Si le preguntaban a Aomine Daiki acerca de sus gustos y disgustos, la respuesta era fácil de predecir: odiaba la mayoría de las cosas –y con las personas resultaba igual–, le gustaban los pechos grandes y Mai-chan, así como la comida que tuviera salsa teriyaki. Pero sólo había dos cosas que amaba, la primera era el básquetbol, y la segunda, que amaba sobre cualquier cosa, era a Kagami Taiga.
Amaba la forma en que lo retaba, la extraña manera de almacenar comida en sus mejillas, el extraño pozo sin fondo que tenía como estómago, la forma de sus cejas tan peculiar y llamativa, el brillo de sus ojos, su manía por la comida –en especial las hamburguesas–, su inocencia e ingenuidad –lo que hacía que nunca entendiera cuando intentaban ligarle–, la mueca de enojo que hacía cuando no entendía las cosas, el reto aparente en su mirada ante cada partido.
Adoraba la manera en que se enojaba –y lo fácil que resultaba provocarlo–, que su pasión por el juego fuera igual que la suya o incluso mayor, su rostro un tanto aniñado, su perfecta sonrisa de triunfo, sus gemidos, su cuerpo tan bien formado, la manera en que decía su nombre, su inusual costumbre por hablar en inglés.
Pero sin duda, una de las cosas que más amaba era abrazarlo por las noches, al dormir, porque podía sentir que su pareja le pertenecía por completo –aunque el pelirrojo renegara en que no era objeto para pertenecerle una y otra vez–, incluso más que cuando hacían el amor.
Le gustaba verlo dormir, porque su rostro se relajaba, incluso tomando un aire aniñado mayor que el normal, su cuerpo se apegaba al contrario y se refugiaba entre sus brazos como si intentara protegerse –o al menos así lo podía sentir él–, era algo que estaba seguro que nadie sabía de Kagami, la manera en como sonreía entre sueños, el como su flequillo tapaba sus ojos, la forma de murmurar su nombre entre suspiros, lo cálido de su cuerpo, el aroma de su piel.
Aomine podía pasar una noche sin dormir con tal de ver a Taiga mientras lo hacía.
El pelirrojo era perfecto ante sus ojos, no había otra forma de describirlo, era un ángel, una luz que lo salvó de aquella oscuridad en la cual se fue sumergiendo lentamente y que en definitiva, a la que nunca quería regresar.
Aunque claro, si le preguntaban a Aomine acerca de sus gustos y disgustos, la respuesta cambiaría un poco: odiaba la mayoría de las cosas –y con las personas resultaba igual–, le gustaban los pechos grandes, Mai-chan, y molestar a Kagami, así como la comida que tuviera salsa teriyaki. Y amaba el básquetbol.
Porque Taiga era suyo, era su pareja, su felicidad y su rival más anhelado.
Porque no quería que nadie más llegara a ver lo maravilloso que era su pelirrojo.
Porque nadie debía saber que tan enamorado estaba.
Porque él era su mayor secreto.