Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Y así te conocí por Derangement

[Reviews - 6]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

Este one-shot fue creado para el desafío del grupo Rock 'n Ink, llamado 'Nevermore', inspirado en Edgar Allan Poe. 

Intenté hacerlo oscuro, y darle ese toque de tristeza mezclado con locura que tienen los escritos del autor mencionado. 

Personalmente, no sé si está del todo bien pero me gustó escribirlo, quería sacar algo así de mí.

-

Por las dudas:

Cursiva: hechos pasados.

Te observé con una mezcla de sentimientos en mi interior. Exitación, éxtasis. Dolor, pena. Alegría, alivio. Aprecio, amor. Era un remolino de emociones tan incontrolables como las olas de un mar alborotado por cierta brisa vespertina. Mis ojos se regocijaban por la vista que tenían adelante, y mi corazón saltaba de júbilo en mi interior. No hubo cosa que deseara más en aquél entonces.

Tú frente a mí; tan puro, tan bello, pero con esa malicia tan característica tuya que podía notarse en tus facciones. Tú, tan mío como siempre, tan loco que mi cordura también volaba cada vez que te veía.

Ese es el punto; tú me hiciste perder la cordura.

 


Bailaban presos del alcohol y de la alegría típica de una celebración familiar, como si nada importara, como si el mundo acabase allí mismo, como si el día siguiente no tuvieran que madrugar para no llegar tarde al trabajo, o como si el día de mañana no tuvieran que acostarse al lado de ese marido o de esa esposa que tantos escalofríos les provocaba con tan solo pensar en la monotonía que les regalaban día a día. A ellos realmente no les importaba nada. Hacían bien, supongo.


Una cerveza por aquí, una cerveza por allá. Charlas sin sentido, gritos de una punta a otra y estruendos de valiosos objetos haciéndose trizas. Caras, rostros. La mayoría conocidos; tíos, tías lejanas, primos que no veía hace años y algún que otro personaje amigo de la familia que jamás había visto con anterioridad. Caras, rostros. Facciones claramente interrumpidas por el alcohol, voces tapándose unas con otras, labios moviéndose. Caras, rostros. Y entre tanto alboroto, una penetrante mirada color miel que se cruzó con la mía: la tuya.


Y ahí volví a verte, con exactitud trece años habían pasado desde la última vez. Te mantenías intacto, solo que con los cambios obvios que la edad habían hecho en ti. Alto, rozabas el metro ochenta, aunque poco podía apreciar tu altura dada la posición en la que te encontrabas: sentado sobre un sillón poco iluminado en un rincón de la estancia. Tan delgado y frágil como solía recordarte. Ese rostro de un aspecto extremadamente varonil, con ciertas facciones que se caracterizaban por la delicadeza propia de una princesa. Sí, una princesa aunque eras hombre. Tu rostro era un contraste, tu rostro era un poema. Esos labios pronunciados, y esos ojos que me cautivaron por completo. Tú eras un poema.


Si digo que en esos últimos trece años me había acordado de ti, mentiría con descaro. No me hace falta hacerlo, sé que tú tampoco pensaste en mí porque nuestro vínculo fue cortado como si hubiesen interrumpido filos de sacapuntas. Pero te recordaba, vaya que te recordaba. Pareciera que esa dulce mirada entró de nuevo en mi vida, pero esta vez para destruirme como nunca antes.


-Está lindo, eh -Una jocosa voz me sacó de mis pensamientos. Sacudí mi cabeza y dirigí mi mirada hacia ella: mi hermana menor posada a mi lado con una copa en la mano.


-¿Eh? -Pregunté algo confundido.


-Que se puso aún más lindo que antes -Explicó con una sonrisa ladina en su rostro. Miré hacia donde ella tenía su mirada, y pude notar que estaba mirándo lo mismo que yo, te estaba mirando a ti.


-No... no recuerdo quién es -Esta vez sí mentí con descaro, pero por lo menos no era a ti a quién le mentía.


-Es nuestro primo Kouyou. Ese, el que tenía uno o dos años más que tú y jugaban juntos cuando eran chicos algunos domingos cuando íbamos a casa de la abuela -Llevé mi mano hacia mi cabeza rascándola un poco, en signo de confusión.


-¿El hijo de la única hermana de mamá? -Te miré de reojo.


-Sí, el que luego se fue a vivir a otro país un tiempo junto a la tía. Solías llamarlo de una manera en especial... -Asentí levemente.


-Uruha -Interrumpí- Sí. Creció, parece -Acoté llevando mi completa atención hacia ti y mi hermana soltó una risa.


-Vamos Takanori, admite que está más que "crecido". Está hecho todo un hombre -Te miró con descaro y yo fruncí el ceño al notarlo.


-Es lindo, qué se yo -Comenté y ella volvió a reír.


-¿Me jodes? Vamos, que sé perfectamente que no eres muy heterosexual que digamos.


-Cosa mía. Esfúmate.


Fruncí el ceño cruzándome de brazos. Soltó otra risa y por fin se marchó.


¿Por qué tenía que hacerme recordar nuestra forma de llevarnos cuando éramos niños? Y sí, ahora tu presencia era fuego ante mis ojos, y ante mi corazón. Uruha, mi Uruha.


