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Is it madness? por StarryNightXIX

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Notas del capitulo:

Bueno, este one shot ha nacido de la descabellada idea que tuve junto a una amiga. Al principio iba a ser porno sin más, pero como no puedo escribir nada del fandom sin que me den los feels y la ñoñería, terminó mutando y convirtiéndose en esta cosa extraña. 

Aún así, espero que lo disfrutéis. 

Un abrazo y espero vuestras opiniones. 

Las paredes eran tan inmaculadamente blancas que herían la vista. La continua y potente luz de los fluorescentes del techo se reflejaba sobre ella, por lo que daba sensación de estar caminando a través de un aura que aturdía y provocaba vértigo. Y además también estaba aquél repulsivo olor a desinfectante y medicamentos, tan intenso que se adhería al paladar e incluso podía saborearse. Pero, por si todo aquello no fuera ya lo suficientemente desagradable, también estaban los sonidos que se escuchaban de fondo y que constituían la perpetua melodía del hospital psiquiátrico: los gritos en la lejanía, el canturreo demente de algunos de los internos y el chirrido de las ruedas de los carritos de las pastillas que las enfermeras arrastraban por los pasillos. Sin embargo, el doctor Donald Blake se había acostumbrado a todo aquello hacía mucho tiempo.

La verdad era que cuando comenzó a estudiar lo último que había pensado era que terminaría trabajando en un psiquiátrico, pero la vida daba muchas vueltas y, tras haber pasado un par de años trabajando en distintos lugares del país, había terminado allí. Y tampoco era tan horrible, después de todo. No era lo mismo que atender a gente cuerda desde detrás de la mesa de su consulta en hospital, pero por lo menos estaba haciendo aquello que más le gustaba: ayudar a los que lo necesitaban. Y no era por tirarse flores, pero allí lo necesitaban. Además, el trabajo estaba bastante bien; tenía compañeros muy agradables y recibía un buen sueldo a fin de mes con el que le daba para pagar la hipoteca del piso que había adquirido en el centro y ahorrar un poco. A penas tenía conflictos con los internos -aunque claro, había de todo un poco-, y en general disfrutaba dedicándose a aquello.

Mientras avanzaba por el pasillo con la bata blanca abriéndose en el aire a sus espaldas, Donald le echó un vistazo a la lista de pacientes que tenía que visitar aquél día. Sólo le quedaba uno, y no era el último de la lista por pura casualidad, sino que había sido él el que lo había organizado así. Quería asegurarse de que aquél interno fuera el último para poder dedicarle el tiempo que se merecía. Normalmente se comportaba igual con todos sus pacientes, sin mostrar preferencia por unos u otros -ya que la subjetividad era poco profesional- pero sentía una curiosidad especial hacia el interno de la habitación 205.

Adam Nichols, el interno en cuestión, era un joven de a penas veintisiete años que sufría un agudo trastorno esquizotípico de la personalidad. Además, y desde que había comenzado a visitarlo, Donald le había diagnosticado también un principio de trastorno límite y trastorno histriónico. Aquellos transtornos de personalidad tenían varios efectos, pero los que más se daban en aquél paciente eran la confusión de identidad, la presencia de recuerdos que nunca pudieron darse, el comportamiento excéntrico y la conducta impulsiva, entre algunos otros. Y pese a todo, Donald jamás había visto a una persona que sufriera aquellas enfermedades y que sin embargo pareciera tan condenadamente cuerda. Hablar con Adam era como entablar una conversación con una persona normal, quitando que siempre terminaba haciendo alusión a lugares y personas que no existían, por lo menos no fuera de los libros de mitología y fantasía nórdicas. Parecía perfectamente capaz de ensamblar pensamientos, de establecer relaciones entre ideas dispares, y además era totalmente consciente de su estado. Adam sabía dónde estaba encerrado y por qué, aunque empeñaba en intentar convencerlo de que no estaba loco. Aquello era algo que hacían la mayoría de internos del hospital psiquiátrico, pero él tenía unos argumentos bastante originales y distintos a los del resto.

