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Ángeles enredados por MaknaeLuu

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El atardecer caía sobre la ciudad, el frío se hacía más intenso. Su caminar se volvía más lento, la helada brisa de aquel suave viento que soplaba golpeaba contra su cara y le despeinaba los cabellos. Miles de pensamientos bailoteaban en su mente. Un profundo y doloroso sentir se adueñaba de su pecho.

A veces se sentía muy solo… Tantos fracasos y tantas angustias se había llevado que su subconsciente le repetía innumerables veces que alejarse un poco de su entorno cotidiano le haría bien, pero no fue así. Haber viajado tantos kilómetros sin la compañía de nadie, estar tan lejos de su hogar rara vez le dolía. Pero cuando dolía, no había forma de sanar aquella herida que acababa de volver a abrirse.

Su mente intentaba rechazar aquellos recuerdos que tan profundamente estaban guardados en lo más impenetrable de su memoria pero pocas eran las veces en las que lograba apartarlos de ella, más aún cuando se encontraba en aquella completa soledad.

A veces tenerlo todo es, a su vez, no tener nada… Así como él lo tenía todo, a la vez no tenía absolutamente nada.

Era dueño de una millonaria fortuna. Autos de lujo, la ropa más cara. Había estudiado en las mejores academias, las más costosas de su país natal, vivía en una enorme mansión que con sudor de sus frentes sus divorciados padres habían comprado para dejarle un hogar el día de mañana, era hijo único. Pero ya no creía en la amistad, ya no creía en el amor, ya no creía en la familia perfecta. Todo en su vida había sido fracaso y él nunca había logrado comprender el porqué. De que lo había, lo había, pero aún lo desconocía.

Todo a su alrededor parecía no importarle en ese momento. Su lento andar era muy distinto a ese acelerado de los transeúntes. Sus pisadas se hacían cada vez más y más pesadas y la expresión en su rostro reflejaba su inmensa tristeza.

Solo había algo que lo hacía feliz, que hacía que su alma rebalsara de alegría y le devolviera la vitalidad a su desolado espíritu. Pero luego pensaba y recordaba que aquella criatura de Dios por la cual moría cada noche era solo un producto de su imaginación, esa que tan completo lo hacía sentir y que tanto anhelaba tener entre sus brazos. Ese ángel que con sus alas podría protegerlo de todo. Soñaba con vivir en la eternidad de ellas y sentirse mimado y consentido por un momento pero no de la manera en la que sus padres lo habían hecho. Por un segundo quería sentirse querido, amado, acompañado pero eso nunca iba a suceder. Ese chico que tan loco lo volvía, a quien se había entregado en cuerpo y alma, de quien había degustado el dulce sabor del placer y la lujuria, de quien estaba perdidamente enamorado no era más que una ilusión, no era más que un hermoso sueño. Le dolía… Le dolía mucho más que todos los pisotones que la vida le había dado.

Pero nada podía hacer más que seguir añorando ese cuerpo emparejado con el propio, sus brazos entrelazándose con los ajenos, esos labios saboreando gustos los suyos, a veces con desesperación, otras con dulzura y sutileza.

Recordarlo hacía que se dibujase esa sonrisa tan característica suya en su rostro, dejando de lado todo lo demás.

Pero otra vez volvía a si una enorme nostalgia. Detuvo su andar por un instante. Un suspiro profundo se escapó de sus labios. La ciudad estaba vacía, poca era la gente que deambulaba por allí ahora más calmadamente. Solo estaban él y su alma bajo la oscura noche de invierno.

 

“White Demons Bar”. Las luces rojas y blancas de aquel pequeño letrero luminoso al otro lado de la calle le llamaron la atención. Pensó que tal vez una copa de algo fuerte le ayudaría a ahogar un poco las penas. No era la primera vez que lo haría. Los inicios de su prematura juventud se habían basado prácticamente en ello.

Aquel bar era un entorno oscuro, un tanto intimidante. Iluminado por unas pobres luces lilas y rojas. Una suave música de cabaret se dejaba oír a lo lejos. Su reloj de muñeca marcaba pasada las once de la noche.

Observó con detenimiento todo a su alrededor. La presencia de numerosos grupos de hombres de edad avanzada, tal vez casados y con hijos, fue algo que también le llamó raramente la atención. Un pequeño grupito de jovencitos que no pasaban los 20 años danzaban en el medio de la pista de forma provocativa. Sus cuerpos eran devorados por la mirada de aquel público masculino que los observaba desde una distancia no tan grande.

Continuó mirando con sumo detalle aquel extraño lugar al tiempo que se sentaba al pie de la barra, en donde un barman muy bien vestido y prolijamente peinado le ofrecía una de las especialidades de la casa. Más allá de la pista, detrás de aquellos esbeltos y diminutos cuerpos danzantes, se abría un extenso pasillo con gran cantidad de habitaciones. Supo entonces que clase de “bar” era ese.

Los sujetos que con los que antes se había cruzado se unieron al baile. Sus manos recorrían de manera deseosa las figuras de aquellos jóvenes. Sintió asco al ver como esos hombres, tal vez con familias, con una esposa e hijos esperándolos ansiosamente en sus hogares a quienes tal vez le habían dicho la escusa de “Ir a trabajar” o “Salir a beber con amigos a un lugar tranquilo”, se babeaban por esos muchachos que vendían sus vírgenes e indefensos cuerpos aquella noche.

Había recorrido gran cantidad de bares de la ciudad en la que vivía, en Japón, pero jamás en sus 22 años de vida había pisado un burdel. Pero como dicen, siempre hay una primera vez para todo.

No le importó aquellas escenas obscenas que sus ojos habían presenciado, ni las cosas prohibidas que estuviesen ocurriendo detrás de aquellas puertas que se abrían y se cerraban constantemente, desde las cuales lograban escucharse algún que otro imploro. No le importó que ese sitio sea tan asqueroso, él solo quería beber más de un trago para así lograr olvidar un rato sus pensares y aliviar finalmente su dolor.

Una copa, dos copas, tres copas… Una tras otra que  le quemaban de forma irritante la garganta. Pero lo disfrutaba.

Por un momento pensó en como volvería al hotel en el estado en el que se encontraba ahora, totalmente ebrio. Pero no le importó, nada más le importó y solo siguió bebiendo.

Más allá de todas las sensaciones que de su cuerpo emergían a causa del efecto del alcohol, sintió unos ojos clavarse en su persona. La incomodidad lo invadió de pies a cabeza. Alzó la vista borrosa y dificultosamente logró ver a un muchacho sentado al otro lado de la barra bebiendo de un vaso largo un peculiar líquido anaranjado. Esa mirada penetrante se centró en la suya y estuvieron allí, contemplando la profundidad de los ojos del otro por unos largos e interminables segundos. Tuvo el presentimiento y supo que esas preciosas y amarronadas piedras preciosas las había visto ya anteriormente. Esa sonrisa maliciosa que se asomaba en los labios del otro ya le había sonreído alguna vez. Esos cabellos teñidos en un castaño chocolatoso que mostraban una suavidad inigualable ya los conocía.

Y fue entonces cuando sus sentidos fallaron, su vista se nubló todavía más, la narcosis le adormeció el cuerpo y todo se volvió tan negro como la eterna noche que afuera se desprendía.


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