“- Condesa, ¿ha oído los rumores acerca del primogénito de los Orihara, Izaya?
-¿Rumores? ¿Los Orihara, realmente, señorita Douglanivok?
-Así es, Condesa Sonohara. Izaya, ese pequeño idiota, ha tenido unas actitudes muy extrañas últimamente. Inclusive los Ryuugamine se llegaron a enterar…
-¡No puede ser…! ¿Qué clase de actitudes, señorita?
-Dicen que se está volviendo un poco…
-¡…!
-esquizofrénico.”
Era la mañana de la inauguración del famoso Titanic. La mitad de Inglaterra rodeaba el muelle observando el barco más grande de la historia. Contemplándolo, increíbles, por su tamaño y espesor.
Por supuesto que cualquier persona en el mundo se habría fascinado de entrar en tal lujoso barco. Sin embargo, no era el caso de Izaya Orihara. Él sólo lo consideraba otro lugar al que podría observar humanos, y de pasada, un pequeño infierno que lo llevaría de vuelta a su hogar natal.
-No es la gran cosa, madre- suspiraba sin ánimo el azabache, mientras lo ayudaban a bajar de su coche. - ¿no es más grande el Olympic?
-su hijo es difícil de sorprender, señora – reía el conde Rokujo, mientras ocultaba una mueca por el comentario de Izaya- Y no, cariño, este ¡es el barco más grande del mundo, construido por los irlandeses, claro! No verás nada más asombroso en toda Inglaterra, y por supuesto, lujoso…
Genial. Pensaba Izaya. De nuevo atrapado en un infierno del que no podría escapar por su terca madre, y este sujeto que se hacía llamar “su prometido”.
Izaya sentía que su cabeza iba a explotar de tanto gritar en su interior. Ya que lo último que quería, era que su madre se enterara de que en realidad, no quería casarse con ese grandísimo idiota, el conde Rokujo.
Sin embargo, el dinero era una necesidad. Así que por fuera, era todo lo que un joven con clase debía mostrar. Y sabía que, por más que gritara, nadie lo iría a escuchar.
Cerca del muelle donde zarparía el Titanic, se encontraba un bar bastante antiguo, repleto de personas que desahogaban sus asquerosas vidas, bebiendo alcohol.
En una mesa no muy apartada del ventanal, con vista a ese gran barco, se encontraban jugando cuatro jóvenes al juego de azar más popular hasta el día de hoy.
Así es, el póquer.
-Shizuo, estás loco –susurró un sujeto, por su forma de hablar, americano, a un apuesto chico, de rubias cabelleras, desarreglado y flacucho, que estaba sentado a su lado- ¡apostaste todo lo que teníamos!
El susodicho, hizo un gesto para que se acercara- Kazuka decía, que si no tienes nada, no tienes nada que perder tampoco- murmuró algo nostálgico para mirar a sus oponentes- ¿Tom? ¿Steven?
-idiota, ¡¿cómo apostaste nuestros boletos?!- gritaba un sujeto, en un idioma extraño para el rubio y al americano, al otro sujeto llamado “Steven”.
Los cuatro chicos de la mesa se miraron. En esos segundos se decidiría todo.
-La vida de alguien cambiará en estos momentos… así que, ¿Steven?- dijo el americano llamado Tom.
Steven mostró lentamente sus cartas. Nada. Pensó Shizuo alegre. Generalmente en estos juegos le iba bien. Y este no será diferente.
-¿Tom?
El americano, llamado Tom, prosiguió, tirando con algo de rabia las cartas sobre la mesa.
Otra vez. Nada.
-¿Oliver?
Oliver, algo sonriente y perspicaz, tiró las cartas sobre la mesa. Y sacando un cigarrillo dijo- Dos pares.
-Tch, nada mal, Oliver… - dijo Shizuo volteándose a Tom- Lo siento… pero, ¡AHÍ TIENEN!
Shizuo lanzó sus cartas sobre la mesa, mostrando claramente un full, llamado en el póquer.
-¡En su jodida cara, americanos! ¡Nos vamos, Shizuo!- exclamó eufórico Tom, sin contar que los resentidos americanos lo tomaron antes de que se llevaran los boletos, quedando frente a frente.
-Nos las van a pagar… -murmuró en la cara de Tom uno de los americanos.
-¿Qué dijiste, americanillo? –dijo con una mirada de completo odio Shizuo, hacia sus resentidos oponentes. Ellos sabían que Shizuo Heiwajima, era una persona destacada por su grandiosa fuerza entre Inglaterra, una persona con la cual no debías tener como enemigo… por esa razón, no lo pensaron dos veces, y se retiraron rápidamente como las ratas que eran. Así me gusta…
-¡Shizuo, nos vamos a América, Dios! ¿¡Puedes creerlo!?
De este modo, quedando tan sólo 5 minutos, exactamente para que zarpara el Titanic, salieron dos pobres afortunados que no tenían la menos idea de la aventura que se llevarían…
Realmente no tenían idea.