Aquél día, Donald no se dirigió a la habitación 205, sino a la quinta celda de la zona de aislamiento. En aquella parte del edificio estaban las habitaciones de paredes acolchadas, donde se metía a los pacientes que se comportaban de forma agresiva o que sufrían episodios violentos. Era raro que encerraran a Adam allí, pues solía mostrarse bastante tranquilo, pero al fin y al cabo no le habían diagnosticado conducta impulsiva por nada.

A veces, cuando le llevaban la contraria o lo ofendían de algún modo, Adam se iba de la lengua y decía cosas que, por su bien, era mejor guardarse. No es que hubiera intentando apuñalar a nadie, pero sí había amenazado a un par de enfermeros y a otros tantos pacientes que se habían atrevido a molestarlo. Como resultado, eran pocos los que se atrevían a acercarse a él, aunque eso no parecía importarle demasiado. Adam era extremadamente desconfiado y receloso con todo el mundo, y se mantenía lo más apartado que podía de sus compañeros de planta. Ni siquiera utilizaba las zonas comunes y de entretenimiento de las que disponían los internos.

Pese a todo, con Donald era distinto. No intentaba apartarse cuando se acercaba para hacerle pruebas, e incluso se aproximaba -a veces demasiado- por iniciativa propia para entablar conversaciones con él, aún cuando no tenían demasiado sentido. Adam le hablaba sobre lugares mágicos y tierras míticas, sobre las batallas épicas en las que los valerosos guerreros asgardianos se enfrentaban a criaturas monstruosas que amenazaban la paz de los Nueve Mundos. Todas aquellas historias no eran más que fantasía, pero Adam hablaba de ellas con tanta convicción y aportando tantos detalles que incluso parecía que las había vivido realmente.

En cuanto alcanzó la enorme puerta doble que daba acceso a la zona de las celdas acolchadas, el doctor Blacke detuvo su marcha. Saludó con cordialidad a los dos guardas que la custodiaban y sacó su tarjeta para pasarla por la ranura de la cerradura electrónica, que se desbloqueó con un zumbido en cuanto el aparato comprobó que tenía la autorización pertinente para entrar en el lugar. El acceso volvió a bloquearse a sus espaldas, y Donald le echó un vistazo al pasillo que tenía frente a él. Era tan blanco como los del resto del hospital, solo que mucho más corto, y además no tenía salida. En las paredes de los lados se abrían una serie de puertas de metal sobre las que había inscritas unos grandes números de color rojo. El doctor avanzó hasta la que tenía pintado el número cinco y llevó la mano al pomo de la puerta, aunque titubeó unos segundos antes de abrirla. Sabía cual era el motivo por el que el paciente se había alterado hasta el punto de hacer astillas hasta el último mueble de su habitación, y no podía evitar sentirse algo culpable.

Finalmente, y después de dejar escapar un largo suspiro para liberar tensiones, Donald tiró del pomo y abrió la puerta. Se coló en la celda rápidamente y volvió a sellarla detrás de él, tal como dictaba el protocolo de seguridad del hospital.

Adam estaba sentado de rodillas sobre el suelo acolchado, con la mirada fija en un punto indeterminado. Su larga y desaliñada melena, que le caía por la frente y los costados de la cara, se agitó en el aire cuando volvió la cabeza para mirarlo tras percibir su presencia. En cuanto puso lo ojos sobre él, sus labios dibujaron una amplia sonrisa.

–Te estaba esperando, Thor –murmuró como bienvenida. Donald se había esforzado en intentar convencer a Adam de que se dirigiera a él por su nombre real, pero el paciente se empañaba en continuar llamándolo de aquella forma, Thor. Al parecer, sus transtornos de personalidad le hacían pensar que él era la reencarnación del Dios del Trueno al que una vez rindieron culto los bárbaros pueblos del norte de Europa. Y Adam estaba tan convencido de aquella teoría que, al final, Donald había terminado rindiéndose y decidiendo que lo mejor era que el interno lo llamara como quisiera.