Caminé hasta el baño, donde entré y salí en menos de cinco minutos. Mi vista iba perdida en el suelo cuando de repente se cruzaron con dos pies talla 43. Subí mi cabeza, por consecuente mi vista también subió... y te vi. Supongo que mi corazón también subió de un salto con todas las emociones que sentí, no era para menos.


-Ah, ¿Takanori? -Entrecerraste los ojos y los clavaste sobre los míos, dejando notar una sonrisa tenue sobre tu rostro. Se percibía sorpresa en tu semblante.


-S-sí, ¿Uruha? -Tu sonrisa terminó de concretarse, supongo que por haber notado que me acordaba de tu nombre especial.

-Así es -Asentiste en un movimiento lento. Me causaba gracia tener que levantar mi cuello en demasía para poder mirarte, sobre todo a la poca distancia que nos separaba.

-No pensaba encontrarte, bueno, en realidad no pensaba volverte a ver -Me sinceré sobando un poco mi nuca.

-La verdad es que yo tampoco -Comenzaste a caminar haciendo un ademán con tu mano para que camine a tu lado, a lo que yo obedecí con rapidez.

Caminamos hasta el escalón número 13 de la amplia escalera de la casa, justo el mismo escalón en el que solíamos pasar nuestras tardes en lo de nuestra abuela, y allí nos quedamos el resto de la noche. Nos pusimos al tanto de nuestras vidas; me contaste que con 25 años te ganabas la vida estudiando traductorado en ruso por las mañanas, y por las tardes trabajabas ayudando a tu padre en la empresa, aunque me dijiste que no te gustaba codearte con los empresarios, y que casi siempre te escapabas de la oficina por las tardes para ir a beber por alguna plaza. "El niño bien", siempre aparentaste serlo. Yo te conté que estaba estudiando abogacía, ya con 24 años, y que aún no tenía un trabajo fijo, pero que había recibido varias ofertas que andaba analizando. Me contaste de tus tormentosos amores, de tu paso hacia la homosexualidad, de tu pasión por la música. Te conté de la monotonía de mis días, de mis pasajeras parejas y de la soledad que me abarcaba. Esa madrugada nos volvimos a conocer.


Más tarde me contarías que toda esa sorpresa que aparentabas cuando nos cruzamos en el pasillo, era fingida. Que me observaste toda la noche y que te robé unos cuantos suspiros, que siempre fuiste consciente de quién era y qué hacía allí. Claro, no querías apurar las cosas.


Más tarde te conté que mi cielo volvió a abrirse cuando me crucé con tu mirada, que mi corazón palpitaba al volverte escuchar hablar y que lo único que quería era robarte un beso, un beso fugaz y tímido, como los que nos dábamos de chicos. Pero no, yo tampoco quería apurar nada.


Es que ni siquiera había nada.


Dimos vueltas por el gran parque de la casa de nuestra abuela, la noche voló con la rapidez de un colibrí. Pactamos volver a vernos el domingo próximo en una pequeña plaza de la ciudad, alrededor de las 19. ¡Es que era tan innata la necesidad que desprendíamos por nuestros poros! La necesidad de sentirnos cerca una vez más. Realmente no sé de dónde habían aflorado esos sentimientos tan de repente; es decir, tres horas antes de la fiesta todavía pensaba en la soledad de mis días y la mañana siguiente amanecí mirando el cielo con alguien que volvía a mi vida, que volvía para quedarse y destuirme. Supongo que tu forma de hablar, tu pasión por cada cosa que practicabas y nuestro pasado en común fueron factores que me atrayeron hacia ti una vez más. Era loco, pero era un amor que creció tan rápido y de una manera tan fuerte que era inevitable que se desmoronara con la misma rapidez.


Digamos que esa noche terminé atraído hacia ti, sólo atraído.


-


Nos volvimos a ver. Al principio se formaban silencios largos, era como si los dos quisiéramos hacer o decir algo, pero no podíamos... o no debíamos. Las salidas juntos se hacían cada vez más frecuentes, hasta que un domingo pactamos volvernos a ver como de costumbre.
La semana se había hecho larga; los exámenes parciales en la universidad de abogacía, discusiones con mi madre y mi padre por mi estancia en la casa, problemas de dinero, etcétera. Tenía ganas de mandar el mundo a la mierda, pero por fin había llegado el domingo, el día en que te iba a ver.


No me arreglé mucho, sinceramente. Yo quería que me recordaras puro, que te enamorases de mi belleza interior -si es que la tenía-, que pierdas la cordura por mí. Realmente lo deseaba, pero no iba a vociferarlo: yo no valía nada. Suponía que todo esto que hacías era un juego, debía serlo. Un juego de niños, como hace un par de años.


Llegué y te vi sentado en un banco de cemento blanco. Alrededor tuyo reposaban estatuas de algunos próceres y hojas de un amarillo viejo, provenientes de los árboles marchitos culpa de la estación. Era un paisaje tan gris que quedaba como escena perfecta para nuestra tormentosa relación; un gris plomo, un gris opaco, una escala de grises.


Cuando me viste te paraste con una sonrisa, hiciste una reverencia y me tomaste de la mano con suavidad para dirigirme a tu lado en el asiento. Esa caballerosidad tuya que terminó de atrarme del todo hacia ti.


Hablamos por unos minutos y comenzamos a caminar en busca de una cafetería dónde sentarnos a dialogar aún más profundo. Charlas , onomatopeyas sin sentido, risas descontroladas, y cuando estábamos arreglando para vernos una vez más, de repente me entró una duda.


