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Welcome to... por RyuuMatsumoto

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Notas del fanfic:

Debe ser lo más predecible que he escrito en mi vida.

 

Una bonita manera de molestar a Hiroto el Día de los inocentes.

 

«You know were you are? You're in the jungle, baby! You're gonna die!»

 

 

 

A Hiroto no le pasó desapercibido ese resoplido burlón cuando, intentando ponerse los calcetines al mismo tiempo que buscaba su zapato derecho, la fuerza de gravedad hizo de las suyas y lo arrastró para aterrizar de cara al piso. Situación útil al final, pues desde su nueva y estratégica posición, halló por fin el calzado que, escondido bajo la cama, parecía reírse también de su desgracia.

—Qué poco hábil. —Cruzado de brazos, su anfitrión le observaba desde el marco de la puerta. Divertidísimo con todas las peripecias que el muchacho pasaba a fin de recolectar sus objetos personales, una curva se dibujó justo en la comisura de sus labios.

—No pensabas eso anoche —respondió Hiroto, con un tono de sobrada suficiencia.

—Qué poco hábil con los pies —puntualizó.

La sonrisa que afloró de los labios de Hiroto fue sepultada por la camiseta que intentaba ponerse a las prisas: una prenda que no le pertenecía y que su anfitrión había accedido amablemente a prestarle, al igual que su ducha y el resto de la ropa que ocultaban su abandonada desnudez. Porque al despertar esa mañana, el olor a alcohol era nulo (las cantidades que solía beber eran un chiste), el de cigarrillo mínimo (él no fumaba, pero su anfitrión sí) y el aroma a colonia que se le había impregnado del otro sujeto indudablemente le gustaba. Pero desde luego, no pensaba asistir a su primer día de clases apestando a sexo. Si bien desde un inicio el plan había sido despertar temprano, regresar a casa, ducharse ahí y partir directo a clase, no contaría con el siempre amenazante margen de error que contaminaba los planes e itinerarios hasta del mejor estratega. A bordo del taxi que ambos tomarían en la salida del bar —mientras el desconocido le abrazaba por los hombros ante la mirada poco discreta que los espiaba por el retrovisor—, Hiroto no imaginaría terminar tan cansado como para no escuchar el escandaloso tono despertador del móvil.

De hecho, en medio de tanta distracción ni siquiera estaba seguro de haberlo activado.

—Oye, niño madrugador, ¿tienes tiempo todavía? Ven a la cocina y cómete una tostada, por lo menos.

Miró su reloj de muñeca: sí, le quedaban unos diez minutos todavía; veinte confiando en la eficacia y buen funcionamiento del transporte público. Tras atarse los cordones para asegurarse que el zapato fugitivo no volviera a escapar, lo siguió rumbo a la cocina, admirando el bonito y modesto departamento que la noche anterior no había tenido tiempo ni forma de otear a detalle. Lo único que alcanzó a reconocer —entre un flash de recuerdos húmedos y borrosos— fue el único sofá del living, mismo con el que tropezarían en su urgencia por llegar a la habitación sin dejar de besarse.

—¿Té o café?

—Café, por favor.

Se sentó. El estómago le rugió en cuanto reparó en las tostadas francesas que yacían en el centro de la mesa. Excusándose, tomó una y le supo a gloria: no había comido nada decente desde la tarde anterior.

Su anfitrión dejó la taza frente a él y se volvió a preparar té para sí mismo. Reparó en su pinta de recién duchado: la camisa que brillaba por su ausencia le permitió una vista magnífica no sólo de su espalda (Hiroto sintió su cara arder cuando el sol matutino iluminó las líneas rojizas que la atravesaban como carreteras de un mapa citadino), sino también de sus hombros y brazos tatuados: esos mismos que anoche le enloquecieran y que se habían convertido en su fetiche desde que, secundado por Hana, lo vio quitarse la chaqueta sentado en la barra del bar.

Takashi y Naoyuki fueron los de la idea: festejar el último domingo de vacaciones en uno de los bares más solicitados del barrio. No necesitaron mayor esfuerzo para convencer a Kohara, mucho menos a Shinji y en consecuencia a Hana: su novia, la única chica que habitaba la casa de estudiantes que los seis arrendaban. Y así, se vio víctima de una emboscada de palabras y gestos persuasivos por parte de los otros cinco.

