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Monstruo por Chenie

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No había miedo en sus ojos. Solo sorpresa. Y eso lo enfurecía. Quería verlo arrastrándose a sus pies, suplicando indulgencia. Quería verlo completamente humillado. Así comprendería cómo se sentía él… Pero ni siquiera la pistola que apuntaba directamente entre sus ojos lo achantaba.

Ryan se mantenía en pie, inmóvil, devolviéndole una mirada confusa. Sus ojos de color miel no habían parpadeado ni una vez, indagando en la profundidad oscura de los ojos ajenos qué era lo que lo incitaba a apuntarlo con un arma.

—¿Me vas a matar? –dijo Ryan tranquilamente-. Qué poco original.

—No busco ser original –replicó Benjamin. ¿Por qué su voz temblaba? Era él quien estaba en clara ventaja-. Solo quiero volarte los sesos para hacer cumplir tus palabras.

Ryan sonrió sin alegría. Caminó hasta él, acortando la distancia, y subió el arma hasta la altura de su frente, entrando en contacto directo con ella y deteniendo el temblor de la mano de Benjamin.

—¿Y a qué esperas? ¿Vas a darme explicaciones para hacer tiempo a que venga la policía? –repuso con sarcasmo-. No quiero que me lo expliques, total, ¿de qué me servirá eso muerto?

—No…

—¿Por qué tiemblas? –Ryan deslizó su mano desde el cañón de la pistola hasta colocarla sobre la de Benjamin-. ¿No quieres hacerlo?

—Claro que quiero hacerlo.

—Hazlo de una vez entonces.

Dejó caer su mano y Benjamin desfalleció durante un momento. ¿Por qué todo parecía tan frío de repente? Quería apretar el gatillo. Deleitarse con la sangre de Ryan. Oh, qué gran espectáculo… Sabía cómo sería, eran tantas las veces las que había soñado con ese momento…

No, no era cierto. Soñaba con Ryan, no con su sangre desparramada por el suelo. Soñaba con Ryan entre sus brazos. Y despertaba con Ryan durmiendo a su lado. ¿Cómo podía su mano, ante una caricia tan efímera, recordarle esos momentos justo ahora?

—¿Por qué tienes tanta prisa? –preguntó Benjamin, apretando con más fuerza el arma.

—¿Qué quieres que haga, que te suplique por mi vida? ¿Es eso lo que han hecho todos tus fantasmas?

—¡Cállate!

—¿Les tienes miedo? ¿Tienes miedo de que yo sea uno de ellos?

—Cállate –repitió en un tono más desesperado que amenazante.

—Oh, Ben, mi amor… No te preocupes. Yo no volveré, no seré un fantasma. Yo no te atormentaré.

Benjamin lo observó en silencio. Solo escuchaba las respiraciones de ambos. Calmada la de Ryan; la suya, jadeante.

—No volveré del más allá –repitió Ryan con una sonrisa incluso amable-. Porque te quiero…

Sus palabras quedaron ahogadas en el disparo que resonó en aquel espacio vacío. Una casa desamueblada y completamente vacía que repitió con un eco cruel y despiadado el disparo que había hecho abrir los ojos de Ryan mucho más. Un segundo en pie… y después se desplomó de rodillas, frente a Benjamin. Su cabeza chocó con las piernas del que tantas veces había sido su amante.

Benjamin soltó la pistola, asustado. El miedo lo había acompañado desde el momento en que la había agarrado, pero ahora su corazón latía con una fuerza desmedida, preguntándole en cada latido por qué había hecho aquello.

Cayó de rodillas en el suelo, junto a Ryan, casi tan inerte como él. Rompió a llorar sin darse cuenta, sin emitir sonido alguno. Solo era consciente de las lágrimas mojando su rostro aniñado. Ese rostro inocente y jovial que pasaba desapercibido entre la multitud, de mejillas sonrosadas y labios rojizos. Solo sus ojos negros reflejaban la profunda oscuridad de su alma. Pero sus sonrisas ayudaban a esconderla.

—Ben…

Cerró los ojos al escuchar la voz lejana de Ryan.

—Dijiste que no volverías del más allá –replicó con voz entrecortada.

—Ben… -Esta vez fue casi una risa.

Benjamin dejó que la débil mano de Ryan se entrelazara entre la suya. La apretó con una fuerza que Ryan no tenía. Sintió húmedo el dorso de su mano. La sangre se deslizaba desde el hombro, bajo la manga de su camisa, hasta caer en la mano de Benjamin.

