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Una última flor por tí por Gadya

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UNA ÚLTMIA FLOR POR TÍ

            ¿Cuántos años habían pasado ya? Trece. Trece años desde la última vez que lo había visto, que lo había oído, que lo había hecho reír. Trece años desde la última vez que lo había abrazado, que lo había besado, que le había dicho al oído cuánto lo amaba. Trece años desde que perdió el control, desde que alguien más se adueñó de él para apartarlo de su lado. Trece años, toda una vida, y para él, toda una vida recordándolo, atormentándose en las sombras con la etérea imagen de aquel que había amado, de aquel que había perdido sin poder evitarlo. Y cada año visitar su tumba, ofrendarle una flor y llorar, con el corazón desgarrado, en busca de un perdón que jamás oiría de sus labios. Trece años, trece visitas, trece flores, trece llantos inconsolables por el dolor de haberlo perdido, por haber sido el culpable, y trece veces escuchar su voz en aquel juramento que cuando jóvenes le había hecho: "Siempre estaré a tu lado". Trece años había sido demasiado, demasiadas cosas, demasiadas vidas, demasiadas muertes, demasiados recuerdos. Y también demasiados reproches, demasiada tristeza por algo que no podía cambiar.

 

            Lo amaba, ciertamente lo amaba, lo necesitaba, lo extrañaba tanto como a la vida que había perdido cuando él había muerto. Hubiera querido sentir su calor, el que hacía trece años no sentía, tan sólo una vez más sobre su cuerpo, envolviéndolo, sumiéndolo en místico éxtasis, como la primera vez que le había hecho el amor. Cada mañana al despertar se sentía vacío, tan vacío como su cama, aún empapada de su esencia. Solía aferrarse a las sábanas para mentirse, y soñar que aún lo tenía a su lado, para creer por un momento que todavía seguía allí, levándolo al paraíso por las noches con tan sólo su presencia. Pero nada era real, y le dolía el echo de haberlo perdido por su culpa, por no haberse percatado de la existencia de otro ser en su cuerpo, en su alma, manipulando sus sentidos a voluntad; se sabía culpable, y su alma se había secado por la angustia de haber sido él mismo quien se arrebatara la felicidad con tan sólo una orden.

 

            El cielo plomizo suspiró, revolviéndole la melena azulada, y sus lágrimas se mezclaron con la lluvia sobre el eterno lecho de muerte del arquero, lecho en donde su alma había sido enterrada también. Aquel momento le desgarraba por dentro, demostrándole la cruel soledad en la que estaba sumido, la ciega fidelidad a la que se había entregado por amor a un muerto. El tiempo había continuado su camino, atravesando su vida sin poder barrer con su recuerdo, lo único que le quedaba de él... un simple recuerdo del que jamás podría desprenderse, y que nunca lo llenaría... porque su recuerdo no era nada más que eso, una simple evocación suya, no era él, y nunca lo sería porque él se había ido.

 

            Con cada lágrima dejó escapar una a una sus memorias. Ya había sido demasiados años recordando, sufriendo por un pasado que no podía cambiar, un pasado al que se había encadenado por amar sin esperanzas a alguien que ya no moraba entre los vivos, y así, empapado en cuerpo y alma, se despidió de él.

 

            Saga besó la lápida y depositó una flor, una última flor sobre la tumba. Sabía que Aioros ya no iba a regresar nunca. Y decidió seguir adelante.


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