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Risaterapia / KaiSoo fanfic por Lesly

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Notas del fanfic:

Espero que les guste, hace como un mes que llevo planeando esta historia que va dedicada a Ohbany c:

LLUVIAS DE DESTINO

 


Martes 5 de julio de 2005.

 


A esas alturas, JongIn comenzaba a entender que quejarse no le serviría de nada. Por ejemplo, no importaba cuántos lamentos acerca del insufrible calor veraniego proclamara, la temperatura no bajaría ni sus deberes desaparecerían. Al ser un joven con demasiadas responsabilidades, sólo le restaba adaptarse con resignación, o bien, hallarle el gusto.

Cada inicio de semana acudía al centro comercial más próximo a su hogar, con el fin de surtir las compras necesarias. Ese caluroso martes no fue la excepción. Al salir de la escuela lo primero que hizo fue dirigirse a su casa para dejar la mochila y cambiarse el uniforme por un par de prendas casuales.

En la entrada del establecimiento, se encontraban varios carros de compras enfilados unos contra otros. JongIn tomó uno y lo empujó por el tubo embalado en plástico rojo a través de las puertas automáticas. Dejó que sus resecos labios emitieran un suspiro de puro alivio al momento de ser bañado por la frescura del aire acondicionado. El frío en contraste con lo caliente de su piel era placentero. De estar tanto tiempo caminando bajo el sol, su piel ya de por sí tostada había adquirido un ligero tono rojizo.

Serpenteó entre pasillos iluminados por luces blancas en busca de todo lo que se requería en casa. Echó al carrito un par de golosinas extras a la extensa lista que su padre había dejado sobre la mesa antes de salir al trabajo, no era un gasto del que debiera preocuparse, pues bajo el papel había dejado también 46.500,50 wons, una cantidad suficiente.

El empleo de su padre era el principal motivo de que las responsabilidades del hogar cayeran enteras en sus hombros. Podría ser un poco más tolerable si a eso no se le atribuyeran las tareas de la escuela. Para JongIn los estudios representaban parte fundamental de su vida. Tenía grandes esperanzas y expectativas de un futuro prometedor como médico, de modo que no se podía dar el lujo de descuidar el ámbito educativo.

Había días en los que el cansancio acumulado era tal, que al final del día, doblegado por la fatiga de cada extremidad de su cuerpo, terminaba por caer rendido a la cama. El mundo de los sueños no lo absorbía sino hasta transcurrido un par de horas de divagación, pues desde los diez años lo acechaba un monstruo nocturno de nombre insomnio.

Aun así, y a pesar de lo agotador que le resultaba todo en conjunto,lo hacía sin rechistar, porque su padre sólo lo tenía a él, lo mismo que él únicamente a su padre.

El último pasillo por el que debía adentrarse era el de los cereales, el único producto todavía sin tachar de su lista. Barrió con la mirada el largo y ancho del alumbrado pasadizo. Sus ojos cayeron sobre la caja en específico que estaba buscando. Apresurado y ansioso la tomó, era la última y temía que alguien más la ganara. En la caja los colores predominantes eran azul, rosa y amarillo claro, el frente mostraba un pingüino de cuerpo azul y cabeza redonda. La edición limitada de Pororo. La televisión era el aparato menos usado en su casa, por lo que últimamente no veía el programa, pero seguía siendo un fanático declarado de aquellos dibujos animados.

Además de eso, las hojuelas de maíz bañadas en canela y miel con diminutos malvaviscos azules eran su desayuno predilecto y su provisión se había agotado.

Una sonrisa victoriosa se ensanchó en su cara al tener la caja en sus manos. Ya podía imaginar las lágrimas en los ojos de los niños que como él, iban al centro comercial en busca de aquel cereal. Sintió lástima por ellos, pero su felicidad no se desvaneció.