-¿Por qué haces esto? -pregunté con sinceridad a lo que abriste los ojos.


-¿Por qué hago qué? -suspiré largamente.

-¿Por qué insistes en volvernos a ver? -te quedaste en silencio por dos o tres segundos.

-Porque no te quiero perder -contestaste con seguridad llevando tu vista hacia mis ojos.

-No me perderás -negué con la cabeza a la vez que te contestaba.

-¿Qué me lo asegura? -retrucaste con rapidez. La desesperación se hacía notoria en ti.

-Yo te lo aseguro -llevé mi mano a mi pecho en ese mismo instante.

-Ya te perdí una vez -bajaste la mirada de nuevo.

-Si me hubieses perdido no estaría acá ahora -sonreí casi imperceptiblemente.

-No quiero volver a dejarte -susurraste débil.

-¡Y entonces no lo hagas! -bromeé para quitarle seriedad a la situación, aunque lo decía con bastante sinceridad.

-¿Continuaremos juntos? -alzaste la mirada una vez más hacia mis orbes color azul.

-Sí, es una promesa -respondí con una sonrisa amplia.

-Es una promesa -tomaste mi mano para entrelazarla con la tuya.

Llevé mi mirada hacia el frío atardecer que se abría paso en el cielo detrás de la ventana. El viento soplaba con tal fuerza que las pequeñas y marchitas hojas de aquél otoño volaban creando intensos remolinos, tal así como volaban mis sentimientos en ese momento. Volví a mirarte; estabas jugando con los dedos de mi mano demasiado concentrado, acción de la cuál no me percaté hasta ese entonces, pero con la mirada algo apagada.


Eras raro, Kouyou. Siempre lo fuiste, pero ahora me interesabas de otra manera. Tu mirada tenía un deje de misterio indescifrable; creo que, ni siquiera si existe algún Dios en este mundo, podría saber lo que se escondía detrás de esos orbes color café. Pero te contradecías, porque en ciertas actitudes eras tan trasparente como la cristalina agua que cae de las montañas. Siempre me pregunté el porqué de tu mirada, siempre quise adentrarme a ti para conocerte.


Siempre quise conocerte.


Pagamos la cuenta a medias y salimos del café. Una vez fuera buscaste mi mano para tomarla, sin entrelazar nuestros dedos. Subimos la mirada al mismo tiempo, conectando nuestras visiones, y soltamos una pequeña risa mezclada con un cierto color carmesí que se adivinaba en nuestras mejillas. Me acompañaste hasta la puerta de mi casa -hasta donde, por cierto, una cuadra antes soltamos nuestras manos-.


-Bueno, hasta acá llego -espetaste suspirando.

-¿No pasas? Mi madre estaría contenta de verte -me asentí a mi mismo. La idea no me agradaba mucho, pero no tenía nada que ver.

-No, debo irme. Ya sabes, tengo que seguir estudiando -hiciste un ademán con tu mano derecha señalando el aire.

-Está bien. Nos vemos el domingo, ¿eh? -ladeé mi rostro.

-Claro, nos vemos -sonreíste y dejaste un pequeño beso en mi mejilla que me dejó con ganas de más para comenzar a caminar.

Te observé partir hasta que te perdí en el pavimento y entré a mi casa con una serena sonrisa que solo provocaban mis encuentros contigo. La serenidad de mi gesto no tenía nada que ver con el clima que se vivía en mi casa cuando pasé el umbral de la puerta; mi madre y mi padre, sin siquiera saludarme, comenzaron a reprocharme lo grande que estaba y lo poco que hacía para mantener el hogar. Y claro, si pasaba mitad del día fuera de la casa, ya sea en la universidad o en algún que otro café, y la otra mitad, encerrado en mi habitación estudiando o terminando entregas. Dedicaba al menos un 80% de mi tiempo a mi carrera y encima pretendían más de mí.


Sea producto de los nervios causados por la discusión al entrar o no, pensé en ti. Siempre te metía en medio de todo, aunque no sea mi intención. En realidad, la culpable era mi mente. Pero esta vez entraste de una manera incluso más desesperante.


Me encerré en mi habitación y entré a mi baño personal, abriendo la canilla para refrescar mi cara, y tal vez así, mis ideas. Una y otra vez refregaba mis manos sobre mi rostro, como si quisiera borrar algo, como si algo no estuviese bien. Definitivamente algo no estaba bien. Cerré la canilla y comencé a caminar nerviosamente por el espacio que mi cuarto proporcionaba.


No, no, no. No podía ser. Todo era tan hermoso, todo era tan perfecto. Tú eras tan perfecto... pero todo esto se vio opacado, porque me acordé de un aspecto fundamental entre nosotros que había olvidado estas últimas semanas. Uruha, tú eras mi primo.


Mierda, mierda y más mierda. Arrasé con todo a mi paso, rompiendo varios adornos en un remolino de desesperación y angustia. ¿Cómo se supone que debíamos seguir ahora? Yo ya estaba jugado, yo ya estaba enamorado. Me enamoré de tu contraste; de tu simpleza y a la vez de lo complicado que era entenderte, de tu belleza comparable con la de una mujer y a la vez de tu personalidad característica de hombre, de tu manera de pensar tanto y no decir nada, sino expresarlo. Me enamoré de ti, así, tal cual como eras. El tema es que por ahí no eras lo que yo creía, o por ahí nunca terminé de conocerte del todo.


