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Mientras no estabas por Marbius

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11.- Mientras ocurrían encuentros con un tercero

 

En diciembre, Georg se contagió del espíritu festivo, y con ayuda de Fabi, montó en la sala un árbol de Navidad plagado de esferas y luces de colores. Bajo sus ramas (sintéticas, porque Georg odiaba la idea de cortar un árbol por un simple capricho estacional), de momento sólo había regalos para Regalito, por irónico que resultara.

Fabi lo había repetido hasta el hartazgo, siempre riendo cuando colocaba otra caja más en el montón, y prometiendo que sería la última. Georg no tenía quejas, todo lo contrario. Entre la sorpresa, la ausencia de Gustav y el verse imposibilitado de salir de casa sin verse asediado por miradas indiscretas, cualquier presente era bienvenido. Georg no había comprado ni la cuna, y salvo un par de trajecitos y una manta, cortesía de Franziska, no contaba con nada más para la llegada del bebé.

Unas visitas a páginas web de mamás primerizas habían dado como resultado una larga lista que parecía no tener fin. Georg descartó rápido los productos femeninos como maquinas de ordeña y crema para estrías, pero a la vez había tomado nota de conseguir lo antes posible una buena dotación de pañales, ropita y, por supuesto, biberones y leche en fórmula. La doctora Dörfler había esperado a que Georg desarrollara senos y pudiera amamantar a Regalito, pero al parecer su ovario no había dado para tanto, porque su pecho seguía tan plano como siempre, a excepción de un ligero abultamiento en la areola que de nada le iba a servir para alimentar a Regalito.

En otras circunstancias, Georg se habría sentido mortificado de simplemente pensar en esos términos de su persona, pero atrás había quedado la vergüenza.

En su estado actual, Georg había aprendido a aceptarse y a agradecer una oportunidad única en la vida. No sólo iba a ser padre (madre, en todo caso) sino que el bebé, su Regalito, sería suyo y de Gustav, lo que invariablemente le lograba arrancar una sonrisa de los labios.

Por una vez, todo parecía marchar sobre ruedas, o casi.

Con Fabi en casa, Georg se sentía seguro. Atrás quedó el miedo de caerse por las escaleras rodando como balón playero, o resbalarse en la ducha y romperse la crisma. El miedo de un inicio se evaporó rápido de su sistema. Georg había llegado a temer que la convivencia diaria bajo el mismo techo pusiera en tensión su amistad, pero juntos se habían demostrado que eran amigos en las buenas, en las malas y en las muy malas. Fabi no sólo soportaba sus cambios de humor repentinos, sino que cocinaba, limpiaba y hacía las compras por propia iniciativa. Además, Georg había descubierto en él un gran compañero para las tardes de aburrimiento, y juntos veían películas o escuchaban música de fondo mientras conversaban de todo y nada.

Por supuesto, Franziska seguía viendo en su relación tintes románticos que Georg le aseguraba, no existían. Alegaba ella, Fabi le tocaba demasiado el estómago bajo el pretexto de sentir las patadas de Regalito, y enfatizaba la palabra como si en su lengua tuviera un regusto amargo. Frente a Fabi, Franziska nunca dejó entrever que reinaba la desconfianza de su parte, y Georg lo agradecía, pero a ratos quería simplemente gritar que era una locura, que Franziska estaba paranoica y que dejara de analizar cada pequeño gesto bajo la exageración minuciosa de una lupa.

Salvo ese tal-vez-no-tan-pequeño-detalle, Franziska se había comportado como la mejor cuñada del mundo. Ella también había procurado para Regalito una bienvenida especial, y con cada visita suya, traía consigo un nuevo set de calcetines miniatura, gorritos de lana que ella misma tejía y un sinfín de utensilios que pronto Georg necesitaría.

