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Mientras no estabas por Marbius

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12.- Mientras nuestro futuro pendía de un hilo

 

No hubo premoniciones, ni tampoco la clásica escena en la que se despierta a medianoche con una palpitación en el pecho y la certeza de que un ser querido se encuentra en peligro. Durante el terremoto, Georg durmió bien como nunca, y de ahí, tardó más de setenta y dos horas en enterarse que Gustav había tenido un accidente y se encontraba hospitalizado al otro lado del mundo.

Su vida en Alemania transcurrió tal cual estaba prevista. Siguió tachando los días en el calendario con una raya diagonal, y cuando llego el día quince, él y Fabi se dirigieron al aeropuerto tal como se esperaba para recoger a Gustav.

Franziska los acompañaba, no así sus padres, que estaban en la casa Schäfer preparando una cena de bienvenida que iba a exceder en expectativas cualquier otra que hubieran tenido en el año.

Georg había decidido para entonces ya un plan de acción. Primero, Fabi y Franziska se encargarían de recibirlo, y escoltarlo a la camioneta de vidrios tintados que habían rentado para la ocasión. Ahí Georg lo esperaría con una manta sobre el frente, y con extremo uso del tacto y la paciencia, le informaría que iban a ser padres mientras se la retiraba y le llenaba los detalles esenciales: Como que ya tenía nueve meses y la cesárea estaba programada para enero. Sencillo, lo más casual posible, y sujetando su muñeca con fuerza por si acaso le apetecía huir…

La segunda parte de su plan le correspondería a Gustav. Tanto si decidía buscar las manijas de las puertas con desesperación (Georg se había preparado activando el seguro contra niños, lo que impediría abrirlas desde dentro), optaba por desmayarse, o… cualquier otra posibilidad, por disparatada que fuera, Georg estaba preparado mental y emocionalmente para recibir el impacto. La expectativa de que Gustav lo aceptara sin más, ya había cruzado su mente, pero Georg no se hacía muchas ilusiones, y apostaba todo o nada a las dos opciones anteriores. De la tercera... mejor ni construir sus esperanzas de arena.

Por último, el plan de Georg se desglosaba en dos soluciones: Estaban o no estaban juntos. Tan simple como eso. Georg exigiría su respuesta sin darle tiempo a Gustav de pensarlo hasta hacerse una madeja mental. ¿Qué si era injusto? A Georg no le importaba. Se sentía con el valor y el derecho para hacerlo, y harto estaba del estira-y-afloja que tanto había reinado en sus vidas.

Además, como se había venido recordando en las últimas semanas, él era su propia persona. Adulto, independiente y económicamente estable como para traer a Regalito al mundo y darle el futuro que se merecía. Con un segundo padre (o sin él), Regalito saldría adelante, y Georg planeaba que así fuera, sin importar si con ello sacrificaba su vínculo con Gustav.

De nuevo, todo se reducía a una situación sobre la cual no tenía control absoluto, y pese a lo terrorífico que habría podido resultarle en otro momento, Georg se encontraba tranquilo esperando en la parte trasera de la camioneta, los dedos entrelazados sobre el regazo abultado y una expresión serena. Lo que pasara de ahí en adelante, sería el destino hablando, y no la simple casualidad.

—¿Estás listo? —Preguntó Fabi, sentado a su lado.

Georg suspiró antes de hablar. —Sí… Puede que sí. O puede que esté teniendo un aneurisma, pero nah.

Fabi buscó su mano y le dio un apretón. —No olvides que aquí estoy.

—No.

—Y que cualquiera que sea su respuesta, tienes nuestro apoyo.

—Ok.

Absorto en su propio mundo, Georg fijó la vista al escenario que se presentaba frente a él a través de las ventanas. Nada nuevo, nada que no hubiera visto antes durante sus viajes con la banda. El estacionamiento estaba lleno a más de la mitad de su capacidad, y por cuestiones de discreción, habían elegido un sitio casi al final del lote. Incluso si la prensa llegaba a dar con ellos y conseguía fotografías de Gustav con la maleta colgando del hombro, sería lo único que verían. Por nada del mundo se iba a bajar Georg o permitir que existieran pruebas físicas de su embarazo. Al menos no todavía.

