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80 Melodías De Pasión En Amarillo por Jung-Hwa

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Notas del capitulo:

SI TARDE EN ACTUALIZAR LO SIENTO U_U MUCHA PRESION EN LA ESCUELA, ESPERO Y ME TENGAN PACIENCIA ^^

Evitaba las fiestas y no me relacionaba mucho. En consecuencia, las experiencias sexuales con chicos de mi edad eran limitadas. Sin embargo, incluso antes de entrar en la adolescencia, sentía un desasosiego interno que representaba el inicio precoz de lo que más adelante sería un considerable apetito sexual.


Tocar el violín parecía agudizar mis sentidos. Era como si las distracciones se ahogaran en el sonido y todo lo que no fueran las sensaciones de mi cuerpo desapareciera en la periferia de mi percepción.


Al entrar en la adolescencia empecé a asociar esta sensación con la excitación. No entendía por qué me excitaba tan fácilmente, ni por qué la música ejercía un efecto tan poderoso sobre mí. Siempre me preocupó que mi deseo sexual fuera anormalmente alto.


El señor Wu Yifan me trataba más como si fuera un instrumento que una persona. Me colocaba los brazos en posición o me ponía una mano en la espalda para enderezarme la columna, como si estuviera hecho de madera y no de carne. Parecía totalmente inconsciente de su contacto, como si yo fuera una extensión de su propio cuerpo. Siempre fue absolutamente casto, y a pesar de esto, empecé a sentir algo por él. Era de una altura insólita, más alto que mi padre, quizá metro noventa y cinco, y me miraba desde muy arriba. Al final de mi desarrollo, yo medía metro sesenta y cuatro. A los trece años, mi cabeza apenas le llegaba al torso. Empecé a esperar con ilusión nuestras clases por razones que no eran solo el placer de perfeccionar mi forma de tocar.


De vez en cuando fingía ejecutar mal una nota o hacía un movimiento patoso con mi muñeca con la esperanza de que me tocara la mano para corregirme.


 –Kyungsoo –me dijo un día en voz baja–, si sigues haciendo eso no te daré más clases.


 No volví a tocar una nota falsa.


 Hasta aquella noche, unas horas antes de que Hongbin y yo nos peleáramos por Las cuatro estaciones. Había estado en un bar, tocando con un grupo con aspiraciones de banda de rock blues, cuando de repente se me paralizaron los dedos y me salté una nota. Ninguno de los miembros de la banda se dio cuenta, y aparte de un grupo de fans incondicionales que estaban allí por el cantante y guitarrista, la mayor parte del público no nos hacía ningún caso.


Era un miércoles por la noche, y la clientela era peor que la de los borrachos de la noche del sábado, porque, aparte de los seguidores del grupo, los clientes habían ido al bar a tomar una cerveza y charlar tranquilamente y no prestaban atención a la música.


Dejé a la banda en el pub sin tomar una copa con ellos y fui al metro para ir al piso de Hongbin, del que tenía llave. Me había confundido con el horario de su avión, y creía que viajaría en el vuelo nocturno y llegaría más tarde, por la mañana, e iría directamente a la oficina sin pasar por casa, lo que me daba la oportunidad de dormir en una cama cómoda toda la noche y escuchar un poco de música.


Otro de los motivos por los que seguía saliendo con él era la calidad de su equipo de música, y que tuviera suficiente espacio en el suelo del salón para tumbarse. Era una de las pocas personas que conocía que todavía tenía un equipo estéreo, con reproductor de CDs, y en mi piso no había espacio suficiente para tumbarse en el suelo, a menos que metiera la cabeza en el armario de la cocina. Tras unas horas escuchando a Vivaldi, concluí que aquella relación, por agradable que fuera en general, estaba estrangulando mi impulso creativo.


Seis meses de arte encorsetado, música encorsetada, barbacoas encorsetadas con otras parejas encorsetadas y sexo encorsetado me habían dejado con la sensación de estar atado a una cadena que yo mismo me había puesto al cuello, con un nudo.