La idea de en menos de un mes tener a su lado a Gustav y a Regalito, creaba en Georg sentimientos encontrados. Por una parte, podía ser capaz de visualizarlos a los tres, miembros de una pequeña familia en armonía. Gustav orgulloso de su primogénito, y Georg henchido de satisfacción personal por la vida que su cuerpo había dado cabida en su interior. Por otro lado… Georg tenía dolores de estómago constantes por siquiera considerar la posibilidad de que Gustav no fuera capaz de soportar la noticia, y como antes, huyera. Con una determinación que le había costado sus buenas horas de sufrimiento, Georg había decidido que aquella sería la última oportunidad que Gustav recibiría de su parte.

Si decidía, por una vez, ser un adulto responsable y apto para ser padre, Georg lo aceptaría, y en el pasado quedaría cualquier agravio anterior. Lo perdonaría por completo y sin resentimientos de por medio. En cambio, si Gustav volvía a escaparse… Con todo el dolor de su alma, Georg lo iba a cortar de su vida de tajo como a una mala hierba, y en su mano quedaría que él y Regalito no tuvieran conexión alguna.

Esa resolución, y las consecuencias que acarrearía para su vida en el futuro, eran un secreto que no había compartido con nadie, Fabi y Franziska incluidos. Porque Georg apreciaba la ayuda que le habían prestado a lo largo del año en esa etapa tan crucial de su existencia, pero no iba a moverse ni un ápice en su dictamen final, y el resto correría de la mano de Gustav, tanto si se quedaba como si partía para nunca volver.

El mismo Gustav que había llamado de madrugada, y ya tenía los boletos de avión en su maleta. Georg casi había gritado de la emoción, y con el corazón latiéndole acelerado en el pecho, había tomado nota mental de cada pequeño detalle. Desde su salida a Argentina por vía carretera, un vuelo con escalas a México DF y de ahí otro a España, que lo llevaría después de vuelta a casa. A Alemania. A su lado…

A pesar de la estática y la línea inestable, Georg había apreciado una felicidad similar en Gustav, que rápido al hablar, le había dado las fechas y su itinerario. A más tardar, Gustav estaría de regreso el quince de diciembre, y si ninguna escala se retrasaba, estaría pisando tierra a eso del mediodía, hora local.

Inaudible para Gustav, Georg había dejado escapar un suspiro de alivio, porque en esa fecha, todavía estaría embarazado, y la traición de haberle ocultado información sería una válida.

Esperaba también, que por ello, el shock fuera menor y más fácil de digerir.

«Y si no… al cuerno», pensó Georg. Su nuevo mantra, un motto con el que viviría de ahí en adelante, y el que se repetía cada vez que algo salía mal.

 

Una semana antes del arribo de Gustav, Georg despertó temprano, y aprovechando que por una vez no le dolía la espalda baja, abandonó su cama y se instaló en el sofá de abajo, laptop en el regazo y un chocolate caliente en una mano, cortesía de Fabi.

—¿Qué vas a hacer? —Preguntó su amigo, espiando por encima de su hombro para leer la página que visitaba—. Oh… ¿Vas a comprar más cosas?

—Ajá —asintió Georg distraído.

Ya que no podía ir a las tiendas departamentales con su barriga, a riesgo de convertirse en la sensación del año, no sólo por su estatus de varón y embarazado, sino por la fama de la banda, que aún en hiatus despertaba pasiones entre las adolescentes y no tan adolescentes, entonces iba a hacer sus compras online.

La doctora Dörfler ya lo había prevenido, era hormonal, y se conocía como el síndrome del nido. Georg no había creído que le iba a pasar a él, pero no podía estar más equivocado. Había bastado que Franziska señalara lo vacío que se encontraba el futuro cuarto de Regalito, y un instinto dentro de él había despertado con fuerza y listo a hacerle entrar en frenesí.

A falta de fuerza para dedicarse a las labores de limpieza y a las preparaciones propias de la llegada de un bebé a casa, Georg había guiado dichos pasos con ayuda de Fabi, desde el sillón. Y mientras tanto, él se había dedicado a pedir online todo lo que podía imaginar que iba a necesitar para la llegada de Regalito. Desde ropa hasta un cunero. Era una fortuna que en la era del internet, las tarjetas de crédito le permitieran realizar sus compras desde la comodidad de su casa.

