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Más que a nada en el mundo por AoISuwabeStark

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Abrió los ojos, riñendo por lo bajo a la luz del sol que se colaba entre las cortinas, como si así pudiera espantarla y alargar aquella noche tan perfecta. Se le escapó un bostezo, y después se le perdió la mirada en la suave curva del cuerpo que se intuía bajo las mantas. Observó durante un momento el largo cabello, de color morado oscuro, que se desparramaba y contrastaba contra la blancura del cojín sobre el que reposaba. Le cubría parte del rostro, ese rostro que conocía a la perfección. No pudo evitarlo. Le rodeó la cintura con un brazo y se pegó a su espalda, hundiendo el rostro en su nuca. Su piel preservaba el aroma del jabón. Olía a leche, a azúcar, a miel.

Al notar su cercanía, él se arrebujó durante un momento y soltó un suspiro, entrelazando los dedos en los suyos. Notaba su respiración acompasada, oía sus leves ronquidos, y sabía que seguía durmiendo. Era mejor así. Debía estar agotado, y quería que descansara. Además, al ser domingo, su única ocupación era pasar el día juntos. Tras desayunar y pasar un rato en casa, le llevaría a un restaurante a comer, y después a dar un largo paseo por Hyde Park, aquel lugar tan emblemático para ambos.

Pero antes le dejaría reponer fuerzas, ya que habían pasado toda la noche haciendo el amor. Se lo habían tomado con calma. Se habían probado, habían disfrutado, habían robado el aliento contrario hasta fundirse en un solo ser. Adrien se había deshecho entre sus brazos mientras le dedicaba toda su atención, y las paredes habían oído los miles de gemidos que iban a morir contra ellas. Había sido una conmemoración de su amor en toda regla, pero no era para menos, ya que justamente ese día celebraban que hacía un año que sus miradas se habían encontrado por primera vez.

Besó su cuello, y dejó los labios apoyados en su piel, probando su sabor. Había pasado un año, y Adrien era tan distinto… pero sin perder su esencia, aquello que había hecho que se enamorara como un loco de él. Lo que hacía que siguiera igual prendado. Jamás olvidaría aquel encuentro en el parque que cambió su vida por completo, ¿cómo iba a hacerlo?

Aquel día en la oficina había sido una locura. Un miembro de su equipo se había equivocado con unas facturas, y él, asumiendo la responsabilidad que le correspondía, había tenido que arreglar todo el percal. Una hora después ya estaba hasta las narices, y lo último que quería hacer era pasar más tiempo entre aquellas cuatro paredes rodeado de compañeros de trabajo que miraban hacia otro lado cuando parecía que necesitaba ayuda. En cuanto vio que ya era la hora de su descanso cogió la cartera, un libro y su móvil, y se fue sin despedirse de nadie.

Estaba tan estresado que incluso le mereció la pena la caminata de diez minutos que separaba su lugar de trabajo de Hyde Park. La hizo gustoso, tarareando para calmarse mientras la bolsa del Tesco Express que contenía su almuerzo ondeaba al ritmo de su paso. Era uno de aquellos días benevolentes en que apenas unas nubes esponjosas y blancas moteaban el cielo azul, y el sol brillaba, creando un clima atemperado. Tuvo que desabrocharse un par de botones de la camisa por el camino.

Vagó un momento por el parque al entrar, aunque enseguida se dirigió hacia un enorme árbol que proporcionaba sombra y bajo el que no había nadie. Por la enorme extensión de hierba la gente se sentaba o estiraba para comer y charlar, pasar el rato con la familia, estar en pareja... Algunos valientes se dedicaban a correr por los caminos que se entrelazaban mientras otros se acercaban a The Serpentine para observar a los patos y los cisnes, y darles algo para comer. También había un par de chicas cantando y tocando la guitarra, y un grupo de amigos que boxeaban entre ellos. A él le encantaba aquel parque. Era un enorme pulmón verde en medio de la ciudad, y respiraba vida. Cualquiera podía perderse en él durante horas y no pasar dos veces por el mismo sitio, o acabar en Kensington Gardens casi sin darse cuenta.