Al final, no había sido capaz de hacerlo. La valentía del disparo no ocultaba la cobardía del repentino cambio del trayecto de la bala en el último momento. Un letal disparo en la sien se había convertido en una superficial herida en el hombro. No había sido capaz de matarlo.

¿Y por qué quería hacerlo?

 

Con el pelo oscuro y desordenado cayéndole sobre los ojos, la palidez de su rostro era más evidente. La niñez de su expresión había desaparecido. La oscuridad de su alma se extendía en todo su ser.

Aguardaba en la sala de espera del hospital. Ryan había perdido la conciencia en la ambulancia y, tras pasar por quirófano, aún llevaba dos horas sin despertar. Nunca había querido matarlo. Amaba a Ryan, era la única persona a la que había querido de verdad. Y, era sin duda, el único que lo había querido a él. ¿Cómo habían llegado a eso?

Era un peligro. ¿Cuántas veces se lo había dicho Ryan? Y, sin embargo, nunca había huido espantado. Sonrió. Tenía sentido que tampoco tuviera miedo mientras le apuntaba con un arma. Ryan nunca le había temido. ¿Cómo no lo había visto antes? Ryan no solo era valiente, era también sincero. Incluso en sus últimas palabras…

—¿Señor?

Levantó la cabeza desganado. Una mujer  mayor con bata blanca se había detenido a su lado. Benjamin se levantó de inmediato, incitándola a hablar con su mirada interrogante.

—Será mejor que se vaya a casa a descansar. Su amigo está sedado y no despertará hasta mañana.

Asintió nuevamente hundido. La enfermera sonrió con amabilidad.

—Y no se preocupe, ya hemos llamado a la policía. Encontrarán al agresor muy pronto, ya lo verá. Mañana mismo Ryan podrá hacer declaración.

—Gracias –murmuró con un hilo de voz.

No le asustaba ir a la cárcel. ¿No había vivido en una toda su vida? No le asustaba que Ryan lo señalara como culpable. Ni siquiera se había deshecho del arma, solo la había escondido para poder estar junto a Ryan cuando despertara. Y eso era lo que realmente asustaba. Que lo separaran de él. Bueno, no esperaba otra cosa. ¿Cómo iba a querer Ryan estar con quien había querido matarlo? ¿Cómo le explicaría que nunca quiso hacerlo? Acababa de darse cuenta, su único miedo, siempre, había sido perderlo.

Abandonó el hospital y regresó a casa. No a la casa nueva sobre la que habían desbordado sueños y promesas de futuro donde, ahora, un charco de sangre los había borrado, sino a su casa de verdad. Una pequeña habitación, mal amueblada, con poco espacio y poca luz, y una cama que era la guardiana de tantos secretos, suspiros y palabras de amor.

Se tumbó en ella y abrazó la almohada. Tan típico, pero el aroma de Ryan seguía impregnado allí. ¿Cuándo había sido la última vez que sus cuerpos se enredaron entre las sábanas? Apenas unas horas atrás. Habían dormido juntos, sus brazos lo habían alejado del frio, sus besos le habían hecho sonreír. Y ahora su ausencia le provocaba escalofríos.

—Perdóname… -susurró-. Perdóname, mi amor…

Quedarse solo de nuevo le aterraba. Ryan le había enseñado que la vida podía ser maravillosa. Y ahora volvería a caer a un abismo sin fin.

Había perdido a sus padres a los doce años. Aunque tal vez decir que los había perdido era ser un poco impreciso. Había matado a sus padres a la tierna edad de doce años. A sangre fría y sin remordimientos. Había reído con sus ojos sin vida. Había manchado sus manos con la sangre de sus progenitores. Se había empapado la cara con ella entre risas. Un acto loco y despiadado, pero un acto de justicia para Benjamin. ¿Por qué tenía que aguantar los gritos de su madre culpándolo de todo? ¿Por qué ella aguantaba las palizas de su marido? ¿Por qué enturbiaban la infancia de un niño que nunca había pedido nacer? Le dio paz a su vida y eterno descanso a las suyas. Nunca se arrepintió, para él aquello no fue más algo que debía hacer.

Ingresó en un centro de menores, aunque al cumplir dieciocho tendría que ir a la cárcel. Su condena se vio reducida por su buena conducta y un diagnóstico sobre algo que él nunca entendió. Su cabeza no funcionaba bien, o eso decían. Su rostro angelical de ojos saltones y negros encerraba un verdadero monstruo que no podía ser alimentado en constante represión. Años de psicólogos y psiquiatras le dieron la oportunidad de salir a la calle a los veintiún años.