Georg pasó las siguientes cuatro horas escogiendo desde lo más esencial hasta lo más banal, y de vez en cuando le preguntaba a Fabi qué color prefería o consejos de tipo estructural. Porque no era lo mismo pedir un armario en el cual guardar pañales y que podía montar con los ojos cerrados, a una sillita alta que parecía componerse de un excesivo número de piezas y tornillos sobrantes.

Una vez que terminó de limpiar la cocina y puso en marcha una carga grande en la lavadora, Fabi se dejó caer al lado de Georg y apoyó su cabeza sobre el hombro de su amigo.

—¿Cómo va la búsqueda interminable?

—Ya casi… —Murmuró Georg, los ojos clavados en la pantalla—. Ya repasé mi lista como diez veces. Creo tenerlo todo, pero a la vez… ¿Y si me falta algo?

—Duh, entonces me mandarás a la tienda y yo lo compraré. No puede ser tan importante si ya conseguiste pomadas de tres tipos diferentes para después de cambiar los pañales.

—Pero-…

—Y no, no le hará falta ropa, ni botines, ni gorros, ni mantitas, ni nada. Le has comprado ropa suficiente como para usar hasta la mayoría de edad. Créeme, ya lo tienes todo. Estás listo.

—Casi. Sólo necesito que los de la paquetería lleguen a tiempo para lavarlo todo, armar el cuarto de Regalito y acomodar. Mierda… ¿Y si me equivoqué al elegir el color de las paredes?

—Georg, basta —le amonestó Fabi, levantando la cabeza y mirándolo fijo—. En primera, vale, lo pintaría una vez más si me lo pides de vuelta, pero ese color menta que elegiste es perfecto.

—Lo mismo dijiste del azul cielo y antes, del amarillo canario.

—Ya —suspiró resignado Fabi—. Es que me haría gracia ponerle una cuarta capa de pintura a ese cuarto en menos de dos semanas. ¿Sabes que cada vez en más fácil? El cuarto se encoge con tantas pasadas de brocha.

—Jo, Fabi…

—¡En serio! Y tienes que dejarlo ser. Verde es un color bonito, en especial ese verde, y no lo digo para escaquearme, sino porque en verdad lo creo. Además, recuerda que necesitas ventilar el ambiente antes de meter a Regalito ahí, y no podrá ser si te empeñas en probar todos los colores del arco iris hasta dar con el indicado, así que…

—Vale, ya no más de pintar el cuarto —aceptó Georg a regañadientes.

—Tampoco de estresarte por lo que no puedes controlar —agregó Fabi—. Has pedido algunas cosas desde fuera del país, así que sé paciente con el correo.

—Mmm —gruñó Georg—. Es complicado.

—¿Por?

—Quiero tenerlo todo listo, y estoy pensando que esperar hasta el final no fue prudente. Es decir, ¿por qué no hice esto cuando todavía podía moverme fuera de casa? ¿Y si Regalito llega y no tengo dónde ponerle? Ni ropa, ni cuna, ni nada.

—Pues lo meteremos en un cajón y ya está. Ya lo hablamos, ¿recuerdas? —Dijo Fabi, pasándole el brazo en torno a la espalda—. Ropa y pañales tienes ya, no son suficientes, pero antes de que se acaben, lavamos. No es tan importante. Nos tienes a Franziska y a mí para ir por cualquier cosa que necesites, y por ‘cualquiera’ quiero decir cualquiera, así fuera… no sé, un maldito duonicornio rosado con un tatuaje de la banda en los cuartos traseros.

—Joder —se rió Georg ante la imagen mental—. Espero no llegar a ese extremo.

—Poco te falta —canturreó Fabi por lo bajo, cerca de la mejilla.

—¿Tú crees?