En el instante preciso en que se giró para depositar su nueva adquisición dentro del carro, junto a todas sus demás compras, se topó de frente con el rostro de un niño como los que había imaginado en llanto, pero un poco mayor.El niño tenía la cabeza enfundada en un gorro negro, él se preguntó qué tan loca debía estar una persona para usar una prenda como esa con el intenso calor.Bajo la gruesa tela, sus cejas declinaban al centro y sus ojos lanzaban chispas de anhelo al mirar el cereal que aún sostenía.

—Kyung, ¿elegiste ya el que quieres? ¿Ya podemos irnos? —preguntó una mujer de edad avanzada caminando hacia donde ellos estaban, acababa de dar vuelta desde el pasillo del lado. A simple vista lucía como si fuera su abuela, aunque en realidad era algo que no importaba. Finalmente dejó la caja encima de la bolsa de papel higiénico y se dispuso a emprender el camino hasta las cajas para pagar e irse. Antes de hacerlo echó una mirada más al labio sobresaliente del menor. De verdad parecía entristecido.

—Se acabó mi favorito —le escuchó responder, utilizando una voz que a su parecer, sonaba infantil y caprichosa en demasía.

De todas formas el chico definitivamente era menor que él, de trece años a lo sumo. Se recordó internamente que no todos habían tenido que madurar tan pronto como él.

—Cariño, escoge cualquier otro, tenemos prisa —pidió la mujer. JongIn, que seguía ahí en pie, notó su intento por parecer suave al hablarle a quien aparentaba ser su nieto, aunque se percató también de la fatiga oculta en sus tranquilas palabras. Observó que el chico se resignaba y asentía con su blanquecino rostro contraído.

—De acuerdo, no tardaré —murmuró antes de empezar a recorrer los pasillos sin ganas.

Recordó que de pequeño, su desesperación alcanzaba niveles avasallantes cada vez que no obtenía lo que quería. Podía tener algo parecido, incluso algo casi igual, pero si no era lo exacto que deseaba, sentía que todo el mundo se ponía en contra suya para hacerlo infeliz.

Quizá por esa razón, unos hilos imaginarios guiaron sus pies por el tramo que lo separaba del menor. Tenía la creencia de que los niños debían sonreís el mayor tiempo posible, no le gustaba ver muecas tristes en sus caras porque le venían recuerdos de momentos duros por los que tuvo que pasar.

—Toma —dijo una vez que estuvo cerca. Extendió el brazo hacia él, dándole a entender que le estaba cediendo la última caja. Sabía que posiblemente nunca volviera a encontrar la edición limitada de Pororo con el muñeco de regalo en el interior, pero ya estaba crecido para emocionarse por esas cosas.

Kyung —nombre que creyó haber escuchado mencionar a la señora— pestañeó con sus negros ojos redondos analizando su rostro, a la expectativa de cualquier cambio en su expresión. Parecía esperar a que confesara que había sido una broma y que no le daría nada, cosa que a JongIn se le antojó divertida.

—Puedes quedártelo, recién recordé que aún me queda un poco en casa —mintió. Lo cierto era que la caja que compró apenas una semana antes, se había terminado tan sólo cuatro días después de haber sido guardada en la alacena.

No obstante, el pequeño chico lo rechazó. Mostró una sonrisa y sacudió ambas manos frente a su pecho, como si quisiera aceptar, pero le diese vergüenza decir que sí.

—Gracias, pero no, tú lo viste antes que yo —repuso. Ante eso, JongIn se tomó la libertad y confianza de agarrar una de las delgadas manos del menor para poner ahí la caja de Pororo, sin permitir que después la devolviera.

—No tienes que dármela.

—Si quieres no la aceptes y ponla en su sitio, pero alguien más vendrá y la querrá —advirtió. En realidad, si el chico decidía hacer éso, él la volvería a tomar.

—Bueno, la acepto, aunque no te creo eso de tener más en tu casa, pero está bien —La mujer, que hasta entonces había permanecido atrás mientras los veía y escuchaba, se acercó a tomar a su nieto del brazo para irse. Antes de arrastrarlo con ella, le agradeció a él por su amabilidad.

