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La boda por NezxNek

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Al llegar a la clase de piano; una escuela en donde se enseñaban variados instrumentos a jóvenes promesas;  las cosas salieron pésimas. No me sentía enfocada como para interpretar la nueva partitura que el profesor me había entregado aquella tarde. Fue tanto mi mal día, que el maestro, exasperado, dejó que me fuera antes para que así pudiera relajarme y adquirir nuevas energías.

Sin demora, cogí mi bolso que estaba apilado en un rincón del salón y me dispuse a salir. En el pasillo, me encontré con Fernando sentado en el piso y apoyado en la blanca pared. Este, rasgaba las cuerdas de una guitarra acústica despreocupadamente, generando una dulce y apaciguada melodía.

-¿Mal día? –preguntó, sin ponerse de pie; al ver mi cara.

-Podría ser peor –respondí suspirando y mirando hacia la puerta de salida, deseando pronto llegar allí.

-¿Te invito un pastelito? –ofreció mientras se levantaba y sostenía la guitarra desde el mango con su mano izquierda. Me miraba sereno.

-Es tentador, pero no –rechacé su ofrecimiento volviendo a caminar por el largo pasillo, a lo que él se apresuró a tomar su mochila, guardar sus pertenecías y coger la funda de la guitarra.

Al minuto, ya estaba al lado mío. Desparramado, hacia malabares con su mochila en el hombro e intentando meter la guitarra en la funda. En su boca traía la plumilla. Por mi parte, puse los ojos en blanco y negué levemente con la cabeza.

-Perfecto –musitó al ver que al fin había logrado ordenarse-. Entonces. ¿Qué ocurrió? –inquirió acercándose más a mí, a lo que yo, sutilmente, me alejé un paso, manteniendo la distancia.

-Problemas. No son de importancia –evité saliendo del recinto a través de la gran puerta de hierro y madera, que daba a una calle poco transitada.

La ciudad era de múltiples callejuelas con grandes edificios de por lo menos cuatro pisos. Las calles eran, en su gran mayoría, de piedra labrada  con varios faros que en su tiempo, habían sido de gas. Ahora todo era eléctrico.

La calle, debido al poco sol que tomaba por culpa de los edificios, se sentía fría y húmeda, por lo que expedía un fuerte olor a agua estancada y barro traído por los vehículos.

-Pues, por el modo en que tocaste. Yo no opinaría lo mismo –dijo sacando su monedero y contando el dinero que allí tenia.

-Puede que tengas razón –accedí mientras aun continuábamos nuestro camino. Yo arrastraba los pies y ocultaba las manos en los bolsillos de mi pantalón marrón.

- ¿No puedo saber qué pasó? –Fernando era insistente, pero ya había adquirido la paciencia suficiente para soportarlo.

-La persona que amo se va a casar –dije al fin con pesar. Mi voz sonaba ronca, no deseaba hablar del tema la verdad, el día ya se estaba haciendo suficientemente difícil como para darle más vueltas al asunto. Así que, me limité a mirar las palomas que esquivaban caminando los neumáticos de los vehículos.

-Pues debe ser un idiota para casarse con otra –dijo molesto mientras doblaba hacia la izquierda, a lo cual lo seguí sin prestar atención, solo sonriendo ante su inocente comentario.

Obviamente él no sabía que yo amaba a una mujer. Lo que si conocía era que estaba locamente enamorada de alguien, pero que no era capaz de confesarme. A lo que él solo comentaba: “No tiene idea de lo que se pierde”.

-Las circunstancias obligan a esta situación. No es algo en lo que podamos decidir –aclaré mientras acomodaba mi bolso en el hombro.

-Deberías decirle. Sí estás tan enamorada como siempre me dices. No puedes perderlo -me instó a lo que yo pensé que era una idea absurda. No podía confesarme.

-No puedo –fue todo lo que respondí.

-Algún día sabré porque.

