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Clozapine por Baddest_Female

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Notas del fanfic:

Ahkdjffkjfg mi primer Aki/Kei ;////; espero que os guste, por que a mi el fic me ha encantado. Escribirlo ha sido genial. Me propuse acabarlo como regalo de cumpleaños de Kei así que, feliz cumpleaños mi vida, mi pequeño, mi amor <333

Este es un fic huerfano que Cassie como buena persona adoptó -más me vale no equivocarme al dedicarlo-; así que espero que te guste, mujer. Y que os guste a todas las UNDEADs que casi me matáis por escribir tan lento

Notas del capitulo:

Antes de todo, quería decir que YO no soy médico. No soy psiquiatra ni soy psicólogo, he estado leyendo mucho e informándome cuanto he podido de la enfermedad que Aki padece en el fanfic, que puede ser que, una persona esquizofrénica no reaccione como reaccionó Aki en algunos puntos, es cierto. Y, aun así, aclarar que cada persona es única e irrepetible, las reacciones de cada uno a ciertos estímulos son únicas, no son predecibles; incluso con la misma enfermedad, dos individuos no tienen por qué reaccionar igual. 

Solo una cosa antes que leáis, la Clozapina(o Clozapine en inglés), es un medicamento antipsicótico que se aplica a personas con ciertos trastornos mentales(en este caso esquizofrénia) resistentes a otros fármacos.

El cigarro con lentitud se consumía entre sus dedos; solo el silencio chillaba en sus oídos mientras buscaba en su mente un lugar lleno de paz que no hallaría. Cientos de pedazos de mil cosas, repartidos por el suelo del estudio; una botella de vodka casi vacía sobre el escritorio, junto un vaso medio lleno de ese líquido que quemaba como el infierno en ser tragado; siendo sujetado por una de sus delgadas y temblorosas manos.

¿Cuánto dolor y cuánta desesperación puede soportar una persona antes de volverse completamente loca; antes de perder toda parte de cordura? Palabras que desde hacía ya cinco años, se repetían en su cabeza de una forma intermitente y ciertamente molesta. El estrés, la ansiedad y la impotencia se apoderaban de él tantas veces al día como minutos había. Siempre se habla, de lo complicado que es para los pacientes afrontar una enfermedad; pero nadie menciona lo doloroso y difícil que es para un familiar, para un amigo, para una pareja… convivir con una persona enferma. Las noches sin dormir, las lágrimas surcando sin permiso sus blancas mejillas; eran solo los más suaves estragos de tener que cuidar de él. Porque Aki sería su todo, pero la esquizofrenia que padecía; les estaba matando a ambos poco a poco. Y las palabras “No tiene cura” y “Es imposible saber cuándo recaerá”, le hacían demasiado complicado el vivir.

Con un suspiro mató el silencio agobiante y ensordecedor que le envolvía; una última calada al cigarro y, retomando el llanto con toda aquella irascibilidad amarga que acumulaba, arrojó todo lo que había sobre la mesa al suelo armando un fuerte escándalo. No había nada; ni nadie, que pudiese conseguir que se tranquilizase. Ni sabía, cuántas cosas había estado guardando los últimos días. Tiró sonoramente el vaso al suelo, rayando el parqué en el acto aunque aquello le importase bien poco. Tentado, muy tentado a rasgarse la piel con los pedazos de cristal que quedaron desperdigados. Era consciente, que a veces, incluso rezar por un milagro, es insuficiente.

—¿Kei? —preguntó Aki, a quien el escándalo que su pareja estaba ocasionando había terminado por despertar de un no muy agradable sueño. Kei dirigió sus ojos a él, rápidamente.

Con premura y dificultad, el muchacho castaño se aproximó hasta él y ancló sus manos a aquellas mejillas; mejillas de quien sonrió ante el contacto y llevó las suyas, frías, sobre las ajenas. Temblaban sus manos, temblaban sus labios y las lágrimas surcaban sin permiso las marcadas mejillas de Kei. Unas horribles ojeras adornaban el hermoso rostro de ese chico, sus cabellos largos, negros y despeinados cubriendo gran parte de sus facciones no ocultaban su expresión cansada; agotada. Cicatrices, incontables, de arañazos en sus brazos de tantas crisis que había sufrido, sin que él pudiese hacer nada. Culpable, porque su deber era cuidar de Aki, pero a veces le costaba hasta impedirle respirar. Su razón para vivir; el moreno se había convertido en eso. Una condena muy dulce.

—¿Por qué no estás durmiendo? —formuló, conociendo la respuesta.

—Pesadillas…

Demasiado triste para ser cierto. Ya estaba harto, ya estaba cansado. Una enfermedad crónica e incurable. Noches, porque noches enteras las pasaba llorando y preguntándose, qué hubiese sido de él si se hubiese enamorado de una persona completamente distinta.