Para agilizar la salida de Gustav, Franziska había entrado al aeropuerto por sí misma, y sería ella quien lo recibiera en la terminal. Juntos buscarían el equipaje, y Franziska tenía órdenes expresas de no informarle nada a Gustav sobre Georg, salvo que éste lo esperaba en el estacionamiento y tenían una charla pendiente.

Georg le había dado mil vueltas a las infinitas directrices que podría tomar todo ese asunto si daba un paso en falso y se caía al abismo, pero no había marcha atrás. En el camino había quedado cualquier hesitación, y por una vez, sentía que hacía lo correcto al 100%.

A su lado, Fabi empezó a tamborilear los dedos sobre su rodilla y a removerse incómodo en el asiento.

—¿No se están tardando mucho? Digo, ¿cuánto puede tardar que les entreguen la maleta?

—Ay, Fabi —sonrió Georg—, el impaciente debería ser yo, no tú.

—Claro, tantos meses sin ver a Gustav… si no fuera porque ya estás embarazado, seguro que se lo montaban y le daban otro hermano a Regalito.

—Pf, no —desdeñó Georg la idea. Por inercia, se acarició el vientre a la altura del ombligo que se le estaba sobresaliendo por encima de la tela de la camiseta—. Presiento que este pequeño será hijo único… a menos que consigamos a una madre sustituta, porque… no me veo pasando por este trance dos veces.

—Mmm, es válido… ¡Oh! ¿No es esa Franziska?

Al instante, Georg experimentó un fuerte deseo por bajar la ventanilla y vomitar. Apenas reconocer la figura de Franny entre las de los otros peatones, un miedo extraño y frío se le extendió por las extremidades. ¿Dónde estaba Gustav? ¿Por qué caminaba Franny sola y con aspecto malhumorado?

—¿Qué-…? —Empezó Fabi apenas Franziska se sentó detrás del volante, antes de verse interrumpido.

—No se subió al vuelo. Gustav nunca llegó porque no estaba en la lista de pasajeros que abordaron.

—¿Entonces? ¿Perdió el vuelo? ¿Sigue en España, en México o…? —Georg se enojó consigo mismo por el tono lastimero con el que su voz lo delataba.

—No me han podido asegurar nada, pero parece que jamás salió de Argentina y… No sé, puede ser que haya perdido el primero vuelo por algún error tonto. Es capaz de haber llegado tarde o perder su pasaporte.

«¡No, jamás!», saltó Georg con vehemencia. Él conocía a Gustav desde siempre, había viajado a su lado por al menos treinta países y le habían dado juntos la vuelta al mundo. Gustav no era de los que perdía un vuelo, y mucho menos por razones tan idiotas. Algo había ocurrido.

Rebuscando entre sus bolsas, Georg extrajo el teléfono móvil, y cruzó los dedos para que la señal fuera buena. En Alemania ya estaba cayendo nieve desde semanas atrás, y si bien el clima les había sido benévolo en lo que iba del mes, era evidente que no tardaría en arreciar, y con ello caerían las oportunidades de comunicarse.

—¿Y bien? —Inquirió Fabi al cabo de un minuto.

—Nada —cortó Georg la comunicación—. Hay tono de marcado, y es todo. Gustav no contesta.

—Prueba de nuevo —sugirió Franziska—. Mientras llegamos a casa, con suerte contesta y tiene una explicación plausible de por qué no subió a ningún avión.

Poniendo en marcha el vehículo, Franziska centró su atención en el tráfico, y no tardaron en encontrarse manejando por la autopista de regreso. A un lado quedó el plan de presentarse en la residencia Schäfer, porque Georg se negaba a revelar su avanzado estado de embarazo si Gustav no se encontraba a su lado.