Suspiré hondo y me acosté, tratando de alejar mis sentimientos que, de alguna manera, también se contrastaban.

 

-


La semana pasó entre discusiones y peleas, hasta que al final, el domingo por la tarde finalmente me echaron de mi casa con la misma excusa de siempre. El mismo domingo que teníamos planeada nuestra cita, o bueno, nuestra reunión semanal que, según prometiste en algunos mensajes de texto, iba a ser demasiado especial.


No vacilé más. Tomé un bolso mediano color negro y le cargué lo indispensable para mí: dos mudas de ropa, mis apuntes de la universidad, cargadores, mi estuche de maquillaje, mi perfume favorito, mi billetera y mi celular junto con algún abrigo, y salí de allí. Miré hacia atrás, no voy a negarlo, pero no me dolió. Había algo en mi corazón que palpitaba hacia adelante, que me decía que donde vaya a parar estaría mejor. ¡Cuándo no, mi corazón equivocándose!


Tomé rumbo hacia algún lugar público con sanitario donde arreglarme, después de todo, lo más importante del día era que iba a verte. Entré a una cabina, me mudé de ropa quedando con una camisa blanca y una jean negro acompañado de zapatos del mismo color. Me maquillé un poco y salí de allí a encontrarme contigo.


Realmente no entendí hacia dónde estaba yendo; me citaste en la entrada de un gran bosque que había por las afueras de nuestra ciudad, pero llegué y ya estabas allí. Vestido de manera casual: jeans de un color opaco, zapatos y una camisa negra, bastante parecido a lo que yo también vestía. Llevabas un bolso un poco más grande que el mío que, según se podía notar, estaba bastante cargado. Me saludaste con un beso en la mejilla y nos adentramos al bosque, donde preparaste una hermosa cena a la luz de la luna. Estabas indeciso, inquieto, tus manos se movían de aquí para allá y hasta tenías ligeros temblores en tus labios.


-Taka, ¿a ti te gustaría pasar la vida entera junto a mi? -La pregunta me tomó por sorpresa, por lo que pestañeé un par de veces para mirarte.

-Claro que sí, Kouyou -Sonreí leve e hice la copa de vino a un lado.

-¿Entonces qué te parece si, uhm, no sé, salimos o algo de eso? -Subiste la mirada fingiendo que no estabas nervioso, pero aún así podía notarlo.

-¿Tú quieres decir que seamos novios? -Te miré arqueando las cejas.

-Eh, sí, eso -Bajaste la mirada y subí tu mentón con una mano.

-Pues a mí me encantaría -Sonreíste amplio al igual que yo y me besaste la boca.

En realidad en ese momento supongo que no nos importó el hecho de que éramos primos, de que sería una relación no aceptada por la sociedad, o, aún peor, oculta. Nunca te cuestioné nada y tampoco tú nunca me has preguntado algo a mí sobre el tema, es que realmente no importó. Nosotros queríamos ser felices, y no íbamos a serlo si no estábamos juntos. Que el mundo se vaya a la mierda.


Y literalmente mandamos el mundo a la mierda esa noche.


Nos encontrábamos fumando un cigarrillo extendidos en la manta que habías puesto hacía unas horas para cenar. Continuamos hablando, como siempre lo hacíamos. Nunca nos aburríamos del otro, siempre teníamos algo para contar, algo para decir, algo para expresar, y sobre todo luego de estar tantos años separados por fuerza mayor.


-Nh, así que ahora no sé adónde iré a parar. Supongo que me pagaré un hostel con un poco de dinero que tengo ahorrado y luego conseguiré algún trabajo, qué se yo -Fruncí el ceño.

-¿Trabajo de qué? ¿Qué pasó con las propuestas que te habían hecho los estudios de abogados? -Me miraste.

-Quedaron en la nada, nunca más llamaron. Conseguiré algún trabajo de lo que sea, solo necesito un sueldo fijo para luego irme a vivir a algún lugar. No puedo estar en la calle tampoco -Negaste con la cabeza ante la molestia de mis palabras.

-Pero tampoco puedes descuidar así tu carrera, con todo el empeño que le pones... -Tu mirada cambió a una apenada.

-Lo sé, es una lástima, pero debe ser así -Fruncí mis labios tratando de autoconvencerme.

-¿Y si vienes a vivir conmigo? -Tus ojos se volvieron a mí con un brillo especial.

-Ni siquiera sé dónde vives -Me sinceré soltando una risa efímera.

-Ah, pues, yo tengo una pequeña cabaña por aquí. La conseguí por medio de un conocido. Es un monoambiente y muy humilde, pero creo que estaría bien -Explicaste con entusiasmo.

-¿En serio lo dices? -Aún incrédulo te retruqué.

-¡Sí! Además me entusiasma la idea de vivir juntos -Sonreíste amplio.

-Genial, gracias... amor -Devolví la sonrisa.

