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Instinto por Jocasta_de_Tebas

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Notas del capitulo:

No es la primera vez que hago un relato con Hyoga y Milo como protagonistas. Su antecesor, “El Discípulo” sitúa su trama tras la batalla contra Poseidón, con Camus muerto la primera de las veces. Lo sucedido en Acuario aún está reciente en la retina de los dos.

Sin embargo, tenía la necesidad de redactar por segunda vez ese relato. Las nuevas OVAS de Hades dejan muchos hilos abiertos que no parecen tener conclusión y también, gracias a la sumisión de Araki a la industria del doujinshi yaoi japonesa, el lector del manga se encuentra con escenas que no ocurren en la trama del anime, personajes colocados de diferente forma en los escenarios con más carga emocional (caso de los emparejamientos de dorados y sapuris ante Atenea) y con personajes que no aparecen en el manga y sí en el anime.

La pareja Acuario-Escorpio es en el fandom de los Caballeros del Zodíaco una de las que más seguidores tiene. Sin embargo, para encajarlo en la cronología, sólo se puede desarrollar antes de la batalla de las Doce Casas. Una vez caído Camus, a no ser que los caballeros hagan espiritismo o utilicen los poderes de Death Mask para transportarse al Inframundo, es complicada la acción. ¿Qué Death Mask también está muerto? Pues olvidemos esa opción también.

Así que para ambientar un Milo-Hyoga, o se hace justamente en la época de “El Discípulo” o se va más adelante, tras la batalla contra Hades. Y henos aquí, con este fic llamado “Instinto”.

Lo que el lector encontrará en estas líneas es un relato ambientado desde los dos puntos de vista, el de Milo, un ermitaño amargado y harto de ser lo que es, pero sin ganas de cambiar, y la de Hyoga, el muchacho ya convertido en hombre que no conoce nada más de su persona que su deseo hacia Milo y su control del hielo. Realizar los dos puntos de vista fue bastante laborioso, y de hecho, ese relato lo comencé a gestar en el verano del 2006, y es ahora, diciembre, cuando lo publico; pero quería dejar claro cuáles eran las auténticas motivaciones que desarrollarían los personajes a lo largo de la historia. Quería tocar lo sucedido en Acuario y por último, lo acontecido en Hades. Y como Milo es un personaje bastante volátil (siempre se le asemeja a un incendio forestal, a pesar de ser un elemento de Agua), supuse que a Hyoga aún no le había perdonado lo sucedido en las Doce Casas. Y a partir de esa premisa, comencé a escribir.

La idea de la sangre manando de las heridas es también algo que barajé para otro de mis relatos, “La Sombra de una Condena”, pero que al final decidí utilizar en este. Así como mi visión de Kanon es la de un hombre que no sabe retroceder y que termina por conseguir todo aquello que desea, la de Hyoga es justamente la opuesta. Es un muchacho poderoso pero que es muy sencillo quebrarlo y que entre las pinzas del Escorpión comprobará cuánto de Asesino tiene el espartano. Sin embargo, ambos tienen un instinto de supervivencia muy desarrollado y arraigado en todos y cada uno de sus actos, por lo que terminarán buscando un punto de equilibrio idóneo para aclarar lo sucedido y avanzar mirando al futuro. Será algo que les costará conseguir pero con un par de personajes como estos, todo puede llegar a ser posible.

La figura de Camus en esta ocasión no quedará tan bien parada como en otros relatos. Sigo utilizando la máxima de “Necio, Manipulador, Obstinado y Morboso”, así como también su voto de celibato. Y aunque Camus estará presente en gran parte del relato invocado por ambos personajes, quise darle protagonismo a los dos, a Milo y a Hyoga, primero como marionetas del Perfecto Acuario y luego como hombres en busca de un objetivo, el de Hyoga es dejar de sangrar y el de Milo, dejar de sufrir.

Pues aquí, como primer capítulo, dejo abierta la trama y como todos los demás relatos, espero ir terminándolo poco a poco. Muchas gracias por vuestra paciencia y el tiempo que destináis en leeros mis historias. Es algo que me hace seguir escribiendo, y con lo que disfruto muchísimo.

Para M.

Milo

—Firme aquí, señor Alkaios.

Milo estiró la mano y tomó la pluma —una estilográfica con el símbolo de Atenea grabado en el nácar— dispuesto a garabatear su nombre en la hoja que el Administrador le había colocado encima de la mesa. La leyó con detenimiento hasta que por último estampó su rúbrica, tapando parte de su rango.

—Todo esto me parece una estupidez, señor Ishikawa. Ya sé que nuestra señora Atenea ha decidido continuar la labor del señor Kido y está abriendo las puertas del Santuario a los diferentes gobiernos y fuerzas militares —pronunció en un depurado acento japonés—, pero yo sólo soy un soldado y como tal no tengo vela en este entierro. Si lo han elegido para el cargo de custodio, sus razones tendrán para traerlo de vuelta; en lo que a mí respecta, será uno más —finalizó, encogiéndose de hombros.

El Administrador asintió gravemente, nervioso por estar ante uno de los pocos renacidos tras la reciente Guerra Sagrada. Recogió el documento y lo guardó con cuidado en una carpeta, sin poder evitar que la estilográfica cayera al suelo. Se excusó por su torpeza.

—He venido en persona para informarle de su incorporación porque usted fue el único de sus adversarios en la Batalla de las Doce Casas que decidió salvarle la vida y creímos que le interesaría saberlo.

Milo sonrió de medio lado, se levantó y mostró la salida a Makoto Ishikawa, un hombrecillo sudoroso y con ojos de comadreja, vivos y brillantes.

—Eso es agua pasada —el espartano sacó un cigarrillo de la protección de combate de su pantorrilla y lo encendió—. Enterramos a los caídos y continuamos matando por la gloria de los dioses. Para eso nos pagan, ¿no?

El asiático suspiró exasperado.

—Esta actitud no es precisamente la más idónea para el cambio que se está efectuando en la Fundación y por ende, en el Santuario, aunque tampoco podemos esperar otra cosa, supongo —dijo el hombre, realizando una reverencia a modo de despedida.

—No sea tan inflexible conmigo —rió el griego, enseñándole los dientes, sabiendo que dicho comportamiento era harto desagradable para el japonés—. Tenga en cuenta que, desde que aprendí a expresarme en su idioma, ya no es necesaria la presencia de un intérprete y así podrán destinar esa partida presupuestaria a otro tipo de fines más lúdicos, ¿no lo cree así? —contestó irónico, pero despidiéndose de idéntica manera.

El señor Ishikawa apretó con fuerza el portafolios demostrando su irritación y avanzó por el pasillo del Templo hasta llegar a la altura de la armadura dorada. Durante unos instantes la miró fascinado, hasta que volvió a centrar su atención en el joven de larga cabellera que lo observaba como si fuera una rata de laboratorio.

—Le avisaremos cuando sea la toma de posesión —le indicó.

—Por supuesto. Me pondré mis mejores ropas, me acicalaré mi espartana melena y saldré a saludarlo con una amplia sonrisa. Hasta la vista, Administrador, ya conoce el camino.

Milo lo vio desaparecer entre las sombras de Escorpio y aún sin alzar su cosmos podía seguir sin dificultad el rastro de calor que emanaba del cuerpo del japonés, fruto de la ira que había provocado con su actitud y sus palabras. Sonriendo, apagó el cigarro y lo guardó para una mejor ocasión; estaba seguro que el señor Ishikawa trataría de recortarle parte de las prebendas económicas de las que disfrutaba como castigo por su irreverencia, aunque a Milo eso le daba igual. El hecho de conseguir sacar a la cúpula administrativa del Templo del Patriarca y hacerles bajar en procesión hasta su Casa era su forma de reafirmar su posición dentro de la jerarquía del Santuario. Y a pesar de las tentadoras ofertas que le realizaban —tomar un discípulo o, al menos, organizar una escuela de combate—, él siempre se negaba en redondo, arguyendo que era un comando, no una institutriz.