Tras murmurar un alegre «gracias», el chico siguió a su abuela. Estaba ya un poco alejado cuando torció su cabeza hacia atrás para mirarlo. Le pareció que su rostro era de un tono bastante blancuzco, aunque lo atribuyó a las luces fulgentes del techo.

Afuera el sol se posaba en lo más alto del inmaculado cielo azul. Los locales y las personas que pasaban caminando de aquí para allá parecían bañados por una cascada dorada de ardiente luz. JongIn dejó las bolsas de sus compras en el suelo en lo que se limpiaba el sudor manado de la frente con el dorso de la mano, tosió y las volvió a sujetar con fuerza.

Caminó con prisa el trayecto desde el centro comercial hasta su casa, sin sacar de su mente las ansiad por las lluvias que, según el pronóstico transmitido por las noticias de esa mañana, ya no debían tardar en llegar a Buchon.

 

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Viernes 8 de julio de 2005.

 




El incidente ocurrido dos días antes fue rápidamente olvidado, sin dejar rastro alguno de haber sucedido.

Transcurría la clase de historia cuando cayó la primera llovizna del mes, la apertura de aquel temporal de lluvia que anticipaba cada año con fascinación. Estaba sentado en una silla cercana a la ventana que daba al patio. Su profesor dictaba algo acerca de la segunda guerra mundial cuando escuchó el sonido de las gotas estamparse y reventar contra el cristal. A pesar del maravilloso espectáculo que se daba lugar en el exterior, se esforzó en concentrar su atención en el cuaderno.

Adoraba la lluvia y su ruidoso murmullo entre ráfagas de viento. Le relajaba, causando en él una sensación de pleno sosiego.

Al finalizar la última clase se apresuró a colgarse la mochila y salir. La mayoría de estudiantes se quedaban en los pasillos y patio del edificio, ya fuera para charlar o simplemente pasar el rato, pero no él. Antes, algunos compañeros solían invitarlo a comer o beber algo cada que se reunían en grupo, mas nunca los tomó en cuenta y pronto dejaron de intentarlo.

Lo más parecido que tenía a un amigo, era un chico de nombre Byun BaekHyun, con quien compartía la mayoría de sus clases. BaekHyun, pese a no hablar mucho, era un joven encantador, estudioso y dotado de una inteligencia superior a la media. Por la personalidad que tenía podía llevarse bien con todos, JongIn recurría a él cada vez que una duda le surgía, o si necesitaba los apuntes que se había perdido por salir al baño. Aun así, la relación entre ambos no abarcaba más que aspectos escolares y un saludo cordial cuando se cruzaban.

De camino a casa la lluvia agravó, pero él continuó avanzando a lento ritmo. El paraguas que sostenía con firmeza no era suficiente amplio para protegerse del agua, por lo que al poco rato de haber abandonado la escuela, había alcanzado a empapar una gran sección de su ropa. Disfrutaba de ver cómo el agua corría como un río en miniatura por el borde entre la calle y en andén, y cómo adornaba las delgadas líneas paralelas y perpendiculares del asfalto. Las verdosas hojas de los árboles bamboleaban y se batían a causa de la fuerza con la que la lluvia caía sobre ellas, dejando como huella gruesas gotas que al resbalarse quedaban pendiendo unos segundos de las puntas antes de descender a la tierra.

Arriba, en el cielo gris, las brumosas nubes proyectaban anchas sombras sobre la ciudad. Daba la impresión de que el cielo estallaría en cualquier instante y caería a chorros, no obstante, la tempestad amainó al cabo de efímeros instantes y JongIn pudo caminar plácidamente, como le gustaba.

Un vasto placer lo colmaba cuando con cada inhalación, percibía la frescura del ambiente. Por las noches, el suave sonido que producían las gotas al colisionar con el suelo del patio resultaba apaciguador, como una canción de cuna tocada por la naturaleza. A veces dejaba las dos ventanas de su habitación entreabiertas, para que al mojarse el suelo, el aroma a tierra húmeda llegara con el viento hasta su lecho.

