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El hombre al piano por Ambidistrux

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Notas del capitulo:

Avisados estáis de que esta historia puede haceros llorar, así que no os quejéis.

Nueva Jersey, diciembre de 1986. Un viejo club del final de una calle que ahora solo estaba llena de borrachos y prostitutas que buscaban un poco de dinero para alquilar una habitación en el motel frente al club. A la puerta un hombre de casi dos metros y tan ancho como un armario vigilaba a todo aquel que intentase entrar. El lugar, un bar de aspecto antiguo con mesas de madera; una barra negra y marrón llena de taburetes antiguos, servida por un hombre de corto cabello castaño y preciosos ojos grises; el suelo enmoquetado de color rojo oscuro disimulaba las mil manchas de sangre y sudor; las paredes llenas de viejos dibujos de carteles de cine; y, allí, en el escenario, un joven pianista de largo cabello rubio trataba de no derrumbarse mientras daba su show, como cada martes a las 22.

Jared se aferraba una vez más a su tabla de náufrago, también conocida como piano. Conforme se iba perdiendo en sus pensamientos los acordes mayores desaparecían dejando surgir una canción de acordes menores. El club estaba lleno, tan solo por él, como cada jueves, pero el músico sentía un vacío proporcional a los aplausos que recibía para intentar llenarlo.

Al terminar, como cada día, se encontró sentado en la barra. Otra vez entre sus manos una copa de whisky escocés a la que invitaba la casa intentaba llenar los vacíos que el tiempo le había creado. Frente a él, un camarero no mucho mayor que él limpiaba una copa con un trapo que había adquirido un color amarillento con el paso de los meses.

—Taylor... Creo que me está matando —dijo al hombre castaño que tantas copas le había servido con el paso de los meses.

—Todos te adoran —respondió él sin apartar la mirada de la copa que estaba limpiando—, nadie dice nada malo de ti, eres el pianista más conocido a este lado del Hudson.

—¡Eso mismo me está matando! —alzó la voz, sintiendo que su amigo no le comprendía—. Míralos —Sobre su hombro dirigió sus orbes avellana a la gente que le sonreía desde las mesas—. Están ahí porque creen que soy bueno, cuando falle podría jugarme las manos a que nadie quedará para levantarme.

El muchacho dejó su tarea para dirigir la mirada al menor, odiaba verlo tan deprimido, ¿cómo podía no apreciarse a sí mismo? …l creía que su toque era como el de un ángel, jamás había escuchado sonar un piano del modo del que él lo hacía sonar. Era increíble, el único motivo por el que renunciaba cada semana a librar los martes, quería verlo en el escenario, accionando las teclas del modo del que solo él sabía hacerlo. Jared Scott, estudiante de Juilliard que ahora mataba sus penas en alcohol y tocaba para una panda de mafiosos, borrachos y prostitutas porque la vida se había vuelto en su contra en algún momento. Se acercó a aquel muchacho dejando sus manos en la reluciente barra y con la boca a apenas cinco o diez centímetros de la oreja ajena.

—¿Crees que yo me iré si fallas, Jared? —le susurró antes de apartarse un poco.

El muchacho se volteó haciendo que su melena rubia se agitase para acabar reposando de nuevo sobre sus hombros y su frente, haciendo que sus ojos oscuros apenas fuesen distinguibles entre aquella mata de cabello liso. Se humedeció los labios antes de clavar su mirada en los expresivos ojos grises de Taylor.

—Tú no eres como el resto —sentenció y su aliento con olor a whisky golpeó la cara del camarero.

Con la zurda se hizo con la copa y de un trago se bebió el poco líquido amarronado que aún quedaba en el vaso. Sus dedos se deslizaron por ella, nervioso tecleaba sobre el cristal como si fuese un piano. Estaban tan cerca que podían notar la respiración del otro en la cara, Taylor se humedeció los labios intentando mantener aquella distancia, aunque quería romperla, atraer al pianista a sí tomándolo de aquella camisa azul que le hacía lucir más espectacular que de costumbre.