Sacó su sándwich de huevo y bacon, una bolsa de patatas, un refresco y un par de naranjas y comió tranquilamente al resguardo del calor, apoyado contra el tronco del árbol. O al menos hasta que tuvo que salir de ahí, pues el lugar estaba lleno de hormigas que trataban de colarse dentro de su camisa y coger parte de su almuerzo. Frustrado acabó sentado en medio de la hierba, pero al lado de uno de los caminos, donde no había bichos. Mientras retomaba su comida se dedicó a observar a los patos, que se deslizaban perezosamente por la superficie del agua, apartándose de ella sólo para recoger las migajas de pan que les lanzaban mientras sus patitos les seguían.

Sí, definitivamente se notaba que el verano ya estaba llegando.

Apenas había desayunado aquella mañana, así que poco le duró el almuerzo. Suerte que se había acordado de coger el libro antes de salir hecho una furia de la oficina, o no tendría nada que hacer durante los veinte minutos largos que le habían sobrado. Se tendió sobre la hierba, con el libro apoyado en el estómago, y se dejó llevar por los susurros silenciosos de las palabras, perdiéndose en un mundo que, a pesar de no ser el suyo, sentía como propio. El roce del sol era gentil, y le calentaba lo suficiente como para estar cómodo, pero sin sofocarle. Oía las risas de los niños, los acordes de guitarra lejanos y las voces de las chicas, un leve chapoteo en el agua, el graznido de los patos…

—¡Me encanta ese libro! —una voz suave, dulce y divertida le interrumpió, arrancándole de sopetón de la tranquilidad en la que se encontraba inmerso.

Para cuando levantó la vista del libro ya le tenía sentado a su lado. Como había podido suponer por el tono grave, quien le había hablado era un chico. El flequillo, de un color rubio intenso, le cubría la mitad derecha de la cara hasta rozarle la mandíbula con las puntas, mientras que la parte posterior de su cabello estaba teñida con un tono castaño grisáceo. El pelo le llegaba casi hasta los hombros. El ojo que se podía ver, tan verde que brillaba, estaba fijo en él mientras sus labios esbozaban una sonrisa más radiante que el sol. Llevaba unos pantalones negros arremangados por debajo de las rodillas, y una fina sudadera roja oscura con un estampado de manchurrones negros. Sus orejas estaban cubiertas de aros plateados. Parecía tener unos veinte años, aunque su estilismo era engañoso y quizás fuera mayor. Su cuerpo era enjuto, y no parecía ser demasiado alto. Aunque bueno, él tampoco era un jugador de básquet, precisamente.

—A mí también, por algo lo estaba leyendo —dijo en tono cortante, pensando que ya le había tocado el típico friki solitario que buscaba darle la brasa al primero que encontrara.

—Parece aburrido al principio, pero el autor sabe cómo conseguir que sea interesante a la vez que te proporciona mucha información sobre la Edad Media —continuó él, sin pillar la indirecta—. Lo leí por primera vez hace un montón de años, y aun así lo releo cada seis meses porque es demasiado genial. ¡Ah, por cierto! Me llamo Adrien, ¿y tú?

No callaba ni debajo del agua. Y encima le tendía la mano, como si él pudiera tener algún interés en conocerle o seguir hablado. Se incorporó, dejando el libro a un lado. ¿Cómo se deshacía de él? Siempre podía decirle que tenía que irse a trabajar, o cualquier chorrada de esas. Pero es que le jodía. Con lo bien que estaba allí estirado, con el calorcito y su libro, y tenía que irse sólo porque el pesado aquel le había interrumpido.

Y si pensaba todo aquello, ¿cómo podía ser que una parte de su mente le estuviera gritando que, a pesar de todo, era adorable y que quería pasar más tiempo a su lado?

—Ian —contestó mientras le daba un apretón leve, incapaz de resistirse a esa personalidad tan espontánea y atrayente.

—¡Encantado de conocerte! Perdona si te he asustado al hablarte de golpe, pero no he podido evitarlo al ver la portada del libro.

