El Sol comenzaba a ocultarse, dando paso a la noche, marcando así el final de otro día. Iluminando todo a su paso de un bello color anaranjado, regalando sus últimos rayos de luz a los pocos que se encontraban aún transitando por las calles.
De fondo, el rechinar de un par de tenis y el bote de un balón, a mitad de una pequeña cancha bastante descuidada era lo que acompañaba a dos jóvenes en medio de aquel partido que significaba más que eso: era un encuentro más allá de lo físico, más allá del juego, un sentimiento que tal vez no podrías imaginar pues tal vez aún no hay palabras para describirlo en su totalidad.
Un par de ojos rojos brillaban cual rubís al encontrarse con los de su rival, azules oscuro destellando salvajes como el mar en plena tormenta. Dos personas que movían sus cuerpos de un lado a otro, tras un balón, haciendo movimientos casi imposibles de seguir siquiera con la mirada, sonriendo entre ellos de manera cómplice, como si estuvieran compartiendo un secreto al que nadie jamás podría si quiera aspirar a acceder.
Dos luces, tan potentes y fuertes, sin igual ni comparación, tan parecidos pero completamente diferentes, apasionados, salvajes, deseosos de la victoria. Eso era lo que significaba el basquetbol para ellos, así era un juego entre ambos, un espacio propio, donde podían ser ellos mismos, donde sus mejores habilidades salían a relucir, donde ya no importaba quien ganara o perdiera sino dar lo máximo, donde rendirse no era una palabra existente.
Y más allá de eso, más allá del sentimiento que el juego provocaba en sus cuerpos, había algo más, algo que les hacía vibrar, que les atraía, que removía todo en su interior, algo más que la rivalidad o amistad, más profundo que la comprensión y el goce de la compañía.
A través de pequeños roces y encuentros en aquel espacio que les pertenecía, habían aprendido a amar, a idolatrar, a desear, adorar al otro anhelando su cercanía, un sentimiento tan apasionado como lo era todo en ellos, expresado a través de su juego, aún cuando ya no parecía ser suficiente.
No era suficiente…
Por eso, aquel sol ocultándose, aquella cancha descuidada y aquel balón desgastado fueron testigos del paso que aquellos dos jóvenes habían dado por fin.
Después de un cansado y reñido juego –justo como lo era cada encuentro entre ellos– aquel joven de mirada azul, se dejó caer a mitad de cancha, estirando sus cansadas piernas y volteado un instante hacia el cielo, que comenzaba a oscurecer, tomando un color azulino justo como el de su mirada, haciéndolo sonreír, tan puro y tranquilo como hace más de tres años que no lo hacía.
Y cuando aquellos ojos rubí se posaron sobre la perfecta sonrisa contraria, resplandecieron atraídos inevitable ante la serenidad que emanaba, por lo que haciendo gala de su forma tan impulsiva de ser, se acercó sentándose sobre las piernas contrarias, a horcajadas, sonriendo contagiado por el contrario.
Donde aquél inevitable beso tuvo su momento, torpe y pasional como solían serlo, sin control ni medida, queriendo expresar ese sentimiento guardado en el corazón de ambos, sintiendo la cercanía ajena, deseando aún más de lo que se podía en aquel instante.
Las manos del joven de mirada rubí se enredaron en el cuello contrario, atrayéndolo contra su cuerpo para poder hacer aquel nexo más duradero, degustando aquellos labios.
Mientras que el de ojos azules, pasó sus manos por la cintura del menor, por debajo de su camiseta, tocando aquella suave piel que no había explorado antes, deseando marcarla, para que nadie más la vea, para que le perteneciera por siempre.
–Se mío…
–Siempre lo he sido.