Avanzó por el pasillo de la Casa y bajó la intensidad de la iluminación. En realidad, sí había barajado la posibilidad de impartir clases de lucha, de historia griega o de métodos de supervivencia, pero no se sentía con fuerzas como para estar más de dos horas rodeado de muchachos y muchachas a plena luz del sol, lejos de la oscuridad de su cueva; y aunque el médico sanador del Santuario le había insistido en realizarle una serie completa de pruebas físicas y mentales, Milo sabía que no era un problema metabólico u hormonal lo que le convertía en un ermitaño.

Tenía la certeza de que algo en su interior se había partido —o convertido en piedra— cuando emergió del monolito en el cual había sido condenado por herejía.

Una herejía que aún continuaba pagando, tanto tiempo después.

Se introdujo en los aposentos privados del Templo y volvió a mirar la carta, leyendo de nuevo el nombre y el rango dorado al que iban a ascenderle en una investidura sin precedentes en la Orden.

Meneó la cabeza. Su corazón se aceleraba.

—Estás viejo, Milo. Viejo para tropezar otra vez contra lo mismo.

El sonido del busca—personas lo sacó de sus pensamientos. Le requerían para la sesión de fotos del National Geographic, compareciendo al lado de Atenea, como si se tratara de una vieja gloria de los antiguos años de guerreros y de héroes. Masculló y tiró el aparato sobre la cama. ¿Cuándo lo dejarían en paz? Aioria se prestaba mejor para aquella pantomima, sonreía con más franqueza.

Él sólo quería dormir. Pero no se lo permitían.

Se miró la melena, buscando canas entre sus rizos. Sus ojos turquesas brillaron al no encontrar rastro de ellas aún.

—Quizás… quién sabe —susurró.

Y con estos pensamientos, se dirigió al templo del Patriarca a atender a la prensa.

Ya pensaría en la investidura cuando llegara el momento.

Hyoga

Colocó la ropa sobre la cama del hotel y durante unos instantes se dedicó a afeitarse con cuidado. Sabía que era una pérdida de tiempo, ya que su rostro juvenil sólo era capaz de producir un pálido vello de niño en vez de una ruda barba masculina. El pecho, tan lampiño como cabía esperar de su genotipo ario —caucásico mezclado con asiático—, aparecía mancillado por varias cicatrices, destacando una en su lado izquierdo, justamente sobre el corazón.

Una cicatriz que ardía constantemente.

Apretó el puño y en su interior se forjó un trozo de hielo que utilizó para aplicar sobre la antigua herida. Estudiándola con minuciosidad, al tacto se mostraba cerrada, de textura apergaminada incluso, pero Hyoga sentía como si de ella aún manara sangre. Esa impresión, tan vívida como si fuera real conseguía quebrar su concentración y lo alteraba hasta sumirlo en un incontrolable ataque de nervios, insultando con ese acto los preceptos de su adorado maestro.

Apoyó las manos en el lavabo y cuando tomó consciencia de la situación, descubrió que estaba llorando. Al notar la humedad en sus mejillas esbozó una mueca macabra, ya que siempre era Shun el blanco de todas las puyas por su actitud piadosa y emotiva. A él, sin embargo, parecían no tenerle en cuenta ni su compasión ni su sensibilidad, quizás por su ascendencia no japonesa, por la conocida historia de la pérdida de su madre —como si los demás jóvenes no fueran huérfanos—, por la naturaleza de sus poderes o por otro tipo de variables que no alcanzaba a comprender.

“Libérate de todo sentimentalismo, Hyoga. Libérate o morirás”

Se rodeó con los brazos, acariciando con sus dedos los lugares de su cuerpo dónde Milo lo había impactado con su ataque, evocando lo grave de su voz, el olor de su piel morena. Abstraído como estaba en los recuerdos de la última confrontación, cuando reparó en la erección que comenzaba a emerger entre sus piernas negó con la cabeza, maldiciendo lo absurdo de su comportamiento. Estaba seguro que si se presentaba en el Santuario sucumbiría ante él como la vez anterior, pero sabía que ya no había marcha atrás. Tenía una misión que cumplir y además, necesitaba cerrar aquel capítulo, aclarar lo sucedido y avanzar o claudicar para siempre.

—Mi fe habrá quebrantado la tuya —susurró, acercándose hacia la cama mientras se secaba las lágrimas—. Pero tus actos me han condenado a una vida gris, Milo. Una vida gris.

Tiró a la papelera las entradas de los establecimientos que había visitado, aunque se quedó con una que llevaba impreso el Ganímedes dando de beber al águila de Thorvaldsen. Representaba a su avatar mitológico, el primer Acuario, el muchacho troyano que enamoró con su belleza al rey de los dioses.

El primer homosexual elevado a la categoría divina.

Se rozó la cicatriz del pecho y besó la yema de sus dedos a continuación. Pronto se enfrentaría con el hombre que le había concedido aquella maldición, el estigma que dominaba su vida.

Aquel a quien pertenecía desde que había pisado el pasillo de Escorpio y que ni siquiera imaginaba todo lo que Hyoga sentía por él.

—Mi fe… ha quebrantado la tuya.

No tardó en vestirse.

Milo

Miró el calendario, arrancó las hojas de los días que ya habían pasado y suspiró. La toma de posesión se celebraría en menos de una semana y pronto Hyoga estaría paseándose por los pasillos de los Templos con el mismo derecho que tenía el propio Milo.

Arrugó el papel del almanaque y lo tiró en una papelera, reparando de nuevo en la citación. Apoyado sobre la mesa, recordó el pacto que había establecido con el Caballero de Acuario tiempo atrás, las pautas a seguir en el caso de un desenlace fatal, las carcajadas del propio Milo ante la perspectiva de que el Cisne venciera a su maestro.

El juramento rubricado con besos sobre la piel del francés de hacerse cargo de su discípulo si a él le ocurría algo en la contienda.

Cerró los ojos y bufó, tratando de ignorar el dolor en el pecho. La simple idea de imaginarse a Hyoga frente a él conseguía colapsarlo, ya que sólo era capaz de ver la imagen de Camus muerto, su rostro blanco sobre el suelo y el báculo de la diosa resucitando a su asesino.

De haber intuido aquel resultado, Milo jamás habría respetado las condiciones de lo acordado entre ellos la noche en que Camus le hizo el amor por última vez. No habría perdido el tiempo en tratar de convencerlo para que desertara, y tampoco lo habría probado como caballero. Una ejecución rápida y precisa hubiera sido la solución más apropiada, pero ya era tarde para lamentarse. Lo hecho, hecho estaba: Hyoga sobrevivió a ese combate y a otros más, demostrando no sólo ser un digno caballero de Atenea, sino ser el perfecto sucesor a la armadura de Acuario.

Se acarició la melena, mesando su flequillo que al instante volvió a su posición original.

—No podré soportar esta situación. Lo voy a terminar matando.

Se apretó el puente de la nariz tratando de relajarse, y cuando vio que era imposible se entregó a la caza y captura de un cigarrillo. ¿Dónde estaban los amigos cuando se les necesitaba? Aioria lo escucharía, se tomarían unas copas de vino, terminarían en cualquier antro de Atenas borrachos como cubas y luego amanecerían en la cama de algún desconocido.

