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Hilo rojo del destino por Laet

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  Caminaba sintiéndose ligero, con sus largos cabellos meciéndose con cada paso. Recorría las callejuelas empedradas, tranquilas, libres de turistas. El sol brillaba con fuerza, pero la estrecha distancia entre casa y casa creaba amplias zonas sombreadas, con lo que a pie de calle el ambiente era fresco. El aire estaba perfumado con albahaca, romero y tomillo, de las macetas que pendían de los alféizares.

  En poco tiempo Ray se había acostumbrado al ambiente mediterráneo, con sus colores, sus aromas y sus gentes. Jóvenes atrevidos, de sonrisa fácil y palabras dulces. Muchachas gráciles, de ademanes sensuales y carácter enérgico. Muy diferente de la delicadeza y el recato imperantes en Asia.

  Con una leve sonrisa dejaba que sus pies lo guiasen. Había dejado Roma meses atrás para visitar otras ciudades, otros países, pero recordaba perfectamente aquel camino.

  Su modo de vida consistía en buscar un trabajo en la ciudad en la que hubiese decidido instalarse que le permitiese costearse vivir allí y ahorrar para seguir su viaje. Cada vez le resultaba más sencillo, pues a su facilidad para los idiomas y su carácter afable se sumaban la experiencia y alguna que otra carta de recomendación.

  Se detuvo ante la puerta de madera, pintada de verde, de un pequeño colmado. Cuando vivía en Roma había alquilado una habitación en una calle cercana, y solía comprar en aquella tienda.

  Entró, haciendo sonar las campanillas que colgaba sobre la puerta.

  -Buenas tardes –saludó el joven que reordenaba los estantes, de espaldas a él. Al darse la vuelta, su sonrisa se amplió.-¡Ray!

  -Giacomo –sonrió el oriental a su vez.

  En sus viajes había conocido a varios chicos encantadores, incluso alguna chica había llamado su atención, pero de entre ellos Giacomo tenía un carisma especial. Su cabello castaño, ligeramente ondulado, enmarcaba su rostro moreno y fuerte, de sonrisa descarada y mirada seductora.

  -Tenía la corazonada de que volverías pronto –dijo, saliendo de detrás del mostrador para darle un abrazo amistoso.

  -¿Y eso?-rio Ray.

  -Bueno… -le dedicó una sonrisa seductora-, es difícil resistirse a mi encanto.

  El chino rio alegremente. Se separaron al oír pasos que se aproximaban desde la trastienda. Apareció una chica, algo más joven que ellos.

  -Giacomo, mamá dice que… -vio Al pelinegro y sonrió ampliamente.-¡Ray! ¡Has vuelto! Me alegro de verte.

  -Marieta, ¿qué tal?-saludó, sonriendo con la cortesía justa.

  Si algo había aprendido era que los hombres se tomaban muy en serio el deber de proteger a sus hermanas, a sus hijas… A pesar de la buena relación entre Giacomo y él, debía mantener una distancia respetuosa con Marieta si no quería problemas.

  La sonrisa de la chica vaciló, pero al mirar a Giacomo vio que estaba satisfecho con su actitud hacia ella.

  -¿Cuánto tiempo vas a quedarte esta vez?-inquirió el italiano.

  -Sólo estaré un día, mañana me voy.

  -¿Ah, sí? Pues entonces habrá que aprovechar el día –sus dientes relumbraron cuando esbozó una sonrisa pícara.

  Pasaron el día recorriendo la ciudad por las calles más desconocidas para los extranjeros. Aunque a Ray no le resultaban ajenas le seguían despertando la emoción de descubrir un lugar nuevo. Siempre había detalles en los que no había reparado antes.

  Acabaron en la Fontana de Trevi, rodeados por un mar de turistas. Aún así fueron capaces de bajar la escalinata y sentarse en el murete que delimitaba la fuente, al borde del agua. Desde esa perspectiva las esculturas que coronaba la cascada eran imponentes.

  Lo que más le gustaba no era la figura de Neptuno, sino los dos caballos, uno manso a la derecha y otro salvaje, incontrolable, a la izquierda, simbolizando el mar en calma y la tempestad… aunque a él le recordaba algo más.

  A alguien, en realidad.

  Su acompañante carraspeó, captando su atención.

  -Siempre que venimos aquí te quedas mirando al infinito. Pero nunca me has dicho en quién piensas… -completó a media voz.

  Ray parpadeó, sorprendido.

  -¿Qué te hace pensar que se trata de una persona?-preguntó en el mismo tono.

