Llorar.
Es eso lo que hacen los bebés cada vez que tienen una necesidad y es lo que hacía aquel pequeño recién nacido —no parecía de más de un mes— en los brazos de una mujer esbelta, quien vestía una larga capa oscura con capuchón que cubría, gracias a la oscuridad de la noche, casi en su totalidad su rostro. Aparentemente, se trataba de su madre.
“Vamos, querido. No llores… Te llevaré a un lugar bonito.” Murmuraba en un tono de voz no tan dulce, sino más bien algo irritada. Lo mecía en sus brazos tratando de calmarlo para pasar desapercibida a la vez que apresuraba el paso para poder llegar prontamente a su destino; un hogar de menores cercano a la avenida principal de la ciudad. No tardó mucho en llegar a su destino, pues no vivía en una ciudad muy grande.
Un hombre atendió la puerta. Parecía saber los motivos de la mujer, porque tan pronto como le vio no dudó en tomar al pequeño y adentrarse con él en el hogar, dejando fuera madre de éste.
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Se encontraba sentado a la sombra de un árbol, en medio de un parque verdoso y poco frecuentado, era el lugar ideal para pasar un tiempo a solas y sumergirse en sus propios pensamientos gracias a la tranquilidad que éste otorgaba.
Por más que lo intentaba, no lograba recordar nada sobre el suceso ocurrido hacía 15 años atrás, cuando llegó al hogar donde actualmente residía. Todo lo que sabía sobre su pasado, era lo que se les permitía contar a las personas que les asistían y que era bastante evidente: había sido abandonado. Sin embargo, no todo era malo ahí. Había conocido personas que de alguna u otra forma habían marcado su vida, pero ninguna era tan especial como él; Peniel.
Peniel había sido su primer novio, fue con él que descubrió su atracción por las personas de su mismo sexo a la corta edad de 14 años y han salido desde entonces. Siempre a escondidas del director del hogar para menores, ya que las relaciones de cualquier tipo estaban absolutamente prohibidas. Él decía que interferían al momento de tener que entrevistarse con una posible familia que pudiese adoptarlos, pero a ellos no les importaba. Se querían… Solo se tenían el uno al otro.
Cansado de mantener la misma posición desde hace aproximadamente media hora, estiró sus brazos y sus piernas con la intención de moverse para adoptar una más cómoda. Había un libro a su costado, un libro que en realidad no le interesaba del todo pero no dejaba de ser una entretención para sus largos momentos de soledad. Lo observó y, sin tardar mucho extendió su brazo para cogerlo y así disponerse a levantarse.
“Sung Jae… Ya es hora de volver, nos meteremos en problemas si no regresamos pronto.” Esa voz la conocía a la perfección. Inmediatamente en sus labios se instauró una amplia sonrisa y se puso de pie, aprovechando de sacudir un poco su pantalón con su mano disponible antes de voltear a verle.
“No tenías que venir, Dong Geun.” Pronunció a la vez que una corta risa afloraba de sus gruesos labios tras llamarle de la forma en que le habían apodado al encontrarse en Corea, porque como todos sabían, él había llegado a ese lugar luego de que sus padres sufrieran un accidente que les costó la vida, dejándolo sin ningún posible tutor a la edad de diez años por lo que fue llevado a ese país al ya conocer el idioma, aunque no tan bien como el inglés.
Se aproximó a él lo suficiente como para poder alcanzar su mano y, luego de hacerlo se echó a correr siendo seguido por él hasta que se vio finalmente frente a la puerta de su hogar.
“Shhh… Tendremos que entrar por la puerta de atrás.” Habló una vez más entre risas, tratando de silenciarlas con el dorso de su diestra. Haló una vez más de la mano de su acompañante, guiándole hasta el patio trasero de la institución para poder infiltrarse por la puerta de la cocina; no se les tenía permitido salir por más de una hora durante la tarde, a menos que fuese acompañado de algún tutor que trabajase allí. Para su suerte, las personas de la cocina les conocían bastante bien y les dejaban entrar por ese lado a hurtadillas, aunque solo tenían la imagen de ellos como mejores amigos. Nadie sabía su secreto.
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Ya en la cena Sung Jae y Peniel se encontraban sentados uno frente al otro, acompañados por los demás niños del hogar alrededor de una extensa mesa con asientos suficientes para todas las personas que residían allí. Sin levantar sospecha alguna de su reciente travesura; habían llegado con el tiempo justo para escabullirse en la habitación que compartían y arreglarse antes de que el director fuese a buscarlos para ir a comer.
“Sung Jae.” Le llamó el director, interrumpiendo su cena.