Le echaba de menos.

El eco de unas pisadas proveniente del pasillo principal del Templo lo sacó de su ensimismamiento. Alzó su cosmos, se agazapó tras la puerta y esperó, con el brazo retraído y la Aguja brillando en su dedo.

—¿Señor? —se oyó una vocecita temerosa—. Le traigo la correspondencia.

Milo se relajó al reconocer a Ino, bajó la guardia y salió mostrando su mejor sonrisa.

—Gracias, muchacha —la despidió.

Una postal de Aioria le hizo sonreír. Con una caligrafía desastrosa —posiblemente la había escrito encima de la espalda de alguien, o sobre otros lugares más comprometidos—, le informaba que la misión que le habían encomendado en Mykonos iba viento en popa. Milo no lo dudaba, en un lugar como aquel Aioria sería, más que un enviado del Santuario, la atracción mayor del lugar. Todo el mundo querría ser caballero de Atenea.

O más bien, ponerse al servicio del ateniense.

Suspiró expulsando el aire por la boca y dejó la postal sobre la estantería. Cuando se iba a disponer a abrillantar la armadura de Escorpio, volvió a sentir algo en el pasillo que lo hizo ponerse en alerta de nuevo.

—Por las trenzas de Artemisa… qué cojones tienes, chaval.

Dudó durante unos instantes sobre qué hacer. ¿Salir y saludarle? ¿Atacarle?

¿Llevarlo a rastras a la cama y tomarlo sin contemplaciones?

La idea le hizo sonreír.

Se preparó para la confrontación, hiperventilándose y haciéndose uno con la energía cósmica del Templo, retroalimentándose con su aura, vibrando al sentir su poder.

Quería ponerle las cosas difíciles.

Sí, eso haría.

Hyoga

El guardia de la entrada le miró con curiosidad al devolverle los documentos y el visado; comprobó que el joven de la foto correspondía al que tenía ante sí y no puso objeción a que atravesara el propileo sur del Santuario, indicándole los lugares que no era conveniente cruzar a causa de las pruebas para aspirantes a caballero. Hyoga agradeció esas recomendaciones sonriéndole con una cierta timidez, cosa que hizo reír al soldado. Este debía preguntarse, una vez lo dejó atrás, cómo alguien tan flaco y desgarbado como el ruso había conseguido llegar a ser un custodio de Atenea; pero así como su elemento representaba una mortífera fragilidad, la constitución del Cisne y su esbelta y dorada figura se convertían en un arma de doble filo: los guerreros de los Hielos eran temidos y respetados por su resistencia al dolor y a la fatiga.

Pronto podría probar si esa realidad era cierta, pensó con angustia.

A medida que ascendía por las escaleras y cruzaba los templos vacíos, la opresión en el pecho se hacía más y más palpable. Una parte de él deseaba salir corriendo y no parar hasta llegar a la cabaña de Siberia, esconderse allí y no salir jamás pero la otra le impelía a avanzar. Debía averiguar si lo que le ocurría era una adicción derivada de su mezcla de veneno y hielo en sangre, o por el contrario consistía en algo más profundo y preocupante.

Si descubría que su ansiedad derivaba de lo primero, Milo le proporcionaría la cura. Y si por el contrario se trataba de lo segundo, Milo tendría en su mano la llave de su libertad.

O de su locura.

¿Qué sabía de él? Su nombre. Su propio maestro se lo había confesado una noche, mientras hablaba de su pasado en Atenas. Milo Alkaios, el espartano, el hijo de la Hélade, la leyenda viva heredera del rey Leónidas, una gloriosa figura poseedora de una belleza terrorífica.

Recordó con vividez el momento en que entró con Shun en brazos en el Templo de Escorpio y Milo lo miró con detenimiento. ¿Existiría hombre más atractivo que él en la Tierra? Hyoga lo dudaba. Aún en mitad del combate, no pudo reprimir echarle un vistazo a su anatomía e incluso se sonrojó por los pensamientos lascivos que le asaltaron: la faldilla ajustada a sus caderas, las botas lamiendo sus muslos, el peto escondiendo su pecho poderoso y la melena, aquel símbolo sexual que se alzaba como dotada de vida cuando inflamaba su cosmos constituían algo imposible de olvidar.

Tanto era así que las imágenes grabadas en su retina campaban libres por su mente en los momentos más íntimos, y en la soledad de su cama en el Ártico se disparaban excitándole hasta un punto insoportable. Y era en ese instante cuando todo su cuerpo se incendiaba calcinándole por completo y le obligaba a tirarse en la nieve desnudo, mientras gemía el nombre de Milo a la vez que su sexo se clavaba en la escarcha del suelo, simulando un coito doloroso y placentero a partes iguales. A pesar de su timidez innata, de los complejos y de los reparos que ponía a contemplar su propio cuerpo, Hyoga olvidaba lo aprendido y se convertía en un ser salvajemente sexual. Llevado completamente por el instinto alcanzaba el orgasmo, violento y de gran intensidad, y cuando volvía a recuperar el control sobre sí mismo se encontraba con los arañazos en su pubis, las rojeces en la cara interna de sus muslos y los restos de un cilindro de hielo clavado aún entre sus nalgas, que lo sumían en un profundo y apesadumbrado malestar.

Se tapó la boca y se agarró a uno de los pilares de la Casa de Libra. Tenía los nervios a flor de piel y todo su cuerpo reflejaba el constante estado de angustia que padecía desde hacía varios meses. Se estaba dejando vencer, él, que había matado dioses, por el anhelo oculto de un toque, una caricia en su rostro. Por el abrazo de un hombre que, al arrancarlo de las garras de la muerte lo había condenado a un suplicio peor.

Tomó aire y lo expulsó lentamente; la Casa de Escorpio se alzaba ante él, majestuosa, impenetrable, oscura.

Aterradora.

Avanzó con prisa, como deseando terminar algo que aún no había empezado y penetró en el pasillo alzando su cosmos. La armadura de Escorpio vibró, posiblemente porque le reconocía gracias al veneno que portaba en su torrente sanguíneo y cuando abrió la boca para anunciarse, un jadeo sustituyó al nombre del caballero que había ido a ver.

Tosió, aclaró su voz y lo intentó por segunda vez.

—¿Milo?

Nadie contestó, aunque Hyoga sabía que el Escorpión estaba en la Casa. El aura impresa en las paredes así lo indicaba, y él podía leerla puesto que su empatía correspondía a la de un caballero dorado, no a la de un mozalbete vestido con una armadura de bronce.

Ahora era el heredero de Acuario y había sido convocado para tomar posesión de la armadura de Camus, su difunto maestro.

—¿Milo? —volvió a preguntar, temblando de nerviosismo—. ¿Puedo pasar?

Una corriente de aire apagó las antorchas del pasillo, dejándolo todo en una enfermiza penumbra, similar a cuando se enfrentaron la vez anterior.

—Ni siquiera os enseñan las normas de cortesía y hospitalidad —atronó una voz desde el interior del Templo—. Esta Orden está abocada a la extinción.

Milo

Sonrió de medio lado al comprobar el efecto que causaban sus palabras en el joven que estaba ante él. La postura revelaba timidez e incluso un poco de miedo, inconfundibles los hombros tendiendo hacia el suelo, fláccidos, como temerosos de alzarse y elevar la moral —o la autoestima— del cuerpo al que pertenecían. Aquello le producía una insana satisfacción: no le devolvería a Camus pero sin embargo, le concedería un nuevo juguete con el que experimentar sus capacidades de manipulación empática.