De pequeño le temía a aquel fenómeno. Durante las noches de tormenta, acostumbraba dejar su cama para ir corriendo hasta la habitación de su padre, tembloroso y aterrado. Una vez, su madre le narró una historia acerca de unos gigantes que habitaban el cielo.

Era casi de madrugada cuando el aguacero comenzó a rebotar contra puertas y ventanas, provocando que los cristales vibrasen. JongIn no era capaz de conciliar el sueño, de modo que su madre había ido a su recámara con la intención de leerle un cuento para distraerlo hasta que la borrasca apaciguara. Había puesto una silla al costado de su cama y le acariciaba la cabeza. Como el libro que le estaba leyendo había terminado, lo cerró y se levantó para colocarlo en el estante. Al regresar, se volvió a sentar.

—¿Alguna vez te he contado la historia de los gigantes que viven sobre nosotros? —preguntó ella. JongIn, de entonces seis años, sacudió la cabeza de lado a lado. Tenía casi todo el cuerpo metido debajo de su cobija azul—. Pues te lo contaré entonces, pero no te asustes —dijo, puesto que JongIn se había echado a temblar con una mueca de angustia—, que estos gigantes de los que te hablo son buenos. Verás, desde antes de que tú y no naciéramos, incluso antes de que mis abuelos y los abuelos de mis abuelos nacieran, existen criaturas con una estatura que supera los cien metros en el cielo.

—Pero ¿qué no en el cielo vive Dios? —había preguntado muy confundido, haciendo manifiesto de una inocencia que sólo un niño de tan corta edad podía tener.

La madre no pudo evitar la sonrisa y lo miró con ojos llenos de orgullo, como si pensara «mi hijo es muy listo».

—Bueno, eso es cierto, pero los gigantes no viven exactamente en el cielo, sino sobre un cúmulo de blancas y esponjosas nubes con formas de conejos.

—¡Ah, ya sé! —exclamó al tiempo que daba un salto en el colchón. Levantó el dedo índice—- Viven entre las nubes y el cielo, es por eso que nosotros no los podemos ver.

—Exacto, así es —Su madre continuó—. Pues bien, sabes que alrededor de todo el mundo existen millones de plantas que necesitan de agua y cariño para poder vivir, pero la gente de la tierra no suele darles eso que tanto necesitan, por lo que los gigantes deben intervenir. Ellos provocan que la lluvia caiga, para que las plantitas la beban y puedan crecer hermosas.

—Mami, ¿y de esa agua también beben los animales que viven solitos en la calle? —Ya más calmado y con su interés en la historia, pregunto. La mujer sintió que el corazón le retumbaba por la ternura que le ocasionaba ver a su hijo ladear la cabeza de esa manera.

—Sí, también —le aseguró—. Encontes, ¿prometes que a partir de ahora dejarás de temer?

El menor se detuvo a pensar en su respuesta, pero al final asintió y se acomodó mejor en la cama. Estiró el dedo meñique frente a su madre, ella entendió y entrelazó su propio dedo con el de su hijo.

—Lo prometo.

—Muy bien, a dormir.

Una sonrisa apareció en su boca a causa de aquel recuerdo. Era una de las memorias más ligadas a su infancia. Aún era capaz de recordar la sensación del tacto de las manos de su madre al apretar sus cachetes y del beso que tronó en su limpia frente aquella noche. También recordaba con nitidez su suave tarareo y su grácil espalda avanzando hacia la puerta luego de haber apagado las luces.

Quizá la verdadera razón de que la lluvia fuese el único método por el cual su insomnio lograba desaparecer temporalmente, tenía su origen en la dulce voz de su madre al prometer que todo estaría bien, y no en la historia que seguramente improvisó para despojarlo de su miedo.