-No lo creo –solté quedada y me sorprendí al ver a donde habíamos llegado.

Sin decirme nada, Fernando me había guiado hasta una enorme pastelería en donde, además de los pasteles, servían un exquisito te de hierbas y frutas. Giré brusco mi cabeza y lo miré con ojos casi asesinos. Él solo se limitó a sonreír travieso.

-Ahora no me puedes decir que no –y embozó una enorme sonrisa.

Suspirando y sin hablar accedí a lo inevitable. Me senté en unas mesas lejanas y esperé a que él fuera a pedir.

Fernando era un amigo reciente, por decirlo de alguna manera. Nos conocimos el tercer año después de salir del internado y ya ingresada en la escuela de piano. Fue un día en donde varios músicos fuimos congregados para interpretar algo así como un concierto de beneficencia, por lo que debíamos prácticamente trabajar en equipo. Ahí lo conocí, en la rutina de los preparativos. Desde entonces éramos buenos amigos. Conversábamos siempre que podíamos y en la salida de las clases, él siempre tenía una escusa para llevarme a diversos lugares de la ciudad. Gracias a esto, había conocido múltiples museos, galerías, bibliotecas, cafeterías y salones de juegos de video. Muchos lugares a los cuales después yo llevé a Elena. Días enteros solo nosotras dos.

Me pasé aquella tarde platicando sobre música junto a Fernando, mientras disfrutaba el té que más me gustaba y saboreaba un delicioso pastel de limón. Casi al oscurecer, después de haber paseado por la alameda central; nos despedimos y cada quien siguió su camino.

Vivía en el último departamento de un viejo edificio de cinco pisos, auspiciado por mi madre que me dio la libertad de irme a vivir sola, por lo que me regaló el que había sido su departamento de soltera, cuando ella era joven. Era un sitio acogedor, conocía a mis vecinos y la mayoría eran ancianos o parejas sin hijos a los que no les molestaba para nada que tocara el viejo piano que mi madre había dejado. Había sido ella la que me había infundado el gusto por la música. Sin embargo, casarse había truncado su prometedora carrera y la había convertido en la amable dueña de casa y esposa de un importante empresario que era mi padre. Un hombre al que no voy a hablar, pues estaba tan obsesionado con su trabajo y con aquella profunda necesidad de conseguir dinero, que me atrevo a decir que mi madre fue padre y madre al mismo tiempo.

Metí la llave en la vieja cerradura y abrí la puerta. A tientas busqué el interruptor de la luz, logrando encenderla. El sitio era pequeño, de tres habitaciones en donde el piano ocupaba un gran espacio. Todo estaba tal cual como mi madre lo había dejado, obviamente más limpio. La cocina vieja, muebles y piso de madera, un viejo tapiz rojizo en las paredes. Comedor para dos. El baño y la recamara separadas por dos puertas contiguas al lado izquierdo de la habitación principal. Finalmente, varias enormes ventanas en la pared contraria a la puerta principal.

Dejé las llaves en la mesita auxiliar ubicada al lado de la puerta principal y caminé con rapidez hacia la antigua radio para encenderla y sintonizar cualquier emisora de música clásica.

No tenía mucho que hacer, solo usé unos minutos para observar la soledad del lugar el cual ahora era levemente llenado por la música que emitía el aparato. Suspiré y antes que me abordara el pánico retenido durante el día, cogí el libro que llevaba tiempo leyendo, me acomodé en el sofá y me puse a leer. No duré mucho, pues él té había bajado con rapidez y me obligaba a ir al baño.

Sin apuro hice mis necesidades. Cuando fui a lavarme las manos me atreví a mirar a la mujer que estaba reflejada en el espejo: Paula Friedman.

