sino con la palma, masajeándose el hemisferio derecho. Además de desesperado, también se vio frustrado, Andrei lo dedujo desde su sitio, sus esperanzas convertidas en rescoldos ardientes.

 

—Karol ha escapado.

 

—Bien. —Respondió Andrei, observando la punta de sus pies con fingido aburrimiento. —Debió hacerlo desde hace mucho tiempo.

 

El cuerpo de Grozny se paralizó antinaturalmente y Andrei se obligó a verle. Su mirada le atravesó con frialdad.

 

—Un cónclave se hará lugar en dos días, Andrei. Léon ha desaparecido también, al parecer en su búsqueda. Si él lo encuentra primero…

 

Andrei suspiró, encajando las uñas en la carne de su brazo. Cónclave. Por un puto cónclave. Comenzaba a comprender a la esposa de Grozny y sus demandas de atención. Roman había sido un hombre, antes que Grozny le devorara desde adentro; al agente no le importaba nada más que su misión.

 

—Así que estás aquí por información. —Andrei sonrió, pero el gesto duró poco. Grozny se acercó, sujetando su hombro con cierta intimidad.

 

—Esto es muy grave, Andrei. ¿Crees que escapó sin ayuda? Sergey está con él; ¿necesito decirte lo que pasará si Léon los encuentra primero?

 

Sintió el contacto cálido imprimiendo una sensación de hormigueo ascendente, como una serpiente después de hundir sus colmillos emponzoñados. Dimensionó el significado de vida por el momento que duró la caricia: el bombeo del corazón golpeteando como un tambor de guerra; la sangre fluyendo vertiginosa como la corriente eléctrica de una centella y la respiración eclipsada por un anhelo entrañado. Y detrás de todo aquello, discernió su manipulación.   

 

¿Así de patético soy a tus ojos?

 

Siguió la sombra de su brazo, recordando con claridad la voz angustiada de Karol, y a Sergei cantando iré a las montañas lejanas, a los valles grandes, y voy a pedirle al viento del desfiladero que no duerma hasta tarde. Podría hablarle de la cabaña en Belfast, donde seguramente se refugiarían por algún tiempo.

 

Me abrí el vientre por ti; quité a Vladimir del medio por nosotros. ¿Qué hiciste tú, Roman?

 

—Me abandonaste. —Musitó Andrei, perdido en las gotas brillantes que descendían en oscuridad. —Me abandonaste cuando más te necesitaba.

 

Y no hablaba de la puñalada; deshacerse de Vladimir fue su decisión más dolorosa. Grozny le cogió por las mejillas con suavidad, fijando sus miradas, Andrei descubrió arrepentimiento. Pero no era suficiente. Ya no.

 

—Hablaremos de eso, te lo prometo. Tendremos tiempo para nosotros. Ahora, Andrei, te lo suplico. ¿Sabes dónde podría estar Karol?

 

Lo sabía. Y ni siquiera estaba tentado en revelárselo.

 

¿Soy el perro que mueve la cola, con la pelota entre las fauces?

 

—Lo siento, Roman. No lo sé.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

     

 

 


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