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80 Melodías De Pasión En Amarillo por Jung-Hwa

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Notas del fanfic:

Hola de nuevo ^^/ 

quiero dejar en claro que este fanfic es una adaptacion de la autora Vina Jackson 

mas que nada es un KaiSoo el cual espero y sea de su gusto y agrado 

Notas del capitulo:

Arrancamos con este que es el primer capitulo 

PARTE 1 

 

La culpa la tiene Vivaldi. Más concretamente, mi CD de Las cuatro estaciones de Vivaldi. Ahora está boca abajo en la mesilla de noche, junto al cuerpo de mi novio, que ronca suavemente.

Tuvimos una pelea cuando Hongbin llegó a casa a las tres de la madrugada después de un viaje de negocios y me encontró tumbado en el suelo de madera del cuarto de estar, desnudo, con el concierto sonando todo lo alto que permite su sistema de sonido envolvente.

A todo volumen.

El movimiento presto del «Verano», el concierto número 2 en sol menor, estaba alcanzando su punto culminante, cuando de repente Hongbin abrió la puerta. No me di cuenta de que había vuelto hasta que noté cómo la suela de su zapato se apoyaba sobre mi hombro derecho y me daba pataditas. Abrí los ojos y lo vi inclinado sobre mí.

Luego me di cuenta de que había encendido las luces y de que el CD había enmudecido abruptamente.

–¿Se puede saber qué haces? –dijo.

–Escuchar música –contesté con un hilillo de voz.

¡Eso ya lo oigo! ¡Lo he oído desde la calle! –gritó.

Hongbin había estado en Los Ángeles y, para alguien que acababa de hacer un vuelo tan largo, parecía muy descansado.

Todavía llevaba parte de su traje de ejecutivo: una camisa blanca impoluta, cinturón de piel, pantalones azul marino a rayas muy finas; la americana a juego colgada del brazo. Aún agarraba el asa de su maleta con ruedas. Aunque por el volumen de la música yo no me había enterado, debía de estar lloviendo fuera, porque la maleta estaba empapada y goteaba por los lados sobre el suelo, junto a mi muslo.

Hongbin tenía los bajos del pantalón mojados y pegados a las pantorrillas, donde no habría alcanzado la protección del paraguas. Volví la cabeza hacia su zapato y me topé con un par de dedos de pantorrilla húmeda. Olía a almizcle, en parte a sudor, en parte a lluvia, y también a betún y a cuero.

Unas cuantas gotas cayeron desde su zapato a mi brazo. Vivaldi siempre ha ejercido un efecto muy particular en mí, y ni la hora ni la cara de enfado de Hongbin lograron enfriar la sensación que invadió súbitamente mi cuerpo y que hacía hervir la sangre de mis venas tal y como lo había hecho la música.

Me giré dejando que su zapato siguiera pisando levemente mi brazo derecho y subí la mano izquierda por la pernera de su pantalón.

Retrocedió inmediatamente, como si le hubiera quemado, y meneó la cabeza.

–¡Por Dios, Kyungsoo! -Arrastró la maleta y la dejó pegada a la pared, junto al estante de los CDs, quitó Las cuatro estaciones del reproductor y luego se fue a su habitación.

Me planteé levantarme y seguirlo, pero decidí que no. Mientras estuviera desnudo no tenía ninguna posibilidad de ganar en una discusión con Hongbin.

Confiaba en que si me quedaba tumbado y quieto, con la esperanza de que mi cuerpo desnudo se mimetizara con el suelo de madera si yacía horizontalmente en lugar de ponerme de pie, mi invisibilidad apaciguaría su ira.

Hongbin colgó la americana y oí el ruido de la puerta del armario al abrirse y el familiar golpeteo de las perchas de madera. En los seis meses que llevábamos juntos, no le había visto ni una sola vez tirar un abrigo encima de una silla o dejarlo en el respaldo de un sofá, como haría cualquier persona normal. Él colgaba la americana directamente en el armario, luego se sentaba para descalzarse, después se quitaba los gemelos, se desabrochaba la camisa y, acto seguido, la metía en el cesto de la ropa sucia.

