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Mis labios seguirán sellados por OneUnforgiven

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Notas del capitulo:

 

El suave goteo del agua sobre el techo de su casa fue lo primero que percibió esa mañana. Movió sus piernas bajo las sábanas y cobijas, escuchó el suave sonido del roce de la tela e inspiró profundamente, para percibir el aromatizante de las mismas. Keith abrió sus ojos con algo de pereza y encontró las paredes blancas de su habitación; lo primero que notó fue el vacío al otro lado de la cama, otra vez.

Cerró los ojos de nuevo e inspiró un poco más suave que la vez anterior, retuvo el aire por unos momentos y lo expulsó al darse la vuelta y quedar boca arriba, observó las figuras de la madera frente a él, con sus formas abstractas e intentó distraerse un poco con ellas. La lluvia seguía abatiendo su pueblo, podía oírla chocar contra el techo, el piso y los árboles de los alrededores. Era constante y suave, tranquila.

Keith siempre había amado la lluvia, le gusta el aroma a tierra mojada, el frío del agua recorrer su cuerpo, el sonido relajante que emanaba. Le recordaba a su niñez.

Cogió su móvil de la mesita que tenía junto a la cama, en donde depositaba los libros que leía por la noches y donde compartían sitio con la lámpara, y presionó el botón de desbloqueo del aparato, que le marcó que eran las 5:52 de la mañana. Se quedó observando el fondo de pantalla: unas manos sosteniendo una taza roja de café a medio terminar sobre una mesa rústica de madera, llevaba un tatuaje en el dedo anular de la mano derecha, simulando ser un anillo con notas musicales.

No pudo evitar mirar la imagen hasta que la pantalla se volvió a poner oscura, recordando el momento en que había tomado esa fotografía sin querer, cuando estaba intentando hacer otra cosa con el teléfono y abrió la aplicación de la cámara por error; no había recibido ningún mensaje de respuesta a la pregunta que hizo a la noche, entonces dejó el teléfono de regreso a la posición en la que había estado hacía unos minutos.

Miró el techo de su habitación un momento más, deseando que el tiempo se detuviera, que le dejara el espacio que necesitaba para obtener las fuerzas de enfrentarse a la realidad del día a día, pero se levantó porque sabía que el mundo no iba a detenerse sólo porque él se sentía miserable.

Permaneció sentado en la cama y sus pies tocaron la fría madera del suelo, entonces un ruido metálico sonó en la esquina de la habitación; Keith levantó la mirada y encontró a Lethean desperezándose en su cama junto a la puerta, para acto seguido levantarse e ir hacia él a darle los buenos días.

Keith le sonrió a su pitbull terrier color gris y éste le movió la cola feliz mientras se deslizaba hacia él con pereza, lo abrazó y le dio varias caricias en su lomo, admirando la suavidad de su pelaje. Lethean siempre se alegraba de encontrarse a su lado cada día, independientemente de su estado de ánimo, le acompañaba de manera fiel y le entregaba el doble de amor que le profesaba; era principalmente por él que siempre se mantenía en pie. Keith sabía que el amor de su perro era mutuo y genuino. Ése amor sí lo era, y sería eterno.

Se levantó de la cama, la tendió y fue directo al baño a orinar y darse una breve ducha; al salir, se miró al espejo pero ese día tampoco tuvo deseos de afeitarse. No tenía deseos de arreglarse, no tenía una verdadera razón para hacerlo si no le apetecía.

Sus ojos marrones se reflejaron igual de expresivos que siempre y se sintió algo molesto que se le notara tan a simple vista su estado anímico, pero al final, le trajo sin cuidado. Todo acabaría, eventualmente. En algún momento se marchitaría y dejaría de sentirse de ese modo.

Se secó el cabello con la toalla y no se molestó en peinárselo mucho más, a pesar que lo llevaba algo largo en comparación al corte que solía usar cuando se sentía mejor. Se colocó una camisa blanca, un suéter tejido color gris, unos vaqueros negros y unos mocasines azul marino que tenían algunos pequeños detalles de la costura blanca. Su vestimenta siempre era sobria.

Dejó salir a Lethean al patio y fue hasta la pequeña cocina que estaba ahí junto a la entrada, compartiendo el espacio con el comedor y el salón, se preparó un capuccino con dos croissant de mantequilla y luego dejó entrar de nuevo a su compañero perruno cuando éste le lloró en la puerta, indicándole que quería entrar.

Desayunaron en silencio, rodeados de cajas de cartón por todos lados, un día más; la mudanza se efectuaría ese fin de semana y no tendría que vivir más en esa cabaña en medio de la nada, plagado de recuerdos constantes.