—Mierda… —Gruñó Georg cuando luego de diez intentos, la línea se cortó y lo mandó directo al buzón de mensajes.

—Debe ser el clima —comentó Franziska desde su sitio—. Está cayendo más nieve que antes.

“Llama en cuanto veas este mensaje. ¿Por qué no contestas? ¿Dónde estás?”, escribió Georg con dedos temblorosos y presionó el botón de enviar.

—Ni caso tiene entrar en pánico, seguro no es nada. Puede tratarse de un contratiempo nimio —murmuró Fabi a su lado, tratando de aligerar el ambiente.

Georg denegó con la cabeza. —Gustav no haría esto. No por su voluntad al menos. Ni siquiera creo que sea él huyendo como acostumbra, es que… —Se sorbió la nariz—. Algo malo ocurrió. Estoy seguro. Lo siento en las entrañas, y temo lo peor.

—Sin importar de qué se trate, lo arreglaremos, Georg —le aseguro Franziska con la vista clavada al frente—. Gustav va a volver y de eso me encargo yo, así tenga que traerlo a rastras y no por su propio pie.

No exactamente, pero las palabras de Franziska tendrían un cierto factor profético del cual anclarse.

Gustav volvería hecho un guiñapo, pero volvería.

 

Entre la vigilia y la inconsciencia, Gustav vio a Georg. O al menos creyó reconocerlo. Con los ojos cerrados, era difícil afirmarlo de buenas a primeras.

—¿Gus?

Aquella voz no era la de Georg, eso sin lugar a dudas. Gustav quiso responder, e hizo amagos de mover los labios, pero le resultó imposible. La boca le sabía pastosa, y grumos de una sustancia indefinida le tapaban las fosas nasales.

Poco a poco su cuerpo cobró vida. Primero los dedos de las manos y luego los de los pies, los cuales flexionó en orden para asegurarse que se encontraban en su sitio. Sentía dolor, mucho dolor, pero costaba situarlo con exactitud. Lo siguiente fue mover las piernas, o de perdida intentarlo… ¡Ouch! Y ahí se encontraba el dolor, o al menos una de sus fuentes mayores.

—No te muevas, Gus…

No podría jurarlo, pero Gustav creyó recordar el dolor de un hueso roto. De pequeño se había fisurado el pie jugando soccer, y la sensación era tal cual como en su memoria, excepto que en lugar de localizarse a la altura del tobillo, la sentía a lo largo de toda la pierna izquierda. El simple hecho de querer moverla medio centímetro a cualquier lado le hizo atragantarse con su saliva. De su garganta escapó un ruido mitad gorjeo y mitad quejido.

—¿Estás despierto? ¿Me escuchas? —Prosiguió la voz, bajando en decibeles y convirtiéndose en un murmullo plagado de terror—. Gustav… No te muevas, estás herido.

Lo siguiente en mover fueron los brazos, que salvo ardor aquí y allá parecían encontrarse en perfecto estado. Un alivio le recorrió el cuerpo, pues al menos podría seguir tocando la batería.

Por encima de lo demás, el dolor más agudo se presentó cuando respiró y su pecho ardió como si hubiera inhalado aceite de batería. No necesitaba ser un genio en medicina para adivinar que se había roto algunas costillas, y la presión de éstas contra sus pulmones hacia que cada ciclo respiratorio se volviera una pesadilla insufrible.

—Ghhh… —Balbuceó sin poder coordinar sus cuerdas vocales. Nunca como entonces apreció el enorme esfuerzo en conjunto que su organismo lograba para mandar señales y producir sonido—. Me…

—Shhh, no hables —siguió la voz de antes—. Aquí estoy…

Incapaz de abrir los ojos porque le pesaban media tonelada cada párpado, Gustav sintió los dedos de alguien (¿quién? ¿Era Georg? ¿Dónde estaba Georg?) acariciarle el rostro y delinear sus facciones. El toque tuvo lo que las palabras de antes no, y el miedo que se había afianzado en su estómago, poco a poco perdió fuerza.