A continuación, se desprendía del cinturón y lo colgaba en la barra del armario, junto a otra media docena de cinturones de diferentes y discretas tonalidades de azul marino, negro y marrón. Usaba calzoncillos de diseño del estilo que más me gusta en los hombres, unos pantaloncitos de algodón elástico con una cinturilla ancha. Me encantaba cómo se le ajustaban al cuerpo; le quedaban tentadoramente prietos, aunque para mi decepción siempre se echaba algo por encima y nunca se paseaba por la casa en ropa interior.

La desnudez ofendía a Hongbin.

Nos conocimos en verano en un concierto que para mí significaba mucho. Uno de los violinistas incluidos en el programa se puso enfermo y, en el último minuto, me llamaron para tocar en la orquesta una pieza de Arvo Pärt que odiaba. La encontraba espasmódica y monótona, pero con tal de tocar música clásica en un escenario real, aunque fuera un escenario pequeño, habría interpretado a Justin Bieber y conseguido que pareciera que estaba disfrutando. Hongbin estaba entre el público y se quedó entusiasmado. Tenía debilidad por los pelirrojos.

Más tarde me dijo que el ángulo del escenario le impedía verme la cara, pero que tenía una estupenda vista de la parte superior de mi cabeza. Me dijo que mi cabello resplandecía a la luz del escenario como si estuviera en llamas. Compró una botella de champán y utilizó sus contactos con los organizadores del concierto para venir a verme entre bastidores.

No me gusta el champán, pero me lo bebí de todos modos, porque Hongbin era alto y guapo y lo más parecido que he tenido en mi vida a un fan auténtico. Le pregunté qué habría hecho si me hubieran faltado los dientes delanteros o si no hubiera sido su tipo en cualquier otro aspecto, y me contestó que habría probado suerte con la percusionista, que no era pelirroja pero sí muy guapa. Unas horas después, estaba borracho y tumbado boca arriba en su habitacion de Ealing, preguntándome cómo había acabado en la cama con un hombre que antes de echarse encima de mí había colgado la americana y había colocado sus zapatos cuidadosamente en su sitio.

De todos modos, tenía un buen miembro y un piso bonito, y aunque al final resultó que detestaba toda la música que a mí me encantaba, pasamos juntos casi todos los fines de semanas de los meses siguientes.

Por desgracia, a mi modo de ver, no dedicamos buena parte de ese tiempo a estar en la cama, y sí a ver exposiciones de arte muy intelectuales que a mí no me gustaban y que, estaba convencido de ello, Hongbin no entendía. Los hombres que me veían tocar en locales convencionales de música clásica, en lugar de pubs y estaciones de metro, solían cometer el mismo error que cometió Hongbin: atribuirme todos los rasgos que asociaban con un violinista clásico. Debía ser educado, convencional, culto, sofisticado y distinguido, y tener el armario lleno de trajes de noche sencillos y elegantes para lucir en el escenario. En realidad, solo tenía un traje negro formal para los conciertos, que compre en una tienda de Brick Lane y que había llevado a arreglar a una costurera. Yo tenía mi propio piso, donde dormía durante la semana, en un edificio de apartamentos. Era un piso amueblado, o más bien una habitación grande, con una cama individual de buen tamaño, una barra que hacía las veces de armario, un pequeño lavabo, una nevera y una cocina. El baño estaba en el rellano.

Lo compartía con otros cuatro inquilinos, con los que tropezaba de vez en cuando pero a los que generalmente no veía. A pesar de la situación y del edificio destartalado, no habría podido permitirme pagar ese alquiler de no haber llegado a un acuerdo con el inquilino oficial, a quien conocí una noche en un bar tras una visita nocturna.

Nunca me aclaró por qué estaba dispuesto a alquilar la habitación por menos de lo que él pagaba. Yo imaginaba que bajo el suelo de madera había un cadáver o un alijo de polvo blanco. Y por las noches, cuando estaba acostado, a menudo esperaba oír los pasos rápidos de los Geos en el rellano. Hongbin no había estado nunca en mi piso, en parte porque me daba la impresión de que sería incapaz de poner los pies en él sin desinfectar previamente toda la finca, y en parte porque me gustaba tener una porción de mi vida que me perteneciera solo a mí.

Supongo que en el fondo sabía que nuestra relación no iba a durar, y no quería vérmelas con un amante despechado que se pusiera a lanzar piedras a mi ventana en mitad de la noche. Más de una vez me había propuesto que me mudara con él y ahorrara el dinero que gastaba en el alquiler para comprar un violín mejor o pagarme más clases de música, pero yo me negaba. No soporto vivir con nadie, y menos con mis amantes, y preferiría ganar dinero en una esquina a que me mantuviera un novio.