Pasaba caminando sobre charcos, sin importarle en lo más mínimo que el agua le hubiera penetrado las puntas de los zapatos y le hubiera mojado las orillas del pantalón. Tuvo que detenerse en una esquina puesto que el semáforo marcaba el verde. Los autos se deslizaban sobre el resbaloso concreto y arrojaban una ráfaga de brisa hacia su cuerpo. Al cambiar a rojo la luz del semáforo, comenzó a cruzar la avenida. Poco antes de llegar a la mitad de la calle, vislumbró dos caras que le parecieron familiares caminando en sentido contrario a él.

No tenía seguridad de quiénes eran, ni tampoco de cuándo ni dónde los había conocido, pero algo en sus recuerdos se removía y le daba a entender que no era la primera vez que se veían. Soló cuando hicieron contacto visual y el chico le sonrió, logró recordar. Eran la señora y el niño del centro comercial.

Ahí, bajo la luz tenue pero natural de la tarde, consiguió contemplar con más detalle los rasgos del menor. Fueron únicamente segundos, sin embargo pudo ver que tenía unas cejas pobladas que se asomaban bajo el gorro; unos ojos grandes y cándidos; una pequeña nariz redonda y unos labios gruesos entre dos finas mejillas pálidas. Era sin cabida a dudas un rostroque llamaba la atención de quien lo viese.

Asumió que él también lo recordaba, pues al pasar a su lado le dedicó una sonrisa amigable y cordial.

El momento acabó y continuó su camino de vuelta a casa, aunque durante el resto del trayecto el recuerdo le invadía la mente como una imagen fantasmal.

Tenía unas ganas terribles de irse a descansar cuando sus pies tocaron el suelo de madera del entarimado decorado alrededor por macetas. Sin embargo, aún le quedaban tareas por realizar.

Aunque residían en una casa tradicional coreana, él y su padre llevaban un estilo de vida más actual y modernizado. Habían dejado atrás la mayoría de costumbres antiguas, por lo que la vivienda estaba provista de muebles altos y aparatos electrónicos recientes.

En casa había que limpiar con exorbitante escrúpulo cada rincón de la cocina. Después de eso, se debía pasar un trapo humedecido por los estantes de los libros y demás muebles. Al terminar aquello, había que barrer y trapear el piso dos veces, cambiando el agua luego de la primera vez. Los trastes iban después. Se sacaban al patio, se lavaban y se dejaban destilar en una charola de rejillas y cuando se secaban, se metían y guardaban en sus respectivos sitios. Por ejemplo, los platos y vasos iban apilados en una alacena alta y los tenedores, cuchillos, palillos y cucharas dentro de un cajón.

JongIn era quien llevaba a cabo todas estas tareas. Pero además, dos veces por semana lavaba la ropa. Al centro del patio se elevaba un abedul amarillo de tamaño mediano cuyas hojas eran tumbadas por el soplo del viento, por lo que diariamente barría y rociaba un poco de agua sobre la tierra para que el polvo no se levantara y entrase volando al interior de la vivienda.

Así mismo, regaba las plantas todos los días sin falta, a excepción de algunas que sólo se debían regar uno o dos días por semana. Cuando hacía falta, cambiaba el agua del florero situado en medio de la mesa o si las flores estaban ya marchitas, las tiraba y colocaba otras nuevas.

De su madre había adoptado la costumbre de tener plantas por toda la casa y de darles un cuidado adecuado. Ella le enseñó cuando era un niño a mantenerlas vivas y frescas. Decía que era bueno poner flores al centro de la mesa, ya que provocaban un aura de armonía y frescor. Su madre siempre las elegía de colores vivaces, pero él las prefería blancas y de tonos más claros.

Una vez acabados estos quehaceres, incluyendo tambipen la limpieza del baño y de su habitación, se daba una breve ducha y hacía la tarea de la escuela al salir. Calculaba la llegada de su padre para un poco antes, colocar sus sandalían acolchadas en el entarimado y preparar café o picar trozos de fruta, según el clima de cada día.