—¡Pero yo no bebo! —argumentaría en causa de una cortés declinación—. Además no tengo identificación todavía. Y tú tampoco, Takashi. ¿Cómo pretenden que nos dejen entrar?

De verdad que no lo sabía, pues hasta donde estaba enterado, los únicos que ya habían alcanzado la mayoría de edad eran Hana, Shinji y Kohara. ¿Cómo rayos iba a saber que desde hacía dos semanas que aquel otro par de locos se las había ingeniado para conseguir identificaciones falsas? Grande fue su sorpresa cuando a sus manos fue a parar una ID que le acreditaba como un ciudadano de veintitrés años cumplidos y en la cual figuraba la misma fotografía de su credencial estudiantil —que seguramente Takashi o Naoyuki habían tomado sin su permiso—. Pero no fue capaz de enojarse con ellos, ni con sus sonrisas satisfechas, ni con sus caras de cachorros mojados. Cuando menos se lo imaginó, ahí estaba él: sentado al lado de esos dos malhechores, con una cerveza entre las manos y coreando una canción de moda que resonaba por los altavoces del local.

—Hiro, ¿apenas llevas dos cervezas y ya te crees Lady Gaga?

—Otro par, por favor. ¡Yo quiero verlo bailando Telephone sobre la mesa!

Como el pueblerino que era, Hiroto sólo pudo sonreír avergonzado, en medio de un coro de risas que estalló en la mesa, mismo que se intensificó cuando Hana se incorporó para soltarle un fuerte golpe en el brazo a Kohara, interrumpiendo a su novio en la labor de recogerle la roja cabellera en una coleta: todos estaban entrando en calor.

—¿A dónde vas, Hiro? ¿Tan rápido vas a vomitar?

—No es eso, Nao. Es que si voy a terminar bailando arriba de la mesa, por lo menos quiero tener de fondo una buena canción.

El aludido enarcó las cejas con admiración. En medio de ovaciones, Hiroto se levantó con un par de monedas en la mano para dirigirse a la moderna rockola y poner en espera unas cuántas canciones. ¡Hacía tanto que no se divertía así! Su personalidad más bien retraída distaba mucho del desenfado de todos sus compañeros en la pensión. No era un completo antisocial, mucho menos huraño o elitista, pero le costaba muchísimo trabajo desenvolverse aún entre los muchachos de su edad. Introvertido como era, estaba admirado de lo bien que había logrado congeniar con esos cinco, a quienes luego de tres meses de convivencia —los mismos que llevaba en la ciudad con un trabajo que le permitiría aumentar los ingresos que le enviaban sus padres— ya consideraba sus amigos. ¿Para qué negarlo? Los estimaba, los quería. No sabía si se debía a su carisma natural, a la solidaridad que demostraban los unos con los otros, a su nulo asombro y total aceptación cuando en una noche de confesiones, les haría saber a todos sobre su condición homosexual (que se debía, en gran parte, a la bisexualidad de Kohara, o como a él le gustaba llamarlo: «heteroflexibilidad»). Incluso con su condición de fuereño y unos cuantos extravíos cuando le tocaba ir solo de compras, ya se sentía como parte de la familia.

—¿No eres muy joven para que te gusten los Stones?

Extrañado, despegó la vista de la pantalla táctil del aparato y miró al sujeto que le hablaba. Comparado con él sí era joven, pero la apreciación se le antojó exagerada, incluso sospechosa. ¿Y si era un vigilante, un policía infiltrado? ¿Sospecharía de él? ¿Es que acaso, a sus recién cumplidos diecinueve años seguía viéndose como un crío? No, paranoia suya. Lo mejor sería fingir demencia, hacer como que el comentario no le había alertado.

—Si lo fuera, no podría estar aquí. —No lo logró, desde luego: su gesto desinteresado no fue capaz de encubrir el recelo impreso en su faz.

El desconocido sonrió.

—Tranquilo, no te lo tomes tan a pecho. Me sorprendió, nada más.