Entre oyó las noticias matutinas desde el viejo televisor que estaba en la otra esquina de allí, frente a un pequeño sillón viejo, pero la verdad es que no le prestó demasiada atención, a él sólo podía lloverle la marea de desasosiego por el futuro, por el cambio.

Lavó los trastos cuando terminó, se colocó un abrigo largo negro de paño, besó a Lethean y le dejó agua limpia antes de salir. Quedó un momento en el pórtico mirando cómo llovía, a su alrededor no había más que campo abierto, cubierto de un largo césped bastante opaco y descuidado, habían unos árboles aquí y allá, y su sitio estaba delimitado por una simple valla de madera. Aquel sitio representaba mucho más de lo que podría explicar, estaba alejado de la civilización, buscando transmitir paz e intimidad, y por eso lo habían adquirido, pero ya no era suyo. Probablemente ya no era de nadie.

Bajó los peldaños de madera y, sin importarle que iba a mojarse en el trayecto de su casa al auto aparcado a un costado, se introdujo en éste.

Condujo con cuidado por la incesante lluvia, aquel lugar brindaba privacidad y calma, pero estaba bastante alejado de la ciudad, por lo que tenía al menos unos treinta minutos de viaje en automóvil, por una carretera en buen estado y poco transitada; los vidrios de su viejo automóvil se empañaban cada tanto y debía encender el desempañador para poder ver la carretera con claridad, pero no tenía más contratiempos que ese.

Realizó todo el viaje sin encender la radio, para apreciar el sonido de la lluvia contra su viejo cacharro y admirar el paisaje sin tener nada que lo desconectara de ello.

Lentamente, las casas empezaron a ser cada vez más unidas entre sí y se transformaron en apartamentos pequeños, luego en edificios y finalmente en rascacielos. Se amoldó al ajetreado tránsito de la ciudad, aparcó el automóvil  y se adentró en el viejo edificio municipal.

Saludó a todos sus compañeros de trabajo amablemente y se sentó en su puesto cuando el joven del turno anterior al suyo se lo cedió, en aquel cubículo blanco exactamente igual a todos. Se quitó el abrigo y lo colgó en el respaldo de su asiento mientras veía a su coordinador caminar de un lado al otro hablando por teléfono. Keith se centró en los tres monitores frente sí, que le ofrecían cuatro imágenes cada uno y el tercero le ofrecía un panel de configuración avanzada.

Su trabajo consistía, sencillamente, en vigilar la ciudad: cuando la policía buscaba un automóvil, ya sea en una persecución o simplemente por pedido de captura, todo el grupo técnico intentaba rastrearlo, así mismo sucedía con las personas. Su trabajo era, simplemente, ser los ojos de la policía: verificar que no se cometieran delitos, estar atento por si ocurrían accidentes de tránsito o si alguna persona tenía algún tipo de emergencia.

Años atrás, él había trabajado en la recepción de llamadas del 911, pero el estrés que le provocaba terminó por agotarlo física y emocionalmente, por lo que, tras trabajar tres años allí, decidió cambiar de empleo.

Su vida ahora era una rutina muy estricta, pero a él no le molestaba en absoluto, estaba cómodo con el orden, le brindaba una seguridad y estabilidad que él consideraba necesarias, siempre y cuando algunas personas no se cruzaran por su camino.

Keith era una persona bastante solitaria, que tenía varios conocidos y unos pocos amigos con los que salía escasas veces debido a los cambios de vida, hijos, parejas, empleos... pero estaba acostumbrado a vivir solo. Era más fácil así mantener el silencio de la verdad, aquella que sabía que nadie prefería oír.

Al terminar su jornada de trabajo, realizó algunas breves compras para la cena y se detuvo en una cafetería cerca de su casa, en el pueblo más cercano.

—Buenas tardes, Keith —sintió que le saludaron en cuanto se apropió de una de las mesas junto a la ventana.

Entornó sus ojos marrones hacia el camarero que tenía delante de sí y que le regalaba una sonrisa. Era un muchacho joven, de unos hermosos ojos avellana y cabello castaño claro, corto a los laterales y prolijamente despeinado en la parte superior, donde lo tenía un poco más largo. Sus labios eran bien definidos y finos, estaba rasurado al ras y su piel ligeramente bronceada siempre le hacía dudar de su procedencia. Era un chico atractivo y amable, y era muy agradable que le atendiera siempre de forma tan jovial.

—Hola, Jonas —le sonrió con toda la sinceridad posible—. ¿Qué tal estás?