–Hola, Adam.

Al escuchar aquellas palabras, el paciente apretó los labios. Donald sabía que no le gustaba que lo llamaran así, pues creía que “Adam Nichols” no era su auténtico nombre. Él estaba convencido de que era Loki, el Dios del Engaño que también había engendrado la mitología nórdica. Según le había contado en las sesiones de reconocimiento, su teoría era que el resto de los dioses de Asgard lo habían enviado allí junto a Thor como castigo a algo que ambos hicieron. Los habían convertido en mortales y les habían borrado la memoria para que jamás pudieran recordar quienes eran en realidad. Sin embargo, sostenía que él aún tenía recuerdos porque al ser una especie de hechicero, la magia le afectaba de otra manera.

Donald debía reconocer que era una historia asombrosa. Resultaba increíble la forma en la que la locura hacía divagar a las personas. A lo largo de su carrera se había encontrado con pacientes que se creían alienígenas, enviados del cielo o viajeros del tiempo, pero jamás con uno que afirmara ser un Dios.

–Pensé que vendrías antes –murmuró Adam con voz lastimera, inclinando la cabeza a un lado–. Estaba comenzando a pensar que te habías olvidado de mi...

Después de avanzar unos pasos hacia él, Donald negó con la cabeza.

–Jamás me olvidaría de ti, Adam –le dijo él, hundiendo las manos en los bolsillos de la bata de médico–. Ya sabes que eres mi paciente preferido.

Adam sonrió de forma complacida durante un momento, pero luego frunció el ceño y apartó la mirada a un lado, cambiando rápidamente de actitud.

–Es mentira –replicó en un siseo–. Me han dicho que ya no quieres continuar cuidando de mi, que vas a pedir el traslado a otra planta.

–Adam... –Donald se llevó una mano a la frente y dejó escapar un suspiro cansado. Le gustaría saber quién había sido el incompetente que había decidido darle aquella información a Adam. En cuanto se enteró de que iba a trasladarse a otra planta se puso tan nervioso que terminó teniendo un episodio violento. De hecho, aquella era la causa de que lo hubieran encerrado allí.

No es que él quisiera trasladarse a otra planta, claro, pero sabía que debía hacerlo para mantener a salvo su profesionalidad. Aunque había intentado evitarlo, había comenzado a sentir cierto afecto por Adam, y aquello era algo que no podía permitirse. Había algo especial en él, algo que lo arrastraba sin remedio, como si su locura fuera contagiosa -lo cual era totalmente imposible, claro-. Por Dios, si incluso había llegado a soñar que era realmente Thor y que luchaba contra un montón de criaturas infernales empuñando a Mjolnir. Las historias de Adam le calaban demasiado hondo, el paciente tenía demasiado poder de sugestión sobre él, y por eso debía alejarse lo antes posible, antes de comprometerse más.

–Continuaré cuidando de ti –le aseguró a Adam, que continuaba cabizbajo, sentado en el suelo y rodeado de todo aquél mullido y blanco acolchado.

–Pero ya no vendrás a verme –Adam suspiró y volvió a alzar la barbilla para mirarlo con intensidad durante unos segundos–. ¿Es por lo que he hecho esta mañana? –preguntó en un susurro, y Donald sintió que se le encogía el estómago–. Thor, lo siento, pero es que no quiero que te vayas... Te prometo que no lo volveré a hacer –le aseguró, intentado incorporarse un poco–. Me portaré bien. Ya no pensaré en escaparme, no romperé nada más ni volveré a amenazar a ninguno de los mortales del hospital. Sabes que ya no soy mala persona, Thor, y yo... no puedo estar sin ti.

–Claro que no lo eres –dijo Donald, sin saber muy bien cómo reaccionar. Ver a Adam así le hacía sentir mal. Muy mal. Demasiado mal.

