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Su voz por AoISuwabeStark

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En el corto trayecto desde el tablón de anuncios, en la entrada de la Escuela, hasta el aula en la que les tocaba asistir a su primera clase, Eric descubrió muchas cosas sobre Carles. Se enteró de que el año anterior había intentado asistir a la universidad y que no se le había dado bien. También supo que le apasionaban los dobladores de anime japoneses, las idols, el anime en sí mismo, y, de hecho, todo lo que tuviera relación con el País del Sol Naciente. En realidad, le tenía tanto amor al país nipón, que algunas tardes a la semana acudía a una academia para aprender japonés. Y por lo visto, su mayor sueño era poder ser un actor de doblaje de anime él mismo y trasladar a España las técnicas de doblaje japonesas.

—¿Y tú cómo has llegado aquí?

Ya se encontraban en el aula, que era bastante cercana a aquella en la que les habían dado la charla de presentación. Apenas quedaban unos minutos para que empezara la clase, y los pupitres se iban llenando de alumnos de todas las edades. Los que eran amigos se sentaban juntos, mientras que aquellos que iban solos miraban nerviosos a su alrededor, esperando que alguien se sentara a su lado para poder charlar.

—En metro y tren —contestó evasivo.

—Y yo en alfombra voladora, no te jode. —Carles puso los ojos en blanco—. Sabes que me refiero a por qué has decido estudiar doblaje.

Sabía muy bien a lo que se refería. Pero pensaba que a su compañero, la historia de que desde los quince estaba enamorado de un doblador del que sólo conocía su nombre y voz, y que había ido a la Escuela con tal de poder encontrarle, le iba a parecer absurda. Como mínimo. Y no, tampoco era que tuviera ganas de salir del armario justo allí y en aquel momento, siendo sincero.

—Escuché a un doblador una vez que me gustó, y decidí que yo también quería dedicarme a esto.

—Joder, sí que eres cerrado y tímido, que sólo por contarme esto ya te pones así —rio Carles, pues aunque hubiera dado la versión corta de sus motivos, se le habían enrojecido las puntas de las orejas de forma alarmante.

—Perdonad que os moleste, pero ¿está libre este asiento? —preguntó una voz grave, masculina e irresistible.

Se giró para contestar, y entonces, plantado frente a él, estaba el que probablemente era el tío más bueno que había visto jamás. El pelo moreno le caía suavemente sobre la frente insospechadamente pálida, rozándole las largas pestañas que enmarcaban su profunda mirada azabache. Debía ser un par de centímetros más alto que él, delgado, pero se notaba que se cuidaba e iba al gimnasio de vez en cuando, o al menos eso parecía por la forma en que la ropa se le pegaba al cuerpo, definiéndolo. Sonrió, mostrando una dentadura blanca y alineada a la perfección, tiñendo su rostro de una simpatía que lucía natural, y de la que, sin duda, él carecía.

—No, adelante. Soy Carles, y este pringado de aquí es Eric.

—Yo soy Pau, encantado de conoceros —contestó riendo ante el desparpajo que mostraba el castaño, mientras se sentaba al lado de Eric—. ¿Sois amigos y habéis decidido venir juntos? Porque yo vengo solo y estoy cagado.

—Le conozco desde hace diez minutos, y ya me está poniendo a parir —se atrevió a participar Eric, dedicándole una mirada asesina a su nuevo amigo.

—No te ofendas tanto, hombre, si no he dicho nada.

Siguieron bromeando hasta que una mujer de mediana edad y bastante alta entró en el aula, cerrando la puerta tras ella. Se presentó como la profesora que se iba a encargar de su correcta dicción en catalán. Y tan rápido como pasó esta clase, lo hicieron todas las que la seguían, hasta que se hizo mediodía. Debido a que los tres participaban en el mismo curso intensivo, iban juntos a todas las clases y prácticas que tenían, aunque las últimas no empezarían hasta el día siguiente.

A las dos pudieron salir de la Escuela a la luz de la tarde que apenas empezaba. Por inercia, habían ido juntos hasta la salida, como si fueran amigos de toda la vida. Lo que Eric no podía imaginar en aquel entonces era lo importantes que serían en su vida los dos chicos que caminaban a su lado mientras conversaban sobre su primer día de clase.

—¿Queréis ir a comer por ahí? —propuso Pau mientras se dirigían a la estación de tren más cercana, acompañando a Eric.

—Claro, yo me apunto a un bombardeo —confirmó Carles enseguida, animado.

—Mejor otro día, tengo que entrar a currar de aquí a una hora.

—Anda, no has dicho que trabajaras. Pues nada, tío, tú te lo pierdes. ¿Ves como eres un pringado?

—Al menos a mí comer me va a salir gratis porque curro en un restaurante, no como a otros. ¿Quién es el pringado ahora? —En vez de ofenderse, prefirió contraatacar.