Debía encontrar la manera de soltarme. Normalmente Hongbin tenía el sueño ligero, pero después de un vuelo desde Los Ángeles tomaba Nytol para evitar el jet lag. Vi el envoltorio brillando en la soledad de la papelera. Incluso a las cuatro de la madrugada, se había molestado en tirarlo en lugar de dejarlo sobre la mesilla hasta el día siguiente.


El CD de Vivaldi estaba boca abajo junto a la lámpara. Para Hongbin, dejar un CD fuera del estuche era la máxima expresión de protesta. A pesar del Nytol, me sorprendía que hubiera conseguido dormirse, con el CD a la intemperie, ensuciándose. Me levanté antes de que amaneciera, habiendo dormido solo un par de horas, y le dejé una nota en la cocina:


«Perdona por el ruido. Que duermas bien. Ya te llamaré, etc.», escribí. Tomé el metro aun sin saber muy bien adónde iba.


Mi piso siempre estaba hecho un asco, y no me gustaba ensayar allí demasiado a menudo porque las paredes eran finas y me preocupaba que los inquilinos de los apartamentos contiguos se cansaran del ruido, por agradable que a mí me pareciera. Mis manos estaban deseando tocar, aunque solo fuera para desahogar las emociones que había ido acumulando desde la noche anterior. El metro estaba lleno a rebosar cuando llegué a mi destino. Me había quedado en un extremo del vagón, apoyado contra uno de los asientos tapizados, al lado de la puerta, porque era más fácil que sentarse con el estuche del violín entre las piernas.


Estaba aplastado por una multitud de oficinistas sudados, que abarrotaban aún más el vagón en cada nueva estación, y todos parecían tremendamente infelices. Todavía llevaba puesto el traje negro de terciopelo de la actuación de la noche anterior. En las actuaciones de música clásica me ponía zapatos muy bien lustrados, pero prefería volver a casa con las botas porque sentía que añadían un contoneo amenazador a mi paso cuando caminaba a altas horas de la noche.


Me enderecé, con la barbilla alta, imaginando que, vestido así, la mayoría de la gente del vagón o al menos los que podían verme entre la multitud, sospechaban que volvía a casa después de un ligue de una noche.


 A la mierda.


Ojalá estuviera volviendo a casa después de un ligue de una noche. Con los viajes que hacía Hongbin, y yo que tocaba en todas las actuaciones que me ofrecían, llevábamos casi un mes sin tener relaciones sexuales. Y cuando las teníamos, casi nunca me corría, y si lo hacía era tras unas caricias apresuradas y avergonzadas con las que yo intentaba alcanzar el orgasmo mientras me preocupaba que mi masturbación después de un polvo le hiciera sentir incompetente.


Aún así, a pesar de todo, me masturbaba, porque era o eso o pasar las siguientes veinticuatro horas con los nervios a flor de piel y sintiéndome desdichado.


Subió un obrero de la construcción. Para entonces el extremo del vagón estaba abarrotado, y los demás pasajeros pusieron mala cara cuando intentó hacerse sitio junto a la puerta, frente a mí.


Era alto, con extremidades musculosas y gruesas, y tuvo que agacharse un poco para que las puertas pudieran cerrarse.


–Hagan sitio, por favor –gritó un pasajero con una voz cortés, pero tensa.


Nadie se movió.


Soy una persona educada y moví el estuche del violín para hacer sitio, dejando mi cuerpo libre de obstáculos y directamente frente al hombre musculoso.


El tren arrancó con una sacudida, desequilibrando a los pasajeros. El hombre salió disparado hacia delante y yo enderecé la espalda para no perder el equilibrio. Por un momento sentí su pecho apretándose contra mí. Llevaba una camiseta de algodón de manga larga, un chaleco de seguridad y vaqueros lavados a la piedra. No estaba gordo, pero era robusto, como un jugador de rugby fuera de temporada, estaba estrujado en el vagón con el brazo estirado para agarrar la barra del techo, y todo lo que llevaba parecía irle ligeramente pequeño.