—Soy yo… Hyoga —tartamudeó el joven, consiguiendo que la boca del Escorpión se abriera aún más, ampliando su sonrisa—. Estoy aquí por la citación.

—Lástima —contestó Milo—. Te creía en Japón, con tus cien hermanos.

—Me convocaron para…

—¡Ya sé para qué te convocaron! —cortó con agresividad—. ¿Te vas a quedar en el pasillo? Hay temas que no se deben tratar en según qué lugares… niño.

Entró y buscó un cigarro que encendió y consumió en dos caladas para salir a continuación. ¿Por qué se había puesto tan furioso? En realidad, ambos obedecían órdenes, y aunque se odiaran a muerte —algo que no sabía si se acercaba a la realidad o no—, tendrían que compartir estandarte y protegerse si entraban en combate. Eran guerreros, y por mucho que le doliera a Milo, Hyoga era el legítimo sucesor de Camus.

Había cambiado considerablemente desde la última vez que lo vio, reconoció el griego mientras lo taladraba con la mirada. Sus ojos seguían mostrándose inocentes, quizás un poco resguardados ante la fiera que se alzaba frente a él, como temerosos de su reacción. El cabello descansaba sobre los hombros aunque ya no tenía el color amarillento de antaño, sino otro más dorado y apagado, más adulto. El mentón se había afilado, la boca se fruncía en una mueca entre expectación y admiración y el cuerpo…

Hyoga era una auténtica belleza.

Milo tragó saliva tras echarle un último vistazo a la entrepierna del Cisne, ahora heredero de Acuario. ¿Por qué llevarían esos trajes tan ajustados, revelando todas las curvas de su anatomía?, se preguntó con un mal disimulado fastidio. ¿Era para que los caballeros de cosmos ardiente sucumbieran ante aquellos hombres sin corazón y se arrastraran por el suelo, plegando por una de sus miradas?

Alguien debería hacer saltar por los aires el maldito templo monópteros y hacer un favor a la Humanidad, deshaciéndose de tan malvados moradores, decretó.

—No sabía si estabas ocupado, pero quería verte antes de la toma de posesión, o la investidura, o como quieran llamar a la farsa que desean hacer conmigo —musitó con un ligero matiz de temor, que Milo tomó con una contestataria actitud.

—No estaba haciendo nada importante. No hay cadáveres que enterrar en el día de hoy, así que eres bienvenido… Cygnus. Adéntrate en mi cueva. Pasa y ponte cómodo —le dijo con una sonrisa de oreja a oreja, contrastando con la dureza de sus mirada.

Milo extendió la mano y le invitó —obligó— a pasar. Colocándose en la puerta, Hyoga tendría que rozarse contra él para franquearla, y esa fue una idea que se le antojó deliciosa. ¿No quería hablar con él? Pues lo haría a su manera.

Y Milo usaría todos los trucos que conociera para ponérselo lo más difícil posible, probando cuánto de Acuario se escondía tras aquel delicado caparazón.

Hyoga

Durante unos instantes, dudó. El paso era estrecho, Milo se había apostado en el quicio de la puerta, no se apartaba y pretendía que Hyoga pasara por allí. La cicatriz ardió al imaginarse el cuerpo del griego contra —o sobre— el suyo y sólo la bajada temporal de varios grados de temperatura interna impidió que su sexo cobrase vida y saludase al del espartano. ¡Qué vergüenza! ¿Qué pensaría su maestro de él? Lo obvio, certificó con amargura, que era un Acuario imperfecto, alguien que continuó con vida porque Camus había decidido sacrificarse, al igual que sus hermanos, algunos enemigos —Isaac— y los asimilados a la causa, como Kanon.

Tragó saliva y avanzó, oliendo el aroma de la piel de Milo al entrar en el Templo. Su rostro se ruborizó salvajemente pero no se permitió flaquear. Una vez llegados a aquel punto, volver al inicio era algo impensable, por lo que el contacto de ambos cuerpos duró poco. La mano de Hyoga rozó el muslo del griego, palpando su musculatura firme, y para evitar incendiarse de deseo apretó el puño, generando cristales de hielo en su palma.

Debía hacer algo o Milo se daría cuenta de lo mucho que lo excitaba.

—Me odias, ¿verdad?

La frase salió de su boca como un vómito incontrolado. Por la mirada que el espartano le dedicó, había dado en la diana, así que tomó aire y lo contuvo en sus pulmones esperando que el otro invocara la Aguja Escarlata y lo volviera a aguijonear dejándolo como un alfiletero.

—¿Has llegado a esa conclusión tú solo o te ha ayudado alguien?

No había sido la contestación que esperaba escuchar aunque sí barajó la posibilidad de que Milo reaccionara con sorna en vez de con agresividad. Evitó mirarle directamente a los ojos, por lo que su atención se centró en la decoración de la sala, sorprendentemente llena de libros. Abrió la boca al encarar aquel fascinante descubrimiento, ya que no se había imaginado el recinto privado del Escorpión tan rebosante de cultura, sino más lúdico y desenfadado.

Un error por su parte, el dar por sentado detalles que desconocía.

Milo guardaba un incomodísimo silencio, lo que hizo que Hyoga se atreviera a hablar de nuevo, tras atesorar un poco de determinación oculta en el fondo de su alma.

—Encontré esta carta firmada de su puño y letra en la cabaña de Cocornach —la dejó sobre la mesa de la sala con cuidado una vez tomó asiento—. Ahí explica que si algo le sucediera, te dejaba encargado de mi adiestramiento, y asegura que tú tenías una copia de la misma.

—Sí, está en mi poder —le espetó el griego.

—Quizás es un atrevimiento soberano por mi parte, pero no supe nada de ti desde la vuelta de Hades. Ni te has puesto en contacto conmigo, ni me has buscado —le reprochó atropelladamente, apretándose los dedos de forma compulsiva—. Nada.

—Y tu idea de una entrevista antes de vestirte de oro, como Talos —gruñó Milo, con voz ronca—, es para echarme en cara que no hiciera caso de las últimas voluntades de un difunto. Pues, para que te enteres, niño —le escupió con ira—, nunca quise tener un discípulo. Si Atenea no ha conseguido que adopte a ninguno, él tampoco lo logrará —le contestó tajante—. Y lo puede rubricar con sangre si le viene en gana.

Hyoga tembló y su mano se fue directa a la cicatriz invisible de su ojo izquierdo. La cirugía le había devuelto el esplendor de su belleza, aunque él no se viera como otra cosa que un ser flaco, blancuzco y desgarbado. La tocó como el fetiche del que se trataba y ya más calmado, volvió a buscar valor para atacar la dialéctica de feria de su interlocutor, que parecía emerger del suelo como si fuera el Coloso de Rodas.

Sólo le faltaba la antorcha y el brazo en alto.

—No es mi intención importunarte. Sólo he creído adecuado mantener una conversación antes de mi investidura —le explicó de la forma más tranquila posible, imitando la pose que su maestro solía exhibir.

Milo caminó en círculos cerca de la mesa hasta acercarse a él, felinamente.

—Me parece increíble que seas tan prepotente, niño —masculló—, aunque tampoco me debería extrañar, sabiendo quién fue tu mentor —se alejó con lentitud—. Siento comunicarte que no me importunas en absoluto.

Sin darle tiempo a contestar, se dio la vuelta y se apoyó en el brazo del otro sillón, separando las piernas.

—Yo simplemente estoy aqu…

Milo levantó la mano y lo obligó a callar.

—¡No sigas hablando, por Artemisa Orthia! —le gritó—. ¡Conseguirás levantarme un puto dolor de cabeza!

