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Neverland por Jahee

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31

 

Las Noches de Moscú

 

La actitud beligerante de Léon no pasó inadvertida para los agentes londinenses así como su nula cooperación. El jet privado que los transportaba de regreso  pertenecía evidentemente al Servicio de Inteligencia Secreto, pues Léon reconocía el talante de quienes habían estado tras su sombra por tanto tiempo. Léon viajaba con Karol, cuya presencia desvanecida reposaba alejada pero visible para el Vor, y aun pudiendo percibir la cínica mordacidad del par de hombres que los acompañaban, lo trató con indiferencia porque así le dictó el corazón. La burla silenciosa, expresada en muecas y miradas, parecía regodearse de su aparente desapego por Karol; casi podía escuchar sus pensamientos, tenían acústica y retumbaban como tambores dentro de su cabeza. Lo sabían. Si no había sido por Grozny lo sabían ahora porque era obvio.

Sabían que era una rata porque era maricón. Y de aquellas dos verdades Léon no supo cuál le humillaba más.

Un agente se acercó a ofrecerle agua pero no se tomó siquiera la molestia en rechazar la invitación. Pensó en su padre, cuyas advertencias de antaño emitían focos rojos en su mente; los servicios secretos tenían más de una agenda y eran conocidos por serviles. Él mismo había actuado bajo el comando de sus siniestros personajes: Grozny… le debía muerte. Sólo pensar en la venganza lograba menguar el ardor de su vergüenza.  

—No te molestes, asumirá que está envenenado. —Aseguró el agente más rubio. —Tienen una mitología bastante extendida en su hermandad, he escuchado una que otra de sus fantasías; el suero de la verdad al estilo Harry Potter sigue siendo mi favorito.

El segundo agente soltó una risilla forzada, retirando su ofrenda del campo visual de Léon.

—Sería de gran ayuda, al menos así podríamos averiguar por qué su traje está manchado de sangre si claramente no está herido él o su acompañante. —Dijo la palabra con ironía. Léon sintió su sangre hirviendo, acalorándolo a pesar del aire acondicionado.

—Entre muchos otros detalles. —Agregó, inclinado hacia Léon y sondeando su rostro. Para su desconcierto, Léon giró el cuello en su dirección quedando palmo a palmo.

—¿Sabes cómo diferencio a un agente de Scotland Yard con uno de MI6? —Siseó en aparente calma. —Claramente por el olor. The Yard hurga en la basura pero ustedes lo hacen entre la mierda. Así que cuando te dirijas a mí procura que sea a una distancia prudente, donde tu aliento no me provoque náusea.

Ambos policías rieron a carcajada abierta, matando las instrucciones del piloto para el aterrizaje. Léon se abrochó el cinturón mientras los hombres volvían a sus asientos, todavía con el brillo de superioridad relampagueando en sus miradas. No ven al Vor, a Léon Korsakov, la Leyenda; ven a una rata y a un maricón: capaz de entregar a su padre con tal de evitar Delfín Negro. Un escurridizo que terminará en una isla tropical con un nombre falso y un empleo de porquería, viviendo una vida de sodomita. Ven a un cobarde.  

Léon deseó guardar la imagen de aquellos hombres riéndose a su costa para después. Sesgó la cabeza buscando el ángulo adecuado y con sus dedos simuló el encuadre de una cámara. Los fotografió en su mente, dos clics, y al tercero, ninguno sonreía, le veían con extrañeza e incomodidad.

Lo prefería así.

Todavía de madrugada arribaron a casa en auto; Karol en brazos, envuelto entre frazadas. Lo llevó a su habitación y lo arropó sobre la cama. El efecto del sedante no tardaría en pasar, Léon no estaba seguro cómo enfrentaría su histeria cuando volviera en sí y recordara la muerte de Sergey. Recorrió el pesado cortinaje de la ventana, permitiendo la entrada de luz: la luminaria artificial de la avenida empalideció severamente el semblante de Karol. Léon apartó la mirada con pena, girándose hacia el paisaje urbano.