Sonrió levemente. Cuanto más tiempo pasaba con él, más guapo le parecía y menos ganas tenía de irse. ¿Qué le pasaba? Él jamás se había interesado por nadie, ni por un hombre ni por una mujer. Pero Adrien era magnetismo en estado puro. Su sonrisa era preciosa, y nunca abandonaba sus labios. Ya entonces se dio cuenta de que era luz, y se sentía irremediablemente atraído por él.

—No pasa nada —le disculpó él. Se le estaba secando la garganta, y tuvo que toser un momento. Necesitaba encontrar un tema de conversación, algo que le ayudara a seguir hablándole. Su mente era un descontrol, ¡si hacía unos segundos quería enviarle a la mierda!

—¿Es tu primera vez leyéndolo? —Preguntó él, acercándose levemente para poder mirar por encima por qué parte iba. Y a Ian se le aceleró el corazón.

—Sí, me lo recomendó un compañero del trabajo.

—Espero que no te importe que me quede hablando contigo, me hace mucha ilusión encontrar gente con los mismos gustos que yo. Intentaré no hacerte ningún spoiler.

Pues claro que no le importaba, lo único que deseaba en aquel momento era estar con él, y oír aquella risa tan perfecta.

Los minutos se convirtieron en segundos mientras charlaban, sentados en la hierba y ajenos al mundo que les rodeaba. Adrien era tan divertido y dulce. Tenía un sentido del humor muy especial que hacía que se riera con cada tontada que se le escapaba. Y era precioso, y tan simpático que quería pasar horas escuchándole hablar, perderse en su voz y en aquella sonrisa que, ahora sí, se moría por besar. ¿A qué debían saber sus labios? Se lo preguntaba a sí mismo una y otra vez mientras trataba de centrarse, pero estaba seguro de que tenían un sabor acaramelado, acorde con la personalidad de su dueño.

Tan rápido se le pasaba el tiempo que, cuando miró el reloj, vio que ya debería estar en la oficina. Se disculpó mientras Adrien le acompañaba, entre risas, hasta la salida más cercana.

—Me ha gustado mucho hablar contigo —dijo el chico, apretando los labios un momento en previsión de la cercana despedida.

—Lo mismo digo.

No deseaba aquella despedida, se odiaría si aquello era el fin. Quería conocerle más, pasar más tiempo con él.

—Perdona, ¿haces algo esta tarde? —Continuó, lanzándose a la piscina. 

—Ahora tengo que volver al trabajo, pero no tengo planes para después.

—Yo también. ¿Quieres ir a tomar algo a un pub? Ya sabes, para seguir hablando del libro —dijo mientras le enseñaba el tomo de nuevo. Vaya excusa más peregrina se había buscado…

Aunque a Adrien no pareció importarle, al contrario. Le dedicó otra de sus sonrisas y le apretó durante un momento la mano libre entre las suyas.

—Tengo una pequeña tienda de discos aquí al lado de la parada de metro de Knightsbridge, se ve al momento. Aunque echo el cierre a las seis, normalmente me quedo un rato más ordenando y haciendo inventario. Si quieres pasar a buscarme cuando salgas estaré allí.

—Entonces nos vemos esta tarde.

—¡Hasta luego! —se despidió él, echando a andar al momento. Aunque tenía prisa, observó su silueta hasta que esta se perdió entre la gente.

Después de una intensa carrera hasta la oficina, a la que llegó sudando, pasó las horas que le quedaban de su jornada de trabajo tratando de centrarse y haciendo oídos sordos a todo aquel que tratara de decirle algo. Consiguió solucionar el problema de la mañana, y echó a correr de nuevo en cuanto pudo, sin que a su jefe le diera tiempo de agradecerle sus esfuerzos y, a la vez, regañarle por haber llegado tarde. Suerte que acababa antes que Adrien, eso le daba margen para acercarse en un momento a su piso para darse una ducha rápida, ponerse ropa más cómoda, y, en general, estar presentable. No entendía que se pusiera tan nervioso, que quisiera arreglarse. Muchas veces salía a tomar una cerveza con sus compañeros después del trabajo, no era nada raro. Pero con Adrien era diferente, como si fuera una cita.