Cerré los ojos y me imaginé cómo sería debajo de los vaqueros. No había podido verlo por debajo de la cintura al entrar, pero la mano que agarraba la barra del techo era grande y gruesa, así que supuse que lo mismo podía aplicarse al bulto de los vaqueros. Entramos a otra estacion y una rubia menuda con una expresión decidida en la cara, se dispuso a entrar a la fuerza.


Un pensamiento fugaz: ¿saldría el tren de nuevo de la estación con una sacudida?


Lo hizo. «Musculitos» cayó contra mí y, sintiéndome atrevido, empujé hacia delante los muslos con fuerza y noté que su cuerpo se ponía tenso. La rubia empezó a retorcerse intentando sacar un libro del bolso y clavó el codo en la espalda del obrero de la construcción. El hombre se acercó más a mí para hacerle sitio, o quizá simplemente le gustaba la proximidad de nuestros cuerpos. Apreté más fuerte los muslos. El vagón dio otra sacudida.


Se relajó.


Ahora su cuerpo estaba firmemente pegado contra el mío, y envalentonado por nuestra aparentemente fortuita proximidad, me apoyé solo un poquito, empujando la pelvis hacia fuera de manera que el botón de sus vaqueros hiciera presión contra mi sexo. Soltó la mano de la barra del techo y la apoyó en la pared por encima de mi hombro, de modo que estábamos prácticamente abrazados.


Me imaginé que sentía su respiración entrecortada y el corazón acelerado, aunque cualquier ruido que hubiera hecho se habría apagado con el sonido del tren corriendo por el túnel. Me latía el corazón con fuerza y sentí una punzada súbita de miedo, pensando que había ido demasiado lejos. ¿Qué haría si me dirigía la palabra? ¿O si me besaba? Me pregunté cómo sería sentir su lengua en mi boca, si sería bueno besando, si era la clase de hombre que metería y sacaría la lengua de forma horrible, como un lagarto, o si sería de los que me apartaría los cabellos y me besaría lentamente, como si me saboreara. Sentí una humedad cálida entre las piernas y me di cuenta, con una mezcla de vergüenza y placer. Musculitos estaba volviendo la cara hacia mí, intentando mirarme a los ojos, y yo mantuve la mirada baja y el rostro impasible, como si la presión de su cuerpo contra el mío no tuviera nada de especial y aquella fuera mi forma habitual de viajar en el metro. Temiéndome lo que sucedería si continuaba mucho más tiempo atrapado entre la pared del vagón y aquel hombre, me agaché para pasar por debajo de su brazo y bajé del vagón sin mirar atrás.


Momentáneamente me pregunté si me seguiría era una estación poco transitada; tras nuestro intercambio en el vagón, podía proponer toda clase de gestas anónimas y eróticas. Pero el tren se marchó y el tiarrón se fue con él. Tenía la intención de doblar a la izquierda al salir de la estación y dirigirme a un restaurante de la esquina donde hacían los mejores huevos Benedict que había probado. La primera vez que comí allí, le dije al chef que preparaba el desayuno más delicioso, y él me contestó que ya lo sabía.


Pero aquella vez estaba demasiado aturullado para recordar el camino y doblé a la derecha en lugar de a la izquierda. De todos modos el restaurante no abría hasta las nueve. Podía encontrar un lugar tranquilo, quizá tocar un poco antes de volver al restaurante.


Bajando por la calle y buscando el camino que llevaba al parque, me di cuenta de que estaba delante de un club de striptease al que fui hace pocas semanas. Había ido con una amiga, una chica con quien trabajé un tiempo mientras viajaba. Ella había oído que bailar era la forma más fácil de ganar dinero en la ciudad. Trabajabas en locales sórdidos un par de meses más o menos y luego ya encontrabas empleo en uno de los bares elegantes, donde las celebridades y los futbolistas te metían fajos de billetes en el tanga como si fueran confeti.