—Bien, ¿y tú? —le consultó, y él sólo le asintió con la cabeza—. ¿Quieres lo de siempre?

Keith volvió a asentir con su cabeza y ensanchó el gesto de su sonrisa todo lo posible, el chico amplió aún más su gesto, como si quisiese competir con él,  y se retiró por donde vino. Le vio irse hacia el mostrador, y cuando comprendió que no tenía mucho sentido quedarse observándolo de esa manera, regresó la vista hacia su mesa, que tenía un servilletero y un recipiente de cerámica que separaba unos sobrecitos de azúcar de los del edulcorante.

Suspiró y agradeció que nunca le dejara espacio a responder sobre su estado de ánimo, pero que dejara entrever la amabilidad y la alegría —o lo que fuera— de tenerlo de nuevo por allí, era algo que siempre le daba una agradable sensación en el pecho.

Sacó su libro “La sombra” de John Katzenbach de su morral y se puso a leer en silencio mientras esperaba, intentando desconectarse un poco de su vida y de la rutina en general. Era un amante de las novelas de misterio y policíacas, no podía evitarlo, le gustaba mucho buscar pistas e intentar adivinar los finales.

El sueño de su niñez había sido convertirse en un detective, quería ayudar a las familias, mejorar el mundo, pero todo aquello fue frustrado cuando falló los exámenes de tiro, una y otra vez.

Keith, al final, simplemente se conformó con mantenerse en oficinas atendiendo llamadas de 911, con su afán de ayudar a la gente, pero aquello de no poder saber qué sucedía cuando la llamada finalizaba siempre le producía un malestar inexplicable. Lo peor sucedía cuando a veces tenía que oír las catástrofes por teléfono y quedarse sin poder hacer nada, más que esperar que los oficiales de policía —a los que él había llamado desde allí— llegaran a tiempo de poder salvar a las víctimas. Cuando sucedían cosas de ese estilo, cuando a veces pasaba lo peor, Keith regresaba a casa angustiado, frustrado y tensionado, y eso con el tiempo lo fue perjudicando tanto, que decidió dejarlo por el bienestar de su salud mental.

—Aquí tienes —sintió que le dijo Jonas a la par que le servía su café moca en una amplia taza negra, con un pequeño vaso de agua y cuatro masitas dulces para acompañar.

—Gracias, Jonas, eres muy amable —le sonrió, entonces notó que habían dos masitas extra a las que habitualmente solían siempre entregarle y eso le resultó curioso.

Keith volvió a observar al camarero con el ceño fruncido y los labios formando una sonrisa, éste se llevó el dedo a los labios para instarle a que guardara el secreto. Compartieron la alegría un momento, entonces Jonas hizo un movimiento extraño, como queriendo sacar algo del bolsillo del delantal verde oscuro que usaba como uniforme, pero luego frunció un poco los labios y retiró su mano para rápidamente esconderla tras su espalda.

Le notó un poco más serio de repente, el chico caminó unos cuantos pasos sin quitarle los ojos de encima y sosteniendo esa sonrisa distinta a la habitual, para luego dar la vuelta en sus talones y regresar al mostrador, algo apresurado.

—¿Ya te ha invitado a salir? —sintió que le preguntaron, Keith regresó la vista hacia adelante y se encontró a Zack sentándose frente a él. Pensó en responderle, pero era darle pie a que sus celos volvieran a florecer y sacar lo peor de él, así que sólo le dio un sorbo a su café—. Me sorprende que aún no lo haya hecho.

Keith entrecerró sus ojos en señal de disgusto y comió una masita de un bocado, evitando así empezar a soltar palabras filosas.

Observó a Zack frente a él de nuevo, tenía el mismo cabello oscuro que él, los mismos rizos que el abuelo Henry había dado como linaje, y sus ojos cafés con un ligero tono de verde le estaban mirando con reproche y celos, ¿por qué siempre tenía que ser así? Apartó su mirada, azorado, y sus ojos traicioneros le llevaron a toparse con el tatuaje del dedo anular de su acompañante, aquel que se había hecho en su tributo, como una promesa silenciosa de lo que habían tenido... lástima que el tatuaje era permanente y lo de ellos no.

—¿No me negarás que tienes deseos a que se anime a pedírtelo? —preguntó, dolido y Keith sólo pudo suspirar.

—¿Para qué? —preguntó mientras cerraba su libro, ya que evidentemente no iba a poder leerlo, y después volvió a mirarle a los ojos, pero molesto y sin ganas de aguantarse lo que quería decir—. Ya no estamos juntos, lo que haga y deje de hacer ya no te concierne.