Apenas eran las seis cuando salió del metro en Knightsbridge, oliendo a colonia y con el libro debajo del brazo. Tuvo que callejear un poco, pero efectivamente, la tienda de música resaltaba. Encasillada entre dos tiendas de ropa de lujo, con sus escaparates acristalados llenos de ropa a precios prohibitivos, se encontraba su negocio. Ya de por sí la pared, pintada de negro, llamaba la atención, y aún más el cartel de colores chillones que podía imaginar como la próxima elección para el tinte de su dueño. Llamó suavemente a la puerta, de la que colgaba un cartelito indicando que estaba cerrado, y Adrien la abrió.

—¡Bienvenido a mi reino! —exclamó, dejándole pasar después.

¿Seguro que aquello era el centro de Londres y no Camden? Las paredes del interior también eran negras. El lugar estaba lleno de estantes donde se apilaban centenares, miles de discos. En un rinconcito había un perchero del que colgaban camisetas oscuras de todas las tallas. Detrás del mostrador, en el que había una caja registradora, unos cuantos discos y un ordenador desde el que sonaba música punk, reinaba una enorme bandera de Inglaterra con la imagen de la monarca con los ojos tapados por el lema God Save the Queen, seguido del nombre del grupo que cantaba aquella canción que hasta él conocía, los Sex Pistols, que cubría su boca. Pósteres de otros grupos y cantantes cubrían las paredes. Adrien tarareaba mientras le dejaba explorar el lugar a su aire.

—Es diferente al resto de tiendas de esta zona —comentó, sin saber muy bien qué decir.

—Mi abuelo tenía aquí una sombrerería para gente importante. Heredé el local cuando él murió, y como a mí los sombreros no me interesan hice con él lo que quise.

Seguro que el abuelo de Adrien se revolvería en su tumba si viera en qué se había convertido su negocio.

—Lo siento mucho.

—Pasó hace tiempo, no te preocupes —dijo él, encogiéndose de hombros mientras vagaba por la tienda, recolocando los discos del mostrador—. En fin, ¿vamos?

Salieron, e Ian esperó a que el chico cerrara la tienda y activara la alarma. Después se echaron a andar, callejeando en dirección a Westminster mientras hablaban y buscaban algún lugar tranquilo, lo cual demostró ser una misión imposible. En todos los pubs los oficinistas se apelotonaban en la calle, ingiriendo una pinta tras otra de cerveza, charlando y fumando. Acabaron rindiéndose y entrando en un local cercano al Palacio de Buckingham, y se pidieron cada uno una cerveza. Y hablaron, hablaron de todo, menos del libro, que había quedado abandonado sobre el banco en el que se había sentado Ian.

—¿Qué edad tienes? Pareces un poco joven para tener tu propio negocio —preguntó él cuando el alcohol ya le había soltado un poco la lengua.

—Aunque no lo parezca tengo veintiséis —contestó, sonriendo traviesamente. Y era verdad, no los aparentaba para nada—. ¿Y tú? Pareces un poco joven para ser tan estirado.

Se tendría que haber ofendido por aquello, por el tono de recochineo que usó al imitarle, pero estaba tan mono que ni siquiera pensó en ello.

—Veintiocho, y no soy un estirado.

—Por favor, si cuando me he acercado a hablarte este mediodía casi me matas.

—¿Y para qué te has quedado?

—Porque me interesaba hablar contigo —soltó Adrien con una sonrisa enigmática. ¿Era él o el menor le estaba tirando la caña?

—Ya veo que te gusta el libro.

—No te imaginas cuánto.

Unas cuantas cervezas y varias horas después, le acompañó hasta la estación de metro de St. James’s Park, la más cercana. Allí se despidieron, no sin antes intercambiar sus números de teléfono y prometerse que se llamarían y quedarían otro día. Ian lo pasó mal aquella noche, apenas durmió, porque sabía que muchas veces aquello se decía y al final nunca se cumplía. Pero Adrien le llamó al día siguiente para pedirle que le acompañara a un concierto, ya que tenía dos entradas y el amigo que iba con él le había dejado tirado.