Y entonces conoció a Ryan.

En su mundo de sombras, de ventanas con barrotes y de miradas llenas de terror, su sonrisa le enseñó a sonreír también. Nunca había tenido motivos para hacerlo. Su cabeza funcionaba mejor gracias a cuatro pastillas que debía tomarse tres veces al día. Pero él no notaba mejorías. Oh, sus padres aparecían en sueños. No eran pesadillas, por primera vez se comportaban como unos padres de verdad e incluso le querían. Ojalá hubiera podido vivir dentro de sus sueños. Y le pareció que vivía dentro de uno al conocer a Ryan.

No solía recordar las cosas con mucha exactitud, pero ese día estaba grabado a fuego en su memoria. Un día soleado y frío de primavera. El sol se alzaba majestuoso en el cielo, pero sus rayos no emitían ni un poco de calor. Gracias a su tutor y psiquiatra, el señor Milton, había conseguido un empleo como repartidor de pizzas. No era el sueño de su vida pero, en realidad, nunca había tenido ninguno.

Ryan  no pidió ninguna pizza, pero Benjamin olvidaba las cosas a menudo. Se equivocó de dirección y tocó a su puerta en vez de la que había enfrente, que era la correcta.

—Su pizza, señor –dijo nervioso. No le gustaban los desconocidos.

Ryan sonrió con sincera amabilidad.

—Creo que se ha equivocado. Yo no he pedido ninguna pizza.

Benjamin tardó unos momentos en reaccionar. Se había quedado prendado en sus ojos, tan bonitos desde el primer día. Y su sonrisa… ¿era posible que una persona sonriera tanto? ¿Era posible que alguien le sonriera a él? No recordaba que eso hubiera ocurrido antes.

—Lo-lo siento… -dijo intentando recomponerse. Miró la dirección anotada en la caja y comprendió que era el piso de enfrente-. Tiene razón, me he equivocado.

Ryan sonrió de nuevo pero su sonrisa se disipó con el sonido de un disparo. La pizza se le cayó de las manos a Benjamin con el segundo estruendo, sus ojos se abrieron por la sorpresa. Ryan lo apartó para dirigirse a la puerta de enfrente y golpearla con fuerza.

—¡Señora Rogers! ¿Me oye? –gritaba sin dejar de golpear la puerta-. ¡Señora Rogers, ¿está usted bien?!

Cargó todo su peso contra la puerta y consiguió abrirla al cuarto intento. Parecía delgado, pero Benjamin pronto descubriría que su delgadez no era más que el envoltorio de un cuerpo ligeramente musculado, pero realmente fuerte. Benjamin lo observaba totalmente paralizado. Escuchaba la voz de Ryan desesperada, llamando a la tal señora Rogers.

Benjamin entró en el piso con pasos vacilantes. Era una casa pequeña, con pocas habitaciones y desordenada. Pero en el caos la sangre en el suelo se distinguía con perfecta claridad. Ryan acunaba a una mujer de unos cincuenta años que yacía con los ojos abiertos y sin vida en el suelo. Un hombre regordete y calvo, con un disparo en la cabeza y una pistola en la mano, era totalmente ignorado a su lado. Ryan hablaba por teléfono con la policía y no se dio cuenta de los pasos de Benjamin, que se dirigían automáticamente hacia el cuerpo del hombre. Se agachó y recogió el arma sin pensárselo. Sonrió ante el brillo metálico que produjo y la guardó en la mochila con una tranquila frialdad.

Qué útil hubiera resultado ese instrumento con su padre… ¿Por qué se parecía tanto a ese señor?

La policía no tardó en llegar, también una ambulancia. Pero no había nada que hacer: el matrimonio estaba muerto. Los echaron a ambos de la casa, pero ninguno abandonó el rellano. Ryan, desalentado, se sentó en las escaleras aún cuando la puerta de su propia casa seguía abierta. Benjamin, sin ser muy consciente de lo que hacía, se sentó a su lado.

—Sabía que esto llegaría a pasar –comentó Ryan en voz baja. No parecía importarle estar hablando con un desconocido-. Debí llamar a la policía mucho antes. –Suspiró resignado-. ¿Cómo se puede tener tanta sangre fría de pedir una pizza y matar a su mujer después?

—Quizás quería que la encontraran a tiempo para salvarla –repuso Ryan.

—Entonces, ¿por qué le dispara?

—Porque es algo que tenía que hacer, quizás. Aunque no esté bien, aunque sea un crimen horrible… simplemente tenía que hacerlo.