Solía afirmar que sus traiciones eran sacrificios por Karol, para salvaguardar su integridad física. La verdad era que no pensó en él cuando apagó la vida de su padrino casi tres años atrás; o cuando decidió entrampar a sus hermanos criminales, mucho menos al malograr el escape del viejo Romanov. No. Y honestamente, tampoco apuñaló a su mejor amigo para ahorrarle un destino cruel.

Lo hizo por él mismo. Por Léon Korsakov. Para que su nombre y apellido no se vieran denigrados. Porque ser homosexual en el hampa equivalía al deshonor, y su apellido, encumbrado en territorio gulag, sería sinónimo de pulla si su secreto salía a la luz. ¿Y qué más daba aliarse a Grozny y traicionar su hermandad siendo ya marica? Antes de rata siempre sería maricón, y no existía nada más abajo en aquel escalafón. 

Karol despertó, removiéndose confundido bajo las sábanas. Léon lo observó por el rabillo del ojo preguntándose cuánto tiempo tardaría en echarse a llorar. Su silencio le motivó a enfocarlo en la semipenumbra; Karol, pálido y derrotado, lució desganado incluso para el llanto.

—En media hora pasarán a llevarte a una casa de seguridad; esperan recoger a una mujer así que trata de verte como una.

Karol permaneció absorto, parpadeando con pesadez; susurró repetidamente el nombre de Sergey de manera agonizante, apagándose tras cada mención. Sus labios, otrora como bayas de fresno, ya azulados y trémulos, se movían sin el impulso de su voz. Léon detestó su evidente dolor, pues era causado por una pérdida tan significativa que parecía haberle robado media vida. Si hubiese sido yo; si pudieras cambiar los lugares…

—Está en ti. Su muerte está en ti. —El timbre siempre modulado de Léon se volvió cavernoso, casi gutural. —Siempre lo supe, Karol. Sólo hacía falta verlos interactuar: como dos adolescentes estúpidos. Lo permití, permití tantas cosas para compensar otras y al final me la volviste a jugar.

Se observaron fijamente y Léon supo entonces a dónde se había ido todo el vigor de su cuerpo: se concentró en su mirada. Ardían, aquellos ojos ardían como antorchas en una oscuridad absoluta. En silencio, le sentenciaban. Habían llegado a ese punto. Karol era una amenaza latente, una bomba inexplotada, ajada por el tiempo pero presta a liberar su furia en el momento más impensable. Karol era… una sombra acechante, un puñal por la espalda esgrimido en venganza.    

Un total y peligroso estorbo.

—No lo hice porque fuese tu amante. Lo hice para enseñarte una lección: no me puedes joder. No me puedes burlar. No me debes traicionar.  

Pero siempre lo había sido.

Y él, un hombre con las estrellas en carne y sangre, que sabía cómo lidiar con los indeseables, entendía perfectamente lo que había de hacerse. Lo supo desde el día que Grozny apareció: meditó la opción de la guadaña aunque no por mucho; decidió en aquel entonces como decidía ahora. Si su ocaso resultara en los ojos ígneos de Karol cogería aquella muerte con la certeza de abrazarla; sería dichoso su final: el sino anunciado tras un rostro conocido no lo tomaría por sorpresa y la sangre derramada quizá alcanzara a lavar sus pecados.

Y son tantos; no acabarán esta noche ni a la mañana próxima.

Dio la espalda a la ventana, recortándose sobre los abedules sobresalientes. 

—Hoy moriste para mí, Karol. El resto de tu vida será un funeral prolongado, me encargaré personalmente, con dolo y saña, que así sea.

Se acercó al pie de la cama, deslizándose silenciosamente hacia la salida.

—Me mataré primero. —respondió Karol con firmeza.

Léon se detuvo con media sonrisa en el rostro: una que le deformaba las facciones.