Aunque el concierto fue un horror y salió de él sin tímpanos y con la cabeza como un bombo, además de con marcas en la espalda gracias a la pulsera de pinchos que llevaba el chico que tenía detrás, que se empeñaba en clavarle cada dos por tres, aquello llevó a más llamadas, y más citas. Al principio sólo contactaban un par de veces a la semana e iban a pasear o a tomar algo, a explicarse la vida entre vasos de cerveza. Pero poco a poco las llamadas se hicieron más frecuentes al igual que sus quedadas, hasta el punto en que Ian salía de la oficina e iba directamente a buscarle cada día. Y Adrien siempre le recibía en su tienda, con aquella sonrisa que le daba vida.

En algún momento de aquel mes, Ian vio que se había enamorado de él. Sí, estaba enamorado como un idiota. No había otra explicación a sus latidos acelerados, al sudor frío y las mariposas que aparecían en su estómago cuando le tenía cerca. Se sentía solo cuando no estaba con él, le dolía despedirse cada noche, y sentía que volvía a respirar en el momento en que le tenía frente a él. Quería pasar cada día, cada noche de su vida con él, hablando de todo y de nada. Dormirse abrazando su cuerpo y despertarse a su lado. Si conseguía eso se sentiría el hombre más afortunado del mundo.

No había forma de detener sus sentimientos, y llegó el día en que se le escaparon de las manos. El día en que le besó por primera vez.

Estaban en un bar, como siempre, bebiendo y compartiendo las anécdotas del día. Se había sorprendido mucho al llegar aquella tarde a la tienda, porque su cabello, al que ya se había acostumbrado, era de color azul eléctrico, y estaba rapado del lado izquierdo mientras el flequillo seguía tan largo y cubriéndole medio rostro.

—Me aburro en nada, y necesito cambiar de vez en cuando mi peinado —dijo él cuando le preguntó la razón de aquel cambio tan radical.

Le había costado un poco, pero al final vio que le quedaba tan bien que no había otra que adaptarse de nuevo. Algo le estaba explicando Adrien sobre un cliente que se había despistado aquella mañana, pero la verdad era que no le estaba escuchando. Estaba demasiado concentrado observando sus labios, húmedos y brillantes a causa del sorbo de cerveza que acababa de tomar, y escuchando el sonido de aquella risa, que cada vez era más hermosa.

No pudo hacer nada, en el momento en que le preguntó qué le pasaba al ver que no se reía, se inclinó y le besó. Fue suave y dulce. Una leve presión contra su piel, apenas un roce con el que probó el alcohol que la cubría. Cuando se separó, Adrien no dijo nada. Se limitó a esbozar una sonrisa triunfal, pasarle los brazos por el cuello, y volver a besarle, lamiéndole los labios antes. Durante un rato se degustaron con lentitud, descubriendo el tacto y el sabor del otro, acariciándose cuidadosamente, sintiéndose.

—¿Quieres ir a mi casa? —Le preguntó él al final, lanzándole una mirada de soslayo al que parecía ser el dueño del pub, que les miraba mal parapetado detrás de la barra.

—Claro. —No podía negarse a una petición suya.

Hicieron el trayecto en metro hasta Camden en silencio, aunque con los dedos entrelazados. De vez en cuando se daban un beso breve, como si quisieran asegurarse de que el otro seguía allí, a su lado. Con lo que llegaban a decirse normalmente, y en aquel momento parecían ser incapaces de pronunciar palabra. A Ian no le hacía falta hablarle, sólo quería estar con él, sentir el cálido tacto de su piel contra la propia. Aquello estaba a punto de acabar, y quería tenerle cerca, aprovechar su compañía hasta el último minuto, antes de que le enviara a tomar por saco.

No se fijó en el piso, que estaba al lado del mercado, aunque tampoco podía hacerlo porque Adrien no se acordó de encender la luz. Le guio a ciegas hasta el dormitorio, y se dejó caer en la cama, tirando de su mano para que le acompañara. Besos, miles de besos. Su boca le reclamaba una y otra vez, incansable. Sus manos le recorrían la nuca, los hombros, la espalda, el torso. Casi le arrancó la camiseta antes de quitarse la propia. Era tan feliz por poder estar de esa forma con él… Le encantaba tocarle, sentirle cerca, hundirse en sus labios, acariciarle.

