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Rival Consanguíneo por Vampire White Du Schiffer

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+ : : Telón III : : +

Después de hablarlo por vez primera, Hibari y Dino llegaban juntos de la escuela y era maravilloso. La puesta de Sol no significaba nada para ellos, porque tenían una luz propia y envidiable que iluminaría el apartamento del estudiante incluso a media noche. Al entrar por la puerta se tomaron dulcemente de la mano, cruzaron una mirada discreta y en un asomo de aventura, el profesor levantaba en vilo al moreno para cargarlo y llevarle como si fuera la luna de miel. Una pareja de recién casados, pero que tenían la experiencia de mil noches de bodas en los cuerpos. Se amaban tanto.

El corazón sabía delatar con inteligencia, el bombeo de sangre fue violento al punto de agolparse cruelmente en las mejillas de Hibari. No había mayor deleite para Dino que ése.

—Déjame besarte –dijo el mayor al oído de Kyōya al acomodarse en la solitaria y fría cama.

—Haz lo que quieras –respondió relamiéndose los labios, con la respiración agitada y vergüenza acumulada en cada poro de la piel. Inmediatamente cada uno desnudaba al otro. Casi arrancando las prendas, al borde de desprender los botones de los hilos. Deseando que se apartase todo obstáculo.

Las delgadas piernas de Hibari se levantaron en arcos sin flecha, con las rodillas en alto y temblando de cabo a rabo. El enorme y bien proporcionado cuerpo del adulto le torturaba. Ligera y comprensible envidia de juventud.

Aun así se entendían. La relación nacía en ellos y en ellos se agotaba el contenido. Desvanecieron las ideas sobre el mundo exterior y como dos pequeños volcanes se dedicaron a explotar. Y lo disfrutaron al máximo. Sabían que la ronda no iba a ser infinita, pero bien se podría alargar entre muchos juegos. Las pasiones se unieron y mezclaron homogéneamente. Lo más dulce era besarse con la noche por testigo. 

En los estómagos se expandían olas deliciosas. El moreno abrazó por el cuello a Dino, y le dijo quedito lo que siempre había deseado declararle:

—Te amo, profesor.

Después de eso, Hibari Kyōya despertó.

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Superando la línea que divide el universo, rodó de nuevo en la cama, dibujando un nuevo límite supo que ya pasaban de las dos de la tarde. Se incorporó hasta quedar sentado en la alborotada cama y se limpió frente y mejillas el sudor que corría como cascada.

El sol debería estar iluminando afuera, pero eso no tenía importancia, lo demente era la depresión de Kyōya. Escuchaba voces en el fondo de la cocina. Cómo sí el profesor de inglés siguiera allí, sentado en el banquito de madera, esperando el café. Para al término guiarlo hasta la habitación donde charlaría con él, por primera vez, tan cerca y en confianza, hasta poderle revelar los sentimientos fervorosos.

Y lo anterior sólo era un sueño más.

Conforme uno va añadiendo las vivencias en el revelador álbum del transcurrir humano, los seres humanos se percatan del despilfarro de buena suerte que hacen en múltiples ataques de estupidez. Por mayoría espantosa, se va armando un patrón en todas las adolescencias. Probablemente los estudiosos de la mente tienen mucho tiempo libre. Aquí Hibari estaba sumergido en una oscuridad mortal. Cada que se sobreponían las ajugas en el reloj se sentía peor, más solo que cualquier ser en el mundo. No tenía con quien compartir su pena y agonía. Estaba en el abandono completo y eso aumentaba la amargura de la soledad. Hoy eso estaba por cambiar, aunque no era de la manera en que el moreno deseaba bobamente. La tristeza en serio puede marchitar todo.

Posándose frente al espejo, tocó las ojeras causadas por agripnia que adornaban sus rasgados ojos. Como sea que fuere, el estudiante debía prepararse para salir.

Sin tomarle atención a la vestimenta, pues no se consideraba más que un espectro sin valía, se preparó para ir a la casa de Dino Cavallone con la garganta hecha nudos y desazón en los labios.

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El corazón latía de prisa por el desasosiego. Sostenía en su mano derecha ese órgano y miró a ambos lados de la calle para asegurarse solo. Esto era agrio, sumamente agrio. El mocoso Cavallone apareció justo en la puerta sin llamarlo.

—¡Bienvenido, Hibari-san! –se retiró lo suficiente como para dejar entrar al mencionado y extender la mano hacia adentro.

—Con permiso –murmuró sin sabor, quitándose los zapatos y dejándolos en la entrada, Tsuna tomó la medida innecesaria de acomodarlos muy junto a los suyos y sonreírle calmadamente mientras le indicaba adónde ir.

—Me alegra muchísimo verlo –dijo sinceramente.

—Nnn –el casi gruñido bivalente. Estaba ocupado, tremendamente ocupado –. Así que aquí es donde vive él –se dijo a sí mismo.

—¿Sucede algo? –preguntó el anfitrión mirando de soslayo a su invitado que miraba a toda cosa con ojo crítico. El castaño ofreció una bebida que Hibari aceptó en ausencia de verdadera atención.

Podría ser el recibidor estilo japonés, piso hecho madera y las flores orientales en el jarrón dispuesto en la mesita donde ponían las llaves, pero el interior tenía otro aire, no por eso menos agradable. Había algunos cuadros estratégicamente colocados y existía mucha luz en la sala. Hibari se sintió en una verdadera casa. Con paso involuntario se acercó a  la chimenea porque arriba había fotografías de la familia. Con empeño buscó una imagen de Dino solitario y pudo hallarla después de unos fugaces vistazos. Allí estaba el Sol que iluminaba sus días de reflexión. Tomó el marco con delicadeza y suspiró al tallar el dedo índice en el duplicado perfecto del rostro de adonis.