El ruso tragó saliva y se encogió en el asiento. No era su intención molestarle, pero Milo parecía estar a la defensiva y la conversación comenzaba a derivar en un enfrentamiento que Hyoga no deseaba mantener.

Un viso de tristeza nubló sus azules ojos.

—Como buen Acuario que eres, imagino que tu táctica consistirá en quedarte ahí clavado hasta que yo te de la respuesta que más convenga a tus intereses —le respondió de forma categórica, arrastrando las sílabas con sensualidad—. Y como soy heleno y tengo que respetar las leyes de hospitalidad, pues aquí nos pudriremos los dos, esperando que aparezca Zorba el Griego para que nos haga una demostración de cómo se baila el sirtaki. ¡Por Atenea, niño! —voceó, cada vez más enfadado—. ¡Estoy viejo para esto!

Hyoga trató de añadir algo, pero Milo apretó los labios y lo señaló con el dedo, mirándolo de forma amenazadora.

—¡Y mantén tu palmípeda boca cerrada, por las barbas de Clearco! —rezongó—. Ahora vuelvo.

El Cisne sintió cómo su cuerpo iba disminuyendo de tamaño frente al huracán espartano. Lo vio desaparecer al fondo, y aunque la cocina no tenía puerta el saber que estaba de espaldas le alivió. Tomó aire y lo expulsó suavemente, intentando controlar los nervios sin apenas conseguirlo.

Necesitaba relajarse mirando a otro lado y no a aquella melena lujuriosa, tan brillante y sedosa que apetecía enterrar los dedos en ella, deleitarse en su tacto, aspirar su aroma. Sabía que si Milo se daba cuenta del auténtico motivo de su visita, lo aventaría del templo a patadas, por eso clavó la vista en el suelo y suspiró, sin percatarse de la copa de vino que oscilaba ante sus narices.

Milo

—Me aseguraron que el mármol proviene de la zona de Laconia, pero me da la sensación de que los cabrones mesenios nos mintieron —le dijo, refiriéndose a las baldosas—. ¿Tienes pensado quedarte contemplando el suelo o vas a dignarte a mirarme? Porque si quieres dedicarte al estudio de las losetas, las del pasillo son mucho más interesantes. Yo, particularmente, las prefiero.

Volvió a sonreír de medio lado. La copa de vino era, junto con unos trozos de jamón y pan, la forma de honrar la visita del ruso y de respetar las leyes impuestas por Zeus Atico. Hyoga parecía ausente y eso significaba que estaba buscando en su interior un remanente de paciencia antes de ponerse a bramar como Hécuba tras la muerte de Príamo.

Sin quitarle la vista de encima, Milo reconoció que Camus había descrito al joven con precisión quirúrgica al compararlo con una marioneta sentimental exudando dolor por todos los poros de su piel.

Y aquello le hacía sentir una insana satisfacción.

Hyoga aceptó la copa pero no bebió, lo que hizo que Milo deseara estamparlo contra una pared. Como respuesta, enseñándole implícitamente una de las costumbres más ancestrales de su pueblo, alzó la copa al cielo y tras lanzar unas gotitas al aire —la conocida libación a los dioses— realizó un brindis.

—Por los que están aquí… y por los que volverán.

Era la primera vez que hacía una mención clara y directa a la ausencia de Camus. Sin dejar de mirarlo, esperó una reacción por parte del otro, una lágrima, algo que le indicara la auténtica razón por la que se había presentado en su Casa, pero lejos de abrir la boca, lo único que hizo el ruso fue elevar la cabeza y fijarse en la descarada desnudez que Milo le estaba mostrando bajo la túnica.

El rostro del Cisne se incendió instantáneamente, hecho que logró que el espartano se sintiera triunfador y poderoso; sin embargo, los reflejos de Hyoga fueron rápidos y el joven inflamó su cosmos, utilizando su poder para controlar su ardor interno.

Milo disfrutaba con cada una de las acciones del Cisne, consiguiendo que entre ellos se firmara una tregua de silencio que duró más bien poco.

—Perdóname —susurró el heredero de Acuario.

Milo elevó una ceja, sorprendido. ¿Perdonarle? ¿Cuál de todas las tropelías debía perdonarle primero? ¿El asesinato de Camus? ¿La devoción de Camus hacia él? ¿El saber que, hiciera lo que hiciera, siempre estaría ante él en el corazón de Camus, si es que éste poseía uno?

—Dime lo que tengas que decir, Hyoga. Basta de rodeos.

El ruso tomó aire, bajó un par de grados más la temperatura corporal y se afirmó en su asiento. Por lo que Milo sabía de psicología aplicada, aquellas señales significaban que pronto conocería la auténtica naturaleza de la visita del otro. Podía apostar que el Cisne no se había presentado en su recinto a causa de la adjudicación administrativa de una armadura, violando el procedimiento respetado durante milenios en la Orden de Atenea y tampoco por que ambos fueran a ser compañeros de idéntico rango.

Lo que había venido a confesarle tenía un carácter más personal. Más íntimo.

Más morboso.

—Debiste dejarme allí.

Durante unos instantes llenos de perplejidad, Milo dudó en levantarse y sacarlo a patadas del templo o reírse a carcajadas. Como resultado, el bellísimo rostro del griego se transformó en una mueca grotesca, y sus ojos relucieron vengativos y llenos de ira.

—¿Algún reproche más? Porque me estoy cansando de gilipolleces.

—No me has contestado sobre si me odias o no —musitó el otro, sin hacerle caso—, así que imagino que no, que sólo sientes desprecio por mí.

Hyoga

A sus ojos, la actitud de Milo era la de alguien que veía a Hyoga como un ser despreciable, carente de todo tipo de redención. Alguien obsceno, con el cabello amarillento y lacio, uno de sus párpados marcado por una asquerosa cicatriz, escuchimizado, desgarbado y lleno de complejos. Alguien que cuando vistiera la armadura de Acuario siempre sería recordado por ser el asesino de su maestro, el que sobrevivió por la compasión del perfecto Camus de Martignac.

Sus músculos gruñeron, presos de la tensión a la que habían sido sometidos. Hyoga expulsó el aire con la mirada clavada en el suelo, completamente abatido. Sí, podía odiarlo, aborrecerlo, ignorarlo o desarrollar hacia él la mayor de las repulsas; sólo restaba levantarse, agradecer la hospitalidad que Milo había tenido con él y desaparecer bajo las losas de Acuario. Ya le daba igual, así que ni siquiera barajó cómo iba a tomarse el espartano lo que su mermada autoestima le había obligado a confesar. Por eso, cuando vio el rostro del Escorpión mutar hasta convertirse en una mueca crispada, con los ojos chisporroteantes y rebosantes de cólera deseó salir corriendo, dejar atrás todo aquello y olvidarse de la citación, la orden directa y la propia armadura pero no fue capaz de moverse. Estaba, más que helado, petrificado ante él, y aunque intentó por todos los medios calmarse y tomar las riendas de su propio cuerpo, éste se negaba a obedecerle, dejándole a merced de un depredador del calibre del guerrero de la Octava Casa.

—Ni siquiera te conozco, niño. Eres demasiado poco para que vierta mi odio o mi desprecio en ti.

Lo dijo con tanta tranquilidad que el labio inferior de Hyoga bailó ligeramente, como dotado de vida propia. Si el griego deseaba herirlo lo estaba haciendo a conciencia, porque el maltrecho estado de ánimo del ruso sufría ante los ataques de aquel hombre impertérrito y capaz de sacar de quicio al más paciente. Dudó en levantarse y tomar el camino de Siberia o por el contrario, quedarse allí esperando que Milo lo rematara, así que aguantó con paciencia y sintiendo cómo su corazón se desangraba poco a poco, sabiéndose merecedor de aquel castigo.