Jared muchas veces había imaginado que el camarero le quería del mismo modo del que lo hacía él, pero jamás se le había pasado por la cabeza afirmar aquello. El alcohol había terminado con la última parte inhibida del cerebro del más joven y solo podía pensar en los finos labios del británico que le acompañaba. Si no se viese mal... Se hubiese acercado, se hubiese adueñado de su boca, habría probado su sabor hasta quedarse sin aire, hasta que sus pulmones estuviesen tan vacíos como una de sus sonrisas al dueño del club.

—¿Qué soy para ti? —preguntó el de ojos más claros.

—Todo —respondió el muchacho en un susurro que le hizo sentir un escalofrío desde la nuca a los pies.

Sus miradas se volvieron a cruzar, los prejuicios, las miradas indiscretas y sus reputaciones no les dejaban vivir del modo que les hubiese gustado.  Si las cosas hubiesen sido de otro modo, si no hubiesen tenido miedo al “qué dirán”… Quizá entonces no estaría escribiendo esta historia y vosotros leyéndola.

Taylor quería ser su hombro para llorar, el que limpiase aquellas lágrimas que empañaban sus ojos castaños con los pulgares, quería saber cómo se veía por la mañana al despertar, quería saber si le gustaba el café solo o con leche. Taylor solo quería ser de Jared y que él fuese suyo.

Jared quería aferrarse a él, hundir el rostro en el hueco de su cuello, saber si era cómodo dormir sobre su pecho, quería ver de qué color brillaban sus ojos cuando el sol se colaba por las cortinas, quería saber si se duchaba con agua caliente o templada. Jared solo quería ser de Taylor y que él fuese suyo.

Se les rompió el alma al pensar en lo que la gente diría, al creer que todos les darían la espalda. Eran los 80, nadie se atrevía a decir que era homosexual en aquel lado de Estados Unidos. Taylor se volteó a la estantería de botellas aguantando las ganas de llorar, Jared agachó la cabeza dejando que las lágrimas resbalasen por sus mejillas.

Aquella fue solo una noche más en la que se devoraban el uno al otro con la mirada, otra noche donde durmieron solos, otra noche donde ninguno tuvo el valor de acercarse, otra noche donde sus almas siguieron rotas y unidas a la vez. Solo fue un ejemplo más de que las cosas no podrían cambiar.

Al llegar a casa Taylor se sentó en el sofá con una copa en la mano, pensando que si fuese una mujer todo estaría bien, podría acercarse, hacer cuanto quería, pero eran hombres. Se deshizo amargamente en lágrimas sintiendo que se le destrozaba el corazón. Se ahogaba en su copa y su cordura iba desapareciendo, tiró el vaso contra la pared, haciéndolo añicos. Con pasos lentos y pesados se dirigió a su habitación y abrazó la almohada pensando que era Jared. Empapó la funda en lágrimas antes que caer dormido, como cada noche.

Jared, por su parte, bebió hasta no tener sentido. Un taxi lo llevó a su apartamento y entre sollozos moría por solo rozar una vez sus labios. Hubiese deseado ser una mujer para poder estar entre sus brazos sin ser juzgados. Como cada noche durmió entre lágrimas imaginando que el otro le abrazaba por la espalda. ¿Por qué le tenía que pasar eso a ellos? ¿Qué pecado habían cometido?

Otra semana pasó y ninguno se atrevió a desafiar a la sociedad que los juzgaba como pecadores. Así fue hasta aquella noche de febrero en la que Taylor no lo soportó más, en un callejón a dos o tres calles del club arrinconó a Jared.

—¿Qué haces? —murmuró el de cabello castaño con la voz entre cortada al estar tan cerca de él.

—Lo que llevo meses sin atreverme a hacer, Jared —Sus manos se colocaron a ambos lados de la cabeza del menor—, no puedo seguir actuando como si tú no me volvieses loco, quiero ser tuyo, que seas mío… Quiero estar solo contigo —Y dejó que su cabeza bajase quedando a la altura del menor que pasó los brazos por su cuello.