Gustav procuró por todos los medios olvidar las molestias de su cuerpo, pero le fue imposible. A su alrededor dominaba el silencio apenas roto por unos sollozos que subían y bajaban de intensidad, y sus propios quejidos. Hasta entonces había creído tener una alta resistencia al dolor, pero claro, lo más intenso por lo que había pasado en toda su vida, habían sido sesiones de cuatro horas bajo la aguja mientras se tatuaba, y aquello nada tenía que ver con estar tendido de costado y a merced de las oleadas punzantes que iban y venían, trayéndolo desde la más clara consciencia hasta el borde del desmayo.

Entre todo aquel caos que eran sus razonamientos y su cuerpo rebelándose ante el dolor, Gustav deseó rendirse al llanto y pedir por Georg. ¿Qué hacía él ahí sin Georg, su Georg? ¿Acaso era su castigo por haberlo abandonado de aquella manera? ¿Una expiación, un castigo… el pago justo por su pecado?

Las lágrimas le rodaron a través de los párpados cerrados, y los mismos dedos de antes se encargaron de limpiarle el rostro sin hacer mención a su debilidad.

—Estaremos bien… pronto nos sacarán de aquí… me encargaré de que te atiendan primero… ya verás… Volveremos a casa, Gus, a casa… —Finalizó la voz entre gimoteos apagados.

Gustav tensó los labios en una mueca, y el gesto le cuarteó el rostro cubierto por una gruesa capa de polvo. De pronto, cada pequeño detalle del accidenté acudió a su memoria.

Era Lena quien permanecía a su lado y buscaba maneras de consolarlo a pesar de su propio daño.

—M-Me du-du-duele… —Siseó Gustav. Las tres sílabas más difíciles de pronunciar hasta el momento. Dios, qué no daría por un vaso de agua…

—Lo sé, lo sé… Mierda, Gus, lo siento. De no ser por ti, me habría aplastado el techo, y luego tú… ¿Crees poder resistir un poco más? Pronto saldremos de aquí y todo estará bien. En unos días nos reiremos de todo esto y quedará en el pasado. Sólo… trata de aguantar. Por mí, por ti, por Georg. Nos sacarán, de eso estoy segura. Tú puedes.

—O-Ok —masculló Gustav, cansada hasta el punto de la extenuación de oponer resistencia. Así iba a hacerlo dentro de lo que sus mermadas capacidades le permitían.

El tiempo pareció perder continuidad. Fueran minutos u horas, Gustav soportó estoico cada segundo de su suplicio. A veces, cuando ya no creía ser capaz de tolerar el dolor, se dejaba llevar por la corriente del sueño profundo, y en la duermevela, las manos pequeñas de Lena se sustituían por otras de yemas callosas y tan bien conocidas por él. Ya fuera que su cerebro le estuviera jugando una mala pasada o en desesperación buscara cualquier tipo de consuelo, aun si para ello era necesario requerir a las alucinaciones, era Georg el que le acompañaba y protegía su bienestar sin siquiera estar presente.

Ya fuera que su destino fuera morir ahí o sobrevivir, Gustav se juró que la última idea que cruzara por su cabeza sería Georg. Pediría perdón por haberse marchado de aquella manera, y con las últimas fuerzas que le quedaran, rogaría para que éste lograra llevar una vida satisfactoria y plena en su ausencia. Que encontrara a alguien que le hiciera feliz y le ayudara a olvidar a aquel otro idiota que se había fugado al otro lado del planeta porque no sabía cómo enfrentar a sus miedos infantiles. Georg lo merecía, y Gustav no iba a negárselo por mucho que se le estrujara el corazón admitirlo.

Pese a ello, Gustav repitió como un mantra una misma frase: «No me olvides, no me olvides, no me olvides…» hasta que le fue imposible mantenerse despierto por más tiempo.

Cuidando de él, Lena repitió su nombre cada vez más alto y lo sacudió por los hombros, sin éxito. Presa del pánico, lo abofeteó varias veces sin lograr traerlo de vuelta. La cabeza de Gustav cayó hacia un costado y así permaneció sin cambio alguno.