Ryan lo miró horrorizado y Benjamin sonrió con tristeza. Esa mirada era más normal.

—¿Cómo puedes justificar algo así?

—No lo he justificado. Es repugnante demostrar tu amor con la muerte –aclaró mirándolo también-. Hay gente a la que no le funciona bien la cabeza, eso es todo.

Ryan sonrió levemente y su corazón dio una violenta sacudida ante ese gesto.

—¿Cómo te llamas? –preguntó simplemente.

Benjamin se sorprendió pero no lo hizo notar.

—Benjamin.

—Encantado, Benjamin. Yo soy Ryan.

Le tendió la mano y Benjamin la estrechó sonriendo también.

Su relación había estado marcada por la tragedia desde el primer momento. La muerte del matrimonio causó una profunda herida en Ryan que intentó curar a base de pizzas. Todas las noches encargaba una y retenía a Benjamin tanto rato como podía. Le hablaba de la señora Rogers al principio; continuó hablando de su trabajo como profesor particular de Matemáticas y acabó contándole anécdotas de su infancia, de su juventud y de su adolescencia, hasta llegar a sus veintiséis años actuales. Benjamin no solía hablar demasiado. La voz de Ryan era absorbente, casi adictiva. Le gustaba observar sus labios mientras hablaba, retener cada una de sus sonrisas. Oh, cómo amaba sus sonrisas. Y sus ojos tranquilos, su postura relajada sobre el sofá, sin la necesidad de estar en guardia por si a Benjamin, de pronto, se le volvía a estropear la cabeza.

Eran muchas las veces que Ryan le preguntaba sobre él, pero era tanto el miedo que tenía de hablar que siempre terminaba huyendo con la excusa de que tenía que entregar más pizzas. Su excusa se acabó cuando, dos meses más tarde, tras verse todas las noches y hablar sin descanso, Ryan lo contactó en su día libre para tomar un café.

Benjamin tenía totalmente prohibido el café, así que tomó un zumo natural. Era la primera vez que alguien quedaba con él en la calle. Era la primera vez que se sentaba en una cafetería, rodeado de gente, de murmullos y de risas. Le daba igual todo eso. Su atención se dirigía a Ryan, solo a él. Qué guapo estaba con ese pelo rubio oscuro cayendo casualmente sobre su frente. Y sus labios finos siempre transformados en sonrisas. Qué bien le sentaba la camisa de cuadros sobre la camiseta negra y aquellos vaqueros oscuros que se adecuaban tan bien a sus largas piernas. Para entonces, Benjamin ya estaba enamorado. Pero él no lo sabía. ¿Y Ryan, lo habría averiguado entonces?

—Pareces nervioso –comentó Ryan, tan risueño como siempre-. Ni que fuera la primera vez que vienes a un sitio así.

—Es la primera vez que vengo a un sitio así –confesó. Al igual que el café, le estaba prohibido mentir.

—¿De verdad? –rió Ryan, pensando que solo era una broma-. Entonces aprovéchate y pide lo que quieras, yo te invito.

—Es la verdad –insistió Benjamin-. Apenas llevo cuatro meses en la calle.

Ryan no dijo nada esta vez. Y Benjamin sonrió. ¿Estaba dispuesto a perder a su único amigo?

—¿Dónde has estado, entonces?

—Encerrado.

Fue Ryan quien sonrió entonces. Apoyó la mano sobre la que Benjamin tenía en la mesa, sobresaltándolo por el repentino contacto.

—Bueno, pero ya estás libre –resolvió Ryan con un encogimiento de hombros-. Y cuatro meses es mucho tiempo para no visitar una simple cafetería. Tendré que llevarte por todas las cafeterías de la ciudad.

Benjamin quiso llorar en ese mismo instante, como el niño que nunca le dejaron ser. Pero en su lugar, apresó la mano de Ryan apoyando la que tenía libre sobre la suya y lo miró a los ojos con una intensidad que habría hecho retroceder a cualquiera. Pero no a Ryan, porque él nunca huiría.

—Prométemelo. Me llevarás a todas las cafeterías de la ciudad.

Su seriedad dulcificó aún más la sonrisa de Ryan.

—Te lo prometo.

Y cumplió su promesa. Cada día libre de Benjamin, iban a tomar un café y un zumo natural a una cafetería diferente. Hablar con Ryan no era como hablar con su psiquiatra. Siempre se había sentido cómodo con su psiquiatra y había hablado sin tabúes, pero sabía que era juzgado y el rasgueo del bolígrafo apuntando todo lo que decía no lo ayudaba. Sin embargo, Ryan escuchaba con atención cada una de sus palabras tan ensimismado como él escuchaba las suyas. Sus ojos se encontraban con facilidad inmersos en los ajenos. Y sus sonrisas se multiplicaban e intercambiaban casi tan naturalmente como el aire.