—Ah, pues… —balbuceó, callándose a continuación. El desconocido enarcó una ceja.

—Eres un ilegal ¿verdad? —Estuvo seguro que su expresión de pánico terminó por delatarlo—. Descuida, no diré nada. Sólo quiero algo de música y ya.

Aliviado, Hiroto asintió en silencio y tras depositar sus correspondientes monedas, se dispuso a regresar a su mesa.

—¡Oye! —Se giró nuevamente—. Buena elección.

 

 

 

—Hana —le llamó, haciéndose oír por encima de la potente voz de Robert Plant. En sus labios todavía estaba el fantasma de la sonrisa que le dedicaría al desconocido tras su cumplido—. Vi a alguien que me gustó.

—¿Cómo? ¿Quién? —urgió la muchacha con emoción.

—Él —señaló con un gesto de la cabeza.

—¿No es muy gordo para ti?

—No, boba. El de al lado, de cabello largo.

Ambos lo estudiaron con descaro. Ahí estaba el desconocido, quien sosteniendo un cigarrillo entre los labios, se despojaba de su chaqueta para dejarla en el asiento contiguo. Como los confidentes que eran, no necesitaron de palabras para comunicarse la admiración y la libido que surgió inmediatamente de uno para contagiársele al otro por un proceso parecido a la ósmosis: esos brazos tatuados causarían estragos en cualquiera.

—¿Qué están mirando? —los increpó Kohara, inclinándose para interponerse entre los dos.

—La nueva conquista de Pon.

—¿En serio? ¿Quién? —interpeló con entusiasta curiosidad. Hana le murmuró algo sobre unos tatuajes al oído, y en cuanto los ojos del muchacho detectaron el objetivo, compuso una expresión de escepticismo—. ¿Ése? ¡Pero si es un viejo!

—No es tan viejo… —se defendió Hiroto. O más bien, lo defendió a él.

—¡Exageras! Es un maduro sexy.

—¿Quién es sexy? —preguntó Shinji, repentinamente atento a las sospechosas palabras de su novia.

—Sí, ¿quién es sexy? ¿Qué están cuchicheando?

—Nada. Que Hiro ya le echó el ojo a alguien —canturreó Kohara, con el afán de molestarlo.

Fue como soltar un panal de abejas en medio de la mesa: la sola idea de ver a Hiroto en plan conquistador era toda una experiencia. Las bromas no se hicieron esperar, así como los comentarios apreciativos acerca de la víctima que, ajeno a todo el barullo de la mesa del fondo, bebía y fumaba tranquilamente disfrutando de la música ambiente.

Robert fue sustituido por Axl. Hiroto notó su cuerpo vibrar al ritmo de Welcome to the jungle y ya con tres cervezas encima, la idea de subirse a la mesa para llamar la atención del desconocido no se le antojó del todo descabellada.

Para su fortuna no tuvo que hacerlo: bastó con mirar de nuevo al hombre y descubrir que éste lo observaba también. Y volvieron a sonreírse, como disfrutando de un chiste privado.

—¡Pon! Esa es tu señal, ¡ve! —lo apuró Hana, quien había estado al pendiente de esa charla muda y lejana.

Hiroto estaba todavía lo suficientemente sobrio como para negarse a las exhortaciones de su amiga: ninguna de las señales le pareció suficiente como para decidirse. ¿Y si lo rechazaba? ¿Y si el hombre lo único que estaba haciendo era ser amable con él, un chiquillo con buen gusto? Así se lo hizo saber a la muchacha.

—No te preocupes —repuso Kohara, quien había escuchado toda la conversación con una cara que oscilaba entre la concentración y la perversidad—. Es un desconocido cualquiera, así que no importa lo que pase: seguramente no lo volverás a ver.

Y fue así como gracias a sus tan poco convencionales palabras de aliento y un par de tragos de valor líquido, que Hiroto terminó por acercarse para «acorralar a la presa».