Tras cuarenta y dos horas de padecer dolores indescriptibles, Gustav perdió la batalla a la que se enfrentaba, y laxo soltó la mano de Lena a la que se había aferrado como tabla de salvación.

Tal como se lo había propuesto, el último pensamiento que relampagueó dentro de su cabeza (inconexo, apenas una serie de imágenes apresuradas que se desdibujaban en la bruma) fue Georg.

Georg… con un pequeño bebé en brazos.

 

Georg contó a los días posteriores del no-regreso de Gustav como entre los peores jamás vividos.

Apenas poner un pie dentro de su casa, Georg se había dejado desplomar sobre el sillón más cercano y había mascullado que se sentía mareado. Fabi se encargó de llamar a la doctora Dörfler y ésta había sido muy clara al respecto: “Tú presión está más elevada de lo aconsejable. Nada de estrés, ni una pizca, o Regalito vendría acompañado de complicaciones”, a lo que Georg se había comprometido a beber ingentes cantidades de té de manzanilla y mantenerse lo más sereno posible, incluso a sabiendas de que sería en vano.

«Más fácil decirlo que hacerlo», pensó con acritud y un incipiente dolor de cabeza martilleándole entre los ojos. El significado de ‘tranquilidad’ había desaparecido junto con Gustav de su diccionario personal.

Dos días después de la fecha en que esperaban a Gustav, y seguían sin tener noticias suyas. Franziska ya se había pasado más de doce horas con el teléfono pegado al oído, y en tres idiomas había expresado a quienquiera que se encontrara al otro lado de la línea que tenía prioridad para encontrar a su hermano y exigía cualquier tipo de información acerca de su paradero.

Caring Hands, o al menos la sede que se encontraba en Alemania, no les había servido de gran ayuda. Por una parte, expresaron tras mucha presión por su parte, que “ciertos inconvenientes ocurridos en Sudamérica les impedían dar una declaración fehaciente, pero que los mantendrían informados ante los cambios”, a lo que Franziska había respondido con una sarta de groserías seguidas del tono de marcado.

—Nadie dice nada —siseó Franziska, a punto de alcanzar las cuarenta horas sin dormir—. ¿Qué diablos les pasa? Cada vez es más difícil conseguir una palabra suya. Pronto empezaré a pensar que tienen a Gustav secuestrado y quieren una recompensa para devolverlo. Además, ¿a mí que carajos me importa que hayan tenido un terremoto en Chile? Gustav estaba en Bolivia, iba hacia Argentina, él nada tiene que ver con esa catástrofe.

—¿Cuál terremoto? —Inquirió Georg, haciendo amagos de abandonar su sitio en el sillón.

—Hey… —Le impidió Fabi hacer cualquier movimiento brusco—. Con cuidado.

—Estoy bien —desdeñó Georg a su amigo—. Habla, Fran. ¿Qué terremoto? ¿Cuándo?

—No sé, ¿qué importancia tiene?

—Fabi, ¿me puedes pasar mi laptop? —Pidió Georg, y su amigo se apresuró a colocarle el portátil sobre el vientre—. Ok… Chile, terremoto, 2014… Esto debe de bastar —murmuró Georg para sí.

Google no tardó ni medio segundo en cumplir su cometido, y las primeras imágenes lograron arrancarle un gemido a Georg. Él no era de ver las noticias ni leer los periódicos. Una vida pública como rockstar lo había curado de cualquier intento por informarse de las actualidades, y nunca como entonces lamentó que así fuera. No perdió tiempo en abrir las primeras tres notas y leer ávido los reportajes.

Al parecer, la madrugada del día trece había ocurrido el primer terremoto, apenas una sacudida que había puesto en señal de alarma no sólo a Chile, sino también a países aledaños como Argentina y también Bolivia. Apenas sus ojos recorrieron el texto, Georg se bañó de un sudor frío que le corrió por todo el cuerpo. No podía ser… Con mayor impaciencia que antes, siguió leyendo la crónica. Al parecer, el terremoto más fuerte se había dado pocos minutos antes de mediodía, justo en la frontera.