—Entonces hazlo: rebánate la garganta o arrójate de la azotea; sólo asegúrate de quedar bien muerto. No cuidaré los despojos de un intento fallido. Oh, no. Te pudrirías en tu propia mierda antes de obtener una sola consideración mía.

Y salió sin darle la oportunidad de réplica.

Se habían fallado, uno al otro, y ahora sólo hablaba el odio. Se sentía real y no como una de sus habituales máscaras. Léon sentía despreciarlo con tal intensidad que de figurarlo muerto, una sensación cálida le brindaba alivio instantáneo. Se encerró en la biblioteca mientras el sol despuntaba y su celular vibraba con las llamadas insistentes de Grozny.

Despatarrado sobre una silla de alto respaldo se sirvió una copa y la bebió de un trago. Repitió la maniobra tres veces más, descubriendo un teléfono genérico al fondo de una de las gavetas del escritorio; lo encendió y tecleó un número salido directo de su memoria: dos tonos ininterrumpidos hasta obtener respuesta a mitad del tercero. 

—Cambio de planes. Mikheil no los acompañará, tú comandarás el operativo. ¿Tenemos al objetivo?

—Mikheil tiene tres días desaparecido. —Respondió una voz pausada. Léon recordó sus ojos muertos mirándole desde la alfombra ensangrentada. Rebasó la copa, encharcando el escritorio de líquido ambarino. Su descuido lo llenó de rabia desmedida y de un manotazo proyectó la copa contra un librero empotrado.

—Tengo razones para mantenerlo oculto. En su ausencia, sus hombres son míos; ahora, no me hagas repetirlo: ¿la tenemos?

El hombre carraspeó, intimidado. —Sólo esperamos autorización. —Dijo.

Léon sonrió genuinamente a la nada.   

—Que comiencen Las Noches de Moscú.

Las puertas se abrieron con estruendo, entre ellas, la figura tambaleante de Karol se introdujo con el mismo pijama enlodado de Belfast. La mirada ardiente de antes, decidida, le enfocó deslumbrado por la iluminación natural que llenaba la estancia. No iba solo: su puño derecho sujetaba una pistola de acero. Léon le observó interesado, dejando caer el teléfono percibió el susurro de sus plantas desnudas arrastrándose contra la madera del piso.

Karol le apuntó a la distancia y su mano no tembló.

—¿Vas a matarme? —Inquirió escéptico. Karol continuó avanzando. —¿Al menos te has asegurado que esté cargada?

Desvió la dirección por poco y disparó bronco; su majestuosa águila disecada salió despedida del tronco que la sostenía en una nube de polvo y plumas.

—Así que te has preparado para este momento. —Su puntería era envidiable y sabía controlar el retroceso. Léon no recordaba haberle enseñado nociones básicas siquiera. Sonrió, fascinado. —¿Qué otros secretos escondes, cariño?

Karol se detuvo abruptamente.

—No más secretos, Léon, hijo de puta. Debí matarte antes, ¡no sabes cuánto me arrepiento! Me quitaste todo, me aislaste del mundo… ¡Y Sergey! ¡Yo lo amaba!

—¿Amar? No… tampoco sabes amar. Lo embarcaste a una misión suicida. Sabías que los encontraría y sabías que lo mataría. Sergey era una ilusión de escape. No tendrías por qué haber escapado si hubieses respetado nuestro acuerdo. Pero eres un maldito egoísta; ansioso e impulsivo. ¿Quieres un culpable? ¿Por qué no empiezas haciéndote responsable de tus decisiones?

Tembló, pero fue por contener la rabia hormigueando el dedo del gatillo.

—Lo acribillaste, ¡te bañaste en su sangre!, ¡¿y soy yo el que debe cargar con la culpa?! No hablas con el mismo chiquillo al que podías manipular. Se acabó, Léon. Sal de ahí y acércate despacio.

Léon obedeció mostrando sus manos a la altura de los hombros; rodeó el escritorio, desplazándose con actitud socarrona.