—Pues si trabajas ahí, venimos contigo, a ver qué tal está. ¿Vamos en mi coche, que es más rápido?

Viendo que no tenía escapatoria y que, dijera lo que dijera, tendría que llevárselos, decidió aceptar a todo. Cambiaron de rumbo para dirigirse hacia uno de los aparcamientos subterráneos de la ciudad, en el que Pau guardaba su vehículo. Por la ropa de buena marca que llevaba, ya se olía que debía ser parte de una familia pudiente, pero no fue hasta que le vio abrir las puertas del Audi negro último modelo en que lo tuvo todo claro.

Al contrario que Carles, él no silbó al verlo ni le chinchó llamándole niño de papá, se limitó a sentarse en el asiento del copiloto con tal de guiarle primero por las rectas y paralelas calles del Eixample barcelonés hasta el inicio de la parte más antigua y medieval de la ciudad, en la que se encontraba el restaurante en el que trabajaba. Aparcaron en otro aparcamiento privado, pues conducir por aquella maraña de calles y callejuelas era un suplicio, así que prefirieron acabar su trayecto a pie. Él mismo les encabezó al internarse en el barrio gótico hasta llegar a uno de los enclaves turísticos de la ciudad, una plaza reinada por una hermosa iglesia de estilo gótico.

Como tantos otros comercios en aquella zona, el restaurante de Juan vivía principalmente del turismo y cuatro o cinco parroquianos fijos que pasaban la tarde viendo el fútbol en la pantalla grande del local, pero que nunca consumían nada más que sus cervezas y alguna que otra tapa de vez en cuando. A pesar de ello, el restaurante siempre estaba lleno de extranjeros que se sentían atraídos por la comida típicamente española a un precio razonable, no como en otros locales, en los que se dedicaban a extorsionarles y cobrarles de más.

El restaurante también disfrutaba de otra aparente atracción —definición con la que Eric no acababa de estar de acuerdo—, por la cual la mayoría del público masculino acudía a él, y que les sonrió nada más entrar por la puerta. Se llamaba Anna, y era la otra camarera con la que compartía el turno de tarde. Tenía un cuerpo atlético y delgado, pero lo que embelesaba a tantos hombres era su pelo rubio platino natural, largo, que le llegaba hasta rozarle el trasero, y sus ojos de un color gris claro poco común. Si a su clara ascendencia nórdica se le añadía su semblante dulce y lo buena que era, se convertía en el sueño de prácticamente cualquier hombre. Excepto en el suyo, por supuesto.

—Hola, Eric. Veo que vienes bien acompañado hoy —comentó saludando a sus amigos.

—Sí, son compañeros de la Escuela, los acabo de conocer. A ellos cóbrales precio de guiri en terraza.

—Retiro lo de pringado si me hacéis descuento.

La chica se echó a reír y les acompañó hasta una de las mesas vacías, en la que ellos se solían sentar a comer juntos antes de empezar su turno.

—¿Cómo es que estás tan temprano ya aquí?

Les quedaba una media hora para empezar, y normalmente ella llegaba más tarde, con el tiempo justo para picar algo y ponerse manos a la obra.

—Nada, tenía ganas de salir de casa, no te preocupes. Voy a decirle al jefe que has llegado y os sirvo. ¿Os va bien el menú del día?

Los tres asintieron. Carles y Pau por inercia, y Eric porque el menú era lo que se les daba a los trabajadores siempre que necesitaran comer en el restaurante. Oyó un silbido desde la barra, y levantó la mano para saludar al hombre que se encontraba tras ella hablando con Anna. Juan era un hombre en mediados de sus cuarenta que se cuidaba mucho, y la verdad es que era atractivo para su edad. Y, además, era un buen jefe que velaba por ellos y les trataba como personas y no como esclavos, lo cual era de agradecer en el tipo de negocio que tenía y en la época de mierda para encontrar un buen trabajo en la que se encontraban.

Charlaron mientras no llegaban los platos a la mesa, y cuando lo hicieron, se pusieron a zampar como si no hubiera mañana. Era cierto que Eric tenía que darse prisa porque entraba a trabajar en nada, pero, igual que sus amigos, también se moría de hambre a causa de haber estado esforzándose en la Escuela. Anna los acompañó, y, a pesar de que de vez en cuando iba repasando a Pau con la mirada, no pudo evitar fijarse, de nuevo, en su lenguaje corporal y en la forma en que le miraba, sonreía y hablaba a él. Difería mucho del trato que le dispensaba al moreno y al castaño.