Estructuras dañadas… damnificados… cortes de electricidad… derrumbes masivos… réplicas que seguían…

Georg nunca había pasado por la experiencia de un terremoto de tal magnitud, pero se imaginó lo terrible que debería ser para las personas afectadas. Una parte de él, agregó “también para Gustav” y apenas la idea cruzó por su mente, supo que tenía que ser así.

—Mierda… —Gruñó—. ¿Y sí…?

—No pienses en esa posibilidad —dijo Fabi, quien se había mantenido atento leyendo sobre su hombro—. ¿Cuál es la probabilidad de que Gustav se haya visto implicado? Él estaba en Bolivia, y ahí claro dice que los daños más graves ocurrieron en Chile. Incluso si se encontraba cerca, seguro que está bien. Tal vez incomunicado por daños en las carreteras o no tiene línea de teléfono, pero sano.

—Es que… —Georg respiró un par de veces para tranquilizarse—. La noche antes de partir me habló y dijo algo de hacer escalas en la frontera de Chile para recoger a otros miembros de Caring Hands que también iban a regresar a sus países de origen. Coincide la fecha, también el lugar y… —Cubriéndose el rostro con ambas manos, Georg se forzó a no llorar—. Es una corazonada, no puedo jurarlo, pero de algún modo lo sé. Gustav está en peligro.

—Georg… —Franziska lo abrazó desde el otro lado—. No te angusties. Si se tratara de eso, ya alguien nos habría informado. Lo que ocurre es que hay un caos y por eso Gustav no puede contactarnos. Es lo más seguro. Perdió su vuelo, y con todo esto, le debe resultar casi imposible conseguir otro. No tardará en llamar y entonces verás que todo esto es una enorme confusión.

—No lo creo, Fran —balbuceó Georg, mordiéndose el labio inferior—. Incluso aunque así fuera, Gustav ya se habría comunicado. Eso ocurrió el trece, y ya estamos a diecisiete… son demasiados días.

—Hay que pensar positivo —intervino Fabi—. Puede tratarse de una coincidencia, y que Gustav se encuentre entre los ilesos afortunados, ¿o no?

—Ojalá… Porque si no… —Georg se llevó una mano al vientre—. No me perdonaría jamás si a Gustav le ocurre algo y por mi culpa no sabe nada de Regalito. Joder…

—No, no, nada de eso. Gustav volverá, ya lo verás que-… —Franziska se interrumpió cuando su teléfono empezó a sonarle en la mano.

Sin reconocer el número, Franziska contestó y se enfrascó en una conversación que consistía en muchos ‘sí, sí, entiendo’ y luego largos periodos de silencio. No hubo necesidad de nada más. Georg permaneció atento, porque no requería de una confirmación verbal para comprender que se trataba de Gustav.

—… ok. Vale… le estoy muy agradecida… claro, por supuesto… muchas gracias. Ajá. Hasta luego.

Georg no se esperó ni un segundo más del debido para preguntar. —¿Qué pasó? ¿Gustav está…?

—Desaparecido —confirmó Franziska sus peores sospechas—. El representante con el que hablé antes de Caring Hands me lo acaba de confirmar. Gustav y varios miembros de su equipo hicieron contacto por última vez después de cruzar la frontera de Chile. Después no han sabido nada de ellos, y su encargado no aparece.

Georg apretó los labios en una delgada línea. —Pero eso no quiere decir nada todavía, ¿verdad? Es decir, no han aparecido en algún reporte de fallecidos o…

—No supo decírmelo con certeza —lo interrumpió Franziska lo más quedo posible—. Su estatus actual es simplemente desaparecido. Y el empleado con el que hablé me prometió que ante cualquier nueva, me iban a llamar sin importar la hora del día o de la noche.