Adam continuó observándolo, expectante. Donald vio como se mordisqueaba el labio, como si estuviera tramando algo, pero no se preocupó. Su paciente se había mostrado violento con otros, pero nunca con él. Además, la blanca camisa de fuerza que le habían puesto, y que envolvía toda la parte superior de su cuerpo, limitaba mucho sus movimientos. Ni siquiera sería capaz de levantarse del suelo sin tambalearse. Finalmente, Adam dejó escapar un suspiro resignado.

–Está bien –dijo, aparentemente más calmado–. Pero por lo menos quédate un rato conmigo.

Donald apretó los labios, intentando recordar que no debía hacerlo, que no debía prolongar la visita más de lo necesario. Sin embargo, aquello no menguó sus ganas de quedarse.

–Adam, sabes que no puedo –dijo, esperando encontrar en aquellas palabras la iniciativa que necesitaba para darse la vuelta y abandonar la celda. Pero no lo hizo.

–Sí que puedes –insistió el otro, sin dejar de mirarlo con aquellas esmeraldas que conseguían hipnotizarlo por completo–. Siéntate a mi lado. Por favor.

Y, antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacía, Donald ya había cedido. Se aproximó a la pared junto a la que estaba Adam y apoyó la espalda en ella para comenzar a deslizarse hasta quedar sentado en el suelo. Al sentir las blandas baldosas acolchadas bajo su cuerpo se percató de que jamás había hecho aquello. Sin embargo, ni siquiera le dio tiempo a arrepentirse antes de que Adam se moviera para aproximarse más a él. Donald se sintió perdido en cuanto aquellos malditos ojos verdes lo observaron de cerca.

–Gracias –le susurró, dedicándole una de sus maliciosas sonrisas.

Donald se dedicó a contemplar a Adam durante un largo instante. Paseó la mirada por sus rasgos de nácar y por sus labios, que habían adquirido un intenso tono rojizo después de que se los hubiera mordisqueado. Se fijó en las ligeras ondulaciones que se creaban en su negra melena, y no pudo evitar alzar una mano para apartarle algunos mechones de la cara, sujetándoselos tras la oreja. Adam aprovechó aquél gesto para inclinar la cabeza hacia sus dedos, pidiéndole una caricia que él le concedió.

–Me vas a traer muchos problemas, maldita sea –murmuró Donald, sintiendo como Adam continuaba acercándose a su cuerpo, de forma sutil pero continua. Sabía que debía pararlo, obligarle a respetar el espacio de seguridad, pero se sentía incapaz de hacerlo. Además, ¿qué importaba? Con las manos inmovilizadas con la camisa de fuerza, Adam era totalmente inofensivo. O eso pensaba él.

–Siempre te he traído problemas –respondió Adam con naturalidad, inclinándose un poco más. Donald pudo sentir su aliento, cálido y húmedo, sobre su mejilla–. Ese es mi trabajo... –los labios de Adam viajaron por la piel de su rostro, deslizándose hasta su oreja antes de susurrarle–: Ojalá pudiera hacerte recordar, Thor.

Tras contener un estremecimiento, Donald llevó las manos a la espalda de Adam, ganándose un jadeo de éste. Lo sujetó por algunas de las correas de la camisa de fuerza y tiró suavemente para alejarlo de su cuello y poder volver a observarlo. Entornó los ojos, examinando de nuevo su rostro, y se preguntó cómo sería capaz de pedir el traslado a otra planta y renunciar a estar cerca de aquella criatura todos los días. No sabía si creerse que Loki fuera un dios, pero lo que estaba claro era que su belleza transcendía los límites humanos.

–¿Por qué nos castigaron? –preguntó de pronto. Al ver que Adam parpadeaba algo confuso, añadió–: Siempre dices que estás... que estamos aquí porque los dioses nos castigaron –dijo, y el otro asintió suavemente, mirándolo con interés–. ¿Qué hicimos para que nos trajeran aquí?