Oí el suave chasquido de su caja de gemelos al cerrarse, cerré los ojos y apreté las piernas intentando volverme invisible.

Regresó al salón y pasó por mi lado camino de la cocina. Oí el chorro del grifo del fregadero, el suave siseo del gas al encenderse y, unos minutos después, el silbido del hervidor. Hongbin tenía uno de esos hervidores modernos pero con forma antigua que había que calentar al fuego hasta que silbaba.

Nunca entendí por qué no se compraba uno eléctrico, pero él aseguraba que el agua sabía mejor, y que un buen té debía hacerse hirviendo el agua como es debido.

No bebo té.

Solo el olor me pone enfermo. Tomo café, pero Hongbin se negaba a preparármelo después de las siete, porque me desvelaba, y decía que mi agitación nocturna no le dejaba dormir. Me relajé en el suelo, controlando la respiración, haciendo un esfuerzo de concentración para permanecer perfectamente inmóvil, como un cadáver, y fingí que estaba en otra parte.

 –Cuando te pones así no puedo hablar contigo, Kyungsoo. –Su voz llegó de la cocina, incorpórea.

Era una de las cosas que más me gustaban de él, la sonoridad de su acento de colegio privado, a veces suave y cálido, y otras frío y duro. Sentí un calor repentino entre los muslos y apreté las piernas con toda la fuerza que pude, recordando que Hongbin había puesto una toalla debajo la única vez que nos enrollamos en el suelo del salón.

No soportaba el desorden.

–¿Así, cómo? –contesté, sin abrir los ojos.

–¡Así! ¡Desnudo y tumbado en el suelo! Levántate y ponte algo, joder.

Tomó los últimos sorbos de su taza de té y, oyendo cómo el té bajaba suavemente por su garganta, me imaginé cómo sería que se arrodillara con su boca entre mis piernas. Solo de pensarlo me ruboricé. Hongbin casi nunca bajaba entre mis piernas a menos que me hubiera duchado cinco minutos antes, y aun entonces sus lametones eran inciertos, y el dedo sustituía a la lengua a la mínima posibilidad que se le presentaba de hacerlo educadamente.

Prefería utilizar solo un dedo y no reaccionó bien la vez que bajé mi mano e intenté guiar dos dedos más de su mano dentro de mí.

–¡Por favor, Kyungsoo! –exclamó

Entonces se fue a la cocina a lavarse las manos con lavavajillas antes de volver a la cama y dormirse dándome la espalda mientras yo contemplaba el techo. Por los vigorosos sonidos de las salpicaduras, parecía que se estuviera lavando hasta los codos, como un veterinario en prácticas segundos antes de ayudar a nacer a un ternero, o un sacerdote a punto de realizar un sacrificio.

Nunca más intenté animarlo a utilizar más de un dedo.

Hongbin dejó la taza en el fregadero y pasó por mi lado camino del dormitorio. Esperé un momento a que desapareciera de mi vista antes de levantarme, avergonzado con la idea de lo que debía parecerle desnudo en el suelo, aunque para entonces ya había salido totalmente de mi ensueño inducido por Vivaldi y empezaba a sentir las extremidades doloridas y frías.

–Cuando quieras ven a la cama –gritó.

Escuché cómo se desnudaba y se metía en la cama, me puse la ropa interior y esperé a que su respiración se apaciguara antes de meterme bajo las sábanas.

La primera vez que escuché Las cuatro estaciones de Vivaldi tenía cuatro años. Mi madre y mis hermanos habían ido a pasar el fin de semana con la abuela. Yo me había negado a marcharme sin mi padre, que no podía ir porque tenía que trabajar. Me agarré a él y aullé mientras mis padres intentaban meterme en el coche, hasta que se dieron por vencidos y permitieron que me quedara.

En lugar de dejarme en la guardería, mi padre me llevó con él a trabajar. Pasé tres días magníficos de libertad casi total correteando por su taller, trepando por las pilas de neumáticos y aspirando el olor a goma mientras lo veía levantar con el gato coches de otras personas y deslizarse debajo de modo que solo se le veían las piernas y la cintura.