  -Porque nunca te he visto echar de menos tu casa. No hablas de tus amigos ni de tu familia, ni de tu vida de antes. El único vínculo que no has cortado es la persona a la que le escribes todas esas postales.

  Sonaba amargo. Reprobatorio. Frunció el ceño, disgustado por sus palabras.

  -¿Qué quieres de mí?

  -Que te quedes –tomó sus manos entre las suyas.-Que cuando te bese, te abrace y te lleve a la cama no pienses en nadie más que en mí –lo miró con seriedad.-Deja de buscar.

  Se inclinó hacia él y lo besó.

  No le gustó aquel beso. Era áspero, exigente, sin rastro de calor y cariño.

  Sólo un ego herido.

  Separó a Giacomo, con suavidad pero también con decisión.

  -Das el pego –dijo, susurrando a escasos centímetros de sus labios-, pero sé distinguir a una persona orgullosa que quiere tener  todo bajo control –se alejó un poco más.-He conocido a muchas.

  Los ojos del italiano relampaguearon, llenos de contrariedad, pero como había supuesto no quería obtener su amor, sino añadirlo a su lista de conquistas. Sabía cómo era por Marieta, que, fascinada, trataba de conversar con él siempre que su hermano no estaba presente. No le importaba, porque no buscaba nada serio. Pero no permitiría aquello.

  Era un juego cruel, seducir a la gente para inflar su autoestima y desecharla cuando tenía lo que quería.

  -¿De qué vas?-le espetó de malos modos.

  El oriental sonrió con un deje de arrogancia.

  -No soy tuyo, y nunca voy a serlo.

  Se levantó, lanzó una moneda a la fuente, dedicó una última mirada a las estatuas y se marchó.

  Pocos días después sólo recordaría a Giacomo como el encantador tendero del colmado de la esquina, el de la puerta de madera pintada de verde. Entre las calles empedradas donde la brisa corría fresca, con aroma a albahaca, romero y tomillo.

***

  Se levantó y se vistió sin mirar ni una vez a la figura del joven que dormitaba entre las sábanas. No se despidió ni dejó una nota. Simplemente abandonó aquel piso, sin intención de regresar jamás.

  En cuanto se zambullese en el papeleo que de seguro le esperaba en casa olvidaría el nombre de aquel chico, su breve conversación y hasta su rostro.

  Así había ocurrido siempre en las escasas ocasiones en que había buscado compañía.

  El verano estaba tocando a su fin. El viento desordenaba su cabello bicolor. Era agradable. Disipaba el olor y calidez ajenos.

  Al volver a la mansión de su abuelo se encontró con Yuri descendiendo las escaleras que conectaban el primer piso con la planta baja. El pelirrojo se detuvo en el segundo escalón.

  -No te esperaba tan pronto –comentó cuando Kai llegó a la base de la escalinata.-Sabes, no te mataría pasar una noche entera con alguien. Buscar algo más.

  -Ya tuve algo más –replicó con sequedad al pasar por su lado.

  -¿Ah, sí?-el de ojos azules estaba genuinamente sorprendido.-¿Cuándo? ¿Con quién…? ¿Y qué pasó?

  El bicolor suspiró, exhausto.

  -Que yo no era lo que buscaba –respondió sin volverse.

  Sabía que Yuri querría interrogarlo a fondo, pero también que no osaría seguirlo.

  Al entrar en su habitación y cerrar la puerta tras de sí sintió que su ánimo se aligeraba.

  Su cuarto había sido un lugar austero e impersonal en el pasado. Pero Ray había mantenido su palabra, y desde que colocó la primera postal en su escritorio la estancia pareció cobrar vida. Ahora tenía una nada desdeñable colección, junto con varios cachivaches… pintorescos, por no decir ostentosos y… ¿cómo había dicho el chino? Oh, sí. Hortera.

  Los trastos –tazas, colgantes, figuritas…- le daban más o menos igual, pero las postales, con el reverso surcado por la elegante caligrafía del pelinegro, eran como un tesoro para él.

  En alguna ocasión las postales se quedaban cortas, y Ray le adjuntaba una carta. En ocasiones aún más contadas, Kai las respondía. Recordaba la primera. Roma fue el primer destino de Ray, y le había enviado una postal con la imagen de la Fontana de Trevi. Por detrás confesaba que algo en aquel monumento le recordaba al bicolor. No pudo evitar interesarse, y escribirle todo cuanto pudo encontrar sobre la famosa fuente.

  La siguiente vez fue bastante después.

  Al abrir el sobre cayó la fotografía de un gato. Un gato. ¿Qué diablos…? Tenía que saber por qué.