El tiempo pasaba con rapidez. Encerrado en cuatro paredes, como había estado siempre, el tiempo había sido insufrible y largo, muy insufrible y muy largo. Pero al lado de Ryan deseaba que las horas duraban más de setenta minutos. Era tal la paz, la tranquilidad y la felicidad que Ryan transmitía a su vida que, por primera vez en su vida, sentía que su cabeza no era tan distinta a la de los demás.

Probablemente, solo se dio cuenta de que estaba enamorado cuando Ryan lo acompañó una noche a casa. El café y el zumo natural se habían alargado más de la cuenta. El rostro infantil de Benjamin invitaba a Ryan a ser protector con él. Y Benjamin, por supuesto, no dejaría escapar la oportunidad de pasar más tiempo a su lado. Lo invitó a pasar, a pesar del caos que invadía su pequeña vivienda. Después de ocho meses conociéndolo, viéndose cada día, podía confiar en enseñarle su casa al natural.

—No soy tan ordenado como tú –bromeó Benjamin.

—Puedo ayudarte a limpiar cuando quieras.

—¿No te gusta así? El desorden también tiene su encanto.

Ryan rió y Benjamin se estremeció. El sonido de su risa había sonado tan cerca de su oído que no se lo esperaba. Tampoco vio venir los brazos que rodearon su cintura desde su espalda ni el cuerpo fuerte de Ryan pegándose al suyo siempre tan débil.

—¿Te molesta? –susurró de nuevo cerca de su oído.

—N-no…

—Estás nervioso –comentó Ryan con una de sus interminables sonrisas-. Me encantas, ¿lo sabes? Debes saberlo porque no sé disimular.

No, Benjamin no lo sabía. Él nunca gustaba a nadie. Él hacía huir a todo el mundo. Pero no contestó. No pudo hacerlo. Los labios de Ryan posándose en su cuello le impidieron decir nada. Incluso respirar.

Alguna había leído en alguna parte, en sus años de cautiverio, que el amor era capaz de robar el aire, el sentido y el alma. Y en ese instante, no tenía nada de aquello. El aire se había congelado en sus labios. Sus sentidos, concentrados en los labios de Ryan, no funcionaban en absoluto. Su alma ya no le pertenecía a él.

—Estoy enamorado de ti –confesó Ryan apoyando una mano bajo su mentón para obligarlo a girar su cara, para poder mirarlo-. Puedes insultarme, ofenderte, no volverme a hablar nunca… Lo comprenderé. Pero no puedo seguir guardando esto por más tiempo.

Benjamin se asustó ante la simple idea de no volverlo a ver. Deshizo el abrazo y se giró completamente para encararlo. Apoyó las manos en sus hombros y lo miró a los ojos con desesperación. Hasta ese momento, no se había dado cuenta de que Ryan era un poco más alto que él.

Besó sus labios, sin más, sin experiencia y sin razón. Ryan ahogó una exclamación de sorpresa en su boca pero rodeó su cintura de nuevo y movió sus labios acorde a los ajenos sin vacilación. Los nervios de Benjamin habían desaparecido a pesar de que era la primera vez, en sus veintidós años, que hacía algo como aquello. Aún así, tratándose de Ryan, no podía dejar de sentirse seguro.

Ryan separó sus labios, buscó su lengua, la atrapó, la lamió, la besó, la entrelazó con la suya con una intensidad que no tardó en robarle el aire a ambos. Benjamin jadeó antes de volver a juntar sus bocas en un nuevo beso descontrolado, únicamente en manos de una pasión desenfrenada.

Entonces, lo supo, también estaba enamorado. Y su miedo, como su amor, solo crecía por momentos.

Durmieron juntos, aunque, de nuevo, decir que durmieron podía resultar poco preciso. Unieron sus cuerpos, entrelazaron sus piernas, intercambiaron su sudor. Compartieron besos, caricias íntimas y desnudez. Era la primera vez de Benjamin; era la mejor experiencia de Ryan. La torpeza de Benjamin no era más que un aliciente para amarlo más, para besar cada rincón de su cuerpo con una intensa dulzura, para saborear su piel intacta y llegar a lugares en los que nadie más se había adentrado. Ser el dueño de su primer orgasmo; llegar a la cumbre del placer gracias a Ryan, era algo que ambos necesitaban y anhelaban esa noche más que cualquier otra cosa.