Pero en cuanto Aki se deslizó hasta el suelo arrastrándole con él y posó su cabeza contra su cuello, como tantas otras veces, entendió que la única persona a la que conseguiría amar, se encontraba entre sus brazos en dichos momentos. No podía olvidar, no quería un destino distinto aunque aquello fuese a facilitarle las cosas; solo pedía a Dios, la fuerza de voluntad suficiente como para poder aguantar junto a esa persona; para poder cuidar de él hasta el día de su muerte. Aki, en sus brazos, solo era un pobre cachorro asustado.

Y en aquella posición tan incómoda, con demasiado alcohol en su organismo, terminó por sucumbir al sueño entre que acariciaba los enredados cabellos negros del contrario; mirando al techo pintado con estrellas de la habitación que compartían, buscando aire para seguir respirando.

La primera vez que Aki recibió un suspenso, el primero en regañarle, fue Kei. Era su pareja desde hacía dos años, la pareja de ese chico aplicado y amable; que se llevaba bien con todos sus compañeros de clase y el cual era ejemplo para los profesores; cualquier motivo era suficiente como para presumir de ese alumno tan maravilloso. Aki era, realmente, una persona única. Incluso proviniendo de una familia completamente desequilibrada, se esforzaba hasta las últimas consecuencias con tal de ser, siempre, de los mejores de la clase. Y se esforzaba de esa forma solo por una razón, necesitaba que Kei se sintiese orgulloso de él, que le dedicase aquellas hermosas sonrisas con esos labios tan hermosos que poseía.

Aquello había empezado como una rara competición entre dos chicos muy listos, pecadores de orgullo ambos. Aki siempre, sin esforzarse, había logrado ser de los mejores de clase; y en llegar a secundaria se encontró con esa persona, esa persona que era mejor que él. Se encaprichó en superarle, y se encaprichó tanto que un día llegó a darse cuenta, que solo quería ser mejor que él para recibir su aprobación; porque de alguna forma, desde la primera vez que le vio sonreír, sintió caer a sus pies.

—¡No es posible! —le reprendió—; deberías haber sacado al menos el doble de esa nota… Aki, ¿qué ha pasado? —Y el aludido solo se encogió de hombros, mientras miraba esa hoja de papel llena de rojo sin entender el porqué de dicha nota. Él creía, que le había ido bien el examen…

—No lo sé…

Su pareja suspiró, más preocupado por él que feliz de haber sacado la más alta calificación, un cien sobre cien. Inclinándose, le dio un fuerte abrazo y pronto un beso en los labios, sacándole una sonrisa al más alto.

—La próxima vez irá mejor, no te preocupes. A cualquiera le puede ir mal un examen, ¿no? ¿O te creías perfecto? —rió, y aquél le obligó a sentarse sobre sus piernas, para abrazarle por la cintura y darle cortos besos en su cuello. Lo que menos quería, era que, por su culpa, Kei no disfrutase de la nota que había sacado con mucho esfuerzo y horas de trabajo.

—Cierto, el siguiente irá mejor… Además, mi novio ha sacado un excelente —dijo, y pronto Kei se escondió en su pecho, con un muy suave y casi imperceptible sonrojo adornando sus mejillas—. Estoy tan orgulloso de ti…

Ese fue el primer síntoma, de que algo iba mal. Después de eso, paulatinamente, las notas de Aki fueron bajando en el resto de materias; se aisló en sí mismo y no quiso ayuda de nadie. Parecía depresivo y la ansiedad le atacaba con frecuencia. Podía pasarse días y días sin acudir a clase y, en cuanto Kei trataba de comunicarse con él, el contrario se negaba a verle. Poco a poco, le había visto alejarse, sin motivo; y sus notas también bajaron.

Más tarde, empezaron los delirios y las alucinaciones; y el diagnóstico fue como un balde de agua helada para Kei. Esquizofrenia. De tantas enfermedades y tantos posibles trastornos, a su Aki le tenía que tocar una incurable, intratable, crónica. Mil veces, se preguntó; qué había hecho para merecer semejante martirio. En su familia, nadie quiso hacerse cargo; y los padres de Kei, le hicieron elegir entre ese loco y ellos, y el castaño, con sus ojos llenos de lágrimas, siquiera hizo las maletas, tan solo se marchó.

Cientos de ocasiones había repetido a todos que su Aki no estaba loco; incluso cuando los delirios se volvieron persistentes, él se negaba a dejar que otros le tratasen diferente. Se dio cuenta, de lo hipócritas que son las personas; aquellas que presumían de él y le felicitaban por sus notas, pronto le dieron la espalda; en cuanto fue imposible negar más la evidencia de que a Aki le ocurría algo, algo grave.