Adam fijó los ojos en el suelo durante un momento. Apretó los labios, volviéndoselos a enrojecer bajo la atenta mirada de Donald, que estaba comenzando a arrepentirse de haber hecho aquella pregunta. Era estúpido; se suponía que nunca debía seguirle el juego a los internos, y mucho menos hacer como si creyera en sus fantasías. A la larga, aquello solo contribuía a incrementar sus trastornos.

Finalmente, Adam volvió a alzar la mirada hacia él.

–Amarnos –dijo sin más, y cuando Donald lo instigó a continuar hablando, continuó–: Siempre nos hemos amado, ¿sabes? Aunque tú no lo recuerdes... –la voz de Adam se apagó ligeramente, y el doctor volvió a alzar la mano para acariciarle la mejilla–. El resto de dioses no lo veía con buenos ojos. Quisieron prohibírnoslo, pero nosotros jamás conocimos límites –explicó, y Donald sintió que la opresión en su estómago crecía con cada palabra–. Al final decidieron castigarnos. Nos quitaron nuestros dones, nuestra fuerza y nuestros recuerdos, y nos mandaron aquí para vivir como mortales.

Casi sin darse cuenta, Donald apretó los puños. Se sintió invadido por una súbita ira, no hacia Adam, sino hacia los dioses de los que hablaba su historia. Sabía que era ridículo, pero las palabras del interno conseguían despertar auténticas emociones en él. Tal vez su locura sí fuera contagiosa, después de todo.

–El castigo no hubiera sido tan cruel si yo tampoco te recordara a ti –Adam volvió a inclinarse hacia Donald, pero él no hizo nada por apartarlo, no esta vez. Suspiró placenteramente cuando los labios ajenos alcanzaron su cuello, acariciándole la piel de forma insoportablemente sutil. Parecía casi imposible que Adam supiera tan bien lo que debía hacer para volverle loco–. Pero cuando te vi por primera vez... despertaste a mi memoria.

Donald cerró los ojos cuando Adam subió la boca, deslizándola por su piel de forma ascendente hasta que alcanzó sus labios. Aquella ocasión ni siquiera pudo pensar en lo mal que estaba actuando. Sentía que la cabeza le daba vueltas en una espiral de recuerdos que no le pertenecían. De pronto, su vida no tenía tanto sentido como siempre.

–Eres Thor –susurró Adam, dejando también que sus párpados cayeran–. Eres mi Dios del Trueno.

El beso fue un contacto suave y tierno al principio, pero a penas necesitó un par de segundos para volverse mucho más intenso. Y Donald no solo no lo detuvo, sino que exigió más, buscando la lengua de Adam con un ansia que jamás había conocido. Sus manos volvieron a tomar las correas de la camisa de fuerza, aunque esta vez tiró de ellas hacia sí mismo, hacia su cuerpo, apresando a su paciente contra él. Separó un poco más los labios para poseer la boca ajena sin ninguna tregua, consciente de que aquél era el sabor más dulce que había tenido la oportunidad de probar. Recorrió cada rincón una y otra vez, explorando con hambre hasta que necesitó apartarse para recuperar el aliento.

Adam jadeó, aturdido por la intensidad del momento, y luego sonrió. Tal vez Thor no pudiera reconocerle, pero él sí lo hacía. Reconocía su cabello rubio, sus rasgos duros, sus increíbles ojos azules, y ahora lo había reconocido en aquél beso. No podía estar loco, era imposible. No podía inventarse todo aquello, la locura no podía hacer que el corazón le latiera desbocado en el pecho, ni prender llamas en su vientre. Sus sentimientos eran reales, y sus recuerdos aún más.

–Adam... –Donald tomó el rostro del otro entre las manos, sintiendo el pulso acelerado. Había bastado un solo beso para causarle una euforia imposible. Se sentía partido en dos, como si estuviera dividido en dos mitades que no pertenecían al mismo lado. Estaba perdido, pero Adam era su baliza.

–Loki –murmuró el de cabellos oscuros, mirándolo a los ojos una vez más. Durante un instante, Donald se sintió perdido en aquél océano esmeralda, pero al final pudo concentrarse lo suficiente como para asentir.