—Soy un Vor, las traiciones se pagan con sangre, o dime, Karol, ¿esperabas terapia de pareja? —Preguntó burlón.

—Esperaba un hombre. Sólo un hombre. Aunque eso fue al principio; después solía creer que eras una bestia. Pero no, ni bestia ni hombre. Ahora te veo, Léon. Eres un niño aterrorizado por su padre. Un mariquita traumado, sin los pantalones para enfrentarlo. La vergüenza no está en que se te ponga dura al desear a otro hombre; la infamia, el deshonor, está en lo que has hecho para tratar de ocultarte.

Le dolió; una fibra demasiado sensible, quizá insospechada, que no hubo manera de encubrir. Se recuperó con poca dignidad y terminó por anular la poca distancia que los separaba. Olvidó el asunto con Grozny y la venganza. Aceptó lo que vendría porque lo menos que podía hacer un hombre que vivió miserablemente era morir con honor.

—Recuerdo cuando me refugiaba en tu departamento; bebíamos con tus amigos, reíamos y éramos sin escondernos. Curabas mis heridas sobre tu cama y aliviabas mis pesadillas al dejarme hundir mi rostro en tu cuello; los vecinos se quejaban porque cogíamos como si recién hubiésemos descubierto el sexo, y la vista… la vista al Támesis nos permitía fumar en silencio y contemplarnos en paz. Fui feliz en ese lugar, Karol. Podría regresar el tiempo: detenerlo en aquella época y repetirlo hasta consumirme en el ciclo.

Karol afiló la mirada, la boca torcida en un mohín incrédulo.

—Incendiaste ese departamento para obligarme a correr a tu lado. Y te salió tan bien como todo lo demás. Léon… si planeas conmoverme con el pasado no estás haciendo un buen trabajo.

Un paso adelante y la boca de fuego besó su frente sudorosa. Léon sujetó el cañón con vehemencia, hundiendo el acero mientras medían miradas, —¿cómo me quieres, de pie o arrodillado?—Se contestó a sí mismo al dejarse caer de hinojos. —Vamos, ya está. Hazlo. No me arrepiento de nada.

Karol lo observó como un ejecutor haría: sobrado en la seguridad que no fallaría.

—¿Cómo nos encontraste?

 Léon accedió a dar la última revelación sin trabas.

—Eso es fácil: en alguna parte, al interior de tu carne, tienes un chip antisecuestro. Siempre he sabido dónde te encontrabas, incluso cuando mentías.

Karol se alejó instintivamente, el desconcierto efímero cediendo ante la presión pujante de la ira.

—Después de tu primera traición me resultó imposible fiarme de ti: la palabra de un cobarde, de un adicto, es lengua muerta y no vale nada.

Ganó la ira, Léon lo reconoció en su semblante: iba a matarlo y lo tendría bien merecido. Apretó los puños, esperando el ocaso anunciado. Pero sólo vino una brisa acompañada de una detonación ensordecedora. La brisa cálida le salpicó la cara, se coló por su boca entreabierta y le supo a ocre.

Vio a Karol derrumbarse sin gracia, como un ave colapsada cayendo sobre el asfalto. Azotó pesadamente en una postura extraña, de ultratumba, con la cabeza doblada hacia Léon: un ojo le devolvió una mirada muerta; el otro, de órbita estallada, destiló gruesas lágrimas de sangre.

—Karol… Karol… —Fueron susurros quedos, estupefactos. Léon se arrastró hacia el cuerpo tendido, lo cogió por los hombros y lo acunó contra su pecho, balanceándose de un costado a otro.

Soltó un gemido desgarrador. Profundo y desconsolado. Un lamento desde el alma.

Sus hombres se removieron inquietos a las puertas de la biblioteca; sombras aterradas que danzaban en el perímetro, discutiendo acaloradamente. Uno se acercó a paso firme, lo alcanzó y apretó su hombro con suavidad. —Tenemos que irnos, Léon. —El Vor lo encaró con los ojos anegados en lágrimas.