¿Con cuánto esfuerzo y a qué precio había logrado un departamento para los dos? Con el poco dinero que ganaba, y la ínfima ayuda que recibía por estar a cargo de una persona enferma, a veces se preguntaba cómo lograba llegar a final de mes. Se estaba esforzando, por él y solo por él; pero, a veces, sentía que nada era suficiente. Dolía admitir, que era ciertamente agotador a nivel psicológico tener que lidiar con Aki. Quisiera decir con orgullo, que nada le hacía más feliz que ayudar a la persona a la que amaba; pero a veces, eso se volvía solo una mentira.

 

Aquella fría tarde de invierno, cuando volvió de hacer la compra y se adentró en el pequeño apartamento; lo único que alcanzó a oír fueron chillidos. A lo lejos, Aki clavaba con fiereza sus uñas en sus propios brazos, automutilándose, auto hiriéndose cruelmente mientras gritaba y sollozaba; como si estuviese muerto de miedo; encogido y de rodillas. Las gotas de sangre adornaban el suelo completamente blanco de la cocina, manchas que quedarían eternamente marcadas en ese lugar.

Se le cayó el alma a los pies en vislumbrar dicha escena a lo lejos. No importaba cuántas recaídas tuviese el moreno; Kei jamás se acostumbraría a verle en semejante estado. Se aproximó corriendo, chillando su nombre y con los ojos inundados de lágrimas. Impotencia, frustración y mucho dolor.

—¡Aki! ¡Basta! —espetó, abrazándole por la espalda tratando de conseguir que se detuviese; mas el contrario solo alcanzaba a revolverse y revolverse.

El llanto del castaño se hizo más intenso, los sollozos escapaban de sus labios tal y como lo hacían de los labios de Aki. Doloroso, ciertamente doloroso y demasiado cruel. Trató de apartar aquellas uñas que se clavaban con ira en los brazos de su persona amada, pero por mucho que chillase, que llorase y que suplicase; Aki seguía destrozándose la piel de una forma que hasta al más bajo causaba nauseas. El moreno ansiaba parar, pero no era capaz de detenerse; estaba temblando, e igual sentía temblar a la persona que tras de sí le gritaba casi al oído. Pronto, Kei logró separar una de las manos del moreno; y se apresuró a enredar sus dedos con los ajenos, apretándole fuerte, dejando al más alto convulsionándose a causa de los sollozos entre sus brazos, pero inmóvil; temblando los dos. Rápidamente, el castaño llevó su otra mano sobre la ajena, y oyó un hipido escapar de los labios de Aki.

»Ya pasó, Aki… ya estás a salvo; estoy aquí.

Su interlocutor le observó de soslayo, con sus ojos rojos por el llanto, y todavía con sus labios temblorosos por los constantes y violentos sollozos que le atacaban. Con una tenue sonrisa, Kei logró tranquilizarle a medias; porque para Aki, el castaño era su único apoyo emocional, la única persona que cuidaría siempre de él, y la única persona a la que él sería capaz de amar. Su Kei era único, perfecto; lo había sido siempre. Tan y tan culpable se sentía de haberle arrastrado a semejante pesadilla; pesadilla de la que ambos cada mañana deseaban despertar. El moreno quería ser una persona normal, una persona que no oyese voces; una persona que no necesitase eterna medicación para vivir de una forma digna; una persona, que no hiciese constantemente daño a ese chico tan importante para él.

Los brazos de Kei pronto se despegaron de él, pero antes que pudiese quejarse siquiera, el castaño se colocó frente a sí y tomó sus mejillas, como tenía la costumbre de hacer. Con sus pulgares secó las lágrimas que aún surcaban su rostro tan blanco, y en un movimiento rápido y sutil, dejó un beso en sus labios desgarrados por sus propios dientes.

»¿Qué sucede?

—No puedo… —susurró, y con una de sus manos temblorosa y llena de sangre, señaló un frasco lleno de caramelos que había sacado del armario, pero que no había sido capaz de abrir y, en el intento, había alcanzado tal nivel de excitación que había acabado con una fuerte crisis nerviosa seguida de ansiedad que no fue capaz de controlar.

Kei sonrió con dulzura y luego soltó una pequeña risita; con un nudo en el estómago y con dificultades para respirar. Alcanzó el bote y trató de abrirlo, pero le ocurrió como a Aki y no lo logró. Con paciencia, dio un par de golpes en el suelo con la base del mismo, y volvió a intentarlo; consiguiéndolo esta vez.

—Ya está —dijo, sacando una de aquellas golosinas picantes que tanto le gustaban a su pareja, y la acercó hasta sus labios, labios que recibieron gustosos aquello que Kei ofrecía; y seguido de aquello, fue Aki quien regaló un beso en los labios al contrario, a modo de agradecimiento.

—¿Seré siempre incapaz de valerme por mí mismo…? —su tono apagado, evidenciaba y con creces lo mucho que le dolía ser dependiente de Kei. No era justo, no era justo para ninguno de los dos.

