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Desde el fondo del pecho. por Lluvia de Uvas

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Notas del fanfic:

Bueno, la idea viene de un corto que realmente me conmovió. Y como ésta vi varias historias más que me llegaron a sacar un millar de lágrimas toda la tarde. Así que, mocos, mocos, everywhere. Sé de todas maneras que jamás podré recrear el mismo sentimiento que tuve con mi nivel de escritura actual, pero de todas formas quería compartirla.

 

 

Como una disculpa a las lectoras de "When the function ends" por no haber actualizado este fin de semana, les regalo este pequeño Oneshot que más que yaoi entre Hibari y Tsuna, representa el valor de la vida humana que jamás debemos olvidar ni menospreciar. Porque a veces el más pequeño acto de solidaridad puede llegar ser capaz de salvar una vida. 

Mi padre siempre había sido un hombre muy amable.

 

 

Jamás fuimos de grandes riquezas o ambiciones. Nos conformábamos con un plato de arroz y un poco de sopa por las mañanas, y yo podía respetar aquello, porque el amor de papá o de mamá jamás me faltó. Pero sabía que había pocos como yo en el barrio donde vivíamos.

 

 

El distrito cuatro de Tokio era muy pobre y maloliente. Caminar de noche y quedar intacto por la mañana era una proeza digna de considerarse un milagro, aunque no por ello, respetada en el intento de volver a tentar la suerte por segunda vez. Y durante el día ciertamente no era mejor.

 

 

Iemitsu, mi querido padre, desde joven trabajaba como verdulero en el mercado central. Mamá hacía el aseo en las casas de los ricos en el distrito trece, y por mientras me quedaba ayudando a papá a vender y ordenar los tomates intentando no unirme a los otros niños que correteaban por ahí entre las faldas de sus mamás jugando. Fue durante uno de esos habituales días que lo vi por primera vez.

 

 

“¡Tú, mocoso! ¡Así que tienes las agallas de robarme, eh!”

 

 

Curiosas, las personas fueron reuniéndose en torno a algo o alguien que hacía mucho ruido delante de una de las pocas tiendas de cosas múltiples que había por la zona. El dueño del mini supermercado mantenía fuertemente sujeto a un niño no mayor que yo desde su muñeca, y este no parecía oponer la resistencia a los golpes que el robusto hombre le daba. Parecía acostumbrado.

 

 

“¿Acaso crees que soy estúpido como para no haberme dado cuenta? ¡Responde!”

 

 

El pequeño de piel blanquecina, y ojos tan oscuros y apagados como el color de su cabello, miraba lúgubremente el piso sin soltar una botella que mantenía agarrada bajo su mano. ¿Por qué me dio la impresión de que estaría avergonzado de robar? ¿Sería su primera vez? Tímidamente me escondí detrás de la pierna de papá cuando sus ojos se encontraron con los míos, y el brillo apagado e indiferente de estos me provocó un fuerte escalofrío en la espina dorsal. Que tonto había sido. Él no era un niño. O por lo menos no un niño normal, porque sus ojos me rebelaban haber vivido más años de los que tendría yo o incluso papá.

 

 

“Tsuna, espérame aquí. ¿Quieres?” Me dijo papá amablemente al tiempo que me revolvía los cabellos bajo su mano con una dulzura indescriptible. “Si mamá pregunta, hoy vendimos poco ¿bien?”

 

 

Al principio no entendí que había querido decir con eso, pero obedientemente asentí y todo quedó claro para mí cuando de la cajita de recaudaciones sacó unos cuantos billetes y se abrió paso educadamente entre los fisgones para pagarle al dueño de la tienda con una sonrisa confiable. Deteniendo en el acto un golpe del hombre que sería más duro que los anteriores.

 

 

“¿Estás seguro, Iemitsu? ¡Este niño es un ladronzuelo! Si no los detienes ahora, cuando crezcan serán peor.”

 

 

“Sabes que soy un hombre decidido, Jager.” Contestó él, firme. “Ahora suéltalo y no lo golpees más. Sigue siendo un pequeño.”

 

 

La multitud inquieta no se alejó, y avergonzado el temible sujeto simplemente resopló y cogió la cantidad que se le ofrecía para entrar de nuevo al lugar junto a papá que lo siguió sonriente. Los murmullos por supuesto comenzaron a sonar por todos lados y el niño no se movió de ahí, ni siquiera cuando sintió que papá lo defendía o acto seguido lo empezaron a apuntar discriminándolo por haber robado. Pero aquel niño no escapó… solo se quedó ahí aferrándose a aquella botella de vidrio como si su vida dependiese de ella.