—Es Karol—musitó,—¡es Karol! ¡¿No lo ven?! ¡¿NO LO VEN?!

—Claro, Léon. Pero Grozny aparecerá en cualquier momento. Recuerda a Grozny, Léon. Recuerda los planes que tienes para él.    

Grozny.

Un nombre ajeno, lejano. No existía nada más que el dolor lacerante de ese momento.

—¡¿Quién lo hizo?! —Exigió en un arrebato; podía aferrarse al odio, a la rabia. Podía apostar todo a la venganza, incluida la poca cordura que le quedaba.

El nombre le fue dado. Léon cogió la pistola de Karol y el culpable fue abandonado: se hicieron a un lado, dejándolo a solas con su destino. Léon se encaminó con paso errático, le observó a la distancia, apenas reconociéndolo. Detrás del velo escarlata que nublaba su mente caminó hasta distinguir las facciones. Grozny. Aunque fuese otro rostro el culpable siempre sería Grozny.

—No la reconocí, Léon, pensé… que iba a matarte. —Alegó, estoico a pesar de advertir la sentencia firmada en la mirada del Vor.

La respuesta vino en forma de plomo. Léon vació el cargador contra su torso: estallido tras estallido las balas lo atravesaron en una ráfaga continua y certera; se encontró muerto antes de tocar el piso. Aunque fue un castigo insípido, incapaz de aportarle algo de alivio. Arrojó el arma lejos una vez cumplido su acometido, dispuesto a doblar las rodillas frente a los pistoleros, pues la dignidad  importaba poco cuando el cuerpo de Karol lucía yermo e inanimado como sus animales de colección en derredor. Pero precisamente sus hombres se encargaron de impedir la caída; lo condujeron fuera de la residencia casi a rastras y lo metieron a una camioneta camuflada de servicios técnicos.

Así abandonaron la escena del crimen.

 

 

2

 

El silencio de Léon tenía una estela de pudrición que fue haciéndose más escandalosa a medida que el tiempo pasaba sin haber respuesta. En el puerto de Londres, Grozny esperaba las coordenadas del skhodka con su equipo táctico listo para desplegarse por mar y aire. Alexandre y Roberts estaban entre ellos, el último figurando como un centinela deseoso de encontrar cualquier anomalía para hacerse del control; Grozny sentía su respiración demasiado próxima, entrecortada y ansiosa cuanto más tiempo transcurría y la traición era evidente. Por eso mismo no le tomó por sorpresa cuando alzó la voz, expresando su descontento sobre la situación.

—Una hora de retraso, Grozny.­­—Señaló lo obvio con aquel acento de inglés estirado que el checheno tanto detestaba. —Cumplimos con nuestra parte, trajimos de vuelta al Vor y a su amante sin hacer preguntas. Tu silencio me incordia, así que sé honesto: ¿tienes o no las coordenadas?

Grozny le vio por encima del hombro, haciendo notar la diferencia de estaturas aún sin pretenderlo.

—Creo que es bastante obvia la respuesta, Roberts—Intervino oportunamente Alexandre, suavizando la fricción entre ambos. —De tenerlas, ya estaríamos en altamar. —Dijo, con la particularidad suya de estampar mordacidad en su tono y percibirse como un reflejo auténtico de su personalidad. Luego, se dirigió a Grozny con semblante más formal. —Cinco yates de lujo navegan estas aguas, ninguno con las características de albergar un cónclave de mafiosos; podría ser algún pesquero para despistarnos, pero sinceramente, Grozny, esto no me da buena espina.

Grozny asintió. El entrecejo fruncido acompañándole a cualquier gesto. Aunque la confianza era recíproca con Scotland Yard y además reforzada por el caso Romanov, Grozny no descartaba una posible filtración: podía ser que el mismo Léon hubiese sido descubierto y anulado; Grozny sopesaba varios escenarios a la vez, tratando de encajar las piezas.