Y, a la vez, sufría. Porque sabía que en cuanto bajara la mano no encontraría nada. Cerró los ojos ante el suspiro de frustración que soltó Adrien cuando fue a tocar su entrepierna, listo para quitarle los pantalones, y allí no estaba la erección que esperaba.

—¿No te gusto? —Preguntó con la voz medio rota por la desilusión, apartando la mano.

—No es eso, es que… yo nunca me he sentido atraído sexualmente por otra persona, pero eso no significa que no me gustes. Me gustas muchísimo, te adoro —explicó él, sabiendo que probablemente no lo entendería.

Oyó otro suspiro, notó la mano de Adrien en su nuca, y sus labios le besaron en la mandíbula, aunque fue un beso demasiado suave, que no tenía nada que ver con los que habían compartido anteriormente. Un beso de resignación.

—Ian, ¿tú me quieres?

—Estoy loco por ti desde que te vi en el parque —admitió él. Ser sincero era la única arma que tenía para mantenerle a su lado. Ojalá funcionara.

—Eso es todo lo que necesito. Te quiero —dijo Adrien, y el corazón le dio un vuelco. Le hacía aquello y a pesar de todo le decía que le quería.

Notó un movimiento súbito, y cuando parecía que el menor iba a separarse de él, oyó que una cremallera se deslizaba y el ruido de la ropa cayendo al suelo. Poco después, él mismo perdió los pantalones y los calzoncillos a manos de Adrien quien después se puso a horcajadas sobre él, moviendo lentamente las caderas, de forma sinuosa.

—Es más, —continuó, empezando a moverse en círculos, jadeando por lo bajo— estoy convencido de que habrá alguna forma de solucionarlo.

—¿Y si no la hay?

Adrien se inclinó sobre él, robándole un beso que, esta vez sí, le transmitió sus sentimientos.

—Me va a dar igual, no dejaré que esto se meta entre nosotros. Quiero estar siempre contigo, haya sexo o no.

Poco le faltó para echarse a llorar. Siempre se había considerado raro, anormal. Era el adolescente extraño que, cuando sus amigos llevaban revistas porno al instituto, no las miraba con ojos lujuriosos y ni se acariciaba disimuladamente por encima de los pantalones, y mucho menos se las llevaba al baño. Era el que, a pesar de haberlo intentado, nunca se sentía atraído por nadie, ni se excitaba al ver una película guarra, independientemente de si sus protagonistas eran hombres, mujeres o pertenecían a los dos géneros. Había intentado salir con varias personas a lo largo de su vida, y, a pesar de que tenía una preferencia clara por los hombres, sólo disfrutaba de los besos, los abrazos. Cuando el sexo se aproximaba, él simplemente se desentendía y cortaba la relación.

Pero con Adrien no había querido hacerlo. Le amaba, le importaba demasiado como para no intentarlo. Era consciente de que estaba en todo su derecho de decirle que se fuera, de alejarle para siempre. Pero allí estaba él, imponente sobre él, esforzándose para conseguir que reaccionara. Y lo que era más importante, le había entendido. Le comprendía, se negaba dejar su recién empezada relación por algo como aquello. Sabía que, por mucho que fallaran, el seguiría ahí.

Adrien era lo que había estado esperando toda su vida.

Les costó mucho, pero al final lo consiguieron. Con esfuerzo por parte de los dos, aquello salió mejor de lo esperado, y compartió el primer orgasmo de su existencia con el que ya entonces sabía que era el amor de su vida. Y se durmió, estrechándole entre sus brazos, y con una sonrisa de felicidad que tardaría días en borrarse.

—¿Ya estás despierto? Es temprano aún —su voz interrumpió el hilo de sus pensamientos, y le devolvió a la realidad.