–Loki –repitió, y entonces todo pareció cobrar sentido. El mundo que siempre había conocido se deshizo para volver a tomar consistencia, más firme que nunca. Por supuesto que se llamaba Loki. Era Loki, el Dios del Engaño. Y estaba endemoniadamente enamorado de él.

–Y tú eres Thor –Loki se removió de forma nerviosa bajo las ataduras de su ropa, esperando que el otro terminara de recordar.

–Soy Thor –afirmó Donald, y por primera vez no le pareció extraño que lo llamaran con aquél nombre. Tal vez Loki lo hubiese arrastrado a la locura con él, pero ya no le importaba mientras pudieran permanecer uno al lado del otro–: Tu Dios del Trueno

–Mi Dios del Trueno –repitió el moreno, y pasó una pierna sobre el otro, sentándose en su regazo antes de volver a buscar sus labios.

Si el beso anterior fue intenso, este fue salvaje y desquiciante. Fue el reencuentro del deseo y el amor de dos dioses a los que habían mantenido separados durante demasiado tiempo. El apasionado juego de lenguas que prolongaron durante minutos estuvo acompañado por jadeos y gemidos ahogados que conquistaron el silencio de la celda.

–Lo siento, Loki –murmuró Thor entre besos mientras sus manos recorrían una y otra vez la espalda del Dios del Engaño, arañando ansiosamente la gruesa tela de su ropa–. Siento haber olvidado, yo...

–Shhh... –Loki chistó contra sus labios y sonrió una vez más antes de lamérselos. Ni siquiera podía creer que Thor hubiera vuelto a su lado justo cuando estaba a punto de perderlo para siempre–. Yo haré que termines de recordar... Y me aseguraré de que nunca olvides de nuevo.

Antes de que Thor pudiera reaccionar a aquellas palabras, Loki ya había comenzado a moverse sobre él, contoneándose contra su cuerpo para rozarse una y otra de forma lenta y candente. El rubio jadeó al sentir que la fricción se concentraba en su miembro, y luego inclinó la cabeza para hundir el rostro en el cuello de Loki y besarlo de forma ansiosa. La sensación que experimentó al volver a tener aquella piel tan suave y blanca bajo su boca se le antojó indescriptible. La recorrió insaciablemente con los labios y la lengua, besándola y humedeciéndola mientras se recreaba en cada uno de los gemidos que sus atenciones le arrancaban a Loki. Sin poder evitarlo terminó atrapando aquella maravillosa piel entre sus dientes, hundiéndolos en ella para dejar una notable marca que continuó enrojeciendo durante los minutos siguientes.

–¡T-Thor! –exclamó Loki al sentir el mordisco, retorciéndose de puro éxtasis sobre su cuerpo.

Thor sonrió, satisfecho por la reacción del otro, y se humedeció los labios al sentir que Loki ya había comenzado a endurecer bajo sus pantalones. Sin perder un instante, hizo volar una mano hasta la erección y la frotó bruscamente sobre la ropa, abarcándola con toda la mano. El dios de ojos verdes gimió más alto, pero a Thor no le preocupó que pudieran escucharlos. Las celdas, y aquél pasillo en general, había sido perfectamente insonorizados para que los gritos de los aislados no perturbaran el descanso del resto de los pacientes. Una medida un tanto macabra que ahora, sin embargo, les vendría muy bien.

–Te he echado tanto de menos... –murmuró Loki entre gemidos.

–Ya –Thor esbozó una sonrisa y llevó la mano libre a la espalda de Loki, permitiendo que éste se arqueara contra ella– ¿A mi o a mis manos?

–Me alegra comprobar que... sigues igual de idiota-ah...