—Quizá algún día —susurró, tratando de infundirle ánimos con palabras que ni él se creía— mientras, me tienes a mí para todo. Vamos, curaremos esas heridas tan feas…

Con un suave y silencioso asentimiento, aceptó la propuesta y pronto Kei le llevó hasta el cuarto de baño. Le hizo sentarse y, de rodillas en el suelo, comenzó a aplicarle desinfectante en aquellas profundas heridas que él mismo se había hecho, sacándole algún que otro quejido o mueca de dolor.

—Hace ya ocho años que te tengo… ¿qué habría sido de mi vida sin ti, mi Kei?

Con el brazo ajeno a medio vendar, Kei se quedó estático en oír aquellas palabras. ¿Tan ocupado había estado trabajando que ni había recordado su aniversario? Temblando, quiso levantarse para comprobar en el calendario qué día era, porque ciertamente no recordaba ni cuál era la fecha en la que se encontraban; pero el moreno colocó la mano en su hombro, deteniéndole.

»No se te ha olvidado, es la semana que viene…

Acarició los cabellos de aquél y Kei recargó su cabeza sobre las piernas del chico de hebras morenas con las lágrimas silenciosas surcando sus mejillas. Era agradable, cuando Aki estaba lúcido y podían comportarse como una pareja normal; cuando no había muros entre ellos causados por la terrible enfermedad mental que el más alto de los dos padecía desde hacía demasiado tiempo.

—Me encantaría casarme contigo… si hubiese alguna forma.

—Solo tienes veintitrés años, eres muy joven para… —quiso continuar, decirle que era pronto para atarse a otra persona; pero desde que le diagnosticaron la esquizofrenia a Aki, que Kei había estado atado a él—. Podrías encontrar a alguien mejor —rectificó—, alguien que no te hiciese el daño que yo te hago… —Le dolía decir aquello, porque de ninguna de las maneras quería perder a esa persona, pero incluso si lo decía con la voz temblorosa, sabía que Kei podría llegar a ser más feliz con alguien sano, alguien que no sufriese ataques cada dos por tres; alguien lucido que no le hiciese llorar.

Kei le miró espantado por lo recién dicho, temeroso; pero en cuanto vio la expresión de pena y tristeza que su Aki cargaba, pronto se levantó para colocarse a horcajadas sobre sus piernas y rodear con sus brazos el cuello del más alto, para darle un largo beso en los labios. Era dulce, muy dulce probar esa boca y ser correspondido en el intento. Porque muchas veces, Aki solo se quedaba inmóvil. Y, aunque Kei supiese que no era porque no le quisiese, sino a causa de su dolencia, le rompía el corazón y le dejaba una sensación de desazón terrible que no podía quitarse en horas.

—Te conozco desde los doce, te amo desde los quince… Aki, llevo ocho años enamorado de ti… no hay forma, que encuentre a una persona mejor; necesito cuidar de ti; lo necesito como necesito el aire para respirar.

Sin decir una sola palabra, rodeó con sus brazos la delgada cintura de quien permanecía sobre sus piernas y le apretó contra sí. Con premura y algo más que vehemencia que la que Kei antaño había empleado, besó aquellos labios con pasión, con deseo. Aquél respondió como pudo a aquella lengua, a aquellos dientes y aquellos labios que querían enloquecerle.

Entre besos, mordidas y caricias, terminó siendo arrojado sobre las blancas sábanas de su habitación. Aki se echó encima de sí y empezó a despojarle de sus ropas, a la par que aquél trataba de hacer lo mismo con el moreno. Cerró sus piernas y sus brazos en torno a aquellas caderas y ese cuello y dejó que el más alto se apoderase de él. Se dejó desnudar, se dejó acariciar y empezó a suspirar y jadear, a sudar ante el contacto tan dulce y excitante que compartía con Aki. Trató de corresponder a todos y cada uno de los gestos, a propinar mordidas allá donde alcanzaba, a lamer ese cuello que tanto ansiaba hasta calentar tanto a aquél como caliente estaba él.

Dejó que se adentrase dentro de él, con un jadeo y arqueando la espalda; dejó que le tocase, que le besase y que le marcase; dejó que arremetiese contra él y le embistiese con maestría, hundiéndole en el deseo y haciéndole rozar el cielo solo con aquellos suaves movimientos.

Dejó que se descargase dentro de sí, dejó que le masturbase y les impregnó a ambos con su esencia.

Jadeando, con la respiración agitada y con el corazón latiendo a mil por hora; Aki se desplomó sobre el cuerpo de su amado y recargó la cabeza en su pecho, oyendo el taladrante ritmo cardíaco de su pareja contra su oído.

Como siempre; como tantas otras veces, abrazados, en cumplir con su tarea, el moreno terminó por caer dormido entre los brazos de su amado; y aquél sonrió en percatarse; porque no había nada más hermoso que ver a Aki dormir. Parecía tan calmado, tan hermoso; tan cuerdo. Se veía sosiego en sus facciones, parecía una persona completamente sana; y feliz.