Zack suspiró y bajó la cabeza, cansado. Jonas apareció de nuevo, con una sonrisa más débil que las anteriores, una de compromiso ante sus labores.

—Sólo un café con cognac —se apresuró a decir Zack sin mirarlo, antes siquiera que el muchacho saludara o le ofreciera la carta—. Tu silencio ha sido una razón por la que estemos aquí.

—Tú también guardaste silencio —se defendió—, creyendo que yo jamás sabría la verdad, y aquí estamos.

Jonas percibió la tensión entre ambos y decidió no estar mucho más por allí y servir la orden que le habían pedido. Había observado a Keith con meticulosidad desde que cada tarde bebía un café allí, y siempre que ese moreno aparecía, el joven parecía sufrir con cada palabra que le decía, al final de la discusión —en la que nunca alzaban la voz—, el otro muchacho se iba y le dejaba solo, sin un beso, sin un abrazo. Keith se sumía en sus pensamientos durante unas horas, casi al punto del llanto, levantaba sus cosas y se iba con una expresión sumamente preocupada y herida. Sin duda el amor a veces dolía.

Keith miró a su acompañante, a veces pensaba que era inútil hablar, era inútil intentar acomodar sus sentimientos y exponerlos. Cada vez que hablaba, sus palabras parecían tener el efecto contrario a lo que él deseaba que lograsen. Y ya había renunciado simplemente a intentarlo.

—Aún sigo preguntándome qué nos pasó —le oyó decir, pensativo, preocupado.

Keith permaneció en silencio cuando los recuerdos junto a Zack afloraron en su mente, serenos y tranquilos, habituados al proceso. Recordó el roce con su piel bajo las sábanas, las miradas cómplices en la oscuridad, el sonido de su corazón latiendo en su oreja, su respiración acompasada y su perfume. Recordó los paisajes verdes con flores silvestres, el calor de su mano sosteniéndole mientras se adentraban en el bosque para escapar de las miradas ajenas; recordó la suave y tibia brisa de verano, la comezón en su nuca por el césped campestre cuando se acostaban en el suelo. Escuchó su risa, a la par que volvía a recordar la forma de su sonrisa, la forma en que le besaba, la forma en que le abrazaba... la forma en que se entregaban.

—Supongo que no estábamos destinados a envejecer juntos —dijo Keith, aún medio perdido en los recuerdos. Zack levantó la mirada hacia su acompañante y notó aquello, entonces tocó sus dedos con los suyos, pero no tuvo respuesta alguna, entonces los alejó.

—Yo lo arruiné —aseguró Zack, con la mirada perdida. Keith volvió sus ojos marrones hacia él, sin saber qué decirle. Sentía que no había sucedido tan así, pero era incapaz de explicar por qué—. Fue un impulso, no pensé las cosas con claridad, y te he hecho daño. Desde entonces, no has vuelto a ser el mismo, y aunque me duela, aunque esté arrepentido, no puedo cambiar eso. Ya no.

Keith permaneció en silencio, pensando, recordando. No podía olvidar el cuerpo de Zack desnudo junto a alguien más, no podía olvidar esa sensación de vértigo que le invadió al verlo. El suelo estaba blandiéndose a sus pies mientras él se fue sin decir una palabra.

Estuvo un mes sin decir que sabía lo que Zack había hecho, y estuvo esperando por la sinceridad de éste, pero jamás llegó. Tuvo que ser él el que sacó a la luz ese problema, el detonante de la complicada relación que habían tenido.

—Entonces, ¿por qué siempre vienes a buscarme? —preguntó Keith, ido. Zack retuvo el aire en sus pulmones, incapaz de explicar. Quería curarle, quería reparar el daño que había hecho, pero sentía que era imposible.

Era difícil de explicar la magnitud del problema. Una infidelidad iba más allá del carácter sexual, del goce momentáneo de buscar otro cuerpo y satisfacer los primitivos deseos carnales. El sexo era lo de menos. a Keith le había dolido más que Zack fuera a buscar un consuelo en un hombro ajeno, porque sabía lo le atormentaba para que terminara en una cama ajena a la suya. A Zack le atormentaba el ojo ajeno, la despectiva mirada de los demás al enterarse de la relación que mantenían siendo que eran hermanos, hermanos de sangre.

Keith era un hombre razonable, medianamente razonable, que sólo pedía sinceridad, y nada más que eso. El resto, podía ser imparcial, resoluble. Y sin embargo, se hallaba allí, a ese punto de quiebre.