—Vale…

Fabi se apresuró a tomarle la mano a Georg y apretársela. —Todavía hay esperanza…

Georg quiso replicar que él no lo veía así, pero optó por callar. Si acaso Gustav estaba… si él no volvía y con ello no había tenido conocimiento de Regalito por su culpa, nunca se lo perdonaría.

Las lágrimas que corrieron por sus mejillas fueron las más amargas jamás derramadas.

 

Lena tampoco lo tuvo fácil durante el tiempo que permanecieron atrapados bajo la mesa y el escombro que la cubría. Cualquier movimiento brusco acarreaba consigo que la delicada estructura de burbuja bajo la que se escudaban se viniera abajo.

Lo peor era Gustav, herido y delirando por la fiebre. Cubiertos por la oscuridad, Lena no había podido cuantificar los daños recibidos, pero dedujo, no eran pocos. En el reducido espacio abundaba un aroma metálico y dulzón que reconoció como sangre, y así lo confirmó cuando tanteando para reconocer el área, se topó con la pierna de Gustav y sus dedos quedaron impregnados por una sustancia pegajosa que formaba costras al cabo de un rato.

—Estaremos bien… saldremos de ésta… —Repitió Lena una y otra vez mientras duró su confinamiento. En ningún momento perdió la esperanza de que así sería, y se aferró a ella con cada fibra de su ser.

Volverían a casa. Todo estaría bien. Sin importar qué, no morirían ahí…

Las horas corrieron lentas, y a la par, la mortificación de estar viviendo sus últimos instantes la tuvo al borde de la locura. Sólo la presencia de Gustav la ayudó a mantenerse cuerda, pero no parecía que aquel estado fuera a mantenerse por más tiempo.

Lena calculó el transcurrir de las horas gracias a la hora en su teléfono móvil, pero no iba a durar mucho. La batería disminuyó drásticamente con cada intento de llamada que no conducía a ningún lado, y Lena empezó a desesperarse. ¿Es que nadie iba a buscarlos? ¿Eran los únicos sobrevivientes? Ningún recuerdo previo al terremoto llegó a su mente. La última imagen que podía visualizar era su entrada al restaurante, y lo siguiente era encontrarse atrapados en aquel pequeño rincón.

Conforme las horas pasaron y el estado de Gustav decayó, Lena temió lo peor. Una rápida revisión con la luz del teléfono confirmó las funestas sospechas de Lena: Gustav estaba sangrando, y la hemorragia, aunque pequeña, era continua. De no tratarse, podría ser fatal.

—Piensa en Georg… quédate conmigo, Gus. No te duermas —imploró Lena cuando cruzaron la línea de las veinticuatro horas atrapados y sin atisbos de vivir un rescate en el futuro inmediato—. No mueras, por favor…

Algunas veces Gustav se agitó entre la línea del sueño y el delirio. Su herida estaba expuesta y no sería una sorpresa si resultaba que estaba lidiando con una infección. Al tocar su frente, Lena descubrió que ardía en fiebre y tenía los labios resecos por el polvo y la deshidratación.

El momento crucial de su encierro llegó cuando Gustav cedió en el agarre que tenía con su mano. Lena lo sintió irse… La cabeza que mantenía en su regazo rodó hacia un costado, y Lena lo sacudió cuidando de no lastimarlo más. De nada sirvió. Gustav perdió la consciencia y al cabo de un rato, su teléfono se descargó por completo, y Lena se quedó a solas y en total oscuridad.

Pensó que se volvería loca, y su boca se abrió en un alarido similar al de un animal asustado. Lena retrocedió a un estado mental en el que todo había perdido su significado, y lo único que le quedaba por hacer era esperar su muerte.

Y sin embargo, una pequeñísima parte de ella se negó a resignarse a su destino.

Lena gritó hasta quedarse afónica, y después arañó con los dedos cualquier superficie que ofreciera oportunidad de venirse abajo. Lena descubrió con ello que su estado no era mucho mejor que el de Gustav, presentía ella, su tobillo estaba torcido y sangraba por la coronilla, pero al menos podía continuar.