Con cuidado de no despertarle, se incorporó lentamente y colocó la cabeza de aquél sobre sus piernas, de quien se acurrucó rápidamente sobre ellas, emitiendo un pequeño ronroneo. Lágrimas clandestinas se apoderaron de los pequeños y rasgados ojos del castaño; entre sollozos, introdujo sus finos dedos en aquellos mechones y los peinó paulatinamente.

—Algún día… ¿algún día seré capaz de protegerte? —susurró. Sus falanges se deslizaron sobre su mejilla. Aquellos medicamentos que estaba tomando, le dejaban agotado, propiciaban que subiese de peso. Se notaba en sus ya gruesas mejillas; estaba precioso, mucho más que cuando estaba tan delgado en sus años de adolescencia; pero ¿a qué precio? Alzó su mirada al techo; a aquellas estrellas que habían pintado entre los dos. Aquellos recuerdos felices; ¿desaparecerían algún día? Solo luchaba, por mantener intactas esas memorias— Si, vehementemente, pido que le salves, ¿me escucharás? —suspiró; hablaba con nadie, con un Dios en el que ya no creía, con un destino que sabía que no oiría sus súplicas. Esperar, solo quedaba esperar. Deslizó la mano que no mantenía en sus cabellos hasta la mano contraria y enroscó sus dedos con las falanges ajenas; gesto que fue correspondido rápidamente, incluso si su dueño estaba completamente dormido.

Luchaba, por mantener esos momentos bien presentes; para que, el día que desapareciesen, le diesen fuerzas. 

 

Le sorprendió descubrir que, en las semanas siguientes a aquello, la situación de Aki había mejorado drásticamente. No supo a qué se debió, siquiera el moreno lo sabía, pero era reconfortante que los gritos desapareciesen durante tanto tiempo; que pudiesen dormir acurrucados sin que Aki se atacase o atacase en sueños a Kei. Aunque, lo que más le llamó la atención, fue oír, después de tantos años, el sonido del piano de Aki resonar el todo el apartamento.

Se quedó perplejo, ¿cuánto tiempo hacía que ese sonido alcanzaba sus oídos? Cuando todavía iban al instituto, antes de que apareciesen los primeros síntomas de la enfermedad que Aki padecía; podía quedarse horas y horas viendo aquellos dedos danzando sobre las teclas, creando melodías que a él le parecían tan hermosas, que rozaban lo fantástico; sin que aquél se percatase siquiera de su presencia. Aki era bueno en todos los campos; destacaba en todo lo que hacía, se esforzaba en todo lo que hacía, pero la música, la música era su sueño.

Una sonrisa pronto se dibujó en los labios del castaño, quien dejó todo lo que estaba haciendo por levantarse y aproximarse hasta la habitación. Ese piano empotrado que tanto dinero había costado, era lo único que se habían llevado de casa de los padres de Aki. Pedía poco para ser feliz, pedía muy poco; solo quería que su Aki estuviese bien, que fuese feliz. Recargado en la puerta, le observó tocar. Aquella melodía tan dulce y triste, con un toque completamente melancólico; estaba destrozando la poca psique que le restaba a Kei, deslizando lágrimas por sus mejillas.

Ni supo durante cuántos minutos estuvo oyendo y mirando a aquél tocar, pero hubiese deseado que fuesen muchos más; le supieron a poco después de tantos años. Cuando él se detuvo, Kei sintió un fuerte y desolador vacío en su pecho; aunque no se  borraba la sonrisa de felicidad que portaba en sus labios.

—Sigues tocando tan bien como antes… ¿cuánto tiempo hacía que no lo hacías? Esa canción, es preciosa…

—¿Seis años, quizá? —susurró, sin despegar los dedos de las teclas. Hundió sus falanges sobre ellas, en un par de ocasiones más y, después, miró al más bajo y, al verle sonreír, sonrió él también. Sabía, de alguna forma sabía que si tocaba el piano, haría feliz a su Kei.

Quiso pedirle que se acercase, quiso que se sentase con él y enseñarle a tocar alguna que otra canción, como antaño. Momentos que fueron hermosos hacía tanto tiempo. Así se habían enamorado el uno del otro, así la simple atracción que experimentaban en mirarse, se convirtió en algo más. Eran recuerdos que tenían muy presentes, los dos, en sus cabezas. Pero las voces, aquellos susurros incesantes y estridentes volvieron a sus oídos. Molestos y dañinos. Frunció el ceño y chasqueó la lengua, encogiéndose para cubrir sus oídos y, tratar así, de ignorar; de acallar esas voces que no querían silenciarse por sí mismas. Quería creer, que eso solo estaba en su cabeza, que no existía fuera de ella y que debía ignorarlo pero, ¿algo tan nítido podía no ser real? No era tan sencillo pensar de ese modo. Más cuando, sus ojos, podían ver una figura a su derecha, figura que le asustaba y le espantaba, porque con sus facciones solo parecía querer hacerle daño.