Cara ovalada, de pómulos levemente marcados. Tez blanca y cabello liso y puntiagudo de color negro azabache, cortado de manera irregular por mi misma sobre los hombros, dejando un abundante mechón de cabello en la frente que se acomodaba hacia el costado derecho. Una cargada expresión de melancolía se reflejaba en mis aun jóvenes ojos color negro idénticos a los de mi madre. Nariz fina, labios delgados. Cuello largo que desembocaban en unas marcadas clavículas sobre mis pequeños pechos en un cuerpo delgado pero con una leve musculatura forjada con ejercicio constante en los días de suma soledad. Esa era Paula Friedman. Esa era yo. Una joven que no tenía idea de nada. Que había salido de un internado femenino idéntico a una burbuja, lejos de la vida en ciudad, lejos de las responsabilidades y del que dirán.

Ahora fuera, solo me dejaba llevar por el ritmo que hasta ahora llevaba la vida. Entre ejercicio, clases de piano y visitas a la cafetería. Entre platicas junto a Fernando; tardes tediosas la gran casa Friedman, en donde cumplía con ir a cenar todos los sábados; y maravillosas tardes junto a Elena Noel Chassier.

-Elena –murmuré aun mirándome en el espejo y apoyando mis manos en el lavado.

>>Debo casarme con mi hermano<< retumbó en mi memoria sus palaras con suma claridad. Entonces ya no lo soporté y el pánico se apoderó de mí. De la nada, solté una fuerte bocanada de aire y exploté en llanto, un llanto que no había salido desde la última vez que vi a mi padre golpear a mi madre. Lloraba casi con asma, respirando agitando pero sin sentir que respiraba. Solo percibía las lágrimas que brotaban de mis ojos y el frio del lavado que presionaba con la punta de mis largos dedos blancuchos.  Maldecía una y mil veces el nombre de su fallecido padre y el del desgraciado de su hermano. Mi interior se fue llenando rápidamente de una rabia superior que descargué con un único y fuerte puñetazo directo al espejo, directo al rostro reflejado de aquella cobarde e indecisa mujer que me miraba con rojizos ojos llenos de agua cargada de miedo. Directo a su rostro femenino que habían días en los que deseaba que no fuera así. La odiaba, me odiaba a mi misma por mi cobardía y por todo lo que sentía  por Elena Noel Chassier, aquella niña que dedicaba sus tardes a practicar la fotografía y que tenía un don particular para el paisaje y el retrato. Fascinada con recorrer el mundo, comenzó aquella tarde de invierno en donde, mientras yo estaba en mi clase de música en el internado; se refugió en la biblioteca y encontró una enorme enciclopedia que mostraba las maravillas del mundo. Se obsesionó como nunca antes había visto a alguien que lo hiciera. Esa era su meta, recorrer el mundo y tomar fotografías de todo. Tenía tiempo y energía, solo faltaba el dinero.

El vidrio del espejo se crizó en varios grandes pedazos que se hicieron añicos al caer sobre el lavado y al piso de cerámica del baño, no sin antes propinarme profundos cortes en la parte superior mi puño. Con los nudillos adoloridos y la mano llena de cortes maldecí tan fuerte como pude. Abrí con rapidez la llave del agua y resguardé la mano bajo el chorro para limpiar la herida. Llorando de dolor contemplé los profundos cortes y repensé en ir al hospital, que no estaba muy lejos de mi apartamento. Cogí una gran cantidad de papel higiénico y envolví completamente la mano. Por fortuna el sangrado cesó y ya más calmada, pude ver que no era tan grave como había pensado. Así que antes de ir a dormir, fui al botiquín, desinfecté la herida y la vendé lo mejor que pude. Ya tendría tiempo para pensar en una buena historia que explicara la herida de mi mano.

Serena, después de todo lo llorado y maldecido; me coloqué a duras penas el pijama y me acosté apagando todas las luces. Me quedé mirando el techo de mi recamara iluminado apenas por el brillo del farol exterior. Respirando apelmazada dejé fluir con lentitud las ideas que seguían sacándome más de una lágrima de impotencia. Al final, todos mis caminos mentales me llevaban a  un final común. Elena debía casarse con su hermano. 


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