Nos besamos, una vez más, y decidimos ir a tu cabaña. Juntamos las cosas y emprendimos viaje. Habremos caminado 300 metros, como mucho, y por fin llegamos a destino. Por fuera estaba recubierta en madera, y por dentro tenía una pequeña cocina, una cama matrimonial bastante grande, un sillón de dos cuerpos junto a una televisión y una puerta que daba al baño. Suficiente para mí, suficiente para comenzar a ser felices.
Luego de hablar un rato sobre cómo sería nuestra vida juntos, nos tiramos en la cama a besarnos. Un beso lleva a otro, una caricia a la necesidad de un contacto corporal aún más certero y acabamos desnudos en menos de cinco minutos. Literalmente nos habíamos arrancado la ropa, pues ésta quedó tirada en el suelo sin más. Yo acostado y tú arriba mío, me besabas con la delicadeza característica de una princesa, tanto que me sorprendía: me tratabas como si fuera un cristal, como si con el más mínimo temblor fuera a quebrarme. Me acariciabas, me hacías gozar. Me practicaste sexo oral, me preparaste y entraste en mí. Te movías lento, pero preciso, aumentando el ritmo de tus estocadas a medida que yo te daba el visto bueno, a medida que mis gemidos alcanzaban un grado más en la escala del volumen. Suspiraba, te pedía que fueras más rápido, te pedí que me rompieras. Y así acabamos los dos al mismo tiempo, y así sellamos nuestra primera vez con un beso. Esa noche te confesé que te amaba, así como tú lo hiciste conmigo. Esa noche me enamoré de ti aún más, sin retorno. Esa noche conocí la mejor parte de ti.


-

Me desperté el día después de aquella memorable jornada que me habías regalado, tú no estabas, te habías ido a la falcultad. Claramente yo también debía hacerlo, así que me levanté de la cama, tomé una ducha, me arreglé un poco, tomé mis apuntes e intenté abrir la puerta. Intenté, pero no pude: estaba cerrada con llave, y las ventanas con un extraño candado.

Me demoré una hora buscando alguna que otra llave que entre en la cerradura, pero ninguna funcionaba. Entre búsqueda y búsqueda encontré una pequeña nota para mí. Ésta decía:

"Buen día, amor. Por fin juntos, por hoy y por siempre. Me llevé las llaves, no busques, es en vano. Te amo".

Empecé a desesperar, y luego me calmé contentándome con que cuando llegaras, aunque sea a la noche, esto se solucionaría. Es decir, ¿por qué me encerrarías en un lugar en contra de mi voluntad, eh? No, seguro eran delirios míos. Seguro entendí mal la nota, seguro era mi clásica paranoia.

Tú no eras así.

Empecé a hacer diferentes actividades para no aburrirme: terminé algunas cosas para la facultad, ordené y limpié un poco, y cuando noté que se acercaba la hora en que vendrías, me levanté a cocinarte. Cociné algo simple pero delicioso, preparé la mesa y me senté a esperarte. Luego de media hora, escuché el crujir de la puerta: por suerte se había abierto abriéndote paso detrás de ella. Sonreí al verte y me correspondiste la sonrisa de manera amplia. Eras hermoso, hermoso, hermoso, no sé porqué te amaba así.

-Buenas noches, lindo -Saludaste manteniendo la sonrisa, pero contuve mi compostura ante mi debilidad. Borré mi sonrisa recordando lo que iba a decir y fruncí el entrecejo, mirándote con los brazos cruzados. Hiciste las cosas que cargabas a un lado y te acercaste a tomarme por el mentón para dejar un beso en mis labios, a lo que yo corrí la cara.

-¿Por qué me dejaste aquí encerrado? ¿Qué quiere decir esta nota? -Levanté el papel en cuestión y torné mi mirada a una fría. Tú curvaste una sonrisa, una sonrisa ladina, una sonrisa que hizo estremecer todo mi cuerpo.

-Te dije que no quería perderte, ¿cierto? -Dejaste un beso en la comisura de mis labios y suspiré por el contacto, pero te corrí débilmente.

-No entiendo -Negué con la cabeza cerrando los ojos.

-Estarás conmigo por siempre, es una promesa -Soltaste mi mentón y, con la misma sonrisa, te paraste. Supongo que por la confusión que podías notar en mi rostro, continuaste -Dije que no quería perderte y no pienso hacerlo. Afuera hay un mundo, pero de la puerta para adentro hay otro: el nuestro. Tú y yo, solos de por vida aquí dentro, tú y yo por siempre, ah, ¿no es perfecto? -Exclamaste levantando tus brazos a ambos lados de tu cabeza, satisfecho, victorioso.

No entendía, seguía sin entender aunque tus palabras fueron espetadas de una manera tan directa que me golpearon la conciencia. Supongo que por eso también fue que no entendía a qué te referías; no te creía así.

Miré la comida, te miré a ti.

-Estás enfermo -Susurré negando con la cabeza, en una postura bastante seria y me paré para volver a la cama. De repente giraste tu cabeza hacia mí, sonriendo.

-¿Yo enfermo? ¿En serio? Piensa lo que dices, amor -Gateaste en la cama hacia mí.

-Sí, tú -Mi garganta comenzó a cerrarse y mi respiración a agitarse.

-Piénsalo, hermoso. Toda una vida juntos -Me dijiste acariciando mi mejilla desde atrás.

-Esa no es mi idea de una vida juntos... -Me sinceré ladeando el rostro, pero aún con la vista perdida.

-¿Pues cuál es tu idea de una vida juntos, entonces? -Seguiste acariciándome.