Susurros de palabras de amor contra la almohada, sus cuerpos aún unidos, sus brazos envolviendo el cuerpo ajeno, sus respiraciones luchando por volver a la normalidad entremezclándose.

—Te quiero, te quiero –repetía sin descanso Benjamin, tan orgulloso de sí mismo por darse cuenta de algo tan obvio-. Te quiero…

Ryan sonreía, dejando nuevos besos por toda su cara.

Noches de pasión y de amor fueron todas las siguientes noches. Su deseo era incontrolable, sus energías inagotables, su amor desbordante. Jóvenes, fuertes y enamorados, podían enfrentarse a cualquier cosa si estaban el uno junto al otro.

Y, por ello, porque no quería que eso cambiara, Benjamin sentía que debía ser sincero con Ryan. Aunque sabía que había estado en la cárcel, qué malas experiencias había vivido en ella, nunca preguntó por qué motivo. ¿Le asustaba descubrirlo? Por primera vez en once años sintió remordimientos por el asesinato de sus padres. ¿Cómo podía un pasado tan lejano arruinar su presente?

Acurrucados en la cama en una fría noche de noviembre, Benjamin se armó de valor. Acababan de hacer el amor, como tantas otras veces, y quizás el recuerdo de lo que acababa de pasar apaciguaría el horror que encerrarían sus palabras.

—Nunca me has preguntado por qué estuve en la cárcel –comentó Benjamin.

—¿Quieres decírmelo?

—Necesito hacerlo, aunque te alejes de mí para siempre.

—Nada hará que me aleje de ti.

Tragó saliva con dificultad. Abrazó la cintura de Ryan con más fuerza y cerró los ojos con la cabeza apoyada en su hombro desnudo.

—Maté a mis padres. Los maté sin piedad. Los apuñalé una y otra vez, aún cuando ya estaban muertos.

La suave caricia que Ryan dejaba sobre su brazo se detuvo de pronto. Benjamin apretó aún más los ojos cerrados y solo volvió a abrirlos cuando sintió el beso de Ryan sobre su frente.

—¿Por qué? –preguntó Ryan calmado.

¿Por qué?

—Porque no eran felices. O porque me molestaban a mí. No lo sé.

Un frío silencio siguió a sus palabras. Ryan llevó la mano hasta su pelo y estrechó su cabeza aún más contra su hombro, dejando un nuevo beso en su frente.

—Dicen… dicen que lo hice porque estoy loco –continuó Benjamin-. He estado viendo a psiquiatras desde los catorce años. Muchos huían después de que los atacara… Me sacaban de mis casillas. Pero nunca quise hacerles daño. A ellos no.

—¿Cómo podría un loco reconocer su locura?

—Prefiero creer que estoy loco. Si no lo soy, seré un monstruo.

Ryan se apartó de él y se arrastró de rodillas sobre el colchón hasta quedar frente a él. Tomó sus manos entre las propias y las besó con lentitud.

—No eres un monstruo. ¿Qué te convierte ahora en un monstruo? El pasado no nos define, sino el futuro. Has pagado por lo que hiciste, es suficiente.

—¿No… no me tienes miedo?

—Ben, mi amor, te quiero. Te quiero tanto que me asusta hasta dónde sería capaz de llegar por ti. Te quiero tanto que hasta me duele.  Te quiero con cada parte de mi ser. Y te querré hasta que me muera. Lo sé. –Sonrió tranquilamente y besó sus labios antes de proseguir-. Cariño, no hay nada en este mundo que me aleje de ti. Te lo repetiré cuantas veces quieras.

Benjamin se entregó a sus brazos. Se refugió en los latidos de su corazón. Allí, en su pecho, podía sentir que alguien lo necesitaba tanto como lo necesitaba él.

Al día siguiente, Ryan le impidió levantarse de la cama. La conversación de la noche anterior enterrada entre besos, caricias y una pasión desmedida. ¿Algún día sus cuerpos rechazarían al contrario? ¿Alguna vez no sería tan fácil unirse al otro como lo era ahora? Era imposible pensar así. Su amor crecía por momentos, se hacía verdadero, fuerte, intenso y obsesivo.

Y con su amor, el miedo a que todo acabara se intensificaba. Benjamin quería aferrarse al amor de Ryan para siempre, quería morir entre sus brazos muchos, muchos años después. Aunque Ryan se dormía siempre junto a él con un te quiero entre sus labios, Benjamin empezaba a temer que no fuera más que una costumbre. ¿Y si solo decía porque estaba asustado? ¿Y si estaba esperando el momento idóneo para huir? Al fin y al cabo, ¿quién se enamoraría de un asesino?