A pesar de asegurar que nada de eso era necesario y que tampoco era su obligación, el hombre lo aceptada y lo recibía con una enorme sonrisa de agradecimiento, con la cual las finas líneas que enmarcaban su rostro se acentuaban.

El nombre de su padre era Kim JongGuk. De sólo cincuentaidós años, su aspecto era el de un hombre mayor a los sesenta. A JongIn le henchía una desmesurada tristeza cada vez que, al mirar la endeble figura de su risueño padre, no era capaz de hallar atisbos de vigor y vitalidad. Desde que su madre falleció, JongGuk se había dedicado plenamente al trabajo. Aseguraba que la razón era él, que no le gustaría le algo le faltara, y nada le hacía falta, nada material. No obstante, JongIn tenía una opinión diferente. A su parecer, su padre utilizaba el trabajo como una vía de escape, una salida de emergencia que le permitía pasar la mayor cantidad de horas posibles fuera de casa, lejos de los recuerdos de la mujer que amó plegados a cada pared, cada rincón.

Por una parte lo entendía, él sabía también lo que significaba desear verla y al mismo tiempo ser consciente de que jamás pasaría de nuevo. La otra parte estaba resentida. Él, como su hijo, lo necesitaba.

JongGuk se había graduado como arquitecto a la edad de veinticinco. Trabajó casi veinte años para la misma empresa, hasta que ésta realizó recorte de personal y resultó él uno de los despedidos. Fueron meses de vagar entre una empresa y otra, pero por su edad, todas ellas le cerraron sus puertas, todas querían a alguien joven. Tiempo después se cansó y optó por abrirse una ventana él mismo. Con el dinero que tenía ahorrado en el banco, inauguró un taller de luces de neón.

Dicho taller abría su puerta a las doce del mediodía y la cerraba a las ocho, pero había días en los que el hombre se quedaba hasta pasadas de las once, por lo que llegaba a casa casi a media noche. Ahí residía la verdadera razón de su prematura vejez.

Antes sus ojos irradiaban un brillo singular, con sólo mirarlo era como ver a través de límpidas ventanas hacia un interior donde había jovialidad, pero últimamente ya no quedaban rastros de eso. Cuando avizoraba sus ojos, lo único que veía era una mirada opaca, como vidrios empañados por las lágrimas que secretamente derramaba todas las noches.

Esa noche su padre llegó tarde, como ya era habitual. Su padre no le daba importancia a todas las veces que le había pedido, casi rogado, que se tomara un respiro, y él ya estaba cansado de no ser escuchado.

Oyó el sonido que la puerta emitió al abrirse y a continuación los pasos lentos y extenuantes con los que su padre avanzaba. El ya se encontraba acomodado en su cama, sin sentir sueño todavía. Antes de entrar a su habitación, había dejado sobre la estufa una olla de café recién hecho.

Por medio de las diáfanas ventanas se divisaba la suave lluvia rociar el patio. Concentró su atención en el sonido que se producía y llenaba cada recoveco de la vivienda, cubriendo todos los demás murmullos y susurros de la noche.

Cerró los ojos y en ese momento dejó de avistar las luces neón apagadas en su techo. Eran luces amarillas en forma de estrellas que bordeaban sin ningún orden a otra en forma de luna en color flanco. Lo cierto era que sentía un disgusto infinito por aquellas figuras que en grupo formaban un cielo artificial, motivo por el cual nuna estaban encendidas. El techo ya de por sí era bajo, ver las luces tan cerca de su cabeza le causaba una sensación de encierro, de límite. Si no las quitaba era únicamente porque al llegar a casa con ellas, su padre se hallaba muy emocionado.

En el lapso de un fugaz parpadeo, el recuerdo del chico de la tarde emergió en su mente. Era como si segundos antes acabara de ver una fotografía y su cerebro trazara cada línea con perfecta nitidez.

No iba a negar que se había sentido bastante atraído por sus excepcionales facciones que en conjunto formaban una cara de vasta belleza, pero maldición, el chico no parecía superar los trece años y él ya tenía diecisiete. Algo andaba mal con él y su estúpida forma de pensar.