-No lo sé. Un matrimonio, niños y envejecer a tu lado.... pero libres, por Dios. Terminar mi carrera, recibirme, trabajar de lo que me gusta, traer así el dinero a nuestra hermosa casa. Algo así, pero no esto, no lo que planeas hacer conmigo -Comenté tranquilo haciendo algunas pausas, con la esperanza de que me entiendas. Tú escuchabas atentamente, lo podía notar aunque no te veía.

-Y todo eso se puede hacer -Dejaste un beso en mi mejilla y esta vez sí te miré.

-¿Y cómo si planeas tenerme aquí encerrado de por vida? -Fruncí el entrecejo espetando lo anterior con furia palpable en mis palabras, pero manteniendo mi tono de voz.

-¡Ya! ¡No lo sé! Lo único que tengo por seguro es que es lo que planeo hacer por ahora, y no me importa lo que digas, las decisiones las tomo yo aquí -Levantaste la voz y así mismo te levantaste de la cama, bastante enojado.
No podía creer lo que sucedía, no podía creer lo que me estabas diciendo. Debía aclararlo, debía ser fuerte y decirte que esto no podía ser así, que era una mala idea, que por más que te ame era algo absurdo, increíblemente absurdo y que jamás pasaría. O al menos no conmigo.

-Yo te amo, pero no dejaré que me arruines la vida, tú estás loco -Caminaste hasta quedar frente a mí-. No permaneceré aquí. Sigue soñando, imbécil -Levanté la vista mirándote con odio. Tu puño estampado en la misma mejilla que hacía segundos acariciabas me sorprendió: me habías golpeado- ¡Hijo de puta!

Me levanté hecho una furia y me lancé sobre ti. Traté de golpearte, te insultaba, te odiaba. Tu fuerza siempre fue mayor a la mía, y me tomaste por las muñecas para empujarme hacia la cama. Caí en ella, y te vi desabrochándote el cinturón junto a el cierre del mismo mientras te acercabas a mí. Y aunque no creía que fueses posible, suponía lo que pretendías hacer, por lo mismo hice mi cuerpo hacia atrás ayudándome con las manos. Me corría arrastrándome en la cama casi como un gusano, casi como lo que me hacías sentir que era.

Tu mirada era gélida, fría, carente de sentimientos. Parecías haberte convertido en otra persona, en otro ser, en un monstruo. Bajaste tus bóxers dejando escapar tu miembro. ¿Cómo carajos se había formado terrible erección en cuestión de segundos? ¿Al ver mi ira, al ver mi odio hacia ti? Me levanté de la cama en cuestión de segundos y traté de correr, pero interpusiste tu mano tomándome por la cintura y me volviste a acostar de un empujón perpetrado con suma violencia. Ya estaba, no podía hacer nada más y no tenía ganas tampoco, ibas a violarme, ultrajarme y hacerme tuyo de la forma más sucia que podía haber, invadiendo mi intimidad.

Me vencí sobre la cama y bajaste de un movimiento mis pantalones junto a mis bóxers, quitándomelos por completo. Mi vista se perdió en el techo, e incluso era igual de gélida que la tuya. Levantaste mis piernas, cuyas pusiste sobre tus hombros, y te agachaste a dejar una lamida desde mi entrada hasta mis testículos. Saliva que no alcanzó para lubricarme cuando entraste de una sola estocada en mí, soltando un gemido.
Literalmente me habías roto, por dentro y por fuera.
Las lágrimas empañaron mi visión, y luego comenzaron a caer a raudales. Ya no entendía si eran lágrimas por el dolor físico o si eran por lo emocionalmente quebrado que estaba. Seguro era por ambos. Lágrimas de agua por mis ojos y gotas de sangre por mi entrada, manchando las grises sábanas.

Lágrimas de sangre.

Empezaste a moverte con furia, como si quisieras romperme aún más... como si pudieras romperme aún más. Tus manos sosteniéndose sobre mi cadera y una cara de satisfacción que me dio asco. Mi miembro más dormido que nunca. Estocadas aún más fuertes, gemidos ahogados y suspiros pesados que se mezclaban entre mis sollozos. Sollozos desesperados, sollozos hechos con pena, sollozos que demostraban dolor.
No tenías en cuenta que yo ya era tuyo, que no debías tomarme por la fuerza por más que esté enojado. No tenías en cuenta que yo te amaba, y que así me lastimabas.

Y así te corriste dentro de mí, dejando tu semen en mi interior mezclado con la sangre del dolor. Una cara de placer y una sonrisa ladina dedicada solo a mí. Besaste mis mejillas empapadas en lágrimas saliendo de mi interior con lentitud y volviendo a su lugar tu propia ropa.
No lograba entender cómo pasó todo eso en un santiamén. El día anterior estabas haciéndome el amor, besándome con dulzura, proporcionándome caricias que me robaban suspiros, diciéndome que me amabas. Pero me violaste. Aunque bueno, supongo que todo lo que hacías era por amor, supongo que perdiste la cabeza sabiendo que lo nuestro era imposible. Supongo y sólo supongo; nunca logré comprender del todo tu mente. Al fin y al cabo, realmente había un misterio detrás de tus ojos color café. Ya no te conocía.
Esa noche limpié el desastre que había ocurrido y me acosté a tu lado a dormir, aunque realmente no podía conciliar el sueño. Te observé a ti dormir y una batalla de sentimientos afloraba en mi interior. Sin dudas eras hermoso, sin dudas te amaba con locura, te amaba con pasión, pero sin vacilar también llegué a la conclusión de que te odiaba. Te odiaba por querer arruinar mi vida de una manera tan absurda. Te amaba y te odiaba, pero más te amaba. Lágrimas volvieron a caer por mi rostro y caí dormido. 