Sus labios por fin se fundieron, el calor les recorrió la piel como si estuviesen bajo el sol de una playa de California en agosto mientras sus manos investigaban cada centímetro de sus cuerpos. La ropa les sobraba, sus frentes estaban húmedas, el cabello del mayor estaba empapado, el del menor se rizaba mientras se deshacía en el placer que el otro le daba. Los gemidos y jadeos inundaban el callejón y jamás llegaron a saber quién había producido cada sonido. Taylor se sintió por fin completo y Jared por una vez estuvo lleno, sus almas se unieron en una sola y sentían que nada podía ponerse entre ellos.

Aquella noche sus vidas cambiaron para siempre. Jared dejó los acordes menores por una noche, Taylor desde la barra lo desnudaba con la mirada mientras servía copas, todo parecía ir bien, por fin. Un hombre se acercó al camarero y con una mirada claramente despectiva.

—Mira, chico, no sé de dónde vienes o cómo has llegado a eso, pero vi lo que hiciste en el callejón —La copa que limpiaba se escurrió de entre sus manos y el hombre se acercó más aún—. Eres basura y voy a enseñarte qué le hacemos a la basura aquí.

El nudo en su garganta fue muy difícil de deshacer, de hecho Jared apenas logró que le dijese tres o cuatro palabras mientras bebía en la barra. Cuando vio que el menor estaba tan borracho que no se tenía en pie pidió al portero que llamase a un taxi para el chico mientras él se encomendaba a un dios que penaba lo que había hecho aquella noche tras los cubos de basura.

Al terminar su turno el mayor acabó por el suelo de uno de los muchos callejones de aquella calle. Las noches siguientes no fueron diferentes, salvo porque Jared no apareció por el club, cosa que le apenó y agradeció de mismo modo. Mientras él sufría las palizas Jared en su casa componía canciones al piano y estudiaba de nuevo para retomar su carrera de piano. Al fin había encontrado un motivo para seguir adelante, Taylor.

Aquel viernes el mayor tomó bolígrafo y papel para escribirle a Jared lo que ocurría. Las lágrimas caían en el papel mientras él intentaba escribir que estaba bien, que iría unos días fuera de la ciudad, con su familia. Aunque la realidad fue que aquella noche decidieron acabar con su sufrimiento y con unos zapatos de cemento se hundió en el fondo del río Hudson.

A Jared se le rompió el alma aquel viernes por la noche y no supo bien por qué fue.  El lunes siguiente recibió una carta en la que el remitente era Taylor, esperaba una explicación a su repentina desaparición, algo que le consolase, pero lo que leyó le dejó preocupado. La carta olía a él, el papel tenía marcas de sus lágrimas, ¿por qué lloraba al escribir que iría de nuevo a Inglaterra? Aquello le dejó preocupado y al preguntar al dueño del club éste le dijo que no sabía nada de él desde el viernes. Jared en su casa abrazó la carta contra su pecho, lo único que tenía de Taylor, lo único que jamás iba a tener de él a parte de los recuerdos.

En marzo apareció su cuerpo y Jared fue el encargado de identificarlo. Entre lágrimas afirmó que era él, su Taylor, destrozado, muerto, por el simple hecho de amar a alguien. Al llegar a casa empezó a beber y escribió una carta que sus padres recibieron en Chicago a finales de abril de 1987. Les contaba que jamás había sido tan feliz como aquella noche de martes en la que al fin supo cómo era estar entre los brazos de su amado. También en aquella carta escribió que sin él ya no sentía fuerzas, había dejado de tocar el piano, había quemado sus partituras y se deshacía en lágrimas rodeado de botellas vacías en la mesa donde antes había escrito canciones para Taylor, las canciones que nunca le pudo tocar.

Una noche se armó de valor y tras una buena ronda de whisky, vodka y cerveza  se dirigió al río Hudson, donde finalmente descansó en paz. Su cuerpo se encontró meses después y al abrir su apartamento solo se encontraron las botellas vacías, las cenizas de sus partituras y el suelo manchado de su propia sangre por la depresión.

Según se dice entre los cubos de basura de ese sucio callejón de Nueva Jersey las almas de los amantes se reúnen reviviendo aquella noche de febrero donde las palabras y las telas sobraron para hacerlos uno.

Notas finales:

Ya sabéis, con esto y un bizcocho hasta mañana a las ocho.

Tirones de oreja, reclamaciones, ardillas con bazooka en reviews.


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