Retrocedió como un gato asustado sobre el asiento del piano, con una expresión de puro terror delineando sus facciones. Espantó a Kei, a quien tanto y tanto le dolía ver aquellos ojos llenos de miedo. Demasiados años viendo esa expresión y sabiendo qué significaba. Cuando Aki se quedaba mirando a la nada y comenzaba a susurrarle a un ser que él no podía ver, cuando se abrazaba a sí mismo y empezaba a mecerse mientras clavaba sus uñas en sus brazos, temblaba y lloraba sin motivo; tan frágil, que dolía. Aki, que era un ente impenetrable, esa persona que ponía un muro entre él y cualquier persona que se aproximase. Tan frío, que tras demasiado tiempo solo logró abrirse a Kei. Verle tan vulnerable cuando había sido la persona que le había protegido, la persona que le cuidó cuando reveló su sexualidad y tantas personas le dieron la espalda; la persona que le salvó de todo; era la cosa más dolorosa que pudiese imaginar.

Con lágrimas en los ojos, se aproximó, y aunque aquél quiso rechazarle y apartarle, solo logró que le abrazase más fuerte, que recargase la cabeza en su hombro y empezase a llorar sobre él.

—Cierra los ojos… —le susurró, apretándole la mano con tal fuerza que se creyó capaz de terminar por romperle algún hueso—. No puede hacerte daño. Lo sabes, ¿verdad?

Aki obedeció, con temor cerró sus ojos y respiró hondo tal y como Kei había pedido. El temblor de sus brazos, no se detenía de ninguna de las formas. Él sabía, que Kei sentía tanto o más miedo del que tenía él. Era reconfortante sentir su olor tan cerca, su presencia era un pilar imprescindible.

»¿Puedes abrirlos? —preguntó. Aki asintió y volvió a hacer lo que su amado pedía— ¿Sigue ahí?

Aki observó dicho lugar, observó la habitación por completo y soltó un respiro de alivio cuando descubrió que en dicha habitación, solo estaban él y Kei. Aunque seguía padeciendo de alucinaciones auditivas que sonaban como si tuviese una colmena de abejas en cada oído, al menos no había nadie que pareciese querer dañarle allí.

—No… Se ha ido.

—Te lo dije —dijo Kei, y ahogó un beso en aquellos labios; no conformándose con uno y dando muchos más. Aki se atrevió a abrazarle y el otro de igual manera le apretó entre sus brazos, siendo capaz de escapar de sus labios una risa que contagió al más alto.

—¿Y si no se hubiese ido?

—Cierras los ojos de nuevo. Así hasta que desaparezca.

Aki sonrió, como hacía tiempo que no hacía. Aguantó el rostro de Kei y besó su frente con ternura. Quería —tenía que haber alguna forma— devolverle al castaño todo lo que había hecho por él tanto tiempo. Quiso creer, que incluso si se volvía tan loco que era incapaz de recordar su nombre, todavía podría sonreír si sentía a Kei abrazarle, si sentía sus besos, sus cabellos claros acariciándole el cuello y haciéndole cosquillas.

—Te amo —murmuró, y Kei cerró sus ojos y sonrió con ganas, sin tener intención de hacerlo; queriendo esconderse pronto entre los brazos de Aki como hacía cuando era un adolescente. En tantos años, nada había cambiado, nada les había cambiado. Incluso si noche tras noche uno u otro lloraban; Aki por ser incapaz de hacer feliz a Kei y Kei por ser incapaz de proteger a Aki de él mismo, se querían como se necesita el aire para vivir. Les había tocado vivir algo demasiado duro que no sabían cómo sobrellevar. Incluso si un médico les aconsejaba y les ayudaba; incluso si Aki iba a grupos de apoyo algunas tardes; incluso así, estaban solos contra el mundo. Kei quería encontrar una estabilidad, ayudar a Aki a seguir estudiando; que pudiese trabajar como si fuese una persona normal, que pudiesen salir a pasear sin temor a que a Aki le diese un ataque; sin temor… a no saber cómo reaccionar ante los actos del moreno. Incluso si todo ello eran sueños posibles, era tan complicado que dolía. 

 

Cuánto hubiese querido, cuánto habían rezado, para que los días felices no desapareciesen, para que no volviesen las recaídas de Aki. Si la esquizofrenia en sí ya era una enfermedad complicada, más para una persona resistente a ella. Incluso la clozapina* parecía no hacer efecto; o hacer uno muy leve en aquellos últimos días, días difíciles. Incluso cuando habían tenido largos días en que los ataques de Aki no eran más que leves, aun si incluso habían tenido la ocasión de salir a pasear bajo la lluvia y habían disfrutado como niños; fue tan efímero que parecía que hubiese ocurrió hace miles de años.