El rubio se mordió el labio inferior, deleitándose con la imagen que le ofrecía Loki al retorcerse de placer sobre su cuerpo, y luego coló la mano bajo los sus pantalones de hospital para frotar su miembro directamente, sin los impedimentos que suponía la tela. Recorrió la dura extensión una y otra vez con los dedos, sintiendo como humedecía para responder a sus caricias. Loki no dejaba de jadear y gemir mientras mecía la cadera, frotándose con necesitad contra la caliente y hábil mano de Thor.

–Quítamelos, Thor –Loki observó al rubio con intensidad y volvió a contonear su cuerpo con lascivia–. Quítamelo todo.

La petición fue acatada en menos de un par de segundos: Thor dejó de masturbar a Loki y lo suavemente, tumbándolo sobre el suelo acolchado. Tomó sus pantalones con las dos manos y comenzó a tirar de ellos hacia abajo, lentamente, devorando con la mirada cada centímetro de piel que la tela iba dejando al descubierto. Una vez se los quitó, los tiró a un lado y se apartó un poco para regalarse la vista con la imagen que ofrecía el hechicero mientras estaba tumbado en el impoluto acolchado blanco, con el cabello desparramado, las mejillas enrojecidas y los ojos nublados por el placer.

–¿No te parece gracioso que nos hayan castigado a los dos pero tú seas el único que lleva camisa de fuerza? –le susurró sin poder evitarlo, relamiéndose al fijarse en la forma en la que las correas y las mangas abrazaban el cuerpo de Loki, impidiendo que pudiera moverse.

Loki jadeó agitadamente y dejó escapar un quejido de impaciencia. Debería haberle dado una buena respuesta a Thor para que se callara de una vez, pero lo único en lo que podía pensar era en lo caliente que estaba su cuerpo y en lo mucho que necesitaba que Thor continuara tocándolo, así que se limitó a alzar la cadera esperando que el otro comprendiera el mensaje.

Exhibiendo una nueva sonrisa, Thor llevó las manos a su propio pantalón para desabrochárselo. En su interior ya no quedaban dudas, ni un solo vestigio de la persona que había creído ser durante los últimos meses. Parecía increíble que un solo beso de Loki hubiera podido devolverle los recuerdos, quebrando el hechizo con el que habían pretendido castigarlos. O los dioses eran estúpidos o habían subestimado demasiado la fuerza de los sentimientos que ambos compartían.

Loki separó las piernas para él. Thor soltó un gruñido excitado y hundió la cadera entre ellas, recuperando el lugar que tantas veces ocupó en el pasado. Había tenido la fortuna de poder perderse entre los placeres del Dios del Engaño cientos de veces, pero una parte de él se sintió como si aquella fuera la primera.

–¿N-no vas a quitármela...? –preguntó Loki, moviendo los brazos bajo las capas de la camisa de fuerza.

–Te queda demasiado bien –respondió Thor con una sonrisa antes de conducir las manos hasta los blancos muslos del hechicero. Deslizó los dedos por aquella piel tan delicada, presionándola, y luego los hizo ascender hasta la deliciosa hendidura que se dibujaba entre sus nalgas. Llevó los dedos a su entrada y la presionó con suavidad, advirtiendo al cuerpo ajeno de lo que venía–. Tu mente no me ha olvidado, Loki... –murmuró con la voz ronca por la anticipación–. Pero creo que también debo recordarle a tu cuerpo quién soy, ¿no crees?

El hechicero intentó responder, pero las palabras se transformaron en pequeños quejidos cuando Thor comenzó a introducirle los dedos de forma suave e insistente. El rubio aguardó un instante antes de comenzar a hacerlos salir y entrar unas cuantas veces, aumentando el ritmo a cada vez. Soltó un gemido al sentir lo estrecho y caliente que era Loki entorno a sus dedos, pero contuvo sus ansias y se dedicó a abrirlo hasta que le pidió entre gemidos que los reemplazara por algo más grande.