—¿Sabías que Axl escribió esa canción por culpa de un vagabundo? —¡Vaya manera de saludar! Si Hiroto no quería delatar su nula experiencia en materia de flirteo, no lo consiguió. Aquella pregunta tan abrupta fue lo primero que emergió de su lengua una vez que ocupó silenciosamente el banquillo —ahora desocupado— al lado del desconocido. Éste, por supuesto, se giró a verlo inmediatamente. El interés en sus ojos fue tan intimidante que por poco le impidió continuar—. Una noche que él y los otros iban caminando por Los Ángeles, un vagabundo lo interceptó y le dijo: «¿Sabes en dónde estás? Estás en la jungla, nene. ¡Vas a morir!»

El desconocido bebió de su cerveza, mirándolo con atención.

—Interesante historia ¿no? —dijo por fin—. Cualquiera pensaría que se trataba de un loco, pero también pudo haber sido un profeta. ¿Tú qué piensas?

—Pienso que el vagabundo debió cobrar al menos un diez por ciento de las regalías.

El desconocido se echó a reír, aparentemente divertido por la respuesta del muchacho: una primera impresión que mereció invitarle una copa.

—¿Y sabes a qué hace referencia la canción?

—A la grandeza de la ciudad —respondió Hiroto sin chistar—. Específicamente de Los Ángeles: la cantidad de gente y cosas que se pueden ver ahí. Axl decía que era una ciudad en la que puedes encontrar absolutamente de todo.

—¿Y qué opinas de ello?

—Pues nunca he ido a Los Ángeles, pero la letra pega bastante bien con Tokio. —Sonrió, cogiendo el mechero de la mesa para ayudarle a encender un nuevo cigarro—. Al menos a mí me pareció una jungla cuando llegué.

—¿Cómo? —inquirió, expulsando el humo con una naturalidad provocadora—. ¿No eres de aquí?

Negó con la cabeza.

—Vengo de Okutama.

—¿Y qué buscas en Tokio?

La sensualidad rebeldía de los Rolling Stones aterrizó sobre ellos en forma de un conocido riff de guitarra. La sonrisa de inexperta coquetería que Hiroto le dedicó fue suficiente para evidenciar su nada disimulada ebriedad. Y no tuvo que esforzarse en encontrar la palabra adecuada: su voz se confundió con la de Jagger al responder:

Satisfacción.

 

 

 

—¡Hiro no llegará a dormir hoy!

El eufórico aviso de Hana fue recibido con exclamaciones de júbilo, risas poco discretas, los pulgares levantados de Naoyuki, una palmada en el hombro por parte de Kohara y un regalo que Shinji le pasó por debajo de la mesa con la misma confidencialidad que si se tratara de un paquete de cocaína: eran preservativos. «Espero sean suficientes», le murmuró con discreción para luego palmearle el hombro con el mismo porte orgulloso de un hermano mayor. Hana, desde luego, le hizo prometerle que le contaría todo con detalles al día siguiente.

—Hiro, tu chaqueta. —Takashi le hizo entrega de la prenda y tras desearle buena suerte, le dejó marcharse.

Sólo Naoyuki percibió ese ceño fruncido, producto de la concentración, cuando el muchacho siguió con la mirada al menor de sus amigos, quien en un minuto ya salía del local en compañía del hombre de los tatuajes.

—¿Qué sucede, Takashi?

—Ese sujeto… me parece conocido. Estoy seguro que lo vi en alguna parte.

—¿Tú en dónde crees?

Ambos se giraron a ver a Kohara, quien a su vez espiaba con poca diplomacia a cierta muchacha que reía y movía las caderas junto a sus amigas, al ritmo de la sensual guitarra que Keith parecía tocar sólo para ellas. Takashi pensó, al principio, que la sonrisa maliciosa iba dirigida al risueño grupo de jovencitas, suposición que descartó cuando se giró en su dirección y la sonrisa no desaparecía.

La iluminación le llegó cual relámpago en tormenta. Desconcertado, se volvió hacia Naoyuki, quien parecía haber compartido su epifanía.

—¡No! —exclamaron al unísono.

—¡Sí! —confirmó y su sonrisa se ensanchó—. Ahora, si me disculpan… —y se levantó en dirección a la pista de baile, ignorando tanto ese par de bocas abiertas como la sesión prolongada de besos en la que Hana y Shinji se habían enfrascado.