Siempre me quedaba cerca porque me daba un miedo terrible que un día el gato fallara y el coche le cayera encima y lo partiera por la mitad. No sé si era arrogancia o estupidez, pero incluso a aquella edad creía que sería capaz de salvarlo, que con la cantidad de adrenalina suficiente sería capaz de sostener la carrocería del coche unos segundos para que mi padre pudiera escapar. Cuando terminaba el trabajo, subíamos a su camioneta y volvíamos a casa, parando para comprar un helado por el camino, a pesar de que normalmente no me estuviera permitido tomar el postre antes de la cena.

Mi padre siempre lo pedía de ron y pasas, mientras que yo elegía un sabor diferente cada vez, o a veces dos medias bolas de dos clases distintas. Una noche que no podía dormir fui al salón y lo encontré tumbado boca arriba a oscuras, como si estuviera dormido, pero respirando normalmente.

Había metido en casa el tocadiscos del garaje y oí el suave chirrido de la aguja a cada vuelta sobre el disco.

–Hola, hijo –dijo.

–¿Qué haces? –pregunté.

–Escucho música –contestó, como si fuera lo más normal del mundo.

Me eché a su lado para sentir el calor de su cuerpo cerca de mí y el suave aroma de caucho nuevo mezclado con un jabón fuerte de manos. Cerré los ojos y permanecí inmóvil, hasta que el suelo pronto desapareció y lo único que existía en el mundo era yo, suspendido en la oscuridad, y el sonido de Las cuatro estaciones de Vivaldi en el tocadiscos. Mi entusiasmo fue tal que por mi cumpleaños mi padre me compró un violín y me apuntó a unas clases. Siempre había sido un niño más bien impaciente, de los que no parecen predispuestos a hacer cursos extraescolares o aprender música, pero estaba deseando, más que nada en el mundo, tocar algo que me hiciera volar, como aquella primera noche que escuché a Vivaldi. De modo que, en cuanto puse mis manitas sobre el arco y el instrumento, ensayé todas las horas del día.

A mi madre empezó a preocuparle que me estuviera obsesionando, y quiso quitarme el violín, alejarlo de mí una temporada, para que me dedicara al resto de mis tareas escolares, y quizá también hiciera algún amigo, pero me negué en rotundo a soltar mi instrumento.

Con el arco en la mano, me sentía como si fuera a despegar en cualquier momento. Sin él no era nada, un mero cuerpo como cualquier otro, soldado a la tierra como una piedra. Avancé rápidamente por los niveles básicos de la música, y a los nueve años tocaba muy por encima de la capacidad que mi asombrada profesora de música de la escuela podía concebir.

Mi padre me apuntó a más clases con el señor Wu Yifan, era mayor que vivía a dos calles de nuestra casa y apenas salía. Era un hombre alto, que se movía sin gracia, como si estuviera atado a unos hilos, desplazando una sustancia que fuera más densa que el aire, como un saltamontes nadando en miel. Cuando agarraba el violín, su cuerpo se volvía líquido. Observar los movimientos de su brazo era como observar las olas del mar. La música fluía dentro y fuera de él como una marea. ,el señor Wu Yifan era inconmovible.

Apenas hablaba y nunca sonreía. Yo sentía una curiosa lealtad hacia el señor Wu Yifan, como si de algún modo fuera la responsable de su felicidad, al haber llegado al mundo el mismo día que su esposa lo había abandonado. Me sentía obligado a complacerlo, y bajo su tutela ensayaba y ensayaba hasta que los brazos me dolían y tenía las puntas de los dedos en carne viva.

En la escuela, no tenía muchos amigos. Sacaba notas siempre alrededor de la media y pasaba desapercibido en todos los sentidos, menos en música, donde mis clases extraescolares y mi aptitud me situaban muy por delante de mis compañeros. Durante la hora de música, la profesora me ignoraba, quizá temiendo que mis conocimientos despertaran los celos de mis compañeros o les hicieran sentir ineptos.

Cada noche iba al garaje y tocaba el violín, o escuchaba discos, normalmente a oscuras, navegando mentalmente por el canon clásico.

A veces mi padre me acompañaba. No solíamos hablar, pero yo siempre me sentía unido a él a través de la experiencia compartida de escuchar, o quizá por nuestra mutua rareza.   

Notas finales:

Espero comentarios al respecto 

 

xoxoxo~<3


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