—Por eso decidiste salvarme —musitó, con la cabeza baja—. Para verme de esta manera.

La copa de Milo terminó estrellada en la pared, y los restos resbalaron por ésta hasta llegar al suelo. Hyoga expandió su cosmos, asustado, bajando varios grados la temperatura de la estancia.

—Lo que hice o no hice, carece de importancia —contestó el griego con modulada y sujeta voz—. Estás aquí, y ante los ojos de la Historia tú luchabas en el bando de los buenos, protegiendo a la auténtica Atenea, y era yo el que estaba equivocado. Yo seguía al impostor. Al….

Calló durante unos breves instantes, y Hyoga tragó saliva.

—Nadie tiene en cuenta a estas alturas en qué bando luchaste, o a qué Patriarca seguiste —respondió al fin, dejando sorprendido al Escorpión a juzgar por la expresión en su rostro. Hyoga bajó de nuevo la mirada una vez Milo se agachó para recoger los restos de la copa.

—Algún día conseguiré controlar mi puto mal genio —protestó, yendo con los cristales rotos hacia la cocina.

Ese impás de descanso lo utilizó para calmarse de nuevo. Necesitaba esgrimir algo a su favor, convertir aquella derrota en un empate, ya que una victoria ante Milo era algo casi imposible. Sin embargo, el momento duró poco. El espartano volvió, se sentó de nuevo frente a él y abrió las piernas.

Aquella imagen lo estaba volviendo loco.

Milo

Lo había visto en Instinto Básico, pero aunque él no era Sharon Stone, las artimañas que se utilizaban en los juegos sexuales eran idénticas para todos los individuos. La provocación, el coqueteo, la seducción y la insinuación funcionaban igual en hombres y en mujeres, y a Milo le encantaba sacarles partido en toda ocasión que se le presentaba.

El griego tenía la certeza de que Hyoga era homosexual, no porque fuera entrenado por Camus —un cínico reprobado—, sino porque cada vez que Milo se aercaba, el Cisne alzaba su cosmos inmediatamente. Conocía las tretas del francés a la hora de regular su termostato interno y estaba seguro que éste se las había enseñado a Hyoga sutilmente, como si fuera una parte más del adiestramiento. Así que, en la ecuación mental de Milo, sólo existía una premisa: a más cercanía, más frío.

O mejor dicho, más ardor.

La copa de vino había comenzado a congelarse desde su pie. De ambas bocas emergía un vaho blanquecino que simulaba las chimeneas del Infierno, y parte del sofá brillaba gracias a los cristales de hielo que reposaban sobre él. Milo miró a su histérico interlocutor fríamente, y aunque los deseos de echarlo de su casa eran cada vez más grandes, las palabras del ruso —y la realidad que exponían— comenzaban a ser demasiado molestas como para ignorarlas. El muchacho podría haber luchado del lado de la diosa, sí, pero ambos —Hyoga y Milo— creían firmemente en lo correcto de sus acciones en el momento de enfrentarse en combate.

En el instante en que Milo tuvo datos suficientes como para saber que el Patriarca era un impostor, rindió pleitesía a la auténtica divinidad.

Y ésta le aceptó como custodio.

—La cuestión es que —se lanzó a hablar de nuevo, atrayendo la atención del otro—, lucháramos, nos enfrentáramos o llegara la niña con su divino báculo y te resucitara del suelo, la historia está escrita y nada podemos hacer para cambiarla.

Hyoga tragó saliva y apretó los puños, cosa que hizo que Milo sonriera tétricamente. Lo tenía bajo su control, con sólo un par de trucos sucios, era fácil, muy fácil, desconcentrarlo.

—Respecto a lo que sucedió en Acuario, me gustaría añadir que yo…

El rostro de Milo se agrió hasta convertirse en una caricatura. ¡Hyoga continuaba con lo mismo! ¡La Casa de Acuario, las baldosas de Acuario, el caballero de Acuario! El Escorpión sintió cómo la ira se agolpaba en su estómago y lo impelía a levantarse para agarrar al otro de la pelambrera, arrastrarlo por el pasillo y por último, tirarlo por las escaleras hasta que rebotara contra los árboles de sal.

—Durante mucho tiempo permití que tu admirado maestro me manipulara como un muñeco, pero por azares del destino, dejé de ser su juguete preferido, así que, como comprenderás —lo miró con furia, elevando la voz a medida que hablaba—, no voy a volver a vivir la misma situación pero contigo como protagonista. Nos enfrentamos en combate, perdí, tú continuaste y te batiste con él, con el resultado ya conocido. ¡Fin de la discusión, cojones!

—No te haces una idea de lo mucho que me arrepiento —rebatió el otro

Milo meneó la cabeza, entre atónito y colérico. ¿Acaso quería morir? ¿No veía que como continuara con lo mismo, no llegaría a vestir la armadura de Acuario, sino una mortaja funeraria tejida por el propio espartano?

—¡No, no te haces una idea de lo mucho que me arrepiento yo! —contestó el griego fuera de sí, entre cansado y herido—. ¡No te bastó con joderla en Libra, poniéndote a lloriquear como el puto maricón de mierda que eres! —manoteó—. ¡Te atreviste a salir del féretro de Hielo, llegar a Escorpio con el otro niñato, plantarte ante mí y retarme como caballero! ¡Y yo, atrapado por los huevos como estaba, tuve que aceptar un combate contigo y encima ser vencido por un técnico! ¡Anda y que te den por el puto culo, cabrón hijo de puta!

Se giró, jadeando, creyendo que el otro recapitularía y guardaría silencio.

—¡Tenía que continuar avanzando! —protestó Hyoga, con ansias renovadas de vivir su último día—. ¡Seiya y los otros lo esperaban de mí!

—¿Y qué esperaba Camus? —le preguntó Milo, encarándolo—. ¿Te lo has preguntado alguna vez? ¿Nunca te has parado a pensar en por qué yo no te ejecuté nada más verte entrar por la puerta en vez de dedicarme a tratar de disuadirte para que desertaras? —sonrió con crueldad—. Seréis estrechos de culo pero, ¡Acuario jamás ha sido vestida por idiotas!

El rostro de Hyoga se tiño de rubor y de rabia.

—Todo está salpicado de sexo cuando se habla contigo —gimoteó—. El maestro tenía razón.

Milo se quedó sorprendido ante aquella audacia.

—¿Ah, sí? —sonrió con sorna—. Apuesto a que debió olvidársele comentarte que yo —se señaló— le salpiqué con mi sexo cuando vino a informar al Patriarca de la muerte de tu amiguito, el finlandés. ¿No te lo dijo? —preguntó con ironía—. ¡Qué descuido más tonto!

Hyoga apretó los dientes e incluso la temperatura de su cuerpo osciló peligrosamente.

—Aun me hace pagar con sangre que fuera yo el que me quedara con su envenenada virginidad. Puto cabrón —finalizó Milo para sí mismo sin mirarlo, embebido en sus propios recuerdos.

—¡No puedes hablar así de un difunto! —suplicó Hyoga—. ¡Ten un poco de respeto por su alma!

El cosmos de Milo se disparó violentamente, coloreando gran parte del mobiliario de rojo carmesí. Se lanzó sobre el ruso con gran celeridad y tomándolo de la pechera, lo elevó del suelo, hablando entre dientes.