—Hay cosas que no se pueden deshacer —dijo él, observando la taza con café en sus manos—, como cuando rompes una taza. Se puede volver a armar, con mucha paciencia y dedicación, pero siempre le quedarán grietas y habrá partes desaparecidas, porque la cerámica se ha hecho polvo con la caída.

Keith entornó sus ojos marrones hacia los de Zack, que le miraban atentos desde el otro lado de la mesa.

—Y por eso existe el Kintsugi —insistió Zack, en un intento desesperado.

—El arte de hacer bello y fuerte lo que es frágil —asintió él—. Lástima que nosotros no somos japoneses, ¿verdad?

—No es necesario que lo seamos para poder ejecutarlo —Keith se rió y negó con la cabeza con tristeza.

—El valor de los objetos rotos crece por el polvo de oro con el que unen las piezas del objeto, más que por el supuesto valor de la historia del objeto en sí.

—Cada uno tiene su forma de ver las cosas, ¿verdad? —Keith suspiró y apartó la mirada hacia el exterior, la conversación no los estaba llevando a ningún lado—. ¿Eres consciente que jamás nos podremos separar?

Keith sonrió con tristeza, no hacía falta ni que lo dijera.

—Por supuesto, compartimos la sangre —respondió, taciturno—. Pero jamás volveremos a lo de antes. Ya no.

Los ojos de Zack se llenaron de lágrimas y se desviaron a más allá, incapaz de aguantar la situación. A Keith se le removió el remordimiento y le tomó la mano.

—Este fin de semana ya podrás quedarte con la cabaña, si quieres. Adiós, Zack.

En el transcurso que su cuerpo se levantó y caminó hacia el mostrador, Keith recordó su niñez. Recordó la floreciente curiosidad, las risas y besos furtivos, recordó cuando aquello se convirtió en un juego recurrente hasta que sus padres los encontraron. Recordó el llanto, la preocupación, la desesperación y la verguenza, que los condujo a innumerables conversaciones y desentimientos. Recordó que toda la culpa cayó sobre Zack por ser el mayor y aquello marcó algo en él, los miedos continuos de Zack sobre el qué dirán nacieron ese día.

Recordó también esa sensación de no poder abandonarse, recordó la adrenalina que sentían cada vez que se escapaban juntos y seguían el juego que ya no era juego, sino una forma más de expresar lo que sentían por el otro. Recordó su vida junto a la de su hermano, pero la dejó pasar. Debía dejarla pasar. En el fondo sabía que no estaban bien, pero no podían evitarlo... ahora estaban forzados a hacerlo.

Keith sacó su billetera y dejó unos cuantos dólares sobre la vitrina para pagar la cuenta de la última mesa junto a la ventana, allí se topó con un silencioso e inseguro Jonas, que le miró de soslayo.

—¿Te encuentras bien?

La pregunta le cogió por sorpresa y Keith le miró angustiado, sin deseos de volver la vista hacia atrás y sin ánimos de hablar de nada.

—Algún día lo estaré, supongo.

Jonas tomó el dinero y le entregó el cambio, junto con el ticket de compra, dejando su mano posada sobre los billetes un momento mientras le miraba  con preocupación, tragándose el deseo de decir “eso espero”.

Keith tocó su mano a la par que retiraba los billetes y le observó con curiosidad desde el otro lado, no sabía qué tenía ese camarero que le llamaba la atención, supuso que era su amabilidad y su sutileza, su tacto. Se permitió regalarle una sonrisa débil antes de retirarse, iba a extrañar su curiosa mirada.

Al darse la vuelta para salir de la cafetería, Keith pudo notar que la mesa que había ocupado junto a la ventana ya estaba vacía; fue doloroso, pero salió con paso firme hacia afuera, decidido a dejar todo atrás de una buena vez.

Jonas suspiró con amargura cuando la figura del joven desapareció, jamás le había gustado ver a las parejas deshacerse, pero era algo habitual en su trabajo.

Terminó de organizar la caja y fue camino a limpiar la mesa que ahora había quedado libre. Levantó las tazas y las colocó en su bandeja, pero entonces notó que había una fotografía debajo de la que correspondía al otro joven que siempre se reunía con Keith. La levantó y pudo ver a Keith, unos años más joven que en la actualidad, sentado contra una ventana, leyendo un libro con aparente calma. Le apenó un poco que se le había formado un círculo de café sobre la fotografía al estar escondida bajo la taza.

Jonas frunció el entrecejo, confundido, y no fue hasta que la dio vuelta y vio una apresurada letra junto a un número telefónico, que comprendió que se la habían dejado allí a propósito. No fue Keith, sino el otro chico. Simplemente decía: “Cuídalo mucho”.

 


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