Fabi fingió considerarlo. —No, lo cierto es que ya pasaste los límites de la normalidad.

—Demonios, sabía que pasar tanto tiempo al lado de Bill iba a tener su desventaja.

—Hablando de Bill, y por ende de Tom, ¿ellos ya saben que tú…?

—No, bueno… Planean venir de vacaciones esta Navidad, a ver a la familia y eso. Digamos que no estoy muy interesado —admitió Georg—. No quiero que ellos se enteren antes que Gustav… no me parecería lo justo.

—Tu mamá te va a matar —dijo Fabi—. Aún con ese razonamiento, y tienes la maldita razón, pero una noticia de este tipo… Va a ser duro de asimilar si te presentas en enero con un bebé en brazos y una enorme cicatriz de cesárea como prueba.

—De hecho es un pequeño corte, ya no es como antes. La doctora Dörfler dice que será de aquí hasta acá —marcó Georg una línea imaginaria en su bajo vientre, y Fabi siguió el trazo de su dedo con uno propio—. Así podré recuperarme antes, y en un mes apenas si lo notaré.

—¿Te da miedo?

—Un poco —confesó Georg—, y no se trata sólo del parto. También está lo de Gustav.

—Oh —murmuró Fabi, acercándose más a éste—. Será extraño… Tienes tu barriga y todo, pero con Regalito en brazos, será real del todo.

—Fabi…

—Y Gustav no sabrá de lo que se pierde si te deja ir, lo lamentará por siempre —prosiguió Fabi, los ojos clavados en los de Georg.

Georg se quedó con la protesta en ciernes, congelado y a la espera de que uno de los dos actuara primero. No fue necesario.

Un segundo, la distancia entre ambos era suficiente, y al siguiente, los labios de Fabo rozaron los de Georg y éste dio un respingo hacia atrás.

—Fabi… —Repitió Georg en apenas un murmullo—. ¿Qué…?

—Lo siento —bajó Fabi los ojos eludiendo su mirada. Lento de movimientos, soltó el agarre en el que lo tenía y se retiró en el sillón—. Mierda, lo siento…

—Está bien —dijo Georg, posando su mano sobre la espalda de Fabi. Los labios le ardían, pero no se lo iba a compartir ni aun bajo tortura—. No que me b-… uhm, no pasa nada.

—Yo… —Fabi se pasó la lengua por los labios—. Me da vergüenza admitirlo, pero tenía días planeando hacerlo, y ahora que ya ocurrió…

—¿Te arrepientes?

—No. Ese es el problema.

Georg tensó la mandíbula. —No me digas eso.

—No estoy hablando de amor eterno aquí, ni bajas pasiones o un crush inconfesable de varios años, es más bien… —Fabi se encogió de hombros en un gesto de derrota—. Me gustas ahora, un poco. Te encuentro… atractivo. Irresistible. Y quiero besarte, mucho, no sé si algo más.

—No tengo ni idea de qué decir —admitió Georg con un nudo en la garganta—. Yo…

—No digas nada entonces. Está bien. Me lo guardé mientras pude porque sabía que no era recíproco.

—Ok.

—Todavía quiero besarte, maldición —gruñó Fabi—. En verdad lo siento, éste no soy yo ahora mismo. Tal vez Franziska tuvo razón todo el tiempo, y el idiota fui yo por entrometerme tanto.

—¿Ella habló contigo? —Inquirió Georg. Hasta donde él sabía, Franziska se había guardado bien sus sospechas para sí, pero con esa nueva información, el panorama cobró mayor significado.

—Varias veces. Me advirtió que si me entrometía ente tú y Gustav, la iba a conocer bien… —Fabi se dejó caer contra el respaldo del sillón, y entrelazando los dedos al frente, cerró los ojos—. Yo nunca le mentí, no tengo esa clase de sentimientos por ti. Es platónico, pero quiero besarte. Creí que si lo hacía, la tentación se iría, pero ahora…

—¿No sería… raro entre nosotros?