—Tuve respeto, más que respeto, devoción por él. ¡Fui utilizado para sus fines hasta que en su búsqueda del Acuario Perfecto decidió morir entre tus brazos! ¡Dejándome a mí sin nada!

Lo arrojó sobre el sillón y buscó algo que llevarse a la boca. Encontró un cigarro y de la rabia que sentía el mechero se escurrió entre sus dedos y cayó al suelo, rodando por las baldosas hasta acabar debajo de la mesa.

—Puta mierda, ¡puta mierda!

Hyoga jadeaba por la impresión, con la camiseta arrugada todavía.

—No… no puede ser, no… —balbuceó, con un timbre de voz trémulo—, no puedo, no puedo creerte.

El griego partió el cigarro en dos y dejó el mechero en el suelo, con los ojos arrendijados de dolor y de odio. Se alzó a gran velocidad y de nuevo, se situó encima del otro, apoyándose con un pie sobre el brazo de sillón.

—Repíteme eso si tienes cojones, cabrón.

El cosmos del ruso explotó con violencia, chocando contra el de Milo. Generó un anillo de hielo alrededor suyo, pero el Escorpión lo destruyó con su Restricción. No volvería a cometer el mismo error que en el anterior combate.

—¡Te he hecho una puta pregunta! —le increpó.

—El maestro tenía… un voto de celibato.

El griego sonrió macabramente mientras se erguía ante el Cisne.

—Sí. El voto. Pues para que te enteres, cuando te follas a uno con voto de castidad, celibato o su puta madre, ¡te dan puntos extra!

—¿Por qué quieres destruir su recuerdo? —inquirió indignado Hyoga—. ¿Por qué hablas así de él? ¿Por qué… le odias tanto?

La voz de Milo amenazó con quebrarse y por un instante creyó que se pondría a llorar. Pero el sonido gutural que emergió del fondo de su garganta lo convertía en un ser rebosante de cólera, que descargó sobre Hyoga en forma de alaridos.

—¡Porque me manipula desde el Hades! —le increpó—. ¡Porque incluso después de haber desaparecido, incluso después de conseguir que yo me convirtiera en una especie de monje amargado, viene a través tuyo para obligarme a continuar escupiendo el corazón por la boca y ya no puedo más!

Se giró, jadeando por la fuerza de sus gritos, intentando aplacar su ira. Buscó un remanente de paciencia pero lo único que encontró fue la necesidad de estar solo, ovillarse tras la puerta y sollozar amargamente.

—Camus… Camus —tartamudeó el Cisne— está… está muerto.

—Volverá. No le conoces —sonrió, y su timbre tembló—. Se presentará aquí un día de estos, y empezaremos desde el principio. “Hola, soy Camus, el caballero hijo de puta que te va a arrancar las entrañas”

Se dio la vuelta y lo encaró, con los ojos brillantes, una mueca obscena en su rostro.

—Y te mirará y se dará cuenta del excelente trabajo que ha hecho contigo porque has cuidado de su mascota durante su ausencia —sonrió con infinita tristeza—. ¡Así que no me hables de tener respeto por su maldita conciencia porque siempre fue un manipulador hijo de la grandísima puta, y lo único que le divertía era hacerme vomitar el alma después de correrse debajo de mí! —se señaló con asco y con desesperación, la misma que reflejaban sus palabras—. ¡Reprochándome que yo le había obligado a violar su absurdo voto!

Ya estaba dicho. Lo único que faltaba era expulsar a Hyoga de su Casa y enterrarse en lo más hondo de su cueva para no salir jamás pero si lo hacía, si se dejaba llevar por sus instintos, todo se traduciría en una gran cantidad de problemas internos que Milo no estaba dispuesto a asumir. Así que se limpió las lágrimas con furia, y ahogó las ganas de llorar apretando los párpados.

No le daría la satisfacción de quebrarse ante su alumno. Antes, se arrancaría los ojos.

Hyoga

Verlo de espaldas, con la melena lujuriosa cayendo sobre su espalda hasta lamer con las puntas el inicio de sus nalgas era una imagen que, en otro momento, hubiera conseguido excitarle hasta enloquecerle. Pero la tensión de su cuerpo, los jadeos producto de los gritos y el sufrimiento latente entre ambos habían logrado desestabilizarle por completo. Se llevó la mano a la frente y apretó el puente de la nariz, tratando de paliar el dolor de cabeza que se extendía desde su nuca hasta sus oídos, que palpitaban al ritmo de los latidos de su corazón.

Este corría desbocado.

Hyoga supo en aquel mismo instante que había cometido una estupidez soberana al imaginar que podría hablar relajadamente con el Escorpión de lo que había sucedido tras la batalla de las Doce Casas. Si antes Milo era casi inalcanzable, ahora no le cabía duda de que, hiciera lo que hiciera, no conseguiría enmendar el error de haberse enfrentado a Camus y haber salido victorioso de la confrontación.

Miró al techo y notó cómo los ojos se le humedecían. Al llevar la mano hacia éstos para limpiarse, reparó en que comenzaba a teñirse de carmesí, como si alguien estuviera recubriéndolo con alquitrán rojo desde la cabeza a los pies. Se sintió mareado, presa de un ataque febril, producto del calor, la excitación y el nerviosismo acumulado.

Cuando bajó la vista, descubrió que en su pantalón había gotas de sangre, así como una gran mancha en mitad de su camiseta, justo a la altura del corazón.

—Mi… lo…

Estiró la mano hacia el espartano y advirtió que temblaba sola; al intentar secarse el sudor de su rostro también se encontró con que había sangre en la palma, y descubrió, antes de que sus piernas flaquearan, que las cicatrices que le recordaban la confrontación en Escorpio se habían abierto y manaban enloquecidas por todo su cuerpo, regándolo todo a su paso, tiñéndolo del color de la Aguja.

Me muero, Milo. Me muero y ni siquiera te he dicho todo lo que siento por ti.

Cayó hacia delante como si fuera una marioneta a la que hubieran cortado los hilos. Los brazos, fláccidos, desearon atrapar la tela de la túnica del griego, incluso acariciar parte de la piel de los muslos morenos, custodios de aquella virilidad recia, fuente de poder y de placer del caballero de Escorpio que tan obscenamente le había mostrado. Pero no alcanzó a rozarlo siquiera, aunque hubiera dado cualquier cosa por averiguar a qué sabía la esencia de tan lujurioso dios.

Creyó que se estamparía contra el suelo y esperó el impacto aunque este no llegó. Al contrario, el olor de Milo —característico jazmín— impregnó sus fosas nasales y en un instante se sintió flotar. El sentido del equilibrio le informó que estaba tumbado, pero la presión en sus costados le daba a entender que una superficie cálida y mullida lo tenía preso y lo trasladaba hacia algún lugar en concreto que él desconocía.

Sus piernas se balanceaban mientras Milo lo portaba hacia la cama, aunque Hyoga no fue consciente de qué era lo que estaba sucediendo. Arropado por el ser de magnífica melena y ojos inolvidables, sonrió y abrió la boca, susurrando su pecado, su secreto más guardado.

Más íntimo.

—Te… amo.

Y se dejó envolver por la calidez de un sueño cada vez más pesado y reparador.

Milo

A pesar de ser conocido con el sobrenombre de “el Escorpión”, los poderes de Milo se asemejaban más a los de una araña. Como ellas, Milo era capaz de hipnotizar al adversario, y como ellas, también enredaba con sus invisibles hilos a sus rivales, obligándolos a penetrar en su cueva para luego asestarles el golpe mortal. Inoculaba veneno, y mientras veía cómo éste iba haciendo efecto en sus víctimas, los torturaba haciéndolos elegir entre vivir en la locura o morir a sus manos.