 

 

“¡Listo!” Exclamó papá llamando la atención de todos, y al llegar hasta el infante alertado también por el inesperado grito, se arrodilló frente a él y le tendió una bolsa de plástico repleta de otras botellas similares y comida. “Ten, y ahora corre. De seguro tienes prisa por llegar a tu casa.”

 

 

Pasmado el pequeño con desconfianza cogió la bolsa y las lágrimas se agolparon en sus ojos cuando reconoció todo lo que había ahí. Un carrasposo y oxidado “gracias” salió de su boca reseca y en seguida se echó a correr siguiendo la orden de papá. La gente se disipó.

 

 

“Dios, Iemitsu. Eres demasiado amable siempre.” Lo regañó otro verdulero con una sonrisa, y solo fue retomando su trabajo como todos los demás.

 

 

Papá solo rió y fue a donde estaba yo para volver a sus quehaceres. No volví a ver a ese pobre niño otra vez, y no fue hasta el final del día que me enteré de porque papá hizo eso cuando empezamos a guardar las verduras arriba de la vieja camioneta de carga.

 

 

“Medicina. Esa botella… era medicina.”

 

 

 

 

 

Los años habían pasado y por fin había acabado con mi educación secundaria. De hecho, aquello era todo un logro considerando los bajos recursos que la gente tenía por ahí, y las cosas más allá de esa hazaña no habían cambiado dentro de las paredes de mí casa. O eso decían los demás.

 

 

Papá estaba muriendo.

 

 

Su enfermedad en realidad era reversible. Pero el costo del tratamiento estaba más allá de lo imaginable y no teníamos recursos para costearlo… Nadie nos quería ayudar. Nadie de los que papá había auxiliado en su vida nos había abierto las puertas, y mamá trabajaba desesperadamente en todo lo que le ofrecían sin perder la esperanza. Pero yo no era tan optimista. No. Podía ver la realidad.

 

 

“Señorita… ¿Cuándo había dicho el doctor que debíamos irnos de aquí?”

 

 

Con timidez llamé la atención de la enfermera que organizaba unos papeles sobre su carrito portátil, y con una sonrisa robótica, solo me tendió los mismos folios que antes apilaba para luego marcharse. No podía entender. Papá por suerte dormía y no estaba presenciando la vergonzosa escena de ver a su hijo rogándoles a los médicos que nos permitieran extender la fecha de pago sin tener que llamar a las autoridades para sacarnos del hospital, pero los números con la cuenta de las medicinas no cuadraban. ¡Tenía que haber una equivocación!... ¿Cierto?

 

 

Al final de tantos ceros junto a los nombres de las pastillas recetadas, y las boletas de muchas medicinas que nos llegarían pronto a casa, un pequeño párrafo impreso junto al recibo llamaron mi atención por la irregularidad de su presencia ahí… conteniendo palabras que en la vida podría olvidar.

 

 

 

 

« Resumen de los gastos médicos… »

 

 

El niño corría con la bolsa de plástico fuertemente abrazada a su pecho, tan rápido como sus huesudas y sucias piernas le permitían hacerlo. No podía desperdiciar más tiempo; ni un solo segundo más. Y su corazón latía con tanta ferocidad como también lo hacía en ese instante en el mercado.

 

« Todos los gastos pagados hace veinte años. »

 

 

Todavía no podía creer la compasión que había tenido ese señor con él; una compasión que ni su padre le había mostrado a la hora de golpearlo como diariamente hacía o saber que su esposa estaba enferma para después largarse de ahí. Sí, porque ese día su madre había despertado con una fuerte fiebre por una herida que se había hecho la noche anterior en su pierna, y su padre con dolorosa indiferencia había tomado sus cosas y se había largado de ahí.

 

 

El pequeño tenía miedo de quedarse solo y de perder a la única persona que en su vida le había mostrado afecto, y era por ello que por primera vez en toda su existencia decidió robar.

 

 

« …Con tres botellas de antibióticos… »

 

 

Una vez más apretó aquellas cosas contra su pequeño y sucio pecho. Y ya no le importaban las heridas que tenía su cuerpo por las personas a su alrededor. Tampoco la irritación de su estómago vacío de hace días, o el doloroso golpe a su orgullo que había tenido que sufrir por conseguir todas esas cosas…

 

 

« …y una bolsa de sopa de verduras… »

 

 

La vida le había dado una segunda oportunidad a él y a su madre. Así que por siempre, desde el fondo del pecho… estaría agradecido de ese pequeño acto de piedad.

 

 

« … Saludos cordiales, Dr. Hibari Kyoya. »

 

 

Notas finales:

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