—No lo sentí así antes. Me gustó.

—Mmm…

Georg se armó de valor en una fracción de segundo. En gran parte, porque sabía, las consecuencias serían mínimas. Fabi lo había resumido por él: No había amor, al menos no de ese amor. Y él también quería besarlo. Extrañaba el contacto humano… Despacio para no asustarlo, Georg se acercó a Fabi y lo besó en la comisura de los labios, apenas un toque fantasma que repitió una, dos, tres veces más.

Fabi no abrió los ojos, pero giró el rostro, y su boca se unió a la de Georg en un beso lánguido. Con una mano acariciando su vientre abultado y la otra ligera contra su mejilla, Fabi profundizó el beso. Silencioso pidió permiso usando la punta de su lengua, y el acceso le fue concedido. Georg sabía al chocolate de antes, y el dulce le dio la impresión de una ternura capaz de llevarlo a aquellos primeros años de adolescencia.

Tal cual lo había explicado, Fabi se contentó con besos, muchos de ellos, cada uno diferente del otro, pero nada más. En ningún momento temió Georg por un contacto más íntimo; Fabi se limitó al roce de sus labios, y la seguridad en este hecho, le permitió perderse en lo que hacían.

Su sesión de besos finalizó con la misma tranquilidad con la que dio comienzo. Georg selló su contacto con una serie de pequeños roces aquí y allá, y Fabi los correspondió moviendo sus labios a lo largo de su barbilla y después por el mentón. Antes de llegar al cuello, Georg lo detuvo.

—No, hasta ahí —indicó sus límites—. Te besé, no por lástima, sino porque así lo quise, pero es tal como has dicho: Entre nosotros, no hay nada que no sea platónico.

—Entiendo.

—Y nadie debe saber que esto ocurrió. En especial-…

—¿Gustav?

—No, Franziska. A Gustav se le diré yo —declaró Georg con calma, y ante la expresión atónita de Fabi, lo tranquilizó—. Él entenderá.

—Eso espero…

—Me la debe. Porque hizo más que besar a otra persona mientras ha estado fuera.

—No lo sabía…

—Nadie más que nosotros dos, y ahora tú.

—Entonces… ¿Fui tu manera de cobrar venganza?

—No del todo. —Acariciando sus propios labios, Georg sonrió—. Hemos quedado en paz. Sí, me las he cobrado por lo que hizo, pero tiene más que ver con que yo en verdad quería hacerlo. Y me ha gustado. Gracias, Fabi. De nuevo. Besas bien, jamás lo habría imaginado.

—Supongo que… de nada —musitó Fabi, enrojeciendo hasta las orejas.

El tema, y lo que habían hecho minutos antes, se desvaneció en el aire, y un silencio cómodo se instauró entre ambos. Fabi no dio muestras de querer más, y Georg tampoco lo ofreció. Así iba a ser entre ellos. Si de ese deseo quedaban remanentes, Georg estaba seguro que se desvanecerían con el tiempo.

Lo justificó a su manera: Eran las hormonas. Tanta cercanía también influía, pero encabezando su lista, era ese embarazo que le había redondeado las facciones y que una vez finalizado, traería la normalidad de vuelta. Fabi lo superaría, porque tal tipo de atracción no estaba destinada a permanecer.

Al menos eso esperaba él.

 

Para gran sorpresa suya, la noche anterior a su partida, Gustav celebró con el resto del equipo una fiesta de despedida que se hacía en su honor y de otras tres personas que se marchaban también por finalizar su tiempo con Caring Hands.

Hubo pastel, música y una cena improvisada de un platillo local que Gustav no pudo pronunciar, pero que resultó delicioso. A pesar de su habitual estoicismo, Gustav convivió con cada miembro del equipo del que se separaba, y prometió mantener el contacto.

