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La huida por Ugnon L

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Notas del fanfic:

Creo que en el transcurso como pseudoescritora no había escrito un resumen de ese modo.

¡Este es el primer capítulo y espero que les guste!

La huida


 


 


Sus pasos pesados resonaban por el agua de lluvia encharcada. Aún con las manos cargadas de víveres y las gotas heladas cayendo en sus cabezas, ellos no se pausaron en algún momento. En pocos metros llegarían a su casa, dando lugar a una idea que asomó por la cabeza de Christopher.


— ¡Quien llegue al final le toca lavar el baño! —anunció de corrido. Entonces comenzó a correr aumentando de rapidez.


Su compañero bufó por un segundo, aunque no quería resbalarse por la acera mojada, se limitó a no detenerse. Limpiar el único baño de la casa no era agradable.


— ¡Ah, no! ¡Sin trampas! —se quejó Anthony al sentir cómo el empujón de Christopher hacia que sufriera un mini resbalón.


Los enredos no pararon, Christopher avanzaba más a la verja de la casa. Posiblemente se trataba de paranoia el que Anthony sintiera sus piernas desarmarse, pero él no quería asear el sanitario ni oír las burlas del otro. A pocos metros de la casa, extendió su brazo al hombro de Christopher, tirando fuerte de él. Eufórico cruzó el portón -eran contadas las veces en que él ganaba a las carreras- y subió los primeros escalones. Por las prisas y las ansias de liberar sus manos de la carga, no escuchó los botes de víveres descender al suelo, ni el sonido que provocó Christopher al caer estampado ni las maldiciones que lanzó.


— ¡Christopher!


Preguntar si estaba bien no hizo falta pues la cara de dolor y la mano de Christopher tocándose el tobillo lo decían todo. Anthony lo ayudó a incorporarse.


— ¿Te duele mucho? —Inquirió— Perdóname, en serio, yo no quería que te pasara esto.


Los comestibles se quedaron atrás cuando cruzaron juntos el umbral del portón.


— Creo que me lo zafé —dijo el otro dando saltitos con su pie bueno—. No creo que sea grave.


Christopher sintió gran alivio cuando entraron por fin a la casa y pudo desplomarse en el sillón. Anthony se encargó de llamar a la madrina de su amigo, quien agitada por el relato bajó corriendo las escaleras, dando grandes zancadas para apresurarse a llegar donde yacía derrotado su casi hijo. Después de revisar la parte del accidente, tomó aire para anunciar la noticia.


— Christopher, no podrás ir a la guerra —soltó después de haber vendado y tallado—. Los tobillos rotos no se curan de un plumazo.


Al chico se le secó la garganta. ¿Entrenar con armas de grueso calibre, sufrir azotes cuando una táctica salía mal, aprenderse los diferentes tipos de planes, para que luego se quede en casa como las mujeres? No podría soportarlo, no lo debería soportar.


— ¡No, Stella! Es de suma importancia que yo vaya, tengo la mejor puntería y sé muy bien usar los puños. Harán pedazos a esos inútiles sin mí. ¡Debo ir!


— ¡Nadie va a querer un cojo entre las balas! —Reprendió la madrina—, con los heridos que quedarán, para qué llevar uno de regalo.


Entretanto, Anthony conservaba la vista incrustada al suelo, incómodo por la discusión entre ellos. La voz rasposa de la mujer se atrevió a deshojar el ambiente tenso.


— Ahora, Anthony, ayúdame a llevarlo a la cama. Después llamaré a Benedict.


Así, entre esfuerzos y saltos, el chico del tobillo ligeramente fracturado llegó a su pieza. En el fondo agradecía que su madrina fuera enfermera de soldados, eso explicaba su carácter intransigente.


— A veces haces cosas tan estúpidas —suspiró Stella cuando el menor ya estaba acostado, aplicándole leves palmadas en su rodilla.


— Stella, si quiere la ayudo a preparar la cena —habló Anthony más para no quedarse callado que por querer hacerlo.


— Ow, Anthony, gracias —exclamó Stella juntando sus manos con una voz de repente melosa—. De igual forma te iba a ordenar que lo hicieras.


Sin más, salió de la habitación, dejando a los dos chicos solos, intercambiando miradas con desdén. Anthony hizo espacio para sentarse a lado del otro.


— Ya sé lo que dirás. Mira, es mi culpa, si no hubiera propuesto ese juego no estaría pasando esto —comenzó Christopher—. Lo peor de todo es que no iré a la guerra.


Al oír aquello, Anthony representó su consternación relamiéndose los labios discretamente. Se suponía que los dos irían para pasar los, tal vez, últimos meses de sus vidas juntos, no para que Christopher enloqueciera por aniquilar una persona. A pesar de la circunstancia menguante, portó compostura.


— No nos pondremos a ver quién de los dos tuvo la culpa —dijo Anthony, parándose frente a él—. Lo realmente importante es que tú lavarás el baño hoy.


Se sentía bien no ser el burlado, pensaba el último cuando entre risas giraba el picaporte de la habitación al salir, dejando perplejo y furioso a Christopher.


Finalmente, cuatro días después, llegó la víspera de la partida a la guerra. Lo indispensable estaba preparado: el buque yacía aparcado en el puerto correspondiente, los suministros empacados, la ropa dentro de la maleta correspondiente, las armas de diferentes tipos cargadas y balas de más.


Christopher miraba a través de la ventana cuando oyó el crujir de la puerta, anunciando el entrar de una persona. Por unos segundos, Anthony permaneció callado, recargado sobre la puerta y con las manos hacia atrás enroscando el picaporte con ellas.


— Sé lo mucho que querías ir —comentó el recién llegado, recibiendo silencio glacial como respuesta—. Nos vamos a las cinco de la mañana.


Christopher desvió sus ojos de la penumbra de la noche hacia el otro chico. Ayudándose de un bastón, caminó acercándose a Anthony.


— No estoy así por quedarme aquí y no andar arrebatando vidas, bueno, en parte —reconoció—. Pero la mayor razón es porque... No sé si nos volveremos a ver.


Todos saben que en las guerras la mayoría de los soldados acaban heridos, y otros ni siquiera sobreviven, por eso la confesión anterior fue agobiante aceptarla. Aquella era la última noche juntos antes de un final impreciso.


— Nunca aprendiste a moverte bien entre las balas ni a acertarle a un muñeco —seguía Christopher—. Eso más me motivaba a ir.


Anthony bajó la cabeza. No creía en el destino ni en que una mano invisible manejaba su vida, pero en este tipo de situaciones su mente se plagaba de una nube espesa y oía el zumbido de miles de avispas. De repente una idea cayó de bruces entre esa relación quebradiza.


— Sé dibujar —habló Anthony—. Un militar vendrá cada semana a buscar nuevos suministros, también a dejar cartas que algunos soldados le escriben a sus familiares. Te escribiría una, pero dibujar es más fraternal...


— Así sabré de tu existencia —reflexionó Christopher.


— En mi primer tiempo libre que tenga, lo comenzaré.


Anthony no sonreía todo el tiempo, ni se reía de cualquier cosa o andaba con amigos pululando entre las calles de su ciudad. Él acostumbraba sentarse cerca de la ventana en un día soleado y dibujar el exterior como día nublado, o escalaba un árbol para acercarse a un nido de pájaros y dibujarlos.


Christopher alzó un brazo para recargarlo en la madera de la puerta, posesivo.


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