—¿Hay algún agente nuevo? ¿Alguien que no haya trabajado con nosotros antes? —Preguntó, despojándose del chaleco táctico húmedo de sudor.

—Nadie. Sabes que hemos mantenido un número reducido de policías por seguridad.

—Aun así, alguien pudo haber soltado información. —Insistió, yendo contra su corazonada.  

—Si fuera el caso Korsakov ya sería comida para perros, sin embargo no ha salido de casa, ni él ni su amante. —Se adelantó Roberts, con una sonrisilla sibilina.

—¿El Servicio vigila su casa? —La noticia no cayó en gracia a Grozny. —Estábamos en el acuerdo de no intervención; ¿cuándo iba a ser notificado siquiera? —el reproche fue para el agente de su confianza: Alexandre. El aludido encogió los hombros, señalando al inglés con una mueca rigurosa.

—Tú mismo nos metiste al juego; después de traerlos de regreso les dimos seguimiento, ¿esperabas menos de los espías, Grozny?

—No, por supuesto. Siempre se han caracterizado por ser convenientemente estúpidos en momentos cruciales. Mi relación con Léon es frágil; ¿crees que no notará a tus espías en sus escondrijos? ¡Teníamos un pacto, uno que garantizaba su casa como espacio seguro, libre de trasiego policial!

Roberts se envaró, a la defensiva.

—Ese es tu problema: haces pactos con criminales. No somos el FSB y tu autoridad aquí está limitada, te guste o no. —Eludió la mirada de Grozny, buscando respaldo en el agente londinense. Pero el hombre se cruzó de brazos, con los labios sellados en una antipática línea recta. —En vista de tu fallido operativo el Servicio se hará cargo de rescatar lo que sea que haya sido tu intención. No serán siete vory pero al menos será Léon Korsakov, te lo garantizo. 

Una llamada telefónica proveniente del móvil de Roberts interrumpió la atmósfera de discordia, atorando el reclamo de Grozny a media garganta. El hombre atendió al llamado sin disculparse, apenas girando medio cuerpo hacia el buque patrullero ya desierto de oficiales. Roberts se limitó a escuchar, permaneciendo en silencio, por lo que Grozny dedujo como un reporte apresurado pero urgente. La comunicación no se prolongó. Roberts colgó y volvió la cabeza, observando a Grozny con intriga en las rendijas que se tornaron sus ojos.     

—Una camioneta sospechosa entró y salió de la residencia del Vor, el Servicio la siguió hasta un club nocturno de nombre Neverland; Korsakov bajó de la camioneta y se adentró al club. Su guardia personal está con él. ¿Tiene esto sentido para ti, Grozny?

No tuvo oportunidad de responder. Su celular también vibró en el puño de su mano, la pantalla iluminada anunciando el mensaje de un número desconocido. Grozny desbloqueó el móvil y desplegó el mensaje: leyó las coordenadas, voraz; las introdujo al lector y esperó el segundo más largo de su vida. La ubicación arrojada lo estremeció de terror. Y repitió la operación, pensando que se trataba de un error. Sin embargo, el resultado no cambió.

Vislumbró las aguas meciéndose antinaturalmente parsimoniosas, de un resplandor insoportable. Parpadeó repetidas veces, pero la película blancuzca que dañaba su retina parecía provocada por él mismo. Las voces de Roberts y Alexandre se abrían paso por su canal auditivo como un arrullo, tan lejanas como ecos fantasmales. Grozny reconoció la sensación que le azotó como un martillo inmisericorde, de turbación y horror, aplastando su corazón de un instante a otro; aquel malestar no le era desconocido: su toque serpentino lo había paralizado antes, cuando Dina le fue arrebatada sin que él pudiera más que observar y tragar lágrimas amargas.

—Las coordenadas…—murmuró sin escuchar su propia voz, aturdido y aún encandilado. —Son de mi casa en Newcastle.      

 

 

   

 

  

   

 

Notas finales:

Capítulo difícil. Gracias por leer.


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