Al principio pensó que si le trataba de aquella forma especial cuando estaban trabajando juntos era porque le caía bien, sin más. Pero pensando sobre ello un día se dio cuenta de que seguro que él mismo trataría así al hombre del que estaba enamorado si tenía la ocasión de conocerle alguna vez. Y le rompía el alma pensar que ella quizás se estaba haciendo ilusiones y que, por mucho que la quisiera y le cayera bien, jamás podría corresponderle.

Acabó de comer en un periquete, y fue a ponerse su uniforme de trabajo, que guardaba en la mochila que había llevado a clase. Cuando salió del trastero de la tienda, vio que sus amigos seguían allí, tomándose el postre y un café que acababan de pedir. Les informó de que iba a empezar a trabajar, y le ignoraron, pues se quedaron durante parte de su turno charlando en aquella mesa entre ellos, y de vez en cuando con Anna o él mismo, si no tenían nada que hacer.

Unas horas después de que por fin se fueran, a las ocho, acabó su turno, y se cambió, deseando llegar a casa. Entre las clases y el trabajo estaba molido, y lo único que deseaba era poder estirarse en su cama y no moverse hasta el día siguiente. Se despidió de su jefe y de su compañera, que se quedaba a hacer un par de horas extras, y fue directo al metro.

Prácticamente se durmió en el vagón, apoyado contra una señora que hablaba sin cesar por el móvil. Gracias a esa clarividencia que adquieren aquellos que viven en Barcelona durante el suficiente tiempo como para acostumbrarse al metro, se despertó justo en su parada y bajó, sintiéndose cada vez más cansado.

Cuando entró en casa, se sorprendió al ver la luz de la cocina encendida. A aquellas horas, su madre por lo general estaba ya durmiendo, pues se despertaba a las cinco de la madrugada para ir a trabajar, y limpiar casas y habitaciones de hotel no es un trabajo ni agradable ni relajante, al contrario. Su hermana solía estar en su habitación estudiando o viendo la tele en el comedor, por ello le sorprendió entrar en la cocina y verla sacando una infusión del microondas.

—Hola, renacuaja. ¿Qué haces bebiendo una infusión? ¿Estás enferma?

Su hermana odiaba ese tipo de bebida, y estaba más pálida de lo normal.

—La misma enfermedad de cada mes, se me pasará.

Eric admiraba profundamente a todas las mujeres del mundo. Si a él le sangrara el pene cada mes durante una semana, lo más probable era que acabara volviéndose loco.

—¿Cómo ha ido el instituto? —preguntó, sacando el brik de leche para calentarla y hacerse unos simples cereales como cena.

—Como siempre, la misma gente idiota, y eso. Ya sabes que en el primer día lo único que se hace es presentar las asignaturas.

—Yo hoy he hecho clase desde el principio, sólo nos han dado una presentación general.

—¿Y no te han echado? Qué raro, acabo de perder la apuesta contra mí misma —le picó mientras removía el humeante contenido de su taza con la cucharilla.

Pasaron un rato hablando de sus respectivos días mientras comían y bebían. Aquello le ayudó a relajarse, y, a la vez, a quitarse un poco del cansancio y el estrés que había ido acumulando. Le encantaba charlar con su hermana, tenían una relación muy estrecha que esperaba que nunca se deteriorara, puesto que era una de las personas más importantes de su vida.

—¿Y qué? ¿Le has visto o le verás?

—¿A quién?

—Al tío ese por el que decidiste hacerte doblador, hermanito. ¿Cómo se llamaba?

—Álex Garriga. Y no lo decidí por él, ya lo sabes —contestó sonrojándose levemente, más que nada porque no esperaba que le preguntara aquello.

—Eso. Pues yo recuerdo a mi hermano viniendo de golpe a mi habitación y contándome que había escuchado la voz de un tío y que quería ser doblador. Así que digas lo que digas, lo decidiste por él. —Nunca le había dicho que fuera gay ni que estuviera enamorado de su voz, pero por la forma en que lo miró, con un brillo extraño en los ojos, supo que su hermana lo sospechaba. O, para qué emparanoiarse tanto, sólo quería descojonarse de él.

—Porque me parece un trabajo genial, podría haberlo decidido por él o por Constantino Romero.

Ella le sacó la lengua, y con lentitud y algo de maña, supo guiarla hasta temas menos peliagudos para él. Unos minutos después de que Blanca se fuera diciendo que tenía ganas de leer y le diera las buenas noches, él mismo se retiró a su habitación, ansiando cada vez más meterse en la cama.

Una vez conseguido su objetivo, se puso a pensar en el día que había tenido, analizándolo. Era cierto que resultaba muy decepcionante y frustrante saber que no le vería, al menos de momento, pero la jornada en sí había estado muy bien. Agotadora, sí, pero al parecer había ganado dos amigos, y estaba cumpliendo su sueño. No podía pedir más. Con estos pensamientos en mente, se hundió despacio en los dulces brazos de Morfeo.


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