Los seis eran una familia, desde luego. Y como los hermanos que eran solían gastarse bromas entre ellos.

O bien, ocultarse algunos secretos.

 

 

 

El viaje en taxi fue la calma antes de la tormenta y el transcurso en el ascensor, un preludio de lo que les esperaba una vez cerraron la puerta del departamento. Hiroto se dejó envolver en la fuerza de sus brazos, en la humedad de sus besos y el calor de sus caricias. Si el piso desapareció bajo sus pies pudo ser resultado tanto de la excitación como del abrazo que mantenía alrededor del cuello del desconocido, quien parecía querer levantarlo en vilo con tal de ganarle carrera a la lujuria. Ni siquiera el sofá pudo detenerlos en su travesía: los cojines fueron una parada temporal que les sirvió para despojarse de ambas chaquetas y el aterrizaje de Hiroto sobre la pista de su cuerpo, la excusa perfecta para demostrarle que su complexión adolescente poco tenía que ver con su libido de adulto. Y si no se quejó cuando le manoseó el trasero, mucho menos cuando le mordió el labio. Y si se quejó no fue de dolor, sino de puro gozo. Y si el gozo era tanto ahora que estaban vestidos, cómo sería cuando estuvieran desnudos. Y… ¿por qué no estaban desnudos todavía?

—Llévame a tu cama —le dijo entre suspiros, levantándose con esfuerzo. Poco le duraron a sus labios la libertad, pues en cuanto el desconocido —ahora su anfitrión— se levantó, volvió a apresarlos en un beso carente de decoro. Y entre choques, empujones y toqueteos, desaparecieron rumbo a la habitación, para luego reaparecer enredados en las sábanas. Y se enredaron con deseo, se desearon con locura, enloquecieron con ardor, ardieron entre besos, se besaron con placer, se complacieron con caricias, se acariciaron hasta el cansancio y tras un breve descanso, volvieron a empezar. Y acabaron. O mejor dicho, se acabaron. Hasta que la noche también acabó.

—¿Cómo te llamas? —le preguntaría entonces su anfitrión. El tono grave de su voz, la indiscreción de la pregunta, el aliento cálido sobre su oreja: no pudo precisar a qué respondía su estremecimiento. Hiroto no respondió y su anfitrión pareció comprender la razón, por lo que abandonando su interior, reemplazó la espalda del muchacho por la mullida superficie del colchón: Hiroto prefería al menos otra noche con él antes de revelarle semejante intimidad—. Por cierto ¿te quedó bien la ropa?

Parpadeó varias veces, retornando a la realidad. No habría otra ronda, desde luego. Jamás.

—Ligeramente grande, casi nada —reconoció. Dudó por unos segundos antes de continuar—: ¿Estás consciente de que no te la devolveré?

—Nadie se ha muerto por que le falten un par de pantalones —opinó, restándole importancia—. En todo caso, me quedaré con los tuyos.

—Tendrás que lavarlos.

—O puede que les vengan bien a los vagabundos.

Rieron a la par.

—Oye, niño, con respecto a la historia: Axl no se encontró al vagabundo en Los Ángeles, sino en Nueva York, y la canción fue escrita en Seattle. La letra se refiere a los Ángeles por ser más grande, nada más.

Hiroto tardó unos segundos en procesar la información.

—…Sabías la historia. —El desconocido asintió—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque tu originalidad en conquista superó tu carencia de información.

De haber tenido café en la taza, seguramente se lo habría arrojado. Pero sus instintos asesinos se vieron mermados cuando un mensaje de texto le alertó: un «por supuesto» por parte de Hana le recordó el mensaje que le enviaría antes de asearse, pidiéndole que por favor, le llevara la mochila a la facultad. Y fue ello lo que le instó a revisar la hora: había sobrepasado ya los veinte minutos de plazo que se había concedido. Por lo que ante la mirada divertida ajena, prácticamente saltó de la silla para ponerse la chaqueta.

—La mierda, ¡es tarde!

—¿Quieres que te lleve? Me tomará cinco minutos sacar el auto del garaje.