Thor se inclinó sobre el cuerpo ajeno. Contempló de nuevo a Loki, fijándose en las vetas verdes de aquellos ojos que le habían devuelto la vida, y luego movió la cadera para comenzar a enterrarse en él. Intentó hacerlo con suavidad, pero bastó que el hechicero rodeara su cintura con las piernas para que le diera rienda suelta a su pasión. Las embestidas eran certeras, rápidas, profundas y húmedas. Aunque creyera haberlo olvidado, el Dios del Trueno sabía perfectamente como poseer a Loki, como embestir para hacer que se retorciera de placer en el suelo y que gritara su nombre una y otra vez mientras arqueaba la espalda.

–Loki... –murmuró con voz ronca, sintiendo como su erección era apresada una y otra vez por el ardiente interior del otro. Seguía sin comprender como había podido olvidar algo tan intenso como aquello, pero ya no le importaba: decidió que se vengaría de todos los que habían jugado con sus recuerdos. Nadie volvería a alejarlo de Loki.

El placer era casi insoportable, pero Loki continuaba apretando el agarre que ejercía sobre la cintura de Thor, incitándolo a ir más fuerte, a hundirse más profundo, donde solo él sabía llegar. Quería que lo poseyera y que jamás lo olvidara, y supo que lo había conseguido cuando lo sintió derramarse en su interior, arrastrándolo consigo al orgasmo con un último grito de placer.



• • •



La noche había caído hacía ya un par de horas. Las luces de la mayoría de habitaciones se habían apagado, y muchos de los internos dormían ya en sus camas. El hospital había perdido la actividad que solía tener durante el día, pero los lugares como aquél jamás dormían del todo. El doctor Blake era una de las pocas personas que avanzaban por los pasillos, cuya iluminación se había aminorado expresamente. Aquella semana no tenía turno de noche, pero se había ofrecido a hacer horas extra. Su paso era rápido; podría haber echado a correr si no fuera porque tenía que disimular ante el resto el personal. Recorrió cada ala del hospital, cada zona, hasta alcanzar la de las celdas acolchadas. Se había asegurado de acudir allí cuando los guardas se habían retirado a tomarse un café. Donald los animó a tomarse aquél descanso argumentando que no pasaba nada por retirarse de su puesto unos minutos si solo había un paciente para custodiar.

Después de pasar la tarjeta por el lector, Donald avanzó hacia la celda número cinco. Abrió la puerta rápidamente y suspiró aliviado al encontrarse con Loki al otro lado. Una parte de él llegó a temer que sus recuerdos volvieran a esfumarse al pasar tanto rato sin tenerlo cerca. Sin embargo, tenía la memoria intacta.

–Tenemos que darnos prisa –susurró, metiendo las manos bajo su bata de médico para sacar el uniforme de enfermero que había llevado escondido bajo ella–. Ponte esto.

Loki obedeció. Se deshizo de sus pantalones de paciente -al final, Thor le había quitado la camisa de fuerza antes de marcharse aquella tarde para que pudiera estar más cómodo-, y se puso el uniforme que le trajo el rubio para poder moverse entre las paredes del hospital sin llamar tanto la atención. Una vez estuvo listo, ambos se pusieron en marcha.

Salir del hospital fue increíblemente fácil, por lo menos teniendo en cuenta que era un lugar con seguridad. Una vez se encontraron fuera del edificio y bajo el oscuro manto del cielo nocturno, Loki tomó una profunda bocanada de aire. Durante su encierro jamás había ansiado la libertad, ya que lo único que le había importado era estar cerca de Thor. No obstante, ahora que por fin se había librado de las celdas, las paredes blancas y el olor a medicamentos, decidió que jamás permitiría que volvieran a encerrarle.

–Mi coche está por aquí –Thor lo tomó suavemente de la mano, conduciéndolo a los aparcamientos.

Un par de minutos después, el vehículo en el que viajaban se deslizaba por las calles de forma silenciosa, alejándose del hospital y de todo lo que éste simbolizaba. No temían que notaran su ausencia y los persiguieran. Ahora que volvían a estar juntos, nadie podría detenerlos.  

Notas finales:

Lo siento, no pude resistirme a la idea de Loki con una camisa de fuerza puesta. 


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