Como ocurría cada vez que alguien se le acercaba a charlar con él, Gustav se preguntó si lo reconocerían por su fama y fingían no hacerlo por cortesía, o si para los presentes no era más que otro estereotipo alemán con su cabello rubio y cuerpo macizo. Una o dos veces durante su tiempo en Argentina, y luego en Bolivia, había sorprendido a un pequeño grupo cuchicheando y dirigiendo miradas en su dirección, pero apenas se acercaba él, caía el silencio total. Suponía él, ¿tal vez sí, tal vez no? Daba igual, poco importaba. Una última llamada con David Jost antes de volver, le había dejado en claro que su paradero era desconocido y ningún medio nacional o internacional tenía datos de su labor altruista, lo que por sí solo contribuía a su tranquilidad.

Los más de seis meses desde su llegada a Sudamérica se contarían de ahí en adelante como los más felices, y a la vez, los más miserables de su vida. En gran parte, porque había dado todo de sí para los demás, y la labor que había realizado se podía cuantificar en el número de personas a las que había beneficiado. Por lo malo… Georg y sólo Georg, a quien ansiaba ver con tantas ganas que le dolía el pecho si se permitía cerrar los ojos y recordar su rostro.

Fue por ello que durante la fiesta a Gustav le costara mantener la compostura. Agradecía su tiempo ahí, a las personas que había conocido y el trabajo que había realizado, pero quería volver a casa. A su nueva casa, donde Georg lo esperaba (rogaba él) con los brazos abiertos.

La noche previa a la mañana de su partida, Gustav permaneció despierto hasta casi el amanecer, tendido de espaldas y haciendo planes a corto, mediano  y largo plazo. Planes que incluían a Georg y que se dibujaban con asombrosa facilidad en su cabeza.

Tan absorto estaba en sus ensoñaciones, que confundió la sacudida de su litera con el traqueteo de un tren. En una fracción de segundo, su cerebro reaccionó, y Gustav se incorporó de golpe, atento a las vibraciones del suelo que se extendían por todos lados.

A su alrededor, la gente empezó a despertar. Alguien dejó escapar un grito, y otra persona le acompañó. Aquí y allá se escucharon voces alteradas, con miedo y otras con algarabía. Sin necesidad de entender una palabra de la más de media docena de idiomas que se hablaban en el grupo, no tardó más que sus compañeros en entender qué había ocurrido: Terremoto.

No era el primero que habían experimentado desde su llegada a Sudamérica. En Argentina había vivido uno durante su primera semana, y en Bolivia ya iban por el tercero, pero ninguno de esos había sido de tal intensidad.

Por inercia, Gustav se puso en pie y se reunió con el resto del equipo en torno a la carpa que cumplía funciones de cocina. John Pherson ya se encontraba ahí, y en inglés, pedía calma y silencio.

—… es normal, estamos en una zona que se considera sísmica, aunque no de gravedad. Por favor, vuelvan a sus tiendas de campaña. Mañana nos espera un día largo y no tiene sentido perder sueño por movimiento de tierra sin importancia.

Gustav así lo hizo, convencido de que ahí había terminado todo, pero ni en mil años se habría imaginado el giro que su situación daría a partir de aquel desinterés.

Estaba a menos de veinticuatro horas de rozar la muerte.

 

—¿Gus?

—¿Lena?

—En verdad eres tú… —Se acercó Lena a Gustav y tras unos segundos de hesitación, se lanzó a sus brazos y lo estrujó con fuerza—. No creerías lo mucho que me alegra verte.

—Yo igual —dijo Gustav rodeándola por la cintura y aspirando de su cabello el aroma que relacionaba con ella—. No pensé que te vería de nuevo.

—Yo igual, tenía la impresión de que ya estarías en Alemania. Tu periodo de seis meses debió terminar hace rato, ¿o no?

—Bueno… —Gustav resumió en un par de frases su decisión de alargar su estancia un poco más, y finiquitó el asunto con una sonrisa enorme—. Estoy por tomar el avión. ¿Qué tal tú?

—Más o menos lo mismo —dijo la chica.