Sunny me había llevado con ella a inspeccionar el local y ver si podía encontrar empleo. Me decepcionó que el hombre que nos recibió en la entrada con moqueta roja no nos llevara a una habitación llena de mujeres escasamente vestidas meneando las caderas sino que nos llevara a su despacho, que estaba detrás de una puerta, en un lateral.


Le preguntó a Sunny qué experiencia tenía; ninguna, exceptuando cuando se subía a bailar a las mesas en los clubes nocturnos. Después la miró de arriba abajo, como un yóquey evaluando un caballo en una subasta.


Entonces me miró a mí de arriba abajo.


–¿Tú también buscas trabajo, guapo?


–No, gracias –contesté–. Ya tengo. Solo la acompaño.


 


–Aquí no toca nadie a nadie. Si intentan algo los echamos inmediatamente –añadió, esperanzado.


Negué con la cabeza.


Si hubiera considerado brevemente vender mi cuerpo por dinero, si no fuera por los riesgos que comporta, habría preferido la prostitución. No sé por qué, pero me parecía más honesto. El striptease lo veía como algo artificioso. ¿Por qué ir tan lejos y no llegar hasta el final? En cualquier caso, decidí que necesitaba las noches libres para las actuaciones, y necesitaba un empleo que me dejara suficiente energía para ensayar.


Sunny duró aproximadamente un mes en el club antes de que la echaran porque una de las chicas la denunció por salir del local con dos clientes.


Una pareja joven.


Con el aspecto más inocente que te puedas imaginar, dijo Sunny. Habían ido al local tarde, una noche de viernes, el chico más contento que unas castañuelas y la chica excitada y asustadiza como si no hubiera visto el cuerpo de otra mujer en su vida. El chico se había ofrecido a pagar por un baile, y su novia echó un vistazo y eligió a Sunny. Quizá porque todavía no había comprado ropa de stripper como Dios manda ni se había puesto uñas postizas como las demás chicas. Era lo que la hacia diferente. Era la única stripper que no lo parecía.


La chica se había excitado claramente a los pocos segundos. Su novio estaba colorado como un tomate. Sunny se divertía pervirtiendo la inocencia y le halagaba la respuesta de los jóvenes a los movimientos de su cuerpo.


Se inclinó hacia delante, llenando el escaso espacio que quedaba entre ellos.


–¿Queréis venir a mi casa? –les susurró al oído.


Tras ruborizarse un poco más, ambos aceptaron, subieron los tres a un taxi negro. La propuesta de Sunny de ir a casa de ellos en lugar de a la suya había sido rechazada inmediatamente. La cara de su compañero de piso era un poema, dijo Sunny, cuando abrió la puerta de su dormitorio por la mañana, sin llamar, para dejarle una taza de té y la encontró en la cama no con un desconocido sino con dos.


Ya no la veía últimamente. Seul tenía tendencia a tragarse a las personas, y mantener el contacto con la gente nunca había sido mi fuerte. Pero del club sí me acordaba. El local de striptease no estaba, como podía esperarse, en un callejón oscuro, sino en plena calle principal. Unas puertas más abajo había un restaurante italiano donde fui una vez con un amigo, una cena memorable porque quemé la carta sin querer al sostenerla sobre la vela que habían colocado en el centro de la mesa.


La entrada estaba ligeramente oculta y el letrero de encima no era de neón ni estaba encendido, pero si mirabas el lugar directamente, desde el cristal mate al nombre ridículo –Cariñitos– no había forma de confundirlo con algo que no fuera un club de striptease.


Empujado por una curiosidad repentina, apreté más fuerte el violín bajo el brazo, y empujé la puerta.


Estaba cerrada.


Con llave. Seguramente no era tan raro que no estuviera abierto a las ocho y media de la mañana de un jueves. Pero yo volví a empujar la puerta, esperando que se abriera. Nada.