Su miedo fue a más inevitablemente cuando Ryan empezaba a ausentarse algunas noches. La ausencia provocaba un frío insoportable en su colchón. Benjamin no podía dormir cuando no estaba con él. Pero se calmaba cuando lograba verlo al amanecer y sus brazos lo rodeaban cálidamente para darle los buenos días.

Aquel día, un siete de febrero, Ryan entró en su casa con un frío beso en la mejilla. Sus ojos siempre vivaces se mostraban cansados cuando se posaron frente a Benjamin en la pequeña mesa en la que ambos solían desayunar. No importaba si no dormían juntos, nadie les quitaba su desayuno compartido.

—¿No has dormido bien? –preguntó Benjamin cortante.

—No muy bien. El piso de los señores Rogers ha sido ocupado por unos vecinos realmente molestos. Supongo que ya me acostumbraré.

—Si durmieras aquí…

—Me encantaría, pero sabes que no me da tiempo después de la última clase de por la tarde.

—Sí, lo sé.

Mordió bruscamente la tostada y Ryan sonrió con ternura.

—Yo también te echo de menos.

—Seguro que sí.

—Es verdad…

—No, no lo es –estalló Benjamin, dejando la tostada sobre la mesa y mirándolo con furia-. Estás huyendo. ¡Estás huyendo como todos! Pero tú no tienes ningún motivo porque aún no te he hecho nada. ¡Dímelo, reconócelo! Estás asustado… ¡Vas a dejarme! ¡Dímelo! –gritó sin darse cuenta de que se había levantado-. Deja de mentirme porque no lo soporto, ¡no lo soporto! ¡Sí, puedo ser un monstruo y estar loco, pero no soy idiota!

—Ben, cálmate –murmuró Ryan sorprendido. Se levantó también y rodeó la mesa hasta llegar a él-. ¿De dónde sacas todo eso?

Benjamin lo empujó para apartarlo de él. Temblaba de pies a cabeza, de ira, de rabia, de dolor… No lo sabía bien.

—¡De ti! Te estás alejando de mí, ya no me quieres… Solo me tienes miedo. Oh, dios, solo es eso…

Ocultó el rostro entre las manos para ocultar un sollozo. Ryan, inmóvil y desconcertado, fue capaz de ir hasta él y rodearlo en un abrazo no correspondido cuando se dio cuenta de cuánto sufría.

—No es así –dijo en un susurro-. Te amo como el primer día. Te amaré siempre.

Benjamin negó con la cabeza. Pero se dejó abrazar de todos modos.

—¿Quieres que vivamos juntos? ¿Quieres que me venga aquí contigo? –insistió Ryan.

Esta vez Benjamin no dijo ni hizo nada. No era necesario.

Su miedo siguió traicionándolo continuamente, a pesar de que Ryan volvía a dormir a su lado. Descargaba sus temores contra él y Ryan, cada vez más impaciente y resignado, lo calmaba con interminables abrazos hasta que dejaba de llorar. Era consciente, y su psiquiatra se lo decía, de que solo estaba empeorando las cosas y de que Ryan terminaría yéndose si seguía con esa actitud. Quería cambiar, quería demostrarle con amor sus sentimientos. Pero no podía. Porque cuando lo veía delante de él lo único en lo que pensaba era en que algún día ya no estaría allí. Huiría como todos en su vida habían huido. Lo dejaría solo. ¿Y cómo afrontaría la soledad ahora que él lo había sacado de ella?

—¿Cómo va a amarte, hijo mío? –Su madre lo visitó en sueños, como siempre-. Mira lo que me has hecho. Soy un fantasma inventado por ti. Ni siquiera soy como era. Me mataste para crearme de nuevo. –Se sentó a su lado en una superficie blanda y cómoda, como una nube-. Y esta creación tuya, mi niño, también sabe que eres un monstruo.

—No es así…

—¿Acaso llamas mentirosa a tu madre? –añadió su padre, sentándose a su otro lado-. Ese chico te dejará porque nadie quiere acabar siendo un producto de tu enferma mente. ¿Qué te quiere? No me hagas reír. Tú no inspiras más que miedo.

—Miedo –repitió Benjamin.

—Pánico –lo corrigió su madre-. Tráelo con nosotros, mi niño.

—No… ¡No!

La superficie cambió. Ahora estaba sobre su colchón y su mano era estrechada por la de Ryan. Se levantó de la cama y lo dejó atrás. Abrió la ventana en busca de aire.