Así descubrió Gustav que su estancia en la Patagonia había sido idílica y muy fría, el trabajo más duro que su tiempo compartido en las tierras altas de Argentina, pero que tampoco lo lamentaba.

Entre los dos ataron cabos, y descubrieron maravillados que sus caminos una vez más se conectaban hasta lo indecible. Esa mañana Gustav se había montado en la camioneta del equipo, y John los había conducido hasta cruzar la frontera de Chile porque ahí recogerían a otros miembros de Caring Hands que también iban a tomar su vuelo en Buenos Aires. Nunca la posibilidad de que se tratara de Lena había cruzado su cabeza, pero ahora que estaba frente a él en carne y hueso, se alegró de que así fuera. Juntos viajarían hasta la capital Argentina, y tomarían el vuelo de regreso a México DF, tal como había ocurrido la primera vez que se conocieron.

Fuera casualidad o destino, Gustav sintió un tirón en las entrañas que le hizo sentirse completo.

Como también estaban esperando a otros miembros de Caring Hands que iban a partir en el mismo vuelo que el suyo, John propuso esperarlos en un restaurante local, y a todos les pareció una sugerencia estupenda. Gustav tenía tanta hambre que bromeó con comerse un asado él solo, y Lena lo codeó en las costillas, afirmando que sería ella quien acabara con su porción primero.

Ocurrió apenas cruzar el dintel de la puerta y antes de que lograran sentarse.

El pequeño restaurante contaba con una amplia colección de fotografías en marcos que colgaban de las paredes, pero Gustav no llegó a apreciar ni una sola.

De lo único que fue consciente fue del cascabeleo que empezó a subir de intensidad y que se desató con el ruido de dichos cuadros cayendo al suelo uno tras otro en reacción cadena. Lena chilló y se le pegó al brazo justo a tiempo para esquivar los cristales de una ventana cercana al momento en que se rompió.

Los comensales que ya se encontraban antes de su arribo se pusieron en pie, y la estampida no se hizo de esperar. Hubo un par de mesas volcadas, y Gustav fue rápido de reacciones para jalar a Lena a su lado y protegerla de la multitud que luchaba por salir primero por la puerta.

Fue inútil, puesto que el terremoto había cobrado tal fuerza que era imposible mantenerse en pie sin tambalearse, y la estructura del edificio empezó a venirse abajo. Primero como gruesos terrones de yeso, adobe y ladrillo, y después en piezas enteras del tamaño de naranjas y después balones de futbol.

Gustav abrazó a la Lena y tiró de ambos debajo de una de las mesas que había conseguido mantenerse en su sitio. La chica gritó por la fuerza con la que Gustav jaló de ella hasta derribarla. Después encontraría sobre su brazo la marca de sus dedos impresas por al menos dos semanas en tremendos moretones, pero en ese momento poco importó. Por casi nada evitaron ser aplastados por un gran trozo de techo que se desplomó sobre sus cabezas y los sepultó bajo la mesa.

Lena salió relativamente bien parada, apenas rasguños y una profusa cortada sobre la ceja izquierda, no así Gustav, que al protegerla, recibió el impacto de algo. Jamás sabría de qué se trataba, igual pudo haberse tratado de un meteorito, porque el resultado fue el mismo.

Apenas recibir el golpe contra la parte trasera de su cabeza, su mundo se volvió de un negro abismal, y su último pensamiento no tuvo nombre, ni forma, pero indudablemente se trató de Georg.

«Georg…», y luego la inconsciencia.

 

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Notas finales:

Nas~
¿Y qué tal con este final? Para las que perseguían a Gustav por sus pecados, espero estén satisfechas =P ¿Lo quieren vivo o que sufra un poquito más?
De aquí en adelante ya tengo la historia al 100% planificada, así que espero escribir más rápido y mejor hasta finiquitar con el fic, y una vez ocurra así, actualizar sin tantas esperas.
Mientras tanto, toca el turno de quebrarme la cabeza pensando en un nombre adecuado para Regalito.
Graxie por leer.
B&B~!


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