-

Y así pasaron las horas, los días, las semanas.

Por la mañana te ibas y volvías acerca de las 7 de la tarde, yo te esperaba con alguna comida, hacíamos algo juntos y nos acostábamos.
Los primeros días después de aquella tormentosa noche, me mostré reacio a tus muestras de afecto, a penas te dirigía la palabra, y me la pasaba acostado en la cama, aunque casi nunca durmiendo. Mientras los días iban pasando ablandé mis actitudes para contigo, inconcientemente te perdoné. Con el correr de mis días noté que mi pena era más por el hecho de saber que jamás volvería a ser libre, que porque habíamos tenido sexo sin mi consentimiento. A la semana y un poco más volvimos a ser los de antes, aunque con un fuerte resentimiento por mi parte que, obviamente, no exteriorizaba. No quería terminar como la vez anterior.

Tú los primeros días mantenías la misma actitud que yo, pero a veces te veías arrepentido, como si verdaderamente sintieras pena por lo que habías hecho. Pasando los días eran tantas las veces que me veías llorar en silencio, ya sea mirando la tele o tratando de cenar, que tratabas de remendarte con acciones sencillas como cocinar para mí o prometerme que todo iba a estar bien.
Pero a veces todo se tornaba gris. Habían días en los que volvías de afuera, entrabas, me quitabas la ropa y me tomabas, según tú: "me hacías el amor". Volvías con pasión desenfrenada en tus ojos, en tus movimientos. Me violentabas, me mirabas con un deseo descomunal, e incluso algunas veces utilizaste elementos de sadomasoquismo para el acto. Esposas, látigos, anillos. Sin contar la primera violación, la segunda vez, me sorprendí. La tercera, tuve miedo. La cuarta, lloré. La quinta, me acostumbré. La sexta te amé.

¿Qué te había pasado? ¿Qué me había pasado?

A veces pensaba en mis padres. Suponía que igual no tratarían de buscarme; me habían mandado algún que otro mensaje de texto acompañado de contadas llamadas, a las que yo había respondido que estaba bien, y que no me buscaran porque no quería volver con ellos. En realidad no era real, yo quería volver a mi casa, yo no quería este infierno que implicaba estar a tu lado de esta manera. Claro, tú me habías obligado a decirles aquello, pero no, yo no había pedido ayuda cuando me quedaba solo, yo no utilizaba nada en tu contra. Realmente no sé por qué, supongo que era porque me gustaba sufrir, me gustaba este dulce dolor.
Es que podía odiarte, pero te veía y mi mundo afloraba y se marchitaba al mismo tiempo. Eras el cielo para mí y así mismo el infierno. Me dabas paz y me la quitabas en un abrir y cerrar de ojos, pero tus besos, caricias y abrazos seguían brindándome aquella calidez necesaria para continuar con esto. Eras el amor de mi vida.

Y creo que por fin te entendí. Cada vez que me mirabas, tus ojos liberaban un hermoso destello, tus ojos se posaban enamorados sobre los míos, tenían un brillo especial. Me regalabas las sonrisas más sinceras, los gestos más dulces y las caricias más suaves que alguna vez me habían dado. Tú no eras así, tú no eras un monstruo que venía a violarme, tú solamente me amabas. Decías que me hacías el amor, pero la única parte que no lo hacía con amor era yo, porque tenía una guerra de sentimientos que me costaba aclarar, y te violentabas conmigo, tomándome por la fuerza. Claro, te veías atrapado, te veías entre la espada y la pared al saber que yo era tu primo, que ya nos habían separado anteriormente y que no querías volver a perderme. Y aunque esa no era la manera, yo tampoco quería perderte, pero supongo que la locura te inundó. Y sí, era la salida más fácil. Te entendí, por fin comenzaba a conocer tu verdadero yo.

Pero yo tenía un plan que nos salvaría a ambos.

Los días volvieron a pasar con lentitud, y mi plan ya estaba armado a la perfección. Aquél soleado día del 5 de Agosto me levanté con una sonrisa, abrí las cortinas, te preparé el desayuno y te despedí con un beso. Tú te mostrabas sorprendido pero correspondías a todos mis gestos con satisfacción.

Se cumplían exactamente 4 semanas de mi cautiverio.

Me duché, me maquillé y preparé mis mejores ropas. Cociné una comida especial, poniéndole mi mejor esmero, ese día volverías para almozar conmigo porque yo te lo había pedido. Decoré la mesa, ordené y limpié la casa y cambié las sábanas poniéndo, a propósito, las anteriormente manchadas.

Y llegaste. Comimos y nos dirigimos a la cama a jugar entre nosotros. Esta vez yo te había llevado, y tú, con una incredulidad visible desde una lengua de distancia, jugabas igual de animado que yo. Luego de besos y caricias, viajé hasta tu lóbulo derecho para susurrar:

-Nh, ¿qué te parece si lo hacemos diferente hoy? -Comencé a refregar mi miembro sobre el tuyo a través de la ropa.