Hacía dos semanas que Ryan se había instalado allí, pero sus temores no se habían aplacado. Sus padres los intensificaban en sueños y era imposible que desaparecieran. Además, no pasaba mucho tiempo en casa. Y aunque Benjamin también trabajaba eso le molestaba. Tenía miedo de que alguien normal apareciera en su vida y lo apartara de él.

—¿Ben? –preguntó adormilado Ryan-. Ben, ¿estás bien? –Lo escuchó incorporarse en la cama-. ¿Has tenido una pesadilla de nuevo?

—No era una pesadilla, era un presagio…

—¿Sobre qué?

Benjamin se dio la vuelta para encararlo. Lo encontró incorporado en la cama, con las piernas alzadas a la altura de su pecho y los brazos apoyados en sus rodillas. Lo miraba con su calma incesante. Y con el interés que solo los ojos de Ryan depositaban en él.

—Te irás. Huirás. Me dejarás.

—¿Otra vez con eso? –replicó aburrido Ryan-. Vuelve a la cama.

—¿Para qué? ¿Para que puedas irte mientras duermo?

—¡Basta ya, Benjamin! –Se levantó rápidamente, alejándose de sus fríos ojos-. Estoy harto de tus dudas y de tus inseguridades. ¡Jamás te he tenido miedo! Si así fuera me habría largado mucho tiempo atrás.

—¡Pues vete! –gritó Benjamin fuera de sí-. ¡Vete ahora, vete delante de mí y no esperes a que me dé la vuelta! ¡Prefiero ver cómo me abandonas!

—No voy a irme… Dime qué puedo hacer para que me creas.

—No puedo creerte. Me mientes como siempre me han mentido.

—Sinceramente, Ben, estás insoportable. Tal vez sí deba irme para que recapacites.

Recogió la ropa que había acabado en el suelo en un arranque de pasión antes de dormir y se fue vistiendo a medida que iba saliendo del dormitorio. Benjamin lo observó con la boca abierta, completamente inmóvil. Se estaba yendo. Se había ido. La puerta se lo confirmó. Tenía razón, todo era mentira. Una cruel mentira que ahora le desgarraba por dentro.

Tiró de las sábanas con furia y arrasó con cualquier objeto que encontró en su habitación. Rompió el cristal de la ventana. Desgarró toda la ropa de Ryan. Revolvió los papeles del escritorio. Y encontró fotografías que nunca antes había visto. Impresas en mala calidad, mostraban un piso vacío, grande y espacioso, con dos habitaciones, dos baños y una cocina enorme. Había una interrogación dibujada por Ryan. Debajo, se leía la dirección del piso.

Ryan iba a abandonarlo de verdad. Estaba buscando casa para irse ya que había dejado de pagar el alquiler de la suya. Era cierto. Lo iba a dejar. Después de todo, no estaba tan loco. Dejó caer las fotografías, preso del dolor más insoportable que hubiera sentido nunca. ¿Que lo querría hasta el fin de sus días? Bien, transformaría sus mentiras en realidad.

 

Benjamin despertó aún abrazado a la almohada. El aroma de Ryan había ido desapareciendo con el paso de las horas nocturnas. ¿Cómo había podido quedarse dormido? Comprobó la hora en el despertador. Las ocho y trece. Tenía que volver al hospital. Tenía que despedirse de Ryan, pedirle perdón… ¿Cómo podía disculparse por algo así? No, no podría mirarlo a la cara… ¿Y si, ahora sí, veía el miedo en sus ojos?

Era mejor demostrarle, por una vez, cuánto lo amaba. Porque podía estar loco y ser un monstruo, pero también estaba enamorado. Y era tan consciente de ello ahora que Ryan estaba recuperándose en el hospital, que la parte enamorada de su alma se sobreponía a las otras dos. La única manera que tenía de disculparse y de demostrarle que sus sentimientos eran de verdad, era alejándose de él para no volverlo a poner en peligro. Aún si la tristeza lo consumía y su vida volvía a convertirse en un tormento, lo único que quería era que la sonrisa de Ryan prevaleciera por sobre todas las cosas.

Entregó el arma en comisaría. Confesó absolutamente todo. Y no pasó por el hospital. No vio que Ryan había abierto los ojos y el nombre de Benjamin se había escapado como un suspiro de entre sus labios.

Notas finales:

Tengo una extraña manía por empezar las cosas por el final ^^

Espero que si habéis aguantado hasta el final, os haya gustado :D


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