—¿Tienes auto? —se extrañó—. ¿Por qué pagamos taxi anoche?

—Ya sé que no parezco un tipo responsable, pero lo creas o no, nunca lo hago sin protección, ni conduzco cuando bebo.

—Ya… Descuida, tomaré el autobús. Pero gracias por el desayuno. Y por la ropa.

—Pierde cuidado. Hasta luego, entonces.

—No. —Su sonrisa fue claramente una despedida—. Hasta nunca.

Antes de que Hiroto saliera del departamento, se besaron mortalmente. E irónicamente, ése beso lo hizo sentirse rebosante de vida.

 

 

 

Fue la tarde más agotadora de su corta existencia. Comenzando por su carrera contra el tiempo, siguiendo con los inclementes interrogatorios por parte de Hana, y finalizando por la cantidad de tareas que tenía acumuladas, y eso que era el primer día. En un abrir y cerrar de ojos se encontraba ya esperando la última clase de la jornada: lo que más deseaba (además de poder charlar con la pelirroja y contarle su noche con lujo de detalles), era tirarse en la cama y esta vez, utilizarla para lo que realmente fue diseñada: descansar.

A medio recostar sobre el pupitre, era tanta su fatiga, que ni siquiera se molestó en levantarse cuando el profesor entró: ubicado en el fondo del aula, logró pasar desapercibido. Debieron pasar varios minutos para que, en medio de su estupor, sus oídos se alertaran con el tono de una voz familiar. Ridícula y atemorizantemente familiar.

—…Pero antes de entrar en materia quiero pasar asistencia, e ir identificándolos a todos. ¿De acuerdo? Veamos… Asakawa, Sho.

Palideció. Se negó a levantar la mirada, dispuesto a contradecir al destino, al karma, a lo que sea que le estuviera castigando de tal manera. No podía ser posible. Aquello era simplemente una broma de mal gusto ¿verdad?

—Kurosawa, Haru.

Tal vez un castigo, uno que vendría acarreando desde la vida pasada. El mal humor de un dios bipolar. Un alfiler en la versión vudú de sí mismo. Sí, no existía ninguna explicación mejor. ¿O sí?

—Nishimura, Tooru.

Desde el rincón, observó lo innegable. Ese cabello rebelde, largo, ondulado. Los apetecibles labios: los mismos que abandonarían el dulzor de los besos para dar paso a la crueldad con el que pronunciaría los nombres de sus alumnos, como una sentencia de muerte, un veredicto inmerecido. Su nombre escrito con impecable caligrafía en la pizarra a sus espaldas.

Maldijo la hora en la que se dejó arrastrar por Takashi y Naoyuki. Maldijo a los vigilantes del bar por no haberlos descubiertos. Maldijo a Hana por convencerlo de arriesgarse, a Axl Rose por escribir una canción tan sensual, al vagabundo que le dio la idea, a Slash por el solo de guitarra, a los Stones por revolucionar el Rock N’ Roll y ser una influencia en las bandas posteriores, al inventor de la guitarra eléctrica, a Shinji por regalarle los condones, a Kohara por asegurarle que nunca más volvería a verlo.

Pero sobre todo, maldijo a Kaoru Niikura por parecer cualquier tipo de hombre, menos un profesor de universidad.

—Ogata, Hiroto.

El muchacho, el pueblerino, el menor de la casa. Hiroto levantó tímidamente la mirada al unísono con una mano temblorosa. El desconcierto iluminó sus ojos y resecó sus labios, pero la sonrisa socarrona de su profesor —esa que solamente él pudo distinguir en la curvatura de las atractivas comisuras— incendió sus pupilas y humedeció las palmas de sus manos. El asomo de burla en el semblante de Niikura era, a partir de ahora, una declaración de guerra.

—Presente.

No cabía duda: Tokio era una verdadera jungla; pero el mundo, un puto pañuelo.

 

 

 

 

Notas finales:

Hiroto es un gran fan de Guns N' Roses, y la frase del inicio es, obviamente, parte de la canción.

Es algo tan cliché que, a quienes leyeron, mi gratitud es el triple de lo acostumbrado.

¡Gracias por leer!


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