Ninguno era capaz de recordar cuántos días hacía que Aki no dormía en condiciones, desde cuándo se comportaba de forma tan irascible. Podía llegar a tener, dos, tres, cuatro ataques de ansiedad al día; parecía estar con ella las veinticuatro horas. Había cambiado su forma de comportarse y se alejaba vehementemente de Kei, quien lloraba y lloraba buscando entender por qué no podía ayudar a su pareja; quien no parecía querer ser ayudado.

Kei llevaba una semana sin salir de casa, solo por el terror que sentía de dejar a Aki solo, quien no parecía querer entrar en razón, tranquilizarse y darse cuenta que todo lo que veía, oía y sentía no era real. Corría para arriba y para abajo cerrando todas las cortinas que encontraba a su paso, mientras Kei le perseguía y, llorando, trataba de hacerle parar mientras aquél susurraba cosas que no parecían tener sentido, al menos no lo tenían para el castaño. El más alto parecía paranoico, no paraba de repetir que alguien le observaba, que estaban conspirando contra él, que podían leer su mente y controlar sus acciones. Con unas ojeras muy marcadas y sus dientes castañeando, mientras se rascaba de forma incesante y violenta sus brazos como autómata.

—Aki… —susurró, abrazándole como había hecho tantas otras veces, solo que aquella no funcionó y Aki le respondió con un empujón que le dolió hasta en el alma. Las lágrimas se hicieron más intensas y su llanto más violento. ¿Cómo se podía lidiar con una situación así? Si había una forma, Kei no la conocía.

 —Tú también… ¿quieres hacerme daño? —espetó Aki de golpe. Sus ojos se dirigieron al menor, observándole con sus orbes escondidos detrás de sus largos cabellos negros. Esa mirada era terrorífica, pero no más que dichas acusaciones.

Con los ojos llenos de lágrimas, emitiendo sonoros hipidos; Kei ya no sabía si moverse o quedarse quieto. Lo único que había logrado hasta esos momentos, había sido que Aki destrozase medio apartamento, que les dejase prácticamente a oscuras; que ambos se chillasen hasta desgarrarse la garganta para, finalmente, tenerle frente a sí, mirándole como si fuese un criminal que quería dañarle, cuando él solo quería protegerle aunque fuese con su vida; ayudarle aunque le costase la vida.

—Aki… —se aproximó, y tan pronto como lo hizo el contrario se alejó más—, yo solo quiero protegerte. Por favor… déjame ayudarte. —No podía siquiera respirar adecuadamente, su voz sonaba quebrada y con los sollozos apenas podía entenderse la mitad de lo que decía.

El moreno apretó las uñas más fuerte en sus brazos y la sangre rodó por encima de sus dedos. Kei, reprimiendo una arcada y las ganas de hacer lo mismo consigo, se echó sobre él con tal de evitarlo, pero no recibió más que una mirada de ira y tal golpe, que terminó en el suelo con el costado izquierdo de su cuerpo completamente dolorido. Y comenzó a llorar como jamás había llorado. Siquiera recordaba haberse sentido peor que en dichos momentos. Incluso cuando le habían comunicado el resultado de las pruebas de Aki y le habían dicho qué padecía, se había sentido menos aterrorizado y dolido que en dichos momentos.

Y en quedarse en silencio y solo oírse los violentos hipidos y sollozos del menor, sus jadeos, ver sus lágrimas en sus ojos y su dificultad para respirar. Cómo temblaba sin que pareciese que nadie podía ayudarle. Desolado, porque no había otra palabra para definir su estado; Aki se dio cuenta que muy loco, muy desequilibrado debía estar para ser capaz de dañar, de desconfiar de aquella persona que siempre había estado con él ayudándole y tratando de hacer lo que fuese mejor para él. Recordó los días que habían fumado juntos tirados en el suelo de la habitación contemplando el cielo estrellado que adornaba su habitación, recordó su aniversario y cómo soplaron las velas y terminaron usando el pastel a modo de maquillaje más que comerlo. Recuerdos que parecían insignificantes pero significaban mucho para ellos.

Se aproximó hasta él, con sus brazos ensangrentados al igual que sus manos, buscó ayudarle a levantarse, darle un abrazo, pedirle disculpas. Robarle un beso. Pero tal como le tocó y trató que dejase de esconder su rostro entre sus manos mientras lloraba, él solo alzó sus orbes hasta él, con una expresión que denotaba miedo; miedo a que aquél le infringiese algún tipo de daño físico. Aki dejó de respirar. ¿Cómo era posible que Kei tuviese miedo? ¿Cómo era posible que fuese tan desgraciado como para hacer daño a la persona a la que amaba? Vio sus cinco dedos bien marcados en una de las mejillas del menor y todo por lo que había temido cuando más cuerdo se encontraba, lo tenía frente a sus ojos en dichos instantes. Perder el control, dañar al castaño y que aquél le tuviese miedo… aquello, aquello era algo que no quería haber contemplado jamás.