  Resultó que uno de los pasatiempos del pelinegro era fotografiar a aquellos felinos. Una de las instantáneas se mezcló con las hojas de carta, y por ello acabó en manos del bicolor.

  Ahora, de cuando en cuando, Ray le enviaba también alguna foto que encontraba artística o divertida. En una ocasión un gato callejero se había colado por la ventana de su piso en busca de comida. El chino se lo encontró zampándose el pescado que había dejado marinándose en una fuente, pero en lugar de ahuyentarlo –de todos modos ya no podría comerse aquello…- decidió inmortalizar el momento. Lo había titulado “mi nuevo compañero de piso, un gorrón”. Verla siempre le hacía sonreír.

  Suspiró.

  Sabía que mientras mantuviese aquel lazo con Ray no podría construir otra relación que lo hiciese feliz. Pero le resultaba imposible romperlo, porque era lo único que lo hacía feliz.

  Y así.

  No era tan inocente como para creer que el oriental no había estado con nadie en todo aquel tiempo. No obstante, no le molestaba. Él mismo acababa de estar con otro. Consideraba alentador que Ray nunca hubiese mencionado un nombre en sus cartas. Le daba la esperanza de que, tal vez, al final él fuese lo que el chino andaba buscando.

  Sacudió la cabeza. Suficiente sentimentalismo por un día.

  Si Yuri había ido personalmente hasta allí, debía de ser para dejarle algún informe importante. Sus vanas ilusiones podían esperar.

***

  Había dudado mucho antes de realizar aquella etapa de su viaje. Francia estaba dentro de sus planes, pero no París. Había multitud de lugares increíbles en aquel país, pero su tío le había hecho una oferta de lo más tentadora. En su restaurante había quedado un puesto libre. Como su segundo, nada menos.

  Segundo jefe de cocina de un restaurante de lujo en París. ¿Cómo rechazarlo?

  Así que allí estaba, acodado en la balaustrada de un puente sobre el Sena. Su mirada se perdía en el fondo de la corriente. París, la ciudad de la luz… la ciudad del amor.

  Hizo un mohín, disgustado.

  Se había dado cuenta de que el concepto de amor le parecía cada vez más utópico. Echando la vista atrás, lo más cerca que había estado de encontrarlo fue en Grecia, en la paradisíaca isla de Míkonos. Le habían hablado de un blader muy poderoso que residía allí. Y lo encontró.

  Anker.

  Su blade, Áyax, era indiscutiblemente fuerte, y su dueño, hábil. No obstante, él era un blader de talla mundial, y, aunque Áyax y Anker presentaron batalla, Driger y él acabaron imponiéndose.

  Fuera del beyblade, el griego era una persona admirable.

  Alto, moreno, atractivo, cabello negro ensortijado, carácter tranquilo y de sonrisa franca, Anker le atrajo desde el principio, y al conversar se llevó una agradable sorpresa. Era ingenioso y culto, sin caer en la pedantería. Una noche de fiesta lo vio rechazar a varias chicas realmente hermosas, y creyó que tenía alguna posibilidad con él. Luego le confesó que estaba prometido, y que jamás engañaría a su novia.

  Tan fiel y encantador como fuera de su alcance.

  Después de aquello simplemente había dejado de buscar. No era infeliz, pero no le fue fácil renunciar a la cándida parte de su personalidad que creía en el amor verdadero.

  Se incorporó y retomó el camino hasta el restaurante. Se internó en el callejón que llevaba hasta la puerta de servicio. Vio que estaba entornada y se atrevió a entrar.

  -¿Tío Stan?-llamó.

  -…aquí tres años, ¡tres años! ¿Y ahora va a darle el puesto a un niñato cualquiera?-exclamaba una voz cargada de indignación.

  -La decisión está tomada, Mercier –reconoció la voz de su tío, calmada pero severa.

  Siguió el sonido hasta un pequeño despacho.

  -Me parece una completa falta de respeto que contrate a su sobrino antes que a mí.

  Iba a añadir algo más, pero Ray tocó con los nudillos en la puerta entreabierta. Tanto su tío como el hombre con quien discutía se volvieron hacia él, sorprendidos.

  -Hola, tío Stan –sonrió con suavidad. Apenas dedicó una mirada al otro.

  -¡Ray! Qué alegría –lo saludó efusivamente. Su tío era un hombre bajo, de cabello y ojos negros, y un bigote largo y fino completamente cliché. El joven asiático lo respetaba profundamente por su valor a la hora de perseguir su sueño, sin importar lo que pensasen de él.-Aprovecharé para presentarte a Pierre Mercier. Como habrás podido comprobar tiene una… fuerte personalidad. Mercier, este es…

  -El niñato –completó el propio oriental con una sonrisa cortante, tendiéndole la mano.-Aunque prefiero Ray Kon, si no te importa.