 

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Sábado 11 de julio de 2005.

 




No muy lejos de la escuela a la que asistía, había un pequeño mercado de alimentos. Todos los sábados y domingos JongIn trabajaba en una panadería situada casi al final. Era un local de espacio tan reducido que sólo había lugar para un aparador de vidrio de tamaño mediano, en en cual se posaba la caja registradora, un armatoste de metal ya viejo y también un rollo de bolsas de papel marrón. Las paredes eran por completo blancas, igual que los recuadros de cerámica del piso. Entre el muro del fondo y el aparador, había un estrecho tramo, tanto que sólo cabían dos personas y eso si no se movían demasiado. Al final de la pared lateral derecha, justo al lado de su puesto, se localizaba una puerta que guiaba a una pequeña cocina.

Lee YinJin era el nombre de la anciana dueña de aquella panadería. Tenía el estómago hinchado con un declive pesado, unos dientes amarillentos y cabello albino que llevaba siempre atado en un caracolillo. Era un poco extraña. Unas veces sus palabras emergían con suave amabilidad y otras, sin razón aparente, soeces. Aun así, JongIn no renunciaba a ese empleo. No era porque necesitara del dinero, ya que en realidad no lo hacía. Incluso si la paga era poca, de 7.100,00 wons por cinco horas cada día —y dos piezas de pan, sólo los domingos—, no trabajaba ahí por lo que ganaba.

En su primera visita a la panadería, la anciana lo había retenido más de lo previsto con una larga conversación. Le platicó que, años atrás, su hijo solía ayudarle a vender. Le dijo también que él murió cuando tenía dieciocho años por culpa de una enfermedad, y que desde entonces ya nadie le ayudaba; hacía todo ella sola. JongIn sintió compasión y se ofreció, aunque por la escuela no podía ayudarle más que dos días.

Según la mujer, al ver su joven rostro la atacaban recuerdos de su difunto hijo. En los momentos que tenían libres, ella arrastraba una silla a su lado y se sentaba ahí para contarle viejas historias sobre el chico. Algunas las repetía tantas veces que ya incluso se las sabía de memoria.

JongIn tenía conocimientos de los rumores que corrían a lo largo del mercado. Sabía que a espaldas de YinJin, los propietarios y empleados de las tiendas aledañas la creían loca. Según sus palabras, a la vieja se le zafaban los tornillos. Más de una vez fue detenido por alguna señora sólo para ser advertido, pero él conocía a la anciana y aunque admitía que era rara, lo imputaba al curso de los años, a la vejez. También se llegaba a decir que su supuesto hijo jamás existió, que era obra de su desmedida imaginación, pero él incluso había visto fotos.

Aquel día se presentó a trabajar a las nueve en punto, pero debido a la carencia de clientes, YinJin decidió cerrar temprano y darle el día libre. Luego de haberse despedido, JongIn fue el primero en marcharse.

En el cielo, las robustas nubes mostraban indicios de una pronta precipitación. Por si acaso, cargaba su paraguas con él.

Ya que era temprano y antes de salir de casa había dejado todo muy pulcro y ordenado, quiso dar una caminata alrededor de las jardineras cercadas de la plaza. Escapar y desviarse de la rutina de vez en cuando no estaba nada mal.

No tenía apuro por volver, más bien ansiaba prolongar lo máximo posible su paseo., de modo que caminaba como si el material del que sus pies estaba hechos fuese plomo. Transcurrieron poco más de veinticinco minutos de avanzar, trazando con los pies un camino en forma de laberinto, cuando sintió que unos huesudos dedos se enrollaban en torno a su muñeca. Se tensó. Bajó la vista unos centímetros y frente a él, localizó un par de ojos que en esta ocación no tardó en rememorar.

La misma señora de las veces anteriores acompañaba al niño. Esperaba con paciencia un poco más atrás.