Sin saber lo que hacía ni pensar en por qué lo hacía, se aproximó hasta la última ventana que le quedaba por cerrar, la de su habitación.

Con el corazón en el puño, roto en mil pedazos y solo un pensamiento, salvar a Kei de él, del mal que pudiese causarle. Se subió al marco; y Kei se levantó del suelo a toda prisa, con un nudo en el estómago y más terror del que había sentido cuando aquél le golpeó. Gritando su nombre, se acercó corriendo; tratando de evitar que hiciese lo que parecía que pretendía, y se lanzase al vacío. ¿Qué haría él… si la vida de Aki se apagaba?

—¡Aki!

—¡No te acerques! —le chilló y Kei se paró en seco, temeroso de que si desobedecía, aquél se dejase caer

»Perdóname. —Sin darle tiempo a reaccionar, despegó las manos del marco y su cuerpo se precipitó calle abajo.

Incluso si el castaño corrió tras él, solo alcanzó a rozar su camisa y quedarse a pocos segundos de haber logrado evitar que terminase en el suelo sobre una enorme mancha, un enorme charco de sangre.

Sus ojos, llenos de lágrimas; el dolor, nítido, pintado en sus tristes ojos. La desolación, la desesperación, el terror y el miedo a la pérdida, marcado en esos orbes que parecían estar fuera de lugar, en esa expresión tan dura y sus labios temblorosos; inmóvil y sin saber qué hacer.

 

Incluso si enfermeros y enfermeras trataron de detenerle, él consiguió librarse de ellos y seguir corriendo detrás de la camilla en la que transportaban a su Aki. Con un respirador manual en su boca, muchos huesos rotos y en parada cardíaca, no parecía haber demasiadas posibilidades de que saliese bien. No dejaba de chillar, de gritar su nombre y suplicar, suplicar y suplicar. Pero él sabía, mejor que nadie, que a veces incluso rezar por un milagro, es insuficiente.

Terminó tropezando y cayendo al suelo; frente a él, conectado a un monitor que mostraba su ritmo cardíaco nulo, el cuerpo inerte de Aki en la camilla. Dos enfermeros y una enfermera sujetándole para que no fuese contra él. Un eterno pitido que alcanzaba sus oídos; solo era capaz de escuchar aquello bajo sus chillidos.

Cargaron el desfibrilador y cayó la primera descarga; el cuerpo del moreno se arqueó, para volver a caer sin pulso sobre las sábanas; otra descarga y el mismo resultado, y otra, y otra. Cuatro descargas que no tuvieron éxito alguno, que solo lograron destrozar un poco más la psique de Kei; quien solo pedía en silencio mientras chillaba que le salvasen, que se salvase. Porque no había manera que pudiese vivir sin ese hombre, no había manera que fuese capaz de sobrevivir sin él. Un vacío en el pecho y su cuerpo entumecido. Sus ojos llenos de lágrimas que corrían por sus mejillas y dolían más que si estuviesen conformadas por ácido. Solo sabía, que perder a Aki sería perderse a sí mismo.

Los médicos suspiraron, negando con la cabeza sabiendo que no podían hacer nada, dejaron los aparatos sobre la mesa. Kei solo lloraba, sin saber qué hacer.

A los cortos segundos, un pequeño y corto pitido le sacó de su estado de desesperación. Observando la pantalla del monitor, un pequeño latido en el corazón hasta entonces parado de Aki, uno seguido de otro.

Milagro o no, dio gracias a Dios, dio gracias a la nada. Dio gracias; sabiendo que le estaban dando una segunda oportunidad que no se le debía otorgar.

Comprendió, que por muy duro que fuese lidiar con alguien como Aki, con una enfermedad como la suya; era afortunado de tenerle con vida.

Sabía que, si se esforzaba, aquél podría vivir tantos años como él.

Quizá entre las miles de historias tristes que habían pasado por aquél hospital, la suya era una que, tal vez, pudiese tener un final feliz.

Notas finales:

AH. QUÉ MALA SOY. Meh. Mi editora hermosa dice que debí matar a Aki; pero entonces este fafic tendría un significado distinto y... no era eso lo que quería.

Espero que os haya gustado.

Esta vez no me enrollaré tanto como otras veces(?) Solo diré que esto es el resultado de querer transformar una idea para un fic yuri a yaoi LOL... Tras pensarlo, iba a ser un Mizuki/Mao, pero estoy con uno en que Mao está mal de la cabeza y no quería repetir.

Y si os gustó, hay dos fics más de Sadie en mi cuenta, ¿a qué esperáis?(?)

Y, de nuevo antes de irme, feliz cumpleaños a mi Kei hermoso, lindo y perfecto.


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