Dos hombres pasaron lentamente en una camioneta blanca y bajaron la ventanilla.


–Vuelve a la hora del almuerzo, lindo –gritó uno de ellos.


La expresión de su cara era más de simpatía que de atracción. Me empezaban a doler los brazos. Apretaba fuerte el estuche del violín contra el costado, un tic que tenía cuando estaba preocupado o estresado. No me apetecía ir al restaurante francés sin ducharme y con la ropa del día anterior.


No quería que el chef pensara que era un vagabundo.


Tomé de nuevo el metro, fui caminando a mi piso, me quité el traje y me metí en la cama.


Puse la alarma del despertador a las tres, para poder tocar en el metro durante las aglomeraciones de la tarde. Incluso los peores días, los días que sentía las manos torpes como si estuvieran llenas de salchichas y la cabeza llena de pegamento, encontraba la manera de tocar en algún lugar, aunque fuera en un parque con las palomas de público. No era tanto porque fuera ambicioso, o porque quisiera hacer una carrera musical, aunque por supuesto soñaba con que me descubrieran y me contrataran y con tocar en el Lincoln Center o en el Royal Festival Hall. Simplemente no podía evitarlo.


Me desperté a las tres sintiéndome descansado y mucho más positivo.


Tengo un carácter optimista.


Se necesita cierto grado de locura, una actitud muy animada o un poco de cada para trasladarte a la otra punta del mundo sin más que una maleta, una cuenta corriente vacía y un sueño. Mis bajones no duraban mucho. Mi armario está lleno de ropa diferente para tocar en la calle, la mayor parte comprada en mercadillos, porque no tengo mucho dinero.


Tengo un par de vaqueros cortados para cuando toco música country, pero aquel día sentía que era día de Vivaldi y Vivaldi exige un aspecto más clásico. El traje negro de terciopelo habría sido mi primera opción, pero estaba arrugado en una pila en el suelo donde lo había tirado por la mañana, y necesitaba llevarlo otra vez a la tintorería.


Así que elegí un pantalon negro y una camisa blanca de vestir que compré en una tienda de segunda mano, la misma de donde había salido el traje. Esperaba que el efecto general fuera un poco recatado, el estilo que me gustaba y que Hongbin detestaba. Cuando llegué a la estación donde tenía un lugar reservado para tocar, el metro ya empezaba a estar atestado. Me instalé en mi zona, contra la pared del fondo, frente a la primera serie de escaleras mecánicas.


Había leído un estudio en una revista que decía que la gente estaba más dispuesta a dar dinero a los músicos callejeros si tenía unos minutos para decidirse. Así que era útil que estuviera situado donde los pasajeros pudieran verme mientras bajaban por la escalera mecánica y darles tiempo para sacar la cartera antes de pasar delante de mí. Tampoco estaba en medio de su camino; me gustaba pensar que habían decidido desviarse para echar dinero en mi estuche. Sabía que debía mirar a los ojos y sonreír y dar las gracias a las personas que echaban monedas, pero normalmente estaba tan perdido en mi música que a menudo me olvidaba.


Cuando tocaba Vivaldi, era imposible que conectara con nadie. Si hubiera sonado una alarma en la estación, probablemente no me habría enterado. Me llevé el violín a la barbilla y a los pocos minutos los pasajeros desaparecieron.


Estábamos solo Vivaldi y yo, hasta el infinito.


Toqué hasta que los brazos me dolieron y el estómago empezó a quejarse, ambas claras señales de que era más tarde del tiempo que había pensado quedarme.


Llegué a casa a las diez. Hasta la mañana siguiente no conté mis ganancias y no descubrí un billete nuevo pulcramente metido en un pequeño desgarro del forro de la funda de terciopelo.


Alguien me había dejado cien won's  

Notas finales:

^^ ESPEREN UN POQUITO MAS :3 LO BUENO YA ESTA POR COMENZAR Y POR BUENO ME REFIERO A KAI *¬* 


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