—En esa imagen papá tenía veinte años –apareció Tsuna a espaldas de Kyōya que inmediatamente dejó la fotografía en su lugar.

—Se ve igual de herbívoro –dijo dirigiéndose a tomar asiento.

—Mejor será que vayamos a la habitación –agregó el castaño con cierta timidez –. Mi madre o padre no tardan en llegar y podrían hacerte una entrevista –se rascó la cabeza y rió bobamente.

—Eso será molesto.

—Pre-Precisamente por eso –aseguró –. Ya llevé un par de bebidas allá arriba –hizo un ligero movimiento con la cabeza indicando la dirección probable de su alcoba.

Kyōya hizo una mueca y chasqueó la lengua después. Quién sabe qué quería hacer allá arriba el chico aparte de jugar videojuegos, de todos modos, a eso Hibari no le preocupó.

Más tarde descubriría que no tomar una actitud defensiva al cien por ciento sería otro error sumado a la lista del álbum de su vida.

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Estaban solos en una amplia y cómoda habitación. Una cama bien arreglada y ventanas con cortinajes frescos. Pasaron el rato tratando de aguantar una ronda frente al televisor con la consola encendida, pero simplemente el visitante se mostraba con falta de disponibilidad para este tipo de entretenimientos que estaban a la moda.

Tsuna sentía que no podía aguantar más, cerró los ojos con fuerza y trataba de hilar bien los planes. Hoy iba a ser el día en que demostrara a Hibari los sentimientos guardados. Hoy perdería el miedo y se confesaría de una manera poco convencional y realmente peligrosa.

El viento de la desgracia, o como cierto Dios Escritor canta, sopló en contra de Kyōya una vez más porque Dino los encontró a los dos en el suelo, uno sobre el otro, con toda ropa puesta. Sólo que las respiraciones eran agitadas porque dedujo una pequeña lucha entre ellos. Pero el aspecto que tenían los dos, rostros sonrojados y labios juntos, daba a pensar otra cosa por obviedad.

—Tsuna –murmuró el padre con los ojos fuera de sus orbitas.

Hibari estaba peor. Tenía unas ganas enormes de moler a golpes al atrevido de Tsunayoshi… por haberlo besado y por dejarlo en semejante plató ante el profesor que tanto añoraba. Por eso no tuvo más remedio que salir corriendo, chochando sin querer contra el rubio y bajando quién sabe cómo todas las escaleras y abriendo la puerta sólo para azotarla.

Corría y perdía la noción de todo lo demás. A los lados sólo estaban las difusas imágenes de la vida común y corriente. Pero a cada zancada una lágrima iba tocando el suelo. Jamás se había sentido tan humillado y desesperado. Las fuerzas no le alcanzaron y quedó en un callejón sin nombre, lanzándose contra un bote de basura del que escaparon un par de ratas.

Llovió otra vez atrás de sus frontales. El piso sucio le recibió muy bien. Claro, era tan poca cosa como él. Él no valía nada, ahora ya tenía por sentado el prototipo de persona que se forjó el profesor. Alguien sin remedio, sin salvación, que estaba a punto de ser poseído por su hijo. El corazón ya estaba roto desde hace mucho tiempo, pero ahora cada minúsculo trozo, puro y llano, era tirado a la barranca de la muerte. Ya nada valía la pena, desde un principio había valor allí.

Hibari no dejó salir su voz, sólo gotas sonantes. Todo se convirtió en cenizas.

—Ojalá pudiera morir, esto quema demasiado –de nuevo puso la mano en el pecho, donde se suponía había un corazón. Y sostenía una amena plática con la mente propia, el único ente sincero, a veces sarcástico, y reprochador con el que contaba.

¿Por qué?

—No tengo importancia, así que debería largarme para siempre.

¿Por cuál razón?

—Me duele decirlo, porque lo amo tanto que duele –apretaba los ojos para evitar mirar el mundo que le repudiaba; incluso había repudio por su persona.

¿Por qué no se lo dices?

Tal vez comprenda.

—Prefiero morir antes de ver su cara de asco –esa fue la más coherente justificación. Y también una entendible pero cobarde –. ¿Qué haría el profesor de saber que llevo años espiándole? –rió con amargura –. Me expulsaría de la escuela –estaba muy cómodo en la esquina que olía a basura –. De cualquier forma, pasaré a ser algo muerto para él. Ojalá tuviera la sapiencia de que me odiará, tal vez me dolería menos.

De repente se dio cuenta de que su consciencia ya no le respondía.

—¿De verdad me veo como un ogro, Kyōya?

Jamás imaginó que un momento pudiera llegar a sentirlo como un siglo. Mucho menos que el Sol alumbrará en la penumbra del Inframundo.

Cavallone Dino extendió la mano en medio del callejón, para levantar a Hibari, regalándole una sonrisa bendecida por los mismos arcángeles, con sudor adornando la frente.

—Trata de no correr sin zapatos para la próxima, que no te volveré a cargar –declaró al no ver reacción por parte del moreno.

Estaba en los fuertes brazos y en el suave, cálido, pecho del sujeto dueño de sus ensoñaciones. En ese momento, la acción surgió espontanea, Kyōya levantó los brazos con languidez y depositó un suave beso en los labios del rubio.

—Yo lo amo, profesor…

—Ya lo sabía.

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No debes tratar con tantas fuerzas decirme adiós, si ni siquiera nos hemos presentado con propiedad.


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