  El francés claramente no estaba acostumbrado a que le hablasen así. Se evaluaron mutuamente, y por fin el indignado cocinero le estrechó la mano. Le sacaba casi una cabeza, pero era esbelto y de aspecto delicado, con la piel fina y pálida. Llevaba el cabello, lacio y castaño claro, bastante largo, resbalando alrededor de su rostro y sobre uno de sus hombros, atado con una fina cinta. Todo en él le resultaba lánguido, aburrido. Hasta sus ojos eran de un tedioso color gris.

  -Vamos, Ray, te enseñaré dónde está todo. El resto del personal llegará pronto y hay que preparar el servicio.

  Fue un día duro. Estaban en pleno cambio de carta, y a Pierre le faltó tiempo para extender su opinión de que Ray estaba allí únicamente por ser sobrino del jefe de cocina. Así que, en cuanto su tío se daba la vuelta todo se salía de control. Se encontró solo teniendo que acabar sin ayuda una interminable serie de platos.

  El servicio de cenas fue aún peor, porque su tío tuvo que ausentarse.

  -Tienes mi permiso para tomar las medidas que consideres oportunas –le dijo antes de irse.

  Ahora estaba quieto, apoyado contra la encimera, pensando qué hacer. Podría largarse, pero eso era de chiquillos o de cobardes. Alzó la vista, y se encontró con la mirada impertinente de Mercier. Tuvo ganas de borrarle la sonrisa de un guantazo.

  No, sacudió la cabeza, esa no era la forma.

  <<A Kai no le pasaría esto. Le hubiese bastado con una mirada >> se dijo. Algo dentro de él se estremeció, como siempre que pensaba en el bicolor. Lo echaba de menos, especialmente ahora que volvía a estar solo contra todos los que le rodeaban. <<¿Qué habría hecho él?>>

  Las comandas salían incompletas, a destiempo en el mejor de los casos. Cuando intentaba organizarlos, lo ignoraban.

  Fue hacia las puertas que unían la cocina con el comedor y las bloqueó. Al principio nadie se dio cuenta, hasta que oyeron las protestas de los camareros al otro lado. Todas las miradas recayeron en la figura del oriental, que permanecía recostado contra las puertas, los brazos cruzados y los ojos cerrados. No los abrió hasta que no se hizo silencio en el interior de la cocina.

  Entonces los miró, uno por uno, deteniéndose en Pierre, y habló con voz tranquila.

  -Esto no es un patio de colegio. No venimos aquí a hacer amigos. Me importa un bledo si os caigo bien o no, lo único que quiero es hacer mi trabajo, y que vosotros hagáis el vuestro. Que, os guste o no, en ausencia de mi tío pasa por seguir mis órdenes.

  >>Así que tenéis dos opciones, por el bien del restaurante: u os quedáis y hacéis lo que yo diga, u os largáis ahora mismo. Antes prefiero ocuparme yo de todo que tener que lidiar con lo que parece ser… -fulminó a Mercier con la mirada-, un hatajo de niños malcriados.

  Acto seguido desbloqueó las puertas y volvió al trabajo, redoblando sus esfuerzos. Después de un rato, los demás lo imitaron. Dio varias órdenes que, ahora sí, fueron escuchadas.

  El numerito les costó algunas quejas por el retraso, pero después de eso todo funcionó como debía.

  En cuanto llegó su tío decidió que había tenido suficiente para ser su primer día.

  Se despertó sobresaltado, con la luz de la mañana entrando a raudales por las ventanas de la buhardilla. La noche anterior prácticamente se había desplomado en la cama a causa de la tensión, así que se sumió en un sueño tan profundo que le costó un rato recordar dónde estaba.

  Dedicó varios minutos a desentumecer cada músculo de su cuerpo, mientras se familiarizaba con el espacio. Era abierto, los únicos tabiques interiores eran los del baño, pero eso no le disgustaba, ya que era pequeño y las separaciones hubiesen resultado agobiantes.

  París era una ciudad cara, así que no podía permitirse algo mayor en una zona tan céntrica, y prefería vivir en un lugar donde pudiese ir andando a casi todas partes. Tampoco necesitaba más espacio para estar cómodo.

  Se detuvo frente al escritorio que había al lado  de la cama, bajo una de las amplias ventanas. Sonrió, recolocándose un mechón detrás de la oreja. Allí había dejado su cámara, sus fotos, algunas postales… y las cartas que había recibido de Kai.