Era en ese instante cuando se sentía poderoso y dueño del Universo. Sólo él y su contrincante. Él y su adversario, en una pugna sin cuartel que duraba exactamente catorce aguijonazos, suficientes para hacer claudicar al más temerario.

Sin embargo, no solamente poseía esa característica de su homónimo del reino animal. También capturaba variaciones caloríficas a su alrededor, pudiendo detectar auras en estado de reposo a varios metros, y poseía un cóctel explosivo de ochenta toxinas que convertían su sangre en un campo minado para cualquiera que intentara hacer de su cuerpo un banco de pruebas. Añadido a esto, sus sentidos —vista, oído— se habían hiperdesarrollado con el paso del tiempo, concediéndole reflejos y velocidad superiores a los de un ser humano común.

Milo era desconfiado por naturaleza, y cuando estaba acompañado por alguien en otras lides que no fueran las sexuales solía estar siempre alerta. Aunque sus ojos no tuvieran a su objetivo frente a ellos, el resto de sus sentidos sí lo distinguían a través de su percepción cósmica.

Por eso, cuando oyó a Hyoga susurrar, supo que las cosas no iban bien. Era un gemido ahogado, carente de vida, aviso último de la expiración del plazo otorgado, avanzadilla de la muerte.

Su sexto sentido lo hizo girarse a gran velocidad, explosionando su aura para tomar el cuerpo de Hyoga que caía como una hoja en otoño, cubierto de sangre.

¿Quién lo había herido? Cerró los ojos con el muchacho en brazos y la Aguja Escarlata emergió de su dedo índice, lista para ser disparada. No percibió cosmos alguno en las proximidades —sólo algún aprendiz en los templos contiguos, personal de mantenimiento y limpieza—, por lo que se dirigió a la cama con él y le retiró la ropa, preparado para averiguar qué había sucedido.

Tragó saliva al comprobar que las catorce cicatrices fruto de los impactos en su anterior confrontación estaban abiertas y la sangre brotaba por ellas.

—Pero qué…

Masculló varias maldiciones en griego al llenarse las manos del líquido carmesí. Se dirigió al baño y se lavó las manos concienzudamente, luego tomó gasas, hilo de sutura y una aguja y se dirigió hacia la cama de nuevo, listo para arreglar el desaguisado que el ruso tenía en el cuerpo.

Primero se fijó en la herida del hombro, tomó parte de la sangre y se la llevó a la boca. Tenía un fuerte sabor metálico aderezado con un componente que le era de sobras conocido.

—Veneno.

Atrapó la sustancia entre los dedos, mimándola y deleitándose en su tacto. No era gruesa como la del propio Milo, esencia fuerte, sino que parecía diluida con algo que no le costó identificar.

—Tienes… hielo. Y el hielo recubre el veneno como una cápsula. Creo que ya voy entendiendo todo esto.

Lo observó con detenimiento, le alzó los párpados y luego le tomó el pulso en la yugular. Hyoga dormía, o más bien, había caído en un estado de letargo profundo, idóneo para que su cuerpo tratara de paliar el desequilibrio que lo había conducido a aquella situación.

De todos los enfrentamientos que Milo había mantenido, sólo dos personas fueron capaces de soportar los catorce aguijonazos estoicamente. Uno de ellos era Kanon, y el otro permanecía tirado en la cama totalmente desmayado. Recapitulando, incluso los dos episodios habían sido diferentes: mientras Kanon aguantaba una ejecución, sin alzamiento de cosmos, Hyoga había sido impactado con él alzado, por lo que algo había hecho que ambos poderes, atributos, elementos o como lo quisieran llamar se unieran en el sistema circulatorio del ruso generando una simbiosis que, posiblemente, lo estaba matando.

Se hizo un corte en un dedo y dejó caer un poco de sangre sobre una de las heridas, observando la reacción de las defensas del otro. Como imaginó, el veneno alojado en el torrente de Hyoga rechazó las partes inservibles del plasma de Milo, pero adoptó los nuevos cristales de toxinas como si fueran propios, generando una película sobre la herida y cerrándola a continuación.

Sonrió al descubrir el secreto del Cisne y contempló la perfecta sincronización de hielo y veneno a la hora de enfrentarse a una agresión externa. Si no estaba equivocado, Hyoga sería la evolución perfecta de la unión de las Casas de Acuario y Escorpio, un soldado que carecía de las fallas del Templo monópteros y que además, iba aderezado con el elemento del recinto de los Asesinos.

Acarició el rostro del Cisne con una inusual ternura, sentado en la cama junto a él, tras haberle cambiado la ropa y curado las heridas. Por algún motivo que desconocía, el veneno que navegaba en el torrente del ruso era el causante de la apertura y sellado de las cicatrices, y Milo suponía que la visita de Hyoga no era para aclarar lo que había sucedido entre Camus, él y Milo, sino para averiguar por qué su cuerpo ardía frente al griego, obligándole a ser esclavo de sus sentimientos y deseos. Impidiéndole ser un buen Acuario.

Meneó la cabeza tras colocarle el pelo y contemplarlo mientras dormía. ¿Se estaba excitando? No había sentido deseo alguno al verlo desnudo porque estaba demasiado ocupado en cerrarle las heridas pero ahora, vestido con una túnica demasiado ancha para su cuerpo delgado y fibroso, le apetecía arremangársela, colocarle las piernas en sus hombros y taladrarlo sin piedad.

Le recorrió los labios con el dedo, dibujándoselos obscenamente para por último meterle el pulgar en la boca. Lo miró mientras tanto, deseando tocarlo íntimamente, vengarse en aquel cuerpo vulnerable de la caída del amado, del hombre que le mostró lo que era el Cielo y el Infierno.

Pero no podía.

Se acarició la melena, sonriendo a continuación.

—Demasiado viejo para esto, Milo.

Se levantó y buscó un cigarro, encendiéndolo y aspirando el humo, tranquilo por fin. Desde la puerta veía cómo el otro dormía pacíficamente y cuando fue consciente de dónde tenía la mano alojada, meneó la cabeza de pura incredulidad.

—¿Qué te parecería, Acuario, si le diera a tu alumno una lección magistral sobre cómo se ama uno a sí mismo? Ahora, es mi discípulo, y el alivio es importante en seres esclavos de sus vergas como nosotros, ¿no opinas así?

Tiró la colilla al pasillo exterior, acercó una silla a la cama y abrió las piernas, mirándolo mientras acariciaba suavemente su miembro por encima de la ropa, que respondía al contacto experimentado del griego con la velocidad acostumbrada. Se levantó para cerrar la puerta y al volver a la silla, se desnudó completamente, colocando los pies en la cama, acomodándose para la práctica del amor solitario como si del Fauno de Barberini se tratara. Y se masturbó lenta y pausadamente, jadeando a veces, sonriendo otras, imaginando la crispada cara del difunto mientras él escupía una vez más sobre la virginidad, la castidad y el pudor de la Casa circular. Y cuando por fin alcanzó el orgasmo, marcó con su propio semen el cuerpo del ruso, reconociéndose por vez primera la auténtica realidad de su odio.

—No es que no te perdone —le susurró—. Es que no me perdono a mí mismo.

Se vistió tras besar los labios del joven y salió al exterior, para buscar, como hacía desde que el mundo era mundo, su estrella en el cielo.

—No, no me perdono a mí mismo. Vuelve, Camus.

Agachó la cabeza, apesadumbrado, deseoso de ver llegar al hombre de melena sedosa con rostro serio y reprenderle al haber cometido aquella aberración.

—Vuelve.


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