Adrien se dio la vuelta y le miró. Allí seguían aquellos ojazos verdes, refulgiendo, y la sonrisa más adorable del mundo, aquella de la que se había enamorado nada más verla. Unos cuantos piercings habían desaparecido y su rostro, aunque seguía siendo fino, ahora tenía un aspecto más maduro. Tanto que odiaba al despertar aquella luz que entraba en el piso de Camden que antes pertenecía a Adrien y que habían empezado a compartir pocos meses después del inicio de su relación, y con lo que agradecía ahora su presencia para poder observarle mejor.

Le besó cuidadosamente, entreteniéndose un segundo sobre su boca.

—Estaba pensando en el día en que nos conocimos, en nuestra primera vez y todo eso —rio contra sus labios, abrazándole estrechamente.

—Es increíble que haya pasado un año, el tiempo vuela —comentó él, arrebujándose contra su pecho—. Hablando de primeras veces, lo de anoche fue genial. Ya hacía un mes y medio desde nuestro último polvo, había vuelto a ser virgen.

—Lo siento —se disculpó. Siempre se sentía mal por no darle todo el sexo que sabía que necesitaba, pero no podía hacer más. La mayor parte de las veces se obligaba por él.

—Es broma, así siempre que lo hacemos es especial.

Soltó un suspiro de adoración. Era tan optimista… En vez de tomarse mal aquella situación la comprendía, esperaba pacientemente y siempre buscaba la parte positiva. Nunca habría nadie como Adrien, ni quería que lo hubiera. Lo era todo para él.

—Te quiero —confesó, besándole la frente.

—¿Cuánto?

—Más que a nada en el mundo.

—Yo a ti también —respondió él.

Continuaron abrazados mientras la mañana les saludaba, sabiendo que empezaba otro día del resto de su vida.

Notas finales:

Muchas gracias por leer esta historia :) 

 

Antes de nada quiero decir que, si os ha gustado, podéis descargar esta historia en PDF (por el momento) desde Payhip completamente GRATIS. Si a alguien le interesa, que me deje un comentario y le pasaré el enlace correspondiente :D

 

Ahora os voy a meter un rollaco de los buenos~

 

Quería aprovechar precisamente esta semana, en la que se celebra el Orgullo en Barcelona, para escribir una historia diferente, una que tratara sobre una de esas orientaciones sexuales que siempre acaban dejadas de lado u olvidadas. Cuando eres asexual, y os lo digo por mi experiencia personal, no tienes tantos problemas como en el caso de ser gay, lesbiana, bisexual... pero sí que sientes muchísima incomprensión. "Eso no es verdad, es que no has encontrado a la persona ideal", "Imposible, a todo el mundo le gusta el sexo", "No sabes lo que te pierdes", "Algo mal tendrás en la cabeza", "Eso es un trauma". Por sorprendente que os parezca, hay gente que piensa así, y cansa muchísimo ver que te niegan sistemáticamente lo que tú sabes que eres.

 

Hay muchas formas de vivir la asexualidad. Hay asexuales que de vez en cuando sí sienten ganas de tener sexo y lo hacen si pueden, asexuales que se consideran onanistas porque se masturban cuando lo necesitan o quieren desahogarse si están estresados/as, asexuales que no quieren sexo pero lo hacen por complacer a su pareja, y asexuales que no quieren tener nada que ver con el sexo porque simplemente no les interesa. Y esto es también una generalización, he puesto sólo algunos casos. La asexualidad, como el resto de las orientaciones sexuales, es tan rica y diversa que cada persona la vive a su manera.

 

Ser asexual no significa que no te puedas enamorar. A menos que seas aromántico, que eso ya es otro tema distinto, puedes tener relaciones plenas y significativas. El sexo no lo es todo en una relación, y mientras la otra persona lo entienda y se llegue a un buen acuerdo, como con tantas otras cosas, no hay ningún problema. En este caso os he ofrecido una historia dulce de un asexual homoromántico sin más pretensiones que conseguir que os guste, normalizar este tipo de relaciones y dar algo de visibilidad a la comunidad asexual.

 

Aquí acabo mi rollazo, gracias por leerme hasta el final. Estaré esperando por si queréis comentarme cualquier cosa :D ¡Nos leemos! :)


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