  El bicolor era la única constante en su vida. Tiempo atrás había llegado a la conclusión de que, de todo lo que poseía, lo único que no soportaría perder eran Driger y las cartas del ruso. Al principio de su viaje le aterrorizaba perder el papel con la dirección de Kai. Se había planteado tatuársela en la muñeca, pero tras apenas un mes era capaz de escribirla sin pensar.

  También había memorizado su teléfono por si perdía su móvil, aunque nunca lo había llamado. La gustaba escribirle, y había sido increíblemente feliz al recibir la primera carta de su amigo. Había empezado al enviarle una de sus fotos de gatos accidentalmente, y ahora era una especie de chiste privado. Pero no se sentía capaz de hablar con él. Intuía que la nostalgia sería demasiado grande.

  Sabía que Kai jamás le pediría que renunciase a su modo de vida, y precisamente por eso era la única persona por la que lo dejaría todo.

  Se había planteado que, tal vez… ¿se hubiese enamorado de él? Pero no, era absurdo. Si estuviese enamorado sería incapaz de vivir sin él y no buscaría a otro.

  Miró el reloj. Se estaba haciendo un poco tarde, así que se duchó, almorzó algo rápido y fue al restaurante.

***

  -Ese chico te está mirando.

  Kai miró a Yuri por encima del periódico, y luego fugazmente hacia donde le indicaba, al otro lado de la cafetería.

  -¿Le conoces?

  La cara del chico le sonaba, pero no habría puesto la mano en el fuego.

  -Tal vez –dijo sin darle mayor importancia.

  -Es mono.

  El bicolor enarcó una ceja.

  -No dejes que Bryan se entere de que te fijas en otros.

  -Por favor –resopló-, intento que tú te fijes.

  -No empieces –advirtió.

  -Bien, vale, haz lo que quieras. Quédate solo y rodeado de gatos.

  -No suena mal. Ahora, ¿podemos pasar de mi ausencia de vida sentimental y preparar el congreso de París? Por si no te has dado cuenta falta menos de un mes.

***

  Después de una semana a nadie le quedaban ya dudas de su valía. No había hecho amigos, y tardaría en hacerlos después de haberlos llamado niños malcriados. De todas formas, se dijo mientras acababa de limpiar la plancha, tampoco los habría hecho si siguiesen convencidos de que era un enchufado. Al menos ahora lo respetaban.

  -Tío, me voy –dijo asomándose a la pequeña oficina. Se sorprendió al ver allí a Mercier, pero lo ignoró.-Hasta mañana.

  -Hasta mañana, Ray, que descanses –se despidió su tío.

  Era tarde. El otoño había entrado con fuerza, un gran contraste tras haber pasado el verano en el mediterráneo. Pero la noche era hermosa, con las luces de la ciudad, y las estrellas y la luna brillando en el cielo despejado.

  Al cruzar el puente se quedó abstraído, mirando los reflejos en el agua. Por eso pegó un salto cuando una mano se posó en su hombro.

  -Lo siento –atónito, vio que se trataba de Pierre-, no pretendía asustarte.

  -Pues menos mal, no quiero pensar qué harías si llegas a intentarlo.

  -Lo siento –reiteró, y al oriental le pareció que iba en serio.

  -Está bien –se relajó.-¿Puedo ayudarte en algo?

  -Verás… -gesticuló con las manos, escogiendo sus palabras-, quería disculparme. He sido injusto contigo. Te juzgué antes de conocerte, dije cosas horribles de ti… y me he dado cuenta de que estaba equivocado.

  -Vaya, ¿así que ya no soy un niñato?-dijo con una media sonrisa burlesca, pero enseguida suavizó el gesto.-Da igual, lo comprendo. Llevas mucho tiempo aquí, y de repente aparezco yo y me dan este puesto… -se encogió de hombros.-Es normal que estés cabreado.

  El oriental lo miró directamente a los ojos. Se sorprendió de cuánto brillaban, y de lo bien que le sentaba mostrar emociones. Que no fuesen desprecio o insolencia.

  -Hay otra cosa –vaciló el francés. Algo en su postura y sus gestos hizo que su corazón se saltase un latido.-Creo… creo que me gustas.

Notas finales:

Me imagino que me odiáis. Yo en vuestro lugar lo haría. Sencillamente no quería caer en el cliché de que duermen una noche juntos, tienen un bebé y todo es maravilloso.

 

Espero tener pronto el tercer capítulo. Hasta entonces, agradecería algún comentario, positivo o negativo.


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