—Perdona, ¿me recuerdas? —preguntó—. Me diste el último cereal de pororo —añadió al ver que JongIn no respondía de inmediato.

—Sí, claro —respondió él, mientras se preguntaba internamente a qué se debía aquella interrupción.

—Me alegra. Te reconocí cuando ibas caminando y pensé en invitarte algo de tomar como muestra de mi agradecimiento.

La idea lo tentaba, tal como un trozo de queso tentaba a un ratón hambriento. A decir verdad el frío ya empezaba a sentirse en el ambiente y se colaba a su cuerpo desde las puntas de sus dedos desnudos. Se debatía entre aceptar o no hacerlo, ¿debería declinar la oferta? ¿O en cambio decir que sí? Después de todo, se trataba del niño por el que su corazón había latido poco más rápido de no normal y los químicos de su cuerpo se habían desatado a todas partes.

—Espero que no lleves prisa —se le adelantó el menor—. De verdad me gustaría invitarte —El niño hablaba con un afán que incluso era contagioso. Le sonrió, enseñando en esa mueca todos sus blancos dientes y de esa forma, ¿cómo negarse?

Obedeció a sus deseos más profundos. De todas formas, beber algo juntos no debería significar nada más que eso. Charlarían un rato y luego de eso, cada uno se iría por su propio lado. Probablemente no volverían a verse, y a él no lo molestaría más aquel sentimiento de culpa por gustarle un chico menor.

Ese día descubrió ciertas cosas, entre ellas, que la mujer no era la abuela del chico, sino madre. También supo que KyungSoo, como le dijo que se llamaba, no era un niño de trece años, era un adolescente de quince (estuvo muy sorprendido al escucharlo, y cómo negarlo, también aliviado). Después de compartir esas horas escasas con él, sentía que no quería de ver su preciosa sonrisa.

La madre les había pedido que fuesen solos, les dijo que ella aprovecharía para hacer las compras que le hacían falta. Eligieron una cafetería situada en una esquina que aunque pequeña y poco lujosa, era bastante confortable. El dulce aroma del café les había llegado en suaves ondulaciones de humo hasta la nariz, por lo que quisieron entrar a probar.

Al adentrarse en el local, JongIn se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla. KyungSoo repitió el acto, sin embargo de dejó el gorro puesto.

—¿No tienes calor? —le preguntó con curiosidad, señalando su cabeza. El menor pareció avergonzarse, pero negó.

—La verdad siento un poco de frío —contestó. A JongIn le pareció que mentía, sin embargo no le prestó mucha importancia.

No estuvieron equivocados al pensar que el café sería delicioso, porque lo fue. Ambos pidieron una taza mediana de café y un manecillo de chocolate con nuez. Tuvieron una amena conversación en una mesa cercana al ventanal, con el sonido de la lluvia como fondo de sus palabras.

El tiempo pasó rápido, cuando acabaron sus cafés y panecillos JongIn se ofreció a pagar por lo menos su parte, pero KyungSoo insistió tanto en que él lo había invitado y por ende le correspondía pagar que al final estuvo de acuerdo.

Abrieron sus paraguas en cuanto pisaron el exterior de aquella cafetería. Muy a su pesar, JongIn se despidió de KyungSoo cuando le dijo que iría en busca de su mamá.

Comenzaba a atardecer cuando volvía a casa. Llegó completamente revitalizado. El paseo y la charla con KyungSoo lo habían ayudado, el menor lo había contagiado con toda esa alegría que manifestaba.

Pero luego, al entrar a su habitación con una sonrisa implacable en el rostro, recordó que no le había pedido algún número donde pudiera contactar con él y se golpeó mil veces en su mente. Ya sólo quedaba esperar a que el destino interviniera a su favor, que trajera volando el delicado cuerpo de KyungSoo y lo cruzara en su camino una vez más. No estaba seguro que de fuese a ocurrir. Deseaba que sí.

 

Notas finales:

Espero que les haya gustado, las cosas más interesantes comenzarán a suceder a partir de la siguiente parte n.n


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