-¿En qué sentido? -Preguntaste con una sonrisa ladina.

-Cambiemos los papeles -También curvé mi sonrisa y descendí hasta tu pecho para besarlo y lamerlo con suavidad.
Te entregaste a mí, te sentía a mi merced. Estiré tu piel dejando un camino de marcas sobre tu abdómen, llegué a tu sexo y lo liberé al mismo tiempo que el mío. Nos desnudé por completo, besé completamente tu cuerpo y repartí alguna que otra lamida por tu miembro, causando una erección tan pronunciada como la mía. No sabía si mi exitación se debía a ti o a lo que iba a hacer luego. Tú te dejabas desear correspondiendo con caricias y algún que otro beso.

Abrí tus piernas y entré en tu interior con lentitud, dejé que te acostumbres y empecé a moverme de la misma manera. Tus gestos se mezclaban con mis gemidos. El sudor comenzaba a correr sobre nuestras pieles a medida que iba aumentando mis estocadas. Eras hermoso. Verte tan excitado fue mi paso a masturbarte. Tres, dos, uno y te corriste en mi mano en una mueca de placer, que me hizo soltar un gemido.

Creo que ya era hora.

La excitación también se apoderaba de mí, pero no debía olvidar mi objetivo principal esta tarde. Palpé la mesa de noche, donde estaba el objeto que utilizaría para realizarme. Lo tomé entre mis manos y sonreí ante tu mirada sorprendida y hasta algo temerosa cuando lo acerqué hasta ti.

-¿Te gusta, eh? -La posé sobre tu rostro paseándola en una caricia leve-. ¿Te gusta, hermoso? No me has respondido -Corriste tu rostro en un movimiento cuidadoso.

Qué poder que tenía con mi adorada cuchilla, eras pequeño ante mí.

Solté una carcajada un tanto macabra bajándola con un suave roce sobre tu abdómen y, sin más, la clavé allí sacándola de inmediato. Gritaste fuertemente, y eso impulsó a que mis estocadas vayan con aún más fiereza, clavándo la cuchilla otra vez sobre otra parte de tu abdómen. Realicé largos cortes sobre cada una de tus piernas, y la sangre comenzaba a brotar, así como brotaba esa oscura noche de Junio de mi interior. Llorabas, sollozabas, gritabas de dolor tan desgarradoramente que tenía ganas de gritar yo también, pero de júbilo.

-Por favor, Ruki, por favor contrólate, no sabes lo que haces -Dijiste, o eso es lo que entendí debido a lo poco que se entendía. Suplicabas con todo tu corazón, pero el mío había volado hacia otra parte. Mi cordura también, sobre todo mi cordura- Te amo...

Esas dos palabras fueron la gota que rebalsó el vaso.

-Yo también te amo.

Y anclé la cuchilla sobre tu pecho, matándote al instante.

Una mueca de desasociego, los ojos bien abiertos, tu boca derrochando saliva y todas tus heridas, la sangre del desprecio. Sí, por fin victoria, pero todavía me faltaba el 50% de este plan. Ya faltaba poco, mi amado...
Seguía observándote con esos sentimientos que clamaban triunfo y pena al mismo tiempo, como alguna vez ya he mencionado. Te detallé con los ojos así como lo hice cuando nos volvimos a reencontrar. Pude deducir que había conocido todo de ti: tus miedos, tus angustias, tus alegrías y tus tristezas, y todo se reducía a una sola palabra, a una sola persona: yo. La misma relación de dependencia que percibías conmigo, la tenía yo contigo, porque tú también eras el dueño de mis virtudes y desgracias. Tú eras mi dueño.

Y de aquella manera pasaban por mi mente todos los recuerdos que recité con anterioridad.

Continué con mis estocadas perpetradas con frenesí, con locura, con pasión, con todo lo que me hacías sentir. El odio que te tenía se desplazaba hacia mi pelvis, indicando que me moviera más fuerte, que te rompiera como alguna vez tú hiciste conmigo. El amor que te tenía se desplazaba hacia mis ojos en forma de gotas, en forma de lágrimas. En verdad no sé por qué lloraba, pero te veía allí, tan hermoso y a la vez tan pecador como te conocí, que de alguna forma mi corazón se arrepentía por haberte asesinado. Sollocé con fuerza, y me corrí dentro tuyo. Tuve un orgamo casi infinito. Pero no, no debía ponerme mal, porque el plan no había acabado aún, porque todavía me faltaba darle el toque final, el toque que nos salvaría a ambos.

Sí, Kouyou, porque toda esa locura que tú sentías por mí, mezclada con amor, me la transmitiste. Me transmitiste toda esa paranoia, esas ganas de que solo me pertenezcas a mí, me lo transmitiste como si estuviésemos conectados por vía intravenosa. Ya no iba a haber más dolor... ¿El odio le ganó al amor? No, el amor le ganó al odio.

Y clavé la misma cuchilla en mi yugular, después de sacártela a ti, provocando un profundo corte de límite a límite. Matándome.

Y así tú y yo éramos uno.

Y así te conocí.

Notas finales:

Gracias por leer.

Pueden dejarme sus críticas, y perdón por el poco lemon hahaha.

Espero se haya entendido la idea principal.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).