Maldita fuera el hambre, pero nada se comparaba a la sed… Lena recordó que si bien se podía vivir casi un mes sin comer alimento alguno, sin agua las oportunidades de vida no sobrepasaban a los cinco días. Con ello en mente, se forzó a no llorar, a resistir, porque si aquel lugar iba a ser su tumba, se iría como una valiente orgullosa de su raza y no como la ruina de su yo actual.

Al borde del delirio, Lena creyó escuchar voces y ruidos de pisadas, y agotada como estaba, pensó que eran alucinaciones de los últimos momentos de su estancia en el plano físico.

Abuela… —Musitó en ruso—. ¿Vienes por mí, abuelita?

¿Hay alguien aquí? —Gritó una voz en lo que Lena reconoció como español. No sabía el significado, pero la llama de esperanza que habitaba en su interior volvió a titilar—. Repito: ¿Hay alguien aquí? Si es así, grite.

Lena no necesitó de ninguna orden para romper a llorar, alto y reverberante.

Ayuda, por favor, ¡ayuda! —Imploró en su lengua materna y después en inglés—. Se los pido, ¡sáquennos de aquí! ¡No quiero morir! ¡Mi amigo necesita ayuda!

Las labores de rescate se prolongaron durante dos horas más.

Lo primero que Lena expuso al exterior fue un brazo, y su mano se aferró a la de un rescatista al otro lado. La barrera del idioma no impidió que éste hiciera amagos de consolarla y le prometiera que pronto le sacarían de ahí y a su acompañante. No hizo falta. Igual Lena lo entendió, y así se lo comunicó a Gustav sin saber si éste todavía tenía un pronóstico favorable.

Con la primera bocanada de aire fresco llegó una oleada de esperanza. Lena se arrastró a gatas fuera del espacio donde se había visto confinada, y el panorama que la recibió fue desolador. Aquí y allá podía ella apreciar bajo la luz de la luna (en su totalidad, el techo del restaurante se había venido abajo junto con una pared) los restos humanos de desconocidos que no habían corrido tanta suerte.

El olor a putrefacción la hizo arrodillarse y sufrir arcadas secas. El rescatista que antes había permanecido a su lado le acarició la espalda en pequeños círculos y después la guió al exterior, donde era de noche y la ciudad permanecía despierta trabajando sin parar.

—Gustav… —Lena caminó hacia la camilla que llevaban entre dos paramédicos y donde descansaba su amigo—. Is he alive? —Preguntó, sin obtener respuesta—. Is he alive?! —Repitió al borde de la histeria.

Yes —dijo uno de los camilleros sin perder el ritmo de sus pisadas hacia la ambulancia—. He is alive, miss. Come with us, please.

Lena buscó la mano de Gustav y la estrechó entre las suyas. Estaba vivo… vivo. Silenciosamente, hizo una plegaria de agradecimiento por ambos, y a trompicones se subió a la ambulancia con él.

Ausente de toda sensación física, Lena se sentó en un rincón y permitió que la conectaran a un catéter. ¿Qué habría pasado con John y el resto del equipo? ¿Sabrían ya sus familias lo ocurrido o permanecerían ignorantes? ¿Cuánto tiempo más habría transcurrido después de que la batería de su teléfono se acabó?

A Lena los párpados le pesaron como nunca, y sin tener intención, se quedó dormida con la cabeza apoyada en el pecho.

Por las ventanas de la ambulancia, las luces del amanecer se colaron. Ya era dieciocho de diciembre.

 

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Notas finales:

Nas~!
Cada vez nos acercamos más al final, calculo yo, no faltan más de cinco capítulos, así que espero acabar este fic antes de noviembre y a tiempo para mi periodo de descanso.
¿Alguien se infartó creyendo que Gustav ya no iba a conocer a Regalito? Porque por medio segundo de verdad consideré matarlo y hacer de este fic un dramón completo. En fin, que crecimos viendo Disney y creemos en la luz al